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Hacia la Construcción de una Ciudadanía Diferenciada desde las Mujeres Indígenas:

Reflexiones desde México

Rosalva Aída Hernández Castillo


(CIESAS)
Ponencia a presentarse en el Panel ¿Nuevos Modelos de Ciudadanía?: Identidad,
Justicia y Democracia
Congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos LASA
Río de Janeiro, Brasil Sábado 13 de junio 2009

La adopción del multiculturalismo como política de Estado en América Latina es


parte de un proyecto neoliberal más amplio, que engloba tanto la reestructuración de la
economía como nuevas prácticas de goberanza, incluidas la devolución a la sociedad civil
de la responsabilidad del Estado como mediador de conflictos sociales. En México el
abandono de los anteriores enfoques asimilacionistas para asumir el reconocimiento de
grupos distintos dentro de la sociedad y permitir en cierta medida la autoregulación de estos
grupos. Este nuevo multiculturalismo de Estado ha traído consigo un nuevo reconocimiento
discursivo y legal de los mismos pueblos indígenas que antaño fueron excluidos de los
beneficios materiales de la ciudadanía. Los derechos indígenas fueron reconocidos ya sea a
través de reformas constitucionales y de legislación secundaria o por la implementación de
programas especiales o instituciones oficiales abocados a los indígenas (Ver Hernández
Castillo, Paz y Sierra 2003).
Es verdad que algunos de estos cambios han permitido un incremento, siempre
limitado, de la capacidad y autonomía de los pueblos indígenas y constituyeron un claro
reconocimiento de la diferencia cultural (por ejemplo, en programas de salud indígena o
educación bilingüe y bicultural). Con todo, a pesar de que estas iniciativas respondían
parcialmente a las demandas de los movimientos indígenas, también han sido criticadas por
algunos observadores en tanto que respondían a los esfuerzos de las élites gobernantes por
limitar el espectro de los derechos indígenas y frenar el avance de la lucha colectiva.
Charles Hale sugiere que los discursos de lo que él llama el “multiculturalismo neoliberal”
limitan el potencial de resistencia indígena en la medida en que “el proyecto cultural
neoliberal conjuga el decidido reconocimiento de un paquete mínimo de derechos
culturales con un vigoroso rechazo de todos los demás. El resultado es una dicotomía entre
un grupo de sujetos indígenas reconocidos y otro de indígenas cuyas demandas e
identidades son negadas” (Hale, 2002). En otras palabras, Hale sostiene que el
multiculturalismo neoliberal conjura el reto que representan las colectividades al articular a
los indígenas como sujetos “aceptables” y sujetos “inaceptables” para el Estado.
El Estado mexicano abandonó décadas de gobernanza corporativista y reformó una de
las constituciones que hasta entonces se encontraba entre las de mayor contenido social en
el mundo (la Constitución de 1917). El canje de una ciudadanía social por una ciudadanía
neoliberal se manifestó con claridad en las reformas constitucionales de 1991, fecha en que
se dio por terminada la reforma agraria, se fincaron las bases para la privatización de la
tierra y los recursos naturales y se redefinieron aspectos nodales de la relación entre Estado
y ciudadanos. Entre las reformas destacó también el abandono oficial del indigenismo
asimilacionista como política de Estado, mismo que predominó, con algunos cambios,
durante las siete décadas precedentes. Con dichas reformas se reconoció la existencia de los
pueblos indígenas como parte integrante de la Nación y se avanzó mínimamente en la
aceptación de su derecho a preservar sus culturas.
No obstante, al tiempo en que el discurso multiculturalista del Estado mexicano
otorgaba el reconocimiento y una inversión pública limitada, simultáneamente establecía
límites a los pueblos indígenas y a su potencial de lucha colectiva. Por ejemplo, la Ley de
Derechos y Cultura Indígena de 2001 estableció que la responsabilidad de determinar
cuáles pueblos indígenas serían reconocidos recaería en las legislaturas estatales. Esta
política de dos caras desplaza la responsabilidad del Estado central pero la mantiene dentro
del dominio del Estado. Además, en la medida en la que puede esperarse que las
legislaturas estatales apliquen criterios estrechos para definir la identidad indígena, los
pueblos indígenas deberán esforzarse para “probar” a los operadores de la ley que ellos y
sus prácticas son, en efecto, “auténticas”, con el fin de ejercer su derecho. El gobierno
federal se deslinda de esta mediación.
Asimismo, la Ley define a los sujetos indígenas de forma tal que vulnera su
ciudadanía al definirlos como “sujetos de interés público” —una categoría que también
define a los huérfanos y a los enfermos mentales— en vez de reconocerlos como sujetos de
derecho público. De esta manera, incluso mientras se establecían derechos para los pueblos
indígenas, los colectivos indígenas eran “desdibujados” como sujetos de derecho (Regino,
2001; Hernández, Paz y Sierra, 2004).
Paralelamente, a esta ciudadanía neoliberal, se ha puesto en la mesa del debate la
construcción de una ciudadanía diferenciada que encuentra en las luchas autonómicas de
los pueblos indígenas un asidero para replantear el proyecto nacional y refundar el estado a
partir de un nuevo pacto social, que hasta ahora ha quedado truncado por las reformas
legislativas limitadas y por una guerra de bajan intensidad que en nombre de la lucha contra
el narcotráfico mantiene a las principales regiones del país bajo control militar.
En esta ponencia, quiero abordad la manera en que las mujeres indígenas de México
están aportando a repensar la ciudadanía bajo nuevos términos que parten de un
reconocimiento de sus identidades culturales y de género.
La Ciudadanía Monocultural.
- Fueron los gobiernos pos-revolucionarios en la década de los treintas los encargados de
llevar, bastante tardíamente, la utopía de la Ilustración a los pueblos indígenas de Chiapas.
“Todas las personas son iguales en la medida en que todas tienen la capacidad para la razón
y el sentido moral”, declararon los revolucionarios. El derecho y la política debían por lo
tanto garantizar a todas las personas iguales derechos políticos y civiles. “Aquí todos somos
ciudadanos mexicanos”, anunciaron los representantes gubernamentales y los que no lo
eran pudieron obtener sus cartas de naturalización, con tal de que proporcionaran su mano
de obra barata a las fincas cafetaleras del Soconusco, dejaran sus trajes indígenas y
hablaran español (ver Hernández Castillo,1998) . Así se construyó un sentido de
ciudadanía en el que el Estado debía expresar los derechos sólo en términos universales
aplicables a todas las personas por igual, las diferencias entre las personas y entre los
grupos deberían de ser una cosa puramente accidental y privada. Gracias a la herencia de la
Ilustración todos los ciudadanos mexicanos deberían ser tratados como individuos, no
como miembros de grupos: sus opciones y recompensas en la vida deberían basarse
solamente en sus logros individuales. Esta narrativa de la ciudadanía anunciaba que “todas
las personas deberían tener libertad para ser y hacer cualquier cosa que quisieran, para
elegir sus propias vidas y no verse limitadas por los estereotipos y expectativas
tradicionales “ (Young, 2000: 265)
- A cambio de la pertenencia a la nación sólo había que renunciar a costumbres
“atrasadas”, e identificarse con la identidad nacional (asumida como mestiza,
hispanohablante y moderna). En los tiempos recordados por los habitantes de la sierra
chiapaneca cómo la época de la Ley del Gobierno, el gobernador callista Victórico Grajales
(1933-1937), impuso la identidad nacional en esta región con violencia física y simbólica
que aún es recordada por los ancianos, “prohibió el idioma y quemó los trajes” en su
Campaña de Civilizar por Medio del Vestido. Estas experiencias marcaron durante décadas
el sentir de los campesinos de la sierra e influyeron en que se negara cualquier identidad
que no fuera la de “mexicanos”, continuamente reivindicada y reforzada frente a los retenes
migratorios de esta región fronteriza. Pero a pesar de que los habitantes de estas regiones
pagaron con sus identidades culturales el precio de la ciudadanía, las promesas nunca se
cumplieron. La libertad para desarrollar sus “capacidades individuales”, se vio restringida
por la extrema marginación económica, por el racismo y por la falta de capital cultural para
apropiarse los derechos civiles, políticos y sociales, tipificados por T.H. Marshal (1950) y
desconocidos por la mayoría de los indígenas mexicanos.
- Esta historia de los des-encuentros de los indígenas chiapanecos con el Estado
mexicano y de la forma en que se impuso la ciudadanía nacional, con mayor ó menor
violencia se puede encontrar en las distintas regiones indígenas del país. La narrativa de la
igualdad produjo paradógicamente la profundización de la desigualdad. Parafraseando a
Iris Marion Young pordríamos decir que el logro de la igualdad formal no eliminó las
diferencias sociales, sino al contrario el compromiso retórico con la igualdad de las
personas hizo imposible siquiera el mencionar de que manera esas diferencias estructuran
actualmente el privilegio y la opresión (2000: 276)

Autonomía y Ciudadanía Cultural desde el Movimiento Indígena


El zapatismo y el movimiento indígena nacional fortalecido a partir de 1994,
pusieron en evidencia la exclusiones de esta ciudadanía tradicional y forzaron a los
representantes del Estado y a la sociedad mexicana en su conjunto a repensar críticamente
el carácter monocultural, centralista y excluyente de la nación mexicana
La lucha del EZLN y del movimiento indígena mexicano por la autonomía, no es
sólo una lucha contra el Estado, sino una lucha por la construcción de nuevos imaginarios
colectivos que vienen a trastocar identidades étnicas, genéricas y nacionales de quienes
participan en el movimiento y de la sociedad mexicana en su conjunto. Aunque el concepto
no haya sido reivindicado por estos movimientos, en los hechos vemos que sus demandas
apuntan a la construcción de un nuevo tipo de ciudadanía cultural, en la que ser diferentes
etnica ó lingüísticamente frente a las formas de comunidad dominantes, no perjudique el
derecho a pertenencer, en el sentido de participar en los procesos democráticos del Estado-
nación (ver Rosaldo 2000).
Más allá de la lucha política y económica que conllevan las nuevas demandas
autonómicas, representan una lucha por la construcción de significados de frente al discurso
hegemónico sobre la Nación y la ciudadanía. Este discurso ha fluctuado de una promoción
abierta del mestizaje, a una reivindicación de las culturas indígenas como "patrimonio
nacional". Lo que esta en juego en la actual lucha política en México no es sólo el
reconocimiento constitucional de los derechos indígenas sino el replanteamiento del
proyecto nacional y el establecimiento de un nuevo pacto social entre los indígenas y el
Estado mexicano.
La trascendencia que la propuesta autonómica podría tener para la
desestabilización del poder, puede ayudarnos a entender porque a pesar de las amplias
movilizaciones políticas que se realizaron en apoyo a la llamada iniciativa de la COCOPA -
- que incluyeron el recorrido de miembros de la comandancia del EZLN por 12 estados de
la República, la reunión de 3,383 delegados indígenas, pertenecientes a 41 grupos étnicos
en Nurío, Michoacán, con el fin de apoyar la iniciativa de ley indígena, y la histórica
comparecencia de la comandancia zapatista ante el Congreso de la Unión-- las principales
demandas autonómicas de esta iniciativa fueron rechazadas por la mayoría de las dos
Cámaras del Congreso, aprobando una ley indígena muy limitada que fue considerada por
el EZLN y por el movimiento nacional indígena como una burla a sus demandas y una
traición a los Acuerdos de San Andrés. 1

1
La iniciativa de la COCOPA fue retomada por el presidente Vicente Fox en enero del
2001 y enviada al Congreso de la Unión para su discusión. El 28 de marzo del 2001, en un
hecho histórico en la historia de México, representantes de la Comandacia General del
EZLN subieron a la tribuna del Congreso de la Unión y defendieron la iniciativa de la
COCOPA. El 25 de abril del mismo año el Senado de la República en pleno (incluyendo a
Esta nueva propuesta parece responder más a las presiones que desde un
conservadurismo de derecha y un liberalismo etnocentrista se han venido haciendo a la
demanda de autonomía, desde el desconocimiento de los Acuerdos de San Andrés en 1996.
La iniciativa de la COCOPA era una propuesta amplia que habría que ir llenando de
contenidos a través de leyes reglamentarias ó de constituciones estatales, lo cual tenía
ventajas y desventajas. Sin embargo, a pesar de la flexibilidad de la iniciativa, que dejó
fuera muchas de las especificaciones contenidas en los Acuerdos de San Andrés, la
propuesta fue modificada en base a argumentos sobre los peligros “desintegradores” de la
autonomía, y sobre la inseguridad que representaba para la propiedad privada y la inversión
económica el reconocimiento al derechos de los pueblos indígenas al uso colectivo de sus
tierras y recursos naturales.
Detrás de la respuesta del Congreso de la Unión esta el temor de los grupos en el
poder a la ventana que la iniciativa de la COCOPA abría para replantear el proyecto
hegemónico de nación. Es importante recordar que la iniciativa de la COCOPA era sólo un
punto de partida, pues la lucha por la autonomía va más allá de lo que refleja el articulado
elaborado por diputados y senadores de los distintos partidos en un afan conciliatorio por
renovar el diálogo entre el EZLN y el gobierno federal. Las propuestas autonómicas van
más allá de una reforma legislativa y no sólo contemplan el replanteamiento de sus
relaciones con el Estado-Nación, sino con las sociedad mexicana en su conjunto, en este
sentido son el germen de una nueva manera de concebir la ciudadanía. Por ejemplo, al
demandar el reconocimiento de sus idiomas indígenas y formas culturales, se plantean la
necesidad de una re-estructuración del sistema educativo y de salud, a nivel nacional para
que se incluya el reconocimiento de la diversidad. Hablar de autonomía implica también la
necesidad de impulsar un desarrollo sustentable que retome formas de trabajo de la
agricultura tradicional indígena y de otras propuestas de agricultura orgánica; en este
sentido confrontan a las transnacionales de los agroquímicos y plantean la necesidad de una
autonomía económica que les permita apropiarse de los medios de comercialización de sus

los senadores de “izquierda” del Partido de la Revolución Democrática) aprovaron una ley
indígena que modifica substancialmente en forma y contenido la iniciativa de la COCOPA.
Una semana más tarde la Cámara de Diputados por Mayoría (esta vez con la oposición de
los diputados del PRD), ratificó la decisión del Senado. Una comparación entre la ley de la
COCOPA y la ley aprovada se puede encontrar en Perfil de La Jornada, abril 28, 2001.
productos sin necesidad de intermediarios. La reivindicación de sus sistemas normativos y
formas de gobierno, viene a cuestionar la democracia electoral como única vía para la
participación política amplia. 2
Podríamos decir entonces que la lucha por la autonomía es una lucha contra el
racismo de la sociedad mexicana, contra el centralismo del Estado, contra las compañías
transnacionales que promueven los agroquímicos, contra los partidos políticos que niegan
otras formas de construcción de la democracia, contra los intermediarios locales que se
apropian de las ganancias de los pueblos indígenas. Se trata de una lucha en muchos
frentes, y por lo mismo llena de complejidades y obstáculos.
Uno de los problemas que enfrenta la construcción de este nuevo tipo de pacto
ciudadano es la idealización del pasado indígena, en parte reacción ante el racismo con que
han sido criticadas las culturas indígenas por algunos sectores de la sociedad mexicana. La
descalificación tajante que se ha hecho de sus formas culturales ha llevado a líderes
indígenas, a sus asesores y a muchos intelectuales simpatizantes del movimiento indígena a
presentar una visión idealizada de las comunidades, en la que se enfatiza el carácter
conciliatorio de sus sistemas normativos, el sentido ecológico de su cosmovisión y el
carácter democrático de sus formas de gobierno.
Tanto la visión racista, como la idealizada son visiones ahistóricas que niegan la
complejidad de las identidades culturales. Parecería ser que no existen más que dos
representaciones posibles, las decimonónicas que ven la cultura indígena como primitiva,
residual y atrasada, y por lo tanto factible de destruir y las esencialistas que la presentan
como milenaria, ecológica y democrática, basando en éstas características su legitimación
como identidades viables.
Las mujeres indígenas organizadas han confrontado ambas representaciones,
demandando frente al Estado su derecho a la diferencia cultural, y frente al movimiento
indígena su derecho a cambiar aquellas formas culturales que atentan contra sus derechos
humanos. Sus voces en el Congreso de la Unión, en el Congreso Nacional Indígena y los
múltiples espacios de discusión que han surgido a partir del levantamiento zapatista nos dan

2
Un acercamiento a las distintas propuestas autonómicas y a experiencias concretas de
autonomía indígena se puede encontrar en Díaz Polanco, 1998 y Mattiace 1996
algunas pistas de cómo repensar el multiculturalismo desde una conceptualización dinámica
de la cultura y una perspectiva histórica de las identidades étnicas y genéricas.

Multiculturalismo y ciudadanía diferenciada desde las mujeres indígenas


“Mi nombre es Esther, pero eso no importa ahora. Soy zapatista, pero eso tampoco importa
en este momento. Soy indígena y soy mujer, y eso es lo único que importa ahora”. Con
estas palabras se presentó la representante EZLN, el 28 de marzo del 2001, ante el
Congreso de la Unión.
- El hecho de que haya sido una mujer la encargada de dar el mensaje político más
importante del EZLN, es una muestra de los espacios que las mujeres han ganado al
interior del movimiento zapatista y del movimiento indígena nacional. En el discurso de la
comandante Esther y en el de la médica tradicional nahua, María de Jesús Patricio,
integrante del Congreso Nacional Indígena (CNI), se puso de manifiesto la concepción
dinámica de la cultura que las mujeres indígenas han venido enarbolando a lo largo de los
últimos quince años. Las dos representantes indígenas reclamaron el derecho a una cultura
propia, pero a la vez hicieron referencia a los esfuerzos que las mujeres están haciendo al
interior de sus propias comunidades por transformar aquellos elementos de la tradición que
consideran opresivos y excluyentes. Ambas mujeres, son representantes de un movimiento
de mujeres indígenas que dentro y fuera del zapatismo se ha dado a la tarea de confrontar
tanto las representaciones descalificadoras de la cultura indígena, cómo las visiones
idealizadas de la misma. Han demando frente al Estado su derechos colectivos cómo
pueblos indígenas y frente al movimiento indígena su derecho a cambiar aquellas formas
culturales que atentan contra sus derechos humanos. Creemos que en sus participaciones en
el Congreso de la Unión, dentro del Congreso Nacional Indígena y en los espacios propios
que se están gestando en diversos estados del país, las mujeres indígenas están dando la
pauta de cómo repensar el multiculturalismo y la autonomía desde una perspectiva
dinámica de la cultura, que a la vez que reivindica el derecho a la autodeterminación, lo
hace a partir de una concepción de la identidad como construcción histórica que se esta
formando y reformulando cotidianamente. Podríamos decir que no sólo están gestando la
construcción de una ciudadanía cultural, como lo hace el movimiento zapatista, sino de
una ciudadanía diferenciada en la que las especificidades étnicas y de género, sean
consideradas en la construcción de un espacio público heterogeneo, en el que los grupos
de interés puedan trabajar en conjunto manteniendo sus identidades (ver Kymlicka 1996,
Young 1986, 2000).
En la construcción de esta ciudadanía diferenciada las representantes del
movimiento indígena han tenido que enfrentar al fantasma del “usocostumbrismo”
enarbolado para criticar las implicaciones de una política de la diferencia y defender el
discurso liberal de la igualdad. Académicos y políticos que hasta ahora no habían
dedicado ni una sola línea de sus escritos ó de sus discursos a las desigualdades de género
que viven las mujeres indígenas, repentinamente se muestran preocupados por la manera en
que el reconocimiento de los sistemas normativos de los pueblos indígenas (calificados
erróneamente como “usos y costumbres”) pueden violar sus derechos humanos. Las
representantes indígenas y el abogado mixe Adelfo Regino, confrontaron las
representaciones estáticas de la tradición que se han utilizado para descalificar sus “usos y
costumbres” planteando que los sistemas normativos indígenas están en un proceso de
revisión en el que las mujeres indígenas están teniendo una participación fundamental. Al
respecto María de Jesús Patricio señaló “Lo que puedo decir es que los pueblos indígenas
reconocemos ahora que hay costumbres que debemos combatir y otras que debemos
impulsar, y eso se nota en la participación más activa de las mujeres en las decisiones de
nuestra comunidad. Ahora las mujeres ya participamos más en las decisiones de la
asamblea, ya nos eligen para algún cargo y en general participamos más en la vida
comunal” (La Jornada Abril 3, 2001 P.9)
La Comandanta Esther centró su intervención en el Congreso en un recuento de las
desigualdades y exclusiones que la actual legislación permite y argumentó que la iniciativa
de ley de la COCOPA iba a servir “ Para que seamos reconocidas y respetadas cómo mujer
y cómo indígena [...] en esa ley están incluidos nuestros derechos como mujer, que ya nadie
puede impedir nuestra participación, nuestra dignidad e integridad en cualquier trabajo,
igual que los hombres”. Contrariamente a los cuestionamientos que se hace a la iniciativa
de ley de la COCOPA, gracias a la activa participación de las mujeres en las mesas del
diálogo de San Andrés Larraínzar, esta ley vendría a reforzar la lucha de las mujeres
indígenas por incluir el reconocimiento a sus derechos en las formas de impartición de
justicia que de facto vienen funcionando por décadas en las comunidades indígenas. En el
inciso dos la iniciativa de ley señala que los pueblos indígenas tiene el derecho a: “ II.
Aplicar sus sitemas normativos en la regulación y solución de conflictos internos
respetando las garantías individuales, los derechos humanos y en particular la dignidad e
integridad de la mujer [...] III. Elegir a sus autoridades de acuerdo a sus normas en los
ámbitos de su autonomía, garantizando la participación de las mujeres en condiciones de
equidad” (subrayados mío). Aunque varias integrantes del movimiento indígena nacional
han apuntado a la necesidad de empezar a trabajar en una ley reglamentaria que desarrolle
varios de los puntos sobre derechos de las mujeres incluidos en los Acuerdos de San
Andrés y eliminados de la iniciativa de la COCOPA, esta propuesta amplia establece ya un
reconocimiento de los derechos de las mujeres indígenas, que hasta ahora no existía en la
coexistencia de facto entre los dos sistemas normativos.
Los diputados y senadores decidieron finalmente enfrentar los “peligros de los usos
y costumbres” limitando el derecho a los espacios propios de resolución de conflictos al
agregar un candado que señala la necesidad de validar las decisiones de las autoridades
indígenas por parte de jueces y tribunales. 3
Las mujeres indígenas nunca pidieron esta “protección” por parte del Estado que
limita la autonomía de sus pueblos. Contrariamente reivindicaron el derecho a la
autodeterminación y a la cultura propia, a la vez que luchan al interior del movimiento
indígena por redefinir los términos en que se entiende la tradición y la costumbre y por
participar activamente en la construcción de los proyectos autonómicos.
En las posturas de los críticos liberales a la autonomía parece estar implícito el
cuestionamiento de que “el multiculturalismo es malo para las mujeres”. Esta premisa ha
sido la pregunta generadora de múltiples debates en los Estados Unidos y Europa y una de
las preocupaciones de la Organización de las Naciones Unidas al tratar de conciliar las
legislaciones internacionales en torno a los derechos de los pueblos indígenas con aquellas
que protegen los derechos de las mujeres. La politóloga Susan Moller Okin, reunió con esta
provocativa pregunta a científicos sociales defensores y detractores del multiculturalismo
para discutir las implicaciones que puede tener para las mujeres el reconocimiento de los
derechos colectivos de “minorías” . Oskin argumenta que existe una tensión muy fuerte

3
Estos cambios se encuentran contenidos en el artículo 2, inciso a, apartado II de la nueva
ley. Ver Perfil de La Jornada, abril 28, 2001.
entre el multiculturalismo y el feminismo, si consideramos que el primero parte de una
reivindicación de las culturas de las minorías étnicas y mientras que el feminismo asume
como principio la crítica a cualquier cultura patriarcal. En el artículo que abre este debate
Moller Okin concluye que las mujeres de estas minorías étnicas [que en muchos casos
pueden ser mayorías] “quizá estén mejor si la cultura en la que nacieron se extingue (al
integrarse sus miembros a la cultura nacional menos sexista)”(Moller Okin, 1999:23) .
Este feminismo etnocéntrico no problematiza la relación entre liberalismo y
feminismo, asumiendo por principio que el liberalismo les ha dado a las mujeres mayor
equidad, que esas culturas “minoritarias”, en las que las mujeres siguen siendo víctimas del
matrimonio forzado, la poligamia, la mutilación genital, la segregación, el velo, la
exclusión política, por nombrar algunas de las prácticas “atrasadas” que la autora homologa
como mecanismos de control y opresión de las mujeres. Las feministas de la India, como
Chandra Mohanty (1991) y Lata Mani (1999) han respondido ante representaciones cómo
las de Mollen Okin, y las de los críticos mexicanos a la autonomía indígena, señalando que
el presentar a las mujeres del “Tercer Mundo” [en nuestro caso a las mujeres indígenas]
cómo meras víctimas del patriarcado, es una forma de colonialismo discursivo que niega
los espacios que las mujeres se han abierto en el marco de sus propias dinámicas
culturales. 4 En la crítica liberal feminista al multiculturalismo se asume por un lado que la
cultura de las “minorías” es aquella reivindicada por los sectores hegemónicos al interior de
estas, sin reconocer que las prácticas y discursos contestatarios de las mujeres, son también
parte de esas culturas para las que se pide respeto. Se asume también que se sabe cómo
funciona la desigualdad de género en todas las sociedades, sin importar los contextos e
historias específicas, y a partir de este supuesto conocimiento se asume que se tiene la clave
para la liberación de sus “hermanas” de llamado Tercer Mundo.
En el mismo sentido en México un nuevo movimiento indígena de mujeres, surgido
bajo la influencia del levantamiento zapatista, se ha dado a la tarea de replantear las
demandas de reconocimiento al carácter multicultural de la nación a partir de una
definición más amplia de cultura que incluye no sólo las voces y representaciones
hegemónicas de la misma, sino la diversidad de voces y procesos contradictorios que dan
sentido a la vida de un colectivo humano. En vez de rechazar el reconocimiento de la
diferencia cultural en base a los usos que se puede hacer de esta para oprimirlas y
excluirlas, las mujeres indígenas han decidido dar una lucha para definir el significado
mismo de la diferencia. Su propuesta es darle un significado emancipatorio y no excluyente
a la misma. Sus demandas de un reconocimiento a una cultura cambiante, nos remiten a las
reivindicaciones que algunas feministas críticas han hecho de una política de la diferencia
en la que esta no significa alteridad u oposición excluyente, sino especificidad y
heterogeneidad, en donde las diferencias entre los grupos se conciben como relacionales y
no como definidas por categorías y atributos esenciales (ver Minow 1990 y Young 2000).
En estos momentos mujeres tzeltales, tojolabales, mixes, zapotecas, purépechas,
entre otras están realizando un trabajo de hormiga en sus familias, comunidades y
organizaciones, para construir una nueva cultura indígena democrática e incluyente. Se
trata de un esfuerzo por construir una ciudadanía diferenciada en la que sus identidades
como mujeres y como indígenas no sean cuestiones “privadas”, sino ejes fundamentales
para replantear su participación en el proyecto nacional.

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