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Estimadas e indignadas plazas del mundo:

Soy parte de esto. Desde el breve escepticismo inicial, he sentido el sinfín de


emociones que seguro todos reconocéis. La ilusión sustituyó a la duda cuando
descubrimos a tantos miles de semejantes clamando democracia, y el orgullo sustituyó
al miedo, y por fin una esperanza sana y legítima nos devolvió el objeto perdido: las
cosas se pueden cambiar. Es de esa esperanza de la que hay que aferrarse ahora. El
cuerpo nos dice que esto es distinto, nos pide que confiemos, pero también nos alerta;
tal vez no haya más oportunidades, pues desde tan arriba uno no se sobrepone con
facilidad a la caída.

Esta carta es el intento de estar en todas partes a la vez, expresando la opinión


donde sabemos que podemos hacerlo, en las plazas conquistadas, entre los ciudadanos
que, seguro, la tomarán en consideración. Porque importa.

Hace poco escribía una amiga: “No nos temen porque saben que pensamos, y
que, en consecuencia, todos tenemos opiniones diferentes”. Es cierto. Esto es un
camino de no retorno, y solo parecen existir dos opciones: o el inacabable abanico de
personalidades y opiniones acaba con nosotros, o consigue hacernos más fuertes,
creando una unión, una base de pensamiento en la que todos coincidamos, y podamos
reivindicar orgullosos. No permitamos a esos cínicos tener la razón.

Estamos ahora tomando conciencia del poder del ciudadano que expresa sus
ideas en el espacio público, que es nuestro, que siempre lo ha sido, pero que hasta hace
poco lo habíamos olvidado. Somos los hijos de la democracia, esa de la que tanto nos
han hablado, la del gobierno del pueblo; y estamos profundamente hartos de estar
hartos. Sabemos del gran beneficio mutuo que puede conllevar el diálogo entre
opiniones distintas, y aquí estamos, mostrándonos, sintiendo el placer de encontrar los
argumentos de otros y también los nuestros propios. Entre nosotros, generaciones
diferentes, pensamientos diferentes, colectivos diferentes, con, al menos, una cosa en
común: Queremos una democracia palpable y real; y la manera de conseguirlo pasa por
rescatar un consenso de mínimos.

Necesitamos reivindicar el cambio que el máximo número de personas


pueda sentir, en esencia, justo, legítimo y necesario.

Termino, por tanto, pidiendo que dejemos a un lado por un momento la


exposición de nuestras variadas personalidades, y, en lugar de ello, expongamos a la
sociedad nuestro plan de propuestas, elaborado con las ideas que defendemos los que
estamos en las plazas, pero que consideramos que pueda defender la mayoría de la
gente. Yo quiero lanzar únicamente dos: La reforma de la Ley Electoral, aboliendo la
ley D’Hondt, y la exigencia de listas abiertas en las elecciones. Estas son las únicas
indispensables para poder alcanzar, en un futuro, todas las demás propuestas.

Consenso de mínimos como estandarte, como principal objetivo factible y como


instrumento para que los castillos construidos en las plazas no se caigan desde el aire.
No hagamos mucho para pocos, sino poco para muchos.

Se despide, una demócrata anónima.

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