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EL ESTADO DEL BIENESTAR

El crecimiento económico ha permitido a los países avanzados


obtener un grado de bienestar y de progreso que nunca antes habían
tenido, así como la implantación en Europa del Estado del bienestar.

Los países en desarrollo, y con independencia de cuales sean sus


valores culturales, políticos o religiosos, aspiran lógicamente a
disfrutar del mismo bienestar por lo que actúan siguiendo el mismo
objetivo de crecimiento económico.

Sin embargo, el modelo económico actual basado en el crecimiento


sin límites, es insostenible desde un punto de vista ecológico y
financiero. Nos conduce hacia la destrucción de los ecosistemas de
los que dependemos para la supervivencia a largo plazo y, en
definitiva, a un camino sin retorno.

Por otra parte, la situación económica ha desbordado la capacidad del


Estado para asumir la sobrecarga de demanda social existente, lo que
ha dado lugar a un replanteamiento del Estado del bienestar.

Los efectos inmediatos de la crisis se aprecian en una clara tendencia


a reducir el papel del Estado, con políticas que recortan las
prestaciones sociales, amplían los tiempos de cotización para el
acceso a la jubilación y otras prestaciones, así como el inicio de
procesos de privatización o la introducción de sistemas de pago de
servicios públicos hasta la fecha gratuitos.

Si bien es cierto que el Estado del bienestar en una situación de crisis


profunda como la actual se ha demostrado un sistema incompleto en
Europa, la sensación de desequilibrio es todavía mayor en Estados
Unidos. Con todos los problemas generados por el estallido de la
burbuja inmobiliaria, alto desempleo y déficit presupuestario fuera de
control, Estados Unidos sigue siendo la economía más productiva y
dinámica del mundo.

En Estados Unidos las desigualdades son extremas, abundan los


bienes en promedio, pero no así para las decenas de millones de
familias que viven en la pobreza o que se tambalean precariamente al
borde de ésta. La desigualdad en el ingreso de Estados Unidos es
abrumadora: el valor neto del 1% de las familias más ricas es igual al
valor neto del 90 % más pobre.

Ante esta situación, resulta necesario idear un nuevo sistema


económico preparado para evitar los impactos negativos del mercado
y nuestra dependencia del crecimiento ilimitado, y permita al mismo
tiempo favorecer el progreso de los países en vías de desarrollo.

El crecimiento económico no sujeto a límites ya no es el modelo a


seguir. Sin embargo, los gobiernos intentan convencer a los

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ciudadanos de que se puede reducir el impacto medioambiental y
lograr un crecimiento sostenido fundándose en los mismos principios
del sistema capitalista, en los que la estabilidad económica está
basada en el crecimiento ilimitado.

No obstante, se ha podido constatar, que la obsesión de la sociedad


por el crecimiento está directamente relacionada con la actual crisis
económica, y ha dado lugar a un sistema económico terriblemente
inestable. Esta situación ha provocado un incremento de la
vulnerabilidad de la clase trabajadora, claro reflejo de que el modelo
de política actual es inadecuado.

Asimismo, el crecimiento económico se ha traducido en desigualdad


de los beneficios, con la quinta parte de la población mundial
ganando solamente un 2% de los ingresos globales. Incluso en los
países desarrollados existen enormes diferencias de riqueza y
bienestar entre ricos y pobres.

Se deriva de todo lo anterior, la necesidad de que los ciudadanos, los


partidos y los gobiernos empecemos a modificar nuestro concepto de
prosperidad, y la convicción de que solamente podemos evolucionar
mediante el aumento del consumo.

Otro elemento relevante en este necesario cambio de enfoque


económico es la utilización de nuevas herramientas de medida, como
por ejemplo el Índice de Desarrollo Humano (IDH) que ofrece una
definición más amplia del bienestar, más allá del crecimiento
económico asociado a la productividad (PIB).

El IDH provee una medida compuesta de tres dimensiones del


desarrollo humano: vivir una vida larga y saludable (medida por la
esperanza de vida), tener educación (medida por la tasa de
alfabetización de adultos y de matriculación en la enseñanza
primaria, secundaria y terciaria) y gozar de un nivel de vida digno
(medido por el ingreso según la paridad del poder adquisitivo).

El índice no es en modo alguno una medida integral del desarrollo


humano. Por ejemplo, no incluye indicadores importantes tales como
el respeto por los derechos humanos, la democracia y la igualdad,
aunque sí provee una amplia perspectiva del progreso humano y la
compleja relación entre el ingreso y el bienestar.

Con frecuencia, los gobiernos ven el IDH como un instrumento para


evaluar sus resultados en comparación con los de los países vecinos.
La competencia por el desarrollo humano es una forma sana de
rivalidad; más sana, podría decirse, que la competencia por el PIB. No
obstante, los gobiernos han tenido una cierta tendencia a descuidar
asuntos más urgentes, tales como las causas subyacentes de las
grandes discrepancias entre la posición nacional en los cuadros
mundiales de ingreso e IDH.

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En definitiva, el bienestar y la riqueza de unos pocos a cambio de la
destrucción ecológica y la permanente injusticia global no pueden ser
las bases de una sociedad que aspire a perdurar. Por lo tanto, resulta
evidente que debe iniciarse una transición hacia una economía justa,
sostenible y de bajo impacto, puesto que el modelo energético y
económico actual es claramente insostenible.

Cuestionar el crecimiento a día de hoy se considera cosa de lunáticos,


idealistas o revolucionarios. Sin embargo, si logramos cambiar
nuestros valores sobre el significado de riqueza, pobreza y bienestar,
el decrecimiento podría convertirse en una utopía realizable.

Para ilustrar este estudio me gustaría finalmente citar a Gandhi.

“Necesitamos vivir simplemente


para que otros puedan simplemente vivir”

Mahatma Gandhi

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