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Maris_Glz

1: La Navidad llega a rastras

La Navidad se infltró en Pine Cave a rastras, con


guirnaldas¡ lazos y cascabeles a cuestas, con un olor a ponche
de huevo, una peste a pino y la amenaza de un destino festivo
cual fría ulcera bajo el muérdago.
Pine Cove, con su arquitectura a lo Tudor, estaba toda
adornada con pintoresca festividad. Las lucecillas centelleaban
en todos los árboles de la calle Ciprés, había nieve artifcial en
las esquinas de las ventanas de cada tienda, varios Papá Noel
en miniatura y velas gigantes suspendidas bajo cada farola.
Había abierto sus puertas a los rebaños de turistas
procedentes de Los Ángeles, San Francisco y Central Valley
que llegaban en busca de un instante de comercio navideño
realmente signifcativo. Pine Cove, un pueblo adormilado de la
costa californiana, en realidad una aldea de juguete, con más
galerías de arte que gasolineras, más locales de cata de vinos
que ferreterías, permanecía ahí, tan acogedora como una
reina del baile con unas copas de más, a cinco días de que
asomara la Navidad. Ya estaba a la vuelta de la esquina y, con
ella, ese año llegaría el Niño. Ambos eran vastos, irresistibles y
milagrosos. Pine Cave solo estaba preparada para uno de ellos.
No quiere decir que los lugareños no estuvieran impregnados
de espíritu navideño. Las dos semanas previas y posteriores a
la Navidad suponían una agradable oleada de dinero para las
arcas locales, ávidas de turismo desde el verano. Cada
camarera desempolvaba su gorrito de Papá Noel y su
cornamenta de reno y se aseguraba de contar con cuatro
buenos bolígrafos en el delantal. Los empleados de hotel
hacían acopio de fuerzas, dispuestos a soportar las iras de los

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overbooking de última hora, mientras que las amas de casa
prescindían por un momento de sus habituales y pútridos
polvos de talco para adoptar una putridez más festiva de pino
y canela. En la boutique de Pine Cave se ponía un cartel de
«Especial vacaciones» sobre la terrible sudadera del reno y la
subían de precio por décimo año consecutivo. Los miembros de
las hermandades y los veteranos de guerra, básicamente el
mismo puñado de viejos borrachos de siempre, planeaban con
vehemencia el desfle navideño anual que recorrería la calle
Cypress, cuyo tema principal aquel año sería «patriotismo en
la cama sobre una furgoneta», más que nada porque era lo
que habían utilizado en su desfle del 4 de julio y todo el
mundo conservaba los adornos. Muchos habitantes de Pine
Cave incluso se ofrecieron voluntarios para atender las
marmitas del Ejército de Salvación que se disponían enfrente
de la ofcina de correos y el súper, en turnos de dos horas,
dieciséis horas al día. Enfundados en sus trajes rojos y barbas
postizas, hacían sonar las campanas como si aspiraran al oro
canino en unas Olimpiadas dedicadas a Pavlov.

—Dame la pasta, cabrón —dijo Lena Márquez, que trabajaba en


la marmita aquel lunes, cinco días antes de Navidad. Lena
seguía a Dale Pearson, el malvado constructor de Pine Cave,
por todo el aparcamiento, tratando de sacarlo de quicio con la
campanilla mientras él se dirigía al maletero de su coche. De
camino al súper, el hombre le había hecho un gesto con la
cabeza y le había dicho que a la salida le daría algo. Sin
embargo, cuando salió, ocho minutos más tarde, con la compra
y una bolsa de hielo, pasó junto a ella como si estuviese
utilizando la marmita para hacer sebo a partir de la grasa de

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los culos de los inspectores de edifcios y sintiera la necesidad
de escapar del hedor.
—Seguro que te puedes permitir un par de pavos para los más
desafortunados.
Hizo sonar la campanilla con especial fuerza a la altura de su
oído. El hombre se dio la vuelta balanceando la bolsa de hielo a
la altura de su cadera.
Lena brincó hacia atrás. Tenía treinta y ocho años, era enjuta,
de piel oscura y con el delicado cuello y la fna mandíbula de
una bailarina de famenco. Su larga cabellera negra estaba
recogida en dos moños a lo princesa Leia que sobresalían a
ambos lados de su gorro de Papá Noel.
—¡No puedes zurrar a Papá Noel! Hay tantas razones para ello
que no sería capaz de enumerarlas.
—Querrás decir contarlas —dijo Dale, mientras el sutil sol
invernal arrancaba destellos a la capa de esmaltado recién
puesta que lucían sus dientes. Tenía cincuenta y dos años,
estaba casi completamente calvo y poseía unos fuertes
hombros de leñador que aún se mantenían cuadrados a pesar
de la barriga cervecera que le colgaba por debajo.
—Quiero decir que está mal, que estás equivocado y que eres
un tacaño. —Y volvió a agitar la campanilla junto a su oído,
como si un mosquito con traje rojo quisiera derribar un muro a
cabezazos.
La campana amilanó tanto a Dale que describió un arco con su
bolsa de hielo de más de cuatro kilos y dio a Lena en el plexo
solar, lo que la obligó a retroceder por el aparcamiento, sin
aliento. Fue entonces cuando las señoras del Bulges llamaron a
la policía..., bueno, al policía.

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El Bulges era un gimnasio para mujeres que estaba justo
encima del aparcamiento del súper y desde sus cintas
andadoras y sus máquinas de subir escalones, las usuarias
podían observar el ir y venir del establecimiento sin la
sensación de estar espiando. Lo que había empezado como un
momento de mero entretenimiento y un leve incremento de
adrenalina para seis de las observadoras mientras Lena iba
detrás de Dale por el aparcamiento, se tornó de repente en
una conmoción, cuando el malvado constructor zurró a la bella
Mamá Noel en el estómago con una bolsa de cubitos de hielo.
Cinco o seis de las mujeres no hicieron más que perder el
paso o quedarse boquiabiertas, pero Georgia Barman, que en
ese preciso instante tenía puesta su cinta andadora a 12
kilómetros por hora para perder siete kilos con la mente
puesta en la Navidad y el vestido rojo que su marido le había
regalado en un arrebato de idealismo sexual, rodó hacia atrás
y aterrizó en una colorida colchoneta de la maraña de
estudiantes de yoga que en ese momento estaban practicando.
—¡Ay, el chakra del culo!
—Será el chakra raíz.
—Pues lo que me duele es el culo.
—¿Has visto eso? Casi la derriba. Pobrecilla.
—¿Deberíamos ir a ver si se encuentra bien?
—Alguien debería llamar a Theo.
Las gimnastas encendieron sus teléfonos móviles al unísono,
como cuando los Jets sacaban las navajas e interpretaban una
danza de muerte en West Side Story
—¿Por qué se casaría con un tipo como ese?
—Es un capullo.
—Ella le daba a la botella.
—Georgia, ¿estás bien, cielo?

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—¿ Puedes llamar a Theo al 911?
—Ese bastardo va a arrancar y la va a dejar ahí.
—Deberíamos ir a ayudarla.
—Todavía me quedan doce minutos en este chisme.
—La cobertura en este pueblo es horrible.
—Tengo el número de Theo en marcación rápida, por los críos.
Yo lo llamo.
—Mira a Georgia y a las otras. Parece que estuvieran jugando
al Twister y se hubieran caído.
—Hola, Theo. Soy Jane, estoy en el Bulges. Sí, bueno, acabo de
mirar por la ventana y me parece que hay un problema en el
súper de enfrente. Bueno, no me quiero entrometer, pero
digamos que hay cierto contratista que acaba de golpear a
una de las Mamá Noel del Ejército de Salvación con una bolsa
de hielo. Vale, te espero entonces. —Cerró el móvil—. Viene de
camino.
El teléfono móvil de Theophilus Crowe sonó ocho veces con un
irritante Tangled Up in Blue electrónico que parecía un coro de
sufridas amas de casa, o como Jimmy Cricket después de
aspirar helio, o, bueno, en fn, como Bob Dylan. En todo caso,
cuando logró abrir el aparato, cinco personas de la sección de
frutas del súper le estaban dispensando unas miradas capaces
de marchitar las lechugas de su carro. Sonrió, como si con ello
pretendiera decir «lo siento, yo también odio estas cosas, pero
¿qué se le va a hacer ?», y luego respondió:
—Ofcial Crowe. —Como si quisiera recordar a todo el mundo
que no estaba para cañas, que él era LA LEY.
—¿ En el aparcamiento del súper? Bien, enseguida estoy ahí.
Caramba, qué cómodo. Una de las ventajas de ser poli local en
un pueblo de no más de cinco mil habitantes era que los
problemas nunca te pillaban lejos. Theo aparcó su carro a un

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lado del pasillo y atravesó corriendo la línea de cajas y las
puertas automáticas que daban al aparcamiento. Era como una
mantis religiosa vestida con vaqueros y franela, 66 kilos, uno
ochenta, y solo tres velocidades: caminata ociosa, carrera e
inmóvil. Fuera se encontró a Lena, doblada y sin aliento. Su ex
marido, Dale Pearson, se disponía a marcharse en su 4x4.
—Quieto ahí, Dale. Espera —dijo Theo.
Theo se cercioró de que Lena solo necesitaba recuperar el
aire y que se pondría bien y luego se dirigió al contratista
regordete, que seguía con un pie en el vehículo, dispuesto a
marcharse en cuanto se aclarara la cosa.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Esa puta chifada me ha dado con su campanilla.
—Y una mierda —boqueó Lena.
—Me han informado que le has dado con una bolsa de hielo,
Dale. Eso es agresión.
Dale Pearson miró fugazmente a su alrededor y se topó con
el grupo de mujeres apiñadas contra la ventana del gimnasio.
Parecía que volvían a las máquinas en las que habían estado
ocupadas cuando se produjo el desastre.
—Pregúnteles a ellas. Le dirán que agitaba la campana justo al
lado de mi cabeza. No hice más que reaccionar en defensa
propia.
—Me dijo que haría una donación cuando saliera del súper,
pero no fue así —declaró Lena, que estaba empezando a
recobrar el aliento—. Ahí hay un contrato implícito. No lo ha
respetado. Y yo no le he pegado.
—Es una jodida chifada —dijo Dale, como si fuera algo
comúnmente sabido.
Theo miró a uno y a otra. Ya había lidiado con esos dos antes.
Pensaba que las cosas se habían calmado tras el divorcio,

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cinco años antes. Llevaba catorce años en la policía de Pine
Cave y había visto el lado oscuro de un montón de parejas. La
primera regla en una disputa doméstica era separar a las
partes, pero parecía que eso ya se había llevado a cabo. Se
suponía que no había que tomar partido por ninguna de ellas,
pero dado que Theo sentía cierta debilidad por las chifadas —
él mismo se había casado con una—, optó por hacer un juicio
de valor y centró su atención en Dale. Además, el tío era un
capullo.
Le dio unas palmaditas a Lena en la espalda y se arrimó a
grandes zancadas a la furgoneta de Dale.
—No pierdas el tiempo, hippy —dijo Dale—. Me largo. —Se montó
en la furgoneta y cerró la puerta.
¿Hippy?, pensó Theo. ¿Hippy? Hacía años que se había cortado
la coleta. Ya no utilizaba sandalias. Incluso había dejado de
fumar petardos. ¿En qué se basaba ese tipo para llamarlo
hippy?
—¡Eh! —dijo, tras pensarlo de nuevo. Dale arrancó el motor y
metió la primera.
Theo se subió al reposapiés lateral del vehículo, se inclinó
sobre el parabrisas y empezó a darle golpecitos con un cuarto
de dólar que se había sacado del bolsillo.
—No lo hagas, Dale. —Tap, tap, tap—. Si te vas, dictaré una
orden de arresto contra ti. —Tap, tap, tapo Ahora sí que Theo
estaba enfadado, no cabía ninguna duda. Sí, era ira.
Dale se detuvo y presionó el botón para bajar la ventanilla
eléctrica.
—¿Qué? ¿Qué quieres?
—Lena quiere presentar cargos por agresión, puede que
agresión con arma mortal. Creo que deberías meditar lo de
darte el pira.

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—¿Arma mortal? Pero si era una bolsa de hielo.
Theo meneó la cabeza, y adoptó un tono de cuentacuentos
enigmático:
—Una bolsa de hielo de más de cuatro kilos. Escucha cómo
suelto una bolsa de hielo de cuatro kilos sobre el suelo de una
sala de justicia delante de un jurado. ¿Lo oyes? ¿Ves cómo se
encogen cuando machaco un jugoso melón sobre la mesa del
abogado defensor con una bolsa de hielo de cuatro kilos? ¿No
ves el arma mortal? «Damas y caballeros del jurado, este
hombre, este fracasado, este patán, este», si no te importa,
«cabeza de chorlito, golpeó a una mujer indefensa, una mujer
que con todo el amor de su corazón realizaba una colecta
para los pobres, una mujer que solo»...
—Pero si no es un bloque de hielo, es...
—Ni una palabra, Dale —dijo Theo alzando un dedo al aire—, no
hasta que te lea los derechos. —Theo sabía que estaba
pagando a Dale con la misma moneda. Las venas de sus sienes
estaban empezando a hinchársele y su rosado cráneo
empezaba a ponerse rosa. Hippy, ¿eh ?
—Lena presentará cargos —añadió—. ¿Verdad, Lena?
Lena estaba a un lado de la furgoneta.
—No —dijo.
—¡Serás zorra! —dijo Theo. Se le había escapado antes de
poder retener las palabras. Menudo bochorno.
—Ya ves cómo es —dijo Dale—. Seguro que te gustaría tener
una bolsa de hielo ahora mismo, ¿verdad, hippy?
—Soy un agente de policía —replicó Theo, que sí hubiese
querido tener a mano una pistola o algo parecido. Sacó la
billetera con la placa del bolsillo de atrás, pero pensó que ya
era un poco tarde para identifcarse. Hacía más de veinte años
que conocía a Dale.

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—Sí, y yo soy un caribú —dijo Dale, con más orgullo del que
debería haber exhibido a ese respecto.
—Me olvidaré de esto si pone cien pavos en la marmita —dijo
Lena.
—Estás loca, mujer.
—Es Navidad, Dale.
—Que le den por culo a la Navidad, ya ti también.
—Eh, no es necesario emplear ese lenguaje, Dale —dijo Theo
tratando de poner paz—. Puedes salir de la furgoneta.
—Cincuenta pavos y se puede ir —volvió a terciar Lena—. Es
para los necesitados.
Theo la miró.
—No puedes regatear una demanda en el aparcamiento del
súper. Lo toalla contra las cuerdas.
—Cierra el pico, hippy —dijo Dale, y luego se dirigió a Lena—.
Te daré veinte ya la mierda con los necesitados. Pueden
buscarse un trabajo, como el resto del mundo.
Theo estaba seguro de que tenía las esposas en el Volvo, ¿o
aún estaban en casa, en el poste de la cama?
—Esa no es forma...
—¡Cuarenta! —gritó Lena.
—Hecho —dijo Dale. Sacó dos billetes de veinte de la cartera,
los arrugó y los tiró por la ventanilla. Rebotaron en el pecho
de Theo. Volvió a meter la marcha y echó a andar.
—¡Quieto ahí! —ordenó Theo.
Dale enderezó la furgoneta y se puso en marcha.
Cuando la enorme furgoneta roja pasó junto al Volvo de Theo,
que estaba aparcado unos quince metros más allá, una bolsa
de hielo salió volando y se estrelló contra el maletero en una
sonora explosión de cubitos que no tuvo mayores
consecuencias.

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—¡Feliz Navidad, zorra chifada! —gritó Dale por la ventanilla
mientras se incorporaba a la carretera—. ¡Y feliz noche a
todos! ¡Hippy!
Lena se había remetido los billetes arrugados en el traje rojo
y apretaba el hombro de Theo mientras la furgoneta
desaparecía envuelta en un rugido.
—Gracias por acudir al rescate, Theo.
—Yo no diría tanto. Deberías presentar cargos.
—Estoy bien. De todas formas se iba a salir con la suya. Tiene
unos abogados muy buenos, créeme, lo sé. Además, ¡me ha
dado cuarenta pavos!
—Eso sí que es espíritu navideño —dijo Theo, sin poder evitar
una sonrisa—. ¿Seguro que estás bien?
—Seguro. No es la primera vez que pierde los estribos
conmigo.
Lena dio unos golpecitos en el bolsillo de su uniforme de Papá
Noel.
—Al menos he sacado algo de esto —añadió, antes de dirigirse
de nuevo hacia su marmita, seguida por Theo.
—Tienes una semana para presentar cargos si cambias de
opinión —le dijo Theo.
—¿Sabes qué, Theo? No quiero pasar otras Navidades
obsesionándome con lo que Dale Pearson tiene de desecho
humano. Prefero pasar de ello. Con un poco de suerte puede
que protagonice una de esas desgracias navideñas de las que
tanto se oye hablar.
—No estaría mal—admitió Theo.
—¿Quién tiene espíritu navideño estos días?

En otro cuento navideño, Dale Pearson, malvado urbanista,


misógino recalcitrante y, al parecer, cascarrabias irremediable,

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podría haber recibido las visitas nocturnas de una serie de
fantasmas que, mostrándole sombrías visiones de la Navidades
futuras, pasadas y presentes, provocarían en él una
transformación que lo convertiría en un ejemplo de
generosidad, amabilidad y sentimientos cálidos hacia sus
congéneres. Pero este no es uno de esos cuentos, así que aquí,
en no demasiadas páginas, alguien va a despachar a este
miserable hijo de puta con toda la calidez del mundo. Ese es el
espíritu navideño que impregnará las siguientes páginas. Ho, ho,
ho.

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2: Las chicas del pueblo

La Nena Guerrera de Allende la Frontera circulaba con su


monovolumen Honda a lo largo de la calle Cypress y se detenía
a cada metro para no atropellar a los turistas que surgían de
entre los coches aparcados e invadían la calzada, totalmente
inconscientes del tráfco. Mi reino por una desbrozadora
aflada y unos tapacubos con cuchillas para abrirme paso a
través de este rebaño de paletos, pensó, tras lo cual dijo:
—Actúan como si la calle fuese la avenida principal de
Disneylandia, como si los que vamos en coche no necesitásemos
utilizar el asfalto. Vosotros no hacéis eso, ¿verdad?
Miró por encima del hombro hacia los dos adolescentes
empapados que se encogían en el asiento trasero. Estos
negaron enérgicamente con la cabeza.
—No, señora Michon, no se nos ocurriría. Ni hablar.
Su nombre era Molly Michon, pero años atrás, cuando era la
reina de las películas de serie B, había protagonizado ocho
trabajos como Kendra, la Nena Guerrera de Allende la
Frontera. Tenía una salvaje melena rubia con mechas canosas y
el cuerpo de una modelo de ftness. Podía aparentar treinta o
cincuenta, dependiendo de la hora del día, la indumentaria y lo
cargada de medicamentos que fuese. Todos los fans estaban de
acuerdo en que frisaba el ecuador de los cuarenta.
Fans. Los dos adolescentes de atrás eran fans. Habían cometido
el error de aprovechar parte de las vacaciones navideñas para
ir hasta Pine Cave en busca de Molly Michon, la famosa
estrella de culto del celuloide, para que les frmase en sus
copias de Nena Guerrera VI: la venganza de la prostituta
salvaje, que acababa de salir en DVD, con escenas inéditas en
las que las tetas de Molly se salían del sujetador metálico.

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Molly los había visto merodear por los alrededores de la
cabaña que compartía con su marido, Theo Crowe. Había salido
a hurtadillas por la puerta trasera y les había tendido una
emboscada en un lado de la casa con la manguera del jardín.
Los empapó bien, los persiguió a través del bosque de pinos
hasta que la manguera no dio más de sí, y luego derribó al
más alto y amenazó con romperle el cuello si el otro no
dejaba de correr.
Al percatarse de que posiblemente había incurrido en un error
de relaciones públicas, Molly invitó a sus fans a que la
acompañaran a escoger un árbol para la festa navideña para
solitarios que se celebraba en la capilla de Santa Rosa.
Últimamente había cometido una serie de errores, sobre todo
desde que una semana atrás dejara de tomar los
medicamentos para ahorrar y poder comprar el regalo de
Navidad de Theo.
—¿De dónde sois, chicos? —preguntó alegremente.
—Por favor, no nos haga daño —dijo Blas, el más alto y delgado
de los dos. Los veía como Epi y Blas, no porque se pareciesen a
los muñecos, sino porque sus rasgos relativos le recordaban a
ellos, salvo por lo de las manos en sus traseros, por supuesto.
—No os voy a hacer nada malo, está genial que me acompañéis.
Los chicos del establecimiento de árboles de Navidad se
muestran un poco recelosos desde que alimenté al monstruo
marino con uno de sus compañeros de trabajo. Vosotros me
vendréis bien como una especie de amortiguador social.
Maldita sea, no debería haber mencionado el monstruo marino.
Habían pasado tantos años de oscuridad desde que salió del
negocio del cine hasta resucitar como fgura de culto que casi
había perdido toda soltura social. Y luego estaba la
desconexión de la realidad de quince años, durante los cuales

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pasó a ser conocida como la dama loca de Pine Cave. Sin
embargo, desde que salía con Theo y tomaba sus antisicóticos,
las cosas iban mucho mejor.
Giró en el aparcamiento de la sección de ferretería y regalos,
donde se había vallado medio acre de asfalto para ubicar la
parcela de árboles de Navidad. Cuando divisaron su vehículo,
tres tipos de mediana edad ataviados con delantales de tela se
metieron corriendo en la tienda, echaron el cerrojo y giraron
el cartel de «Abierto» para que luciera lo contrario.
Sabía que eso podía ocurrir, pero quería sorprender a Theo,
demostrarle que podía encargarse de adquirir el enorme árbol
de Navidad para la festa de la capilla. Pero aquellos obtusos
acólitos de Black & Decker estaban frustrando sus planes para
una Navidad perfecta. Respiró profundamente y mientras
exhalaba trató de recuperar uno de esos momentos de calma
que su maestro de yoga le había enseñado.
Bueno, vivía en medio de un bosque de pinos, ¿ no? Quizá
debería talar un árbol de Navidad ella misma.
—Volvemos a la cabaña, chicos. Allí tengo un hacha que
servirá.
—¡Noooooooo! —gritó Epi, mientras se cruzaba delante de su
empapado compañero, se aferraba al cierre de la puerta
corredera del Honda y tiraba de él. Ambos cayeron del coche
en marcha sobre un reno de plástico.
—Muy bien —dijo Molly—, cuidaos, chicos. Yo veré si puedo talar
uno de los árboles del patio delantero.
Zigzagueó por el aparcamiento y emprendió el camino de
vuelta a casa.

Empapada en sudor, Lena Márquez salió de su uniforme de


Papá Noel como una cría de lagarto que emergiera de un

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peludo huevo rojo. La temperatura había subido hasta casi los
30° antes de que acabara su turno enfrente del súper y
estaba segura de que había perdido dos kilos en agua dentro
de ese pesado uniforme. Entró en el cuarto de baño en bragas
y sujetador y se puso sobre la báscula para disfrutar de la
sorpresa de cuántos kilos habría perdido. El indicador se agitó
y se detuvo en la marca habitual previa a la ducha. Perfecta
para su altura, delgada para su edad, pero demonios, se había
peleado con su ex, la habían golpeado con una bolsa de hielo,
había contribuido a alegrar a los más desgraciados y había
soportado felizmente el calor del traje durante ocho horas. Se
merecía algo por sus esfuerzos.
Se desnudó del todo y volvió a subirse a la pesa. No había
ninguna diferencia sensible. ¡Maldita sea! Se sentó, orinó, se
limpió y regresó a la báscula. Puede que unos cien gramos
menos de lo habitual. ¡Ah!, pensó mientras se quitaba la barba
de Papá Noel que aún llevaba, quizá ese era el problema. Se
quitó la barba y el gorro y los llevó al cuarto, se soltó la larga
melena negra y esperó a que el indicador de la pesa se
detuviera.
Oh, sí. Dos kilos. Dio una rápida patada de taebo para
celebrarlo y se metió en la ducha. Se sobresaltó al tocar un
punto doloroso a la altura del plexo solar mientras se
enjabonaba. Había un par de moretones en plena gestación en
la costilla que había recibido el golpe. Lo había pasado peor
muchas veces después de machacarse en el gimnasio, pero ese
dolor parecía llegarle al alma. Quizá era la idea de pasar las
Navidades sola. Esas iban a ser sus primeras festas desde el
divorcio. Su hermana, con la que había pasado los últimos años
durante esas fechas, se marchaba a Europa con el marido y
los hijos. Dale, con lo capullo que era, la había implicado en

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toda clase de actividades festivas, de las que ahora se veía
excluida. El resto de su familia había vuelto a Chicago y no
había tenido ninguna suerte con los hombres desde Dale (aún
le quedaba demasiada rabia residual y no menos
desconfanza). Dale no solo era un mamón, sino que además le
había puesto los cuernos. Sus amigas, todas ellas casadas o
con novios más o menos permanentes, le habían dicho que
necesitaba pasar de los hombres durante un tiempo y
dedicarse más a conocerse mejor. Todo eso era una mierda,
por supuesto. Ya se conocía bastante, se gustaba, se lavaba, se
vestía, se compraba regalos, tenía sus propias citas e, incluso,
tenía sexo consigo misma de vez en cuando, que, por cierto,
siempre acababa mejor que cuando lo hacía con Dale.
—Oh, esa mierda del «conócete a ti misma» te joderá viva —le
había dicho su amiga, Molly Michon—. Y créeme, soy toda una
reina sin corona en ese terreno. La última vez que me dio por
conocerme a mí misma, resultó que había toda una pandilla de
zorras ahí dentro con las que lidiar. Me sentía como la
recepcionista de un centro de rehabilitación. Eso sí, todas
tenían unas tetas bonitas, tengo que admitirlo. De todos modos,
olvídalo. Sal por ahí y haz cosas de cara a los demás, te irá
mucho mejor. «Conócete a ti misma», ¿y para qué? ¿Qué pasa
si te conoces y descubres que eres una arpía de cuidado? Sí,
claro, me caes bien, pero no puedes farte de mi opinión. Ve a
hacer algo con otra gente.
Era verdad. Molly podía ser, eh..., excéntrica, pero a veces
decía cosas con sentido. Así que Lena se había ofrecido
voluntaria para la marmita del Ejército de Salvación, había
donado comida enlatada y pavos congelados para la Iniciativa
para la Alimentación de los Vecinos Anónimos de Pine Cave, y
mañana por la noche, en cuanto Oscureciera, saldría para

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recoger árboles de Navidad naturales y depositarlos en las
casas de la gente que no se los podía permitir. Eso la
distraería de sí misma. Y si eso no funcionaba, pasaría la
Nochebuena en la festa de la capilla de Santa Rosa para
Solitarios. Oh, Dios, ahí estaba, era Navidad y se le encendía
el espíritu navideño. Se sentía sola...

A Mavis Sand, dueña del bar Cuerno de Caracol, la palabra


«solitario» le sonaba al timbre de la caja registradora cuando
entraba el dinero. Llegada la Navidad, Pine Cave se llenaba de
turistas en busca del encanto de los pueblos pequeños y el
Cuerno se ponía hasta arriba de almas solitarias, llorones
privados de sus derechos en busca de consuelo. Mavis estaba
encantada con proporcionárselo en forma del cóctel navideño
personal y de precio desproporcionado: el «Lento y cómodo
tornillo posterior del trineo de Papá Noel», que consistía en...
—Largo de aquí si te interesa tanto lo que lleva —diría Mavis—.
Soy una profesional de la barra desde que tu padre se
emocionó con el único condón que te dio la oportunidad de
tener sesos, así que déjate llevar y pide la puta bebida.
Mavis siempre estaba imbuida en el espíritu navideño, hasta el
punto de llevar los pendientes de cada año con forma de árbol
de Navidad que le daban ese aire de «olor a coche nuevo».
Una gavilla de muérdago del tamaño de la cabeza de un alce
colgaba sobre la barra y durante todas las festas cualquier
borracho que se inclinara demasiado sobre la barra para gritar
su pedido a uno de los audífonos de Mavis se encontraría con
que, más allá de los revoloteos de sus negras pestañas
embadurnadas en cosmético, más allá del conjunto de su pelo
y la paleta de roja seducción de sus labios y del aliento a
Tareyton 100 y el chasquido de la dentadura, a Mavis aún le

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quedaban recursos verbales. Una vez, un tipo sin aliento y que
se tambaleaba hacia la puerta aseguró que Mavis había
infuido en su médula oblongata y le había estimulado visiones
en las que estaba ahogándose en el oscuro armario de la
Muerte, cosa que ella se tomó como un cumplido.
En el mismo momento en el que Dale y Lena estaban con lo
suyo frente al súper, Mavis, sentada sobre el taburete que
tenía tras la barra, levantó la vista de un crucigrama para
contemplar al hombre más guapo que sus ojos habían visto
pasar nunca por la puerta doble del Cuerno de Caracol. Lo que
había sido un erial, foreció; donde durante años hubo un
lecho seco, surgió un torrencial río. Su corazón se saltó un
latido y el desfbrilador implantado en su pecho le dio una
sacudida que la forzó a saltar del taburete para servirlo. Si le
pedía un wallbanger, se pondría tan rígida que las zapatillas
deportivas se le saldrían disparadas, impulsadas por los dedos
de los pies. Estaba segura de ello, lo sentía, lo deseaba. Mavis
era una romántica.
—¿En qué puedo servirlo? —preguntó agitando las pestañas, lo
que les dio la apariencia de unas espasmódicas arañas lobo
que se convulsionaban tras las gafas.
Media docena de parroquianos se dieron la vuelta sobre sus
taburetes para contemplar la fuente de tamaño empalago de
cortesía. Era imposible que ese tono de voz hubiese salido de
Mavis, que solía dirigirse a ellos desde el desdén y la nicotina.
—Estoy buscando a un niño —dijo el forastero. Su pelo era
largo y rubio y se desplegaba sobre la solapa de una
gabardina larga. Sus ojos eran violetas, sus rasgos faciales a la
vez escarpados y delicados, de corte fno y, sin embargo, ni
rastro de arrugas.

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Mavis pellizcó el botoncito de su audífono derecho e inclinó la
cabeza corno un perro que acabara de morder una costilla de
cerdo de plástico. Oh, cómo pueden desmoronarse los cimientos
de la lujuria ante el peso de la estupidez.
—¿Buscas a un... crío? —preguntó Mavis.
—Así es —asintió el forastero.
—¿En un bar? ¿Un lunes por la tarde? ¿Un niño?
—Sí.
—¿Un niño concreto o cualquiera le valdría?
—Lo sabré cuando lo vea —dijo el forastero.
—Maldito enfermo —dijo uno de los parroquianos y, por una
vez, Mavis asintió en señal de acuerdo, lo que hizo que las
vértebras del cuello le crujieran como el chasquido de un
enchufe.
—Largo de mi bar —le ordenó. Con una larga uña lacada
apuntaba a la puerta—. Venga, fuera de aquí. ¿Qué se ha
creído, que esto es Bangkok?
—La Natividad se acerca, ¿me equivoco? —dijo el forastero con
la mirada clavada en el dedo.
—Sí, el sábado es Navidad —gruñó Mavis—. ¿Qué demonios
tiene eso que ver?
—Entonces, necesitaré un niño antes del sábado —insistió el
forastero.
Mavis sacó de debajo de la barra un bate de béisbol.
El que fuera tan guapo no signifcaba que no se pudiera
mejorar su aspecto con un buen mamporro con una pieza de
nogal. Hombres: un guiño, un escalofrío, una salpicadura, y
antes de darse cuenta había llegado la hora del levantamiento
de bultos y el afojamiento de dentaduras. Mavis era una
romántica pragmática: el amor, en su opinión, correctamente
ejercido, duele.

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—Dale, Mavis —la animó uno de los parroquianos.
—¿Qué clase de pervertido usa gabardina con el calor que
hace? —dijo otro—. Yo digo que le revientes la cabeza.
Las apuestas empezaban a correr.
Mavis se arrancó un pelo solitario de la barbilla y miró al
forastero por encima de las gafas.
—Creo que deberías seguir con tu pequeña búsqueda en otra
parte.
—¿ Qué día es hoy? —preguntó el forastero.
—Lunes.
—Entonces me tomaré una Coca—Cola light.
—¿Y qué pasa con el niño? —inquirió Mavis acentuando la
pregunta con un golpecillo del bate contra su palma, lo que
dolía horrores, pero no iba a mostrar faqueza, ni por asomo.
—Tengo hasta el sábado —dijo el atractivo pervertido—. Por
ahora me conformo con una Coca light, ah, y una barra de
Snickers, por favor.
—Vale —dijo Mavis—, eres hombre muerto.
—Pero si lo he pedido por favor —se justifcó el rubito, que,
aparentemente, no se daba cuenta de nada.
Mavis no se molestó siquiera en levantar la tapa de la barra
para salir. Se limitó a cargar. En ese momento sonó una
campana y un haz de luz irrumpió en el bar, lo que indicaba
que alguien había abierto la puerta. Cuando Mavis se
incorporó después de haber inclinado todo su peso para
mandar al forastero al otro barrio, el otro se había ido.
—¿Algún problema, Mavis? —preguntó Theophilus Crowe. El
alguacil estaba justo donde había estado el forastero.
—Maldita sea, ¿dónde se ha metido? —Mavis buscó detrás de
Theo y a su alrededor y luego miró a los parroquianos.
—¿Dónde se ha metido?

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—Ni idea —dijeron todos a una, encogiéndose de hombros.
—¿De quién estás hablando? —quiso saber Theo.
—Un tipo rubio con una gabardina larga negra —explicó Mavis
—. Te lo has tenido que cruzar al entrar.
—¿Gabardina larga? Hace más de veinte grados ahí fuera —dijo
Theo—. Me habría fjado en alguien con una gabardina.
—¡Era un pervertido! —gritó alguien desde el fondo.
—¿Te ha llamado la atención el tipo ese? —preguntó Theo,
mientras bajaba la mirada hasta Mavis.
La diferencia de altura entre ambos rondaba los sesenta
centímetros, y Mavis tuvo que dar un paso atrás para mirarlo
cómodamente a los ojos.
—Diablos, no. Me gustan los hombres que se creen los anuncios,
pero ese tipo buscaba a un niño.
—¿Esto te dijo? ¿Entró aquí y dijo que estaba buscando un
niño?
—Así es. Estaba a punto de enseñarle una buena...
—¿Estás segura de que no estaba buscado a su propio hijo?
Son cosas que pasan, sales para hacer las compras navideñas,
los críos se pierden...
—No, no estaba buscando a un niño en particular, le valía con
cualquiera.
—Bueno¡ a lo mejor quería hacer un regalo en plan amigo
invisible¡ o algo así —dijo Theo expresando así su fe en la
bondad del hombre, de la que no tenía prueba alguna—. Quizá
quería hacer una buena obra navideña.
—Maldita sea¡ Theo¡ eres imbécil. No hace falta ver a un cura
encima de un monaguillo con una palanca de hierro para saber
que no le está echando una mano con el rosario. Ese tío era
un pervertido.
—Bien, en ese caso creo que debería ir a buscarlo por ahí.

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—Pues sí, creo que deberías.
Antes de salir por la puerta¡ Theo se volvió.
—No soy ningún imbécil, Mavis. No es necesario que insultes.
—Lo siento, Theo —se disculpó Mavis mientras bajaba el bate
para mostrar la sinceridad de su arrepentimiento—. Por cierto,
¿por qué habías entrado?
—No me acuerdo.
Theo arqueó las cejas.
Mavis le dedicó una sonrisa abierta. Theo era un buen tipo, un
poco escamoso, pero bueno.
—¿De veras?
—Qué va, en realidad quería comentarte lo de la comida de la
festa de Navidad. Te ibas a encargar de la barbacoa, ¿no?
—Eso tenía pensado.
—Bien, acabo de oír en la radio que es muy posible que llueva,
así que quizá te interese tener un plan alternativo.
—¿Más alcohol?
—Estaba pensando en algo que no implicara cocinar en el
exterior.
—¿Algo así como más alcohol?
Theo meneó la cabeza y volvió a encarar la puerta.
—Llámame a mí o a Molly si necesitas ayuda.
—No lloverá —dijo Mavis—. Nunca llueve en diciembre.
Pero Theo se había marchado en busca del forastero de la
gabardina.
—Podría llover —dijo uno de los parroquianos—. Los científcos
dicen que este año nos va a visitar «El Niño».
—Ya, como si lo fueran a asegurar antes de que medio estado
esté inundado —dijo Mavis—. A la mierda con los científcos.
Pero «El Niño» sí que iba a venir.
El niño.

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3: Unas fiestas jodidas

El martes por la noche, a cuatro días de la Navidad, Papá Noel


ya recorría la calle principal del pueblo montado en su gran
furgoneta roja. Saludaba a los niños y se bamboleaba por su
carril, mientras eructaba entre las barbas, con unas cuantas
copas de más.
—Ho, ho, ho —dijo Dale Pearson, malvado constructor y Papá
Noel del Rincón del caribú por sexto año consecutivo—, Ho, ho,
ho —repitió, suprimiendo la tentación de añadir «una botella
de ron», cosa que habría sido más digna de Barbanegra que de
San Nicolás. Los padres apuntaban y los críos se agitaban a su
alrededor.
En ese momento, Pine Cave rezumaba alegría navideña
forastera. Los hoteles estaban hasta arriba y no se podía
encontrar aparcamiento en los alrededores de la calle Cypress,
donde abundaban los puestos de asar castañas en un ambiente
de renuncia al abuso de la tarjeta de crédito. Olía a canela y
a pino, a hierbabuena ya alegría. Aquel no era el burdo
comercialismo navideño de Los Ángeles o San Francisco. Aquello
era el refnado y honesto comercialismo de un pueblecito de
Nueva Inglaterra, donde, hacía un siglo, Norman Rockwell
había inventado la Navidad. Aquello era auténtico.
Pero Dale no lo pillaba.
—¡Feliz Na...! Eh, que te den, pequeño monstruo —gruñó desde
detrás de sus lunas tintadas.
La verdad es que el atractivo del pueblo en Navidad resultaba
todo un misterio para los residentes de Pine Cave. No era
precisamente un país de las maravillas invernal; la temperatura
media en invierno era de 18° y solo un par de ancianos
recordaban los escasos días que había nevado. Pero tampoco

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era la típica playa tropical a la que hacer una escapada. Allí
el océano era frío, con una visibilidad media de apenas medio
metro y una costa invadida por focas elefante. Durante el
invierno, cientos de enormes mamíferos marinos se extendían
a lo largo de las playas de Pine Cave como un montón de
mojones ladradores y aunque no eran peligrosos de por sí
formaban la base de la dieta del gran tiburón blanco, que
había evolucionado durante los últimos 120 millones de años
hasta convertirse en la perfecta excusa para no meterse
nunca en el agua más allá de los tobillos. Así que, si no era el
clima o el agua, ¿qué demonios era? Quizá se tratara de los
pinos. Los árboles de Navidad.
—Mis árboles, maldita sea —refunfuñó Dale para sí. Pine Cave
se ubicaba en el último bosque de pinos Monterrey del mundo.
Dado que crecen una media de seis metros al año, son los
árboles navideños por excelencia. Lo bueno era que uno podía
ir a cualquier parcela sin edifcar de la ciudad y llevarse un
respetable ejemplar de árbol a casa. Lo malo era que para ello
era necesario un permiso y había que plantar otros cinco por
cada árbol arrancado. Los pinos Monterrey eran una especie
protegida, cualquier urbanista lo sabía porque eran ellos los
que tenían que replantar un bosque cada vez que derribaban
unos cuantos para construir una casa.
Un monovolumen con un árbol de Navidad atado al techo se
puso justo delante de la furgoneta de Dale.
—Aparta esa mierda de mis narices —gruñó Dale—. Y feliz
Navidad a todos vosotros, pandilla de imbéciles —añadió, para
seguir a tono con la época del año.
Sin quererlo, Dale Pearson se había convertido en el Johnny
Appleseed del árbol de Navidad tras plantar decenas de miles
de semillas para sustituir los miles que había pasado por la

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sierra para construir hileras de mansiones a lo largo de las
colinas de Pine Cave. Pero, si bien la ley establecía que la
plantación de pinos debía llevarse a cabo dentro del término
municipal de Pine Cave, no decía nada sobre que tenían que
estar cerca de donde se habían talado los otros, así que Dale
había plantado todos los suyos alrededor del viejo cementerio
de la capilla de Santa Rosa. Compró los terrenos, diez acres,
diez años antes con la esperanza de subdividirlos y construir
allí viviendas de lujo, pero algunos hippys entrometidos de la
Sociedad Histórica Californiana lograron que el terreno de la
capilla se declarase de interés histórico, lo que le impidió
edifcar en su terreno. Así que, sin tener en consideración la
disposición natural de un bosque, sus operarios plantaban
hileras e hileras de pinos alrededor de la capilla hasta que
formaran una capa tan densa como el plumaje de un ave.
En los últimos cuatro años, durante la semana previa a la
Navidad, alguien había ido al terreno de Dale para arrancar
pinos. Estaba cansado de rendir cuentas a las autoridades del
condado en lo relativo a la reposición de árboles. Le
importaban una mierda, pero estaría bien jodido si ponía a
alguien frente a los perros de presa del condado. Había
cumplido con sus deberes hacia sus compañeros caribúes con
la distribución de regalos de broma para ellos y sus esposas,
pero ahora iba a cazar a un ladrón. Su regalo de Navidad de
ese año sería un poco de justicia. Era todo lo que quería, un
poco de justicia.
El viejo y alegre elfo torció desde Cypress y se dirigió hacia
la colina de la capilla, dando golpecitos al revólver del 38 de
boca chata que había ocultado en el cinturón negro.

______

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Lena levantó el segundo árbol de Navidad de la furgoneta
Toyota y lo depositó en una de las enormes macetas de cedro
que había reunido. Los menos afortunados apenas lograrían
ese año una altura de uno veinte, y unos treinta centímetros
más con la maceta. Solo había llovido una vez desde octubre,
por lo que le había llevado una hora y media cavar bajo dos
árboles jóvenes en el seco y duro terreno. Quería que la
gente disfrutara de árboles navideños naturales, pero si optaba
por los que medían más de dos metros, tendría que pasar allí
toda la noche solo para arrancar dos. Esto sí que es trabajo,
pensó. De día trabajaba como gestora de alquiler de
propiedades en períodos vacacionales para un agente
inmobiliario local, dedicando en ocasiones diez o doce horas
diarias en las temporadas altas, pero se había dado cuenta de
que las horas invertidas y el trabajo auténtico eran cosas
distintas. Se acordaba de ello cada año, cuando acudía a ese
sitio con su famante pala roja.
El sudor le empapaba la cara. Se apartó el pelo de los ojos
con el dorso de un guante de trabajo de gamuza dejando un
rastro de suciedad a lo largo de su frente. Se quitó la camisa
de franela que se había puesto para evitar el frío de la noche
y se quedó solo con el top ajustado negro y unos pantalones
verde oliva. Pala en mano, parecía algún tipo de comando
navideño plantado en el linde del bosque.
Hundió la pala bajo el pino a unos treinta centímetros del
tronco del segundo árbol que se iba a llevar y saltó sobre el
aspa de la herramienta una y otra vez hasta que estuvo
completamente hundida en la tierra. En ese preciso momento,
unos faros barrieron el borde del bosque y se detuvieron
delante de la furgoneta de Lena.

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No hay nada de que preocuparse, pensó. No me voy a
esconder, no me voy a escabullir. No estaba haciendo nada
malo. En realidad no. Bueno, claro, técnicamente estaba
robando y quebrantando un par de ordenanzas del condado
relativas a la tala de pinos Monterrey, pero en realidad no los
estaba talando, ¿no? Sencillamente los estaba transplantando.
Y... y se los iba a dar a los pobres. Era como Robin Hood.
Sonrió a los faros con un gesto de «oh, vale, me has pillado»,
que esperaba que resultara mono. Se protegió los ojos con la
mano y entornó la mirada para tratar de averiguar quién
conducía la furgoneta. Sí, estaba segura de que era una
furgoneta.
El motor se detuvo. Una ligera náusea se aferró a la garganta
de Lena cuando se percató de que la furgoneta era diésel. La
puerta se abrió y Lena creyó ver al volante a alguien con un
gorro rojo y blanco.
¿Eh?
Papá Noel salió de la luz cegadora hacia ella. Llevaba una
linterna, ¿y qué era eso que sobresalía de su cinturón? Papá
Noel tenía una pistola.
—Joder, Lena, tenía que haber sabido que eras tú —dijo.

_______

Josh Barker estaba metido en problemas, graves problemas,


ciertamente. Solo tenía siete años, pero estaba convencido de
que su vida estaba arruinada. Corría por la calle Church
tratando de imaginar cómo se lo iba a explicar a mamá.
Llegaba una hora y media tarde. Hacía mucho que había
anochecido. No había llamado. Y solo quedaban unos días para

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Navidad. A la porra las explicaciones a mamá, ¿cómo se lo iba
a explicar a Papá Noel ?
Aunque puede que Papá Noel lo comprendiera, puesto que
conocía los juguetes. Pero mamá nunca se lo tragaría. Había
estado jugando al Barbarian George's Big Crusadek en la
PlayStation en la casa de su amigo Sam, y habían llegado a un
territorio de infeles donde habían masacrado miles de malos,
pero no había forma de salir de la partida. El juego no estaba
diseñado para abandonar cuando uno quisiera, y antes de
darse cuenta ya había anochecido, se le había pasado la hora
y las Navidades iban a ser un desastre. Quería una Xbox 360,
pero era imposible que Papá Noel se la llevara a un tardón que
llegaba a casa tanto tiempo después del anochecer y que,
además, ni siquiera había llamado para decir que llegaría
tarde.
Sam había resumido la situación de Josh mientras lo
acompañaba a la puerta y contemplaba el cielo nocturno:
—Tío, estás jodido.
—Yo no, tú sí que estás jodido —replicó Josh.
—Ni de coña —insistió Sam—. Soy judío, así que nada de Papá
Noel. No tenemos Navidad.
—Bueno, entonces sí que estás jodido de verdad.
—Cállate, no estoy jodido. —Al mismo tiempo que lo decía, Sam
se metió las manos en los bolsillos y Josh pudo escuchar cómo
chasqueaba su trompo contra el inhalador de asma, lo que
reafrmaba que estaba jodido.
—Vale, no estás jodido —concedió Josh—. Lo siento. Será mejor
que me vaya.
—Sí —dijo Sam.
—Sí—dijo Josh, consciente de que cuanto más tardara en
marcharse, más jodido estaría. Sin embargo, mientras recorría

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la calle Church a toda prisa de camino a casa, cayó en la
cuenta de que quizá recibiera un indulto de urgencia en su
precaria situación, porque allí, en el linde del bosque, estaba
Papá Noel en persona. Y aunque parecía notablemente
enfadado, su ira estaba dirigida hacia una mujer que estaba
metida hasta las rodillas en un hoyo, con una pala roja en las
manos. Papá Noel sostenía una de esas gordas linternas
Maglite y apuntaba a la mujer mientras le gritaba.
—Estos árboles son míos. Míos, joder —dijo Papá Noel.
¡Ajá!, se dijo Josh. Al parecer, «joder» no formaba parte de
la lista de palabrotas; no podía ser si el propio Papá Noel la
pronunciaba. Se lo había dicho a su madre, pero ella insistía
en que sí que estaba en la lista.
—Solo me llevo uno pocos —dijo la mujer—. Son para la gente
que no puede comprarlos. No puedes negarte a algo tan simple
para unas cuantas familias pobres.
—Y una mierda que no.
Bueno, Josh estaba casi seguro de que la palabra de la «m» te
metía de cabeza en la lista de niños que se portan mal. Estaba
alucinado.
Papá Noel empujó la linterna hacia la cara de la mujer, quien
la apartó a un lado.
—Mira —dijo ella—, cogeré este y me largaré.
—Nada de eso. —Papá Noel volvió a plantar la linterna ante la
cara de la mujer, pero en esta ocasión, cuando intentó
apartarla, él la esquivó y le dio un golpe con ella en la
cabeza.
—¡Ay!
Eso tenía que doler. Josh pudo sentir cómo resonaba el golpe
en los dientes de la mujer y se extendía por toda la calle. A
todas luces, Papá Noel se tomaba sus árboles muy en serio.

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La mujer utilizó su pala para quitarse de en medio la linterna.
Papá Noel volvió a golpearla con ella, esta vez con más
fuerza, y la mujer aulló y cayó de rodillas en el hoyo. Papá
Noel se echó la mano al gran cinturón negro y sacó una
pistola con la que apuntó a la mujer. Ella se incorporó
agitando la pala en arcos amplios y lo alcanzó en la cabeza
con un sordo sonido metálico. Papá Noel se tambaleó y volvió a
alzar el arma. La mujer se puso de cuclillas y se cubrió la
cabeza con el aspa reforzada de la pala. El aspa subió de
golpe y se introdujo bajo la barba, que pronto estuvo tan roja
como el traje. Soltó pistola y linterna, emitió un borboteo por
la boca y cayó en un sitio donde Josh dejó de verlo.
Josh casi podía oír los sollozos de la mujer mientras salía
corriendo hacia casa, con los latidos del corazón en sus oídos
como campanadas. Papá Noel había muerto. La Navidad estaba
perdida. Josh estaba jodido.
Hablando de gente jodida: tres manzanas más allá, Tucker
Case iba cabizbajo por la calle Worchester tratando de
quemar una mala cena con un paseo a paso vivo y una buena
ración de autocompasión. Rondaba los cuarenta, era un tipo
acicalado, rubio y de tez morena. Tenía el aspecto de un
surfsta entrado en años o un profesional del golf en plena
madurez. A metro y medio por encima de su cabeza, un
murciélago de la fruta gigante caía en picado desde las copas
de los árboles, con las alas cortando la noche en silencio. Así
se podía abalanzar sobre los melocotones sin ser detectado,
pensó Tuck.
—Roberto, haz lo tuyo y volvamos al hotel —dijo Tuck hacia las
alturas. El murciélago de la fruta emitió un sonido y, tras
describir un círculo casi completo debido a la inercia, se
enganchó al brazo alzado y se quedó colgado. El murciélago

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volvió a graznar, se lamió las costillitas y replegó las enormes
alas a su alrededor para protegerse del frío del litoral.
—Bien —dijo Tuck—, pero no vas a volver a la habitación antes
de hacer caquita.
Había heredado el murciélago de un navegante flipino que
había conocido pilotando un jet privado para un médico en
Micronesia, trabajo que había aceptado únicamente porque su
licencia estadounidense de pilotaje le había sido arrebatada en
el jet rosa de Mary Jane Cosmetic mientras iniciaba a una
joven en las artes amatorias de altos vuelos. Borracho.
Después de lo de Micronesia se mudó al Caribe con su
murciélago de la fruta y su bella esposa isleña, donde inició un
nuevo negocio de vuelos chárter. Ahora, pasados seis años, su
mujer era la que gestionaba el negocio junto con un rastafari
de dos metros y Tucker Case no tenía nada a su nombre,
excepto un murciélago de la fruta y un trabajo temporal como
piloto de helicóptero para la DEA en tareas de localización de
campos de marihuana en las tierras del sur. Todo eso le había
conducido hasta Pine Cave y a una habitación barata de hotel
a cuatro días de Navidad, solo. Triste. Jodido.
Antes, Tuck tenía mucho éxito con las mujeres, había sido un
Don Juan, un Casanova, un Kennedy pelado de dinero, y ahora
estaba en un pueblo en el que no conocía un alma y ni
siquiera se había topado con una soltera a la que seducir. Unos
cuantos años de matrimonio casi lo habían destrozado. Se
había acostumbrado a la compañía femenina afectuosa sin
demasiados elementos de manipulación, subterfugio y engaño.
Lo echaba de menos. No quería pasar las Navidades solo,
maldita sea. Y, aun así, allí estaba.
Y allí estaba ella también. Una damisela angustiada. Una
mujer sola allí en la noche, llorando y, por lo que Tuck podía

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deducir gracias a los faros de una furgoneta cercana, con
buen aspecto. Un pelo maravilloso. Unos preciosos pómulos
altos empapados de lágrimas y barro, pero, ya se sabe,
exóticos. Tuck comprobó que Roberto seguía bien agarrado, se
alisó la chaqueta bomber y cruzó la calle.
—Hola, ¿te encuentras bien?
La mujer dio un respingo, emitió un leve grito y miró en
derredor con frenesí hasta taparse con él.
—Oh, Dios mío —dijo.
Tuck había recibido respuestas peores. Insistió:
—¿Estás bien? Parecía que tenías algún tipo de problema.
—Creo que está muerto —dijo la mujer—. Creo... Creo que lo he
matado.
Tuck observó el montón rojo y blanco que había en el suelo y
se percató de que era un Papá Noel muerto. Una persona
normal se habría largado por patas, habría huido tratando de
desmarcarse de una situación así, pero Tucker Case era un
piloto entrenado para funcionar en situaciones a vida o
muerte, entrenado para actuar bajo presión y, además, estaba
solo y la mujer estaba muy, pero que muy buena.
—Así que un Papá Noel muerto —dijo Tuck—. ¿Vives por aquí?
—No pretendía matarlo. Me estaba apuntando con una pistola.
No hice más que agacharme, y cuando miré arriba —apuntó al
santo muerto— supongo que le di con la pala en el cuello. —
Parecía que se estaba calmando un poco.
—Así que Papá Noel te estaba apuntando con una pistola —dijo
Tuck, mientras asentía pensativamente.
La mujer señaló el arma que estaba tirada junto a la linterna.
—Ya veo —dijo Tuck—. Por cierto, me llamo Tucker Case. ¿Estás
casada? —Extendió la mano para saludarla. Parecía que la
mujer lo veía por primera vez.

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—Lena Márquez. No, estoy divorciada.
—Yo también —dijo Tuck—. Se hacen difíciles las vacaciones,
¿verdad? ¿Tienes hijos?
—No, señor... , eh, Case. Ese hombre era mi ex marido y está
muerto.
—Pues sí. Mi ex se ha quedado con la casa y el negocio, pero
esto parece más barato —dijo Tuck.
—Nos peleamos ayer delante de una docena de personas. He
tenido móvil, oportunidad y medios —dijo, apuntando a la pala
—. Todo el mundo pensará que lo he matado yo.
—Por no mencionar que, de hecho, lo has matado.
—Los medios se aferrarán a eso. ¡Es mi pala la que sobresale
de su cuello!
—Quizá deberías borrar tus huellas y esas cosas. No lleva
encima ADN tuyo, ¿verdad?
Ella estiró la parte delantera de su camiseta y empezó a
frotar el asa de la pala.
—¿ADN? ¿Como qué?
—Ya sabes, pelo, sangre, semen. ¿Nada de nada?
—No. —Frotó el asa con furia, con cuidado de no acercarse
demasiado al extremo que estaba clavado en el muerto.
Resultaba curioso: a Tuck esto le pareció sutilmente erótico.
—Creo que te has encargado de las huellas, pero me preocupa
un poco que tu nombre esté escrito con rotulador en el
mango. Eso podría ser un pequeño problema.
—La gente nunca devuelve las herramientas de jardín si no las
marcas —dijo Lena, y empezó a llorar de nuevo—. ¡Oh, Dios
mío, lo he matado!
Tuck se puso a su lado y la rodeó con un brazo.
—Eh, eh, eh, no está tan mal. Al menos no tienes críos a los
que debas explicárselo.

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—¿Qué voy a hacer? Mi vida está acabada.
—No hables así —dijo Tuck, tratando de parecer alegre—. Mira,
aquí tienes una pala estupenda y ese hoyo está casi cavado
del todo. ¿Qué te parece si metemos ahí al Papá Noel,
limpiamos un poco el sitio y te llevo a cenar? —sonrió.
Ella lo miró.
—¿Quién eres tú?
—Solo un tipo simpático que trata de echarte una mano.
—¿Y quieres invitarme a cenar? —Parecía al borde de una
conmoción.
—No ahora mismo. Cuando tengamos la situación bajo control.
—Acabo de matar a un hombre —insistió ella.
—Ya, pero no lo has hecho aposta, ¿verdad?
—El hombre al que antes amaba está muerto.
—Es una lástima —dijo Tuck—. ¿Te gusta la comida italiana?
Lena se apartó de él, lo miró de arriba abajo y se detuvo en
el hombro derecho de su chaqueta, donde el cuero marrón
había sido rasgado tantas veces que más bien parecía ante.
—¿Qué le ha pasado a tu chaqueta?
—A mi murciélago de la fruta le gusta encaramarse encima de
mí.
—¿Tu murciélago de la fruta?
—Mira, no se puede pasar por la vida sin acumular algo de
bagaje, ¿no? —Tuck apuntó con la cabeza al muerto para
respaldar sus palabras—. Te lo explicaré mientras cenamos.
Lena asintió lentamente.
—Tendremos que esconder la furgoneta —dijo.
—Por supuesto.
—Vale —dijo Lena—. ¿Te importaría arrancarle la pala? Ay..., no
me puedo creer que esto esté pasando.

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—Ya la tengo —dijo Tuck, mientras saltaba al hoyo y
desencajaba el flo del cuello del bueno de San Nicolás—.
Considéralo un regalo de Navidad prematuro.
Tuck se quitó la chaqueta y empezó a cavar en el duro
terreno. Se sentía ligero, un poco mareado, emocionado ante la
idea de no volver a pasar las Navidades solo con su
murciélago.

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4: Que tengas unas horribles fiestas

Josh se enjugó las lágrimas de la cara, respiró hondo y siguió


de camino a casa. Aún temblaba por la impresión de ver que le
clavaban a Papá Noel una pala en el cuello, pero ahora
pensaba que quizá no fuese sufciente para salir de sus
problemas. Lo primero que su madre diría sería: «¿Qué has
estado haciendo hasta tan tarde?», y el idiota de Brian, que no
era el padre auténtico de Josh, sino el novio idiota de su
madre, diría «seguro que Papá Noel seguiría vivo si no te
hubieses quedado en la casa de Sam hasta tan tarde». Así que
allí, plantado sobre el escalón, decidió dejarse inundar por una
histeria absoluta. Empezó a respirar afanosamente, consiguió
que las lágrimas aparecieran y empezó a sollozar. Abrió la
puerta aspirando por la nariz. Se dejó caer sobre el felpudo
de bienvenida y lanzó un jadeo como si fuese una sirena. No
pasó nada. Nadie dijo una sola palabra. Nadie acudió
corriendo.
Así que Josh se arrastró hasta el salón dejando sobre la
alfombra una hilera de baba que se derramaba desde su labio
inferior, mientras canturreaba un mocoso «mamaíta» con la
esperanza de que aquello desbaratara su mal humor y la
espoleara para protegerlo de Brian, para quien aún no había
encontrado un mágico canto de manipulación emocional. Pero
nadie lo llamó; nadie acudió a la carrera. El idiota de Brian no
estaba repantingado en el sofá corno la babosa dormilona que
era.
Josh lo rodeó.
—¿Mamá? —llamó con un toque sollozante, dispuesto a estallar
en todo su caudal a la mínima respuesta. Fue hasta la cocina,

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donde parpadeaba la luz del contestador de mamá. Josh se
restregó la nariz contra la manga y apretó el botón.
—Hola, Joshy —dijo su madre con voz de alegre agotamiento—.
Brian y yo nos hemos tenido que ir a cenar con unos clientes.
Tienes una hamburguesa congelada y queso en la nevera.
Volveremos antes de las ocho. Haz los deberes. Llámame al
móvil si te asustas.
Josh no podía creer la suerte que había tenido. Miró el reloj
del microondas. Solo eran las siete y media. ¡Excelente! Libre
como un elfo mágico. ¡Sí! Al idiota de Brian le había salido una
cena de negocios. Sacó la hamburguesa de la nevera, la metió,
con caja y todo, en el microondas, y le dio al botón. No hacía
falta quitarle el envoltorio, como decían. Metida en el cartón
no estallaría por todo el microondas. Josh no se explicaba por
qué no ponían eso en las instrucciones. Regresó al salón,
encendió la tele y se sentó en el suelo delante de ella a la
espera del pitido del microondas.
Pensó que quizá debería llamar a Sam, pero Sam no creía en
Papá Noel. Decía que no era más que una invención de los no
judíos para sentirse mejor por no tener un candelabro
sagrado, una menorah. Todo eso era una majadería, por
supuesto. Los no judíos no necesitaban una menorah. Querían
juguetes. Sam decía eso porque estaba furioso porque en
lugar de tener Navidad le habían arrancado el pellejo del pene
y le habían deseado mazel tov (buena suerte).
—Caramba, no me molaría ser tú —había dicho Josh.
—Somos el pueblo elegido —repuso Sam.
—No para el fútbol.
—Cierra el pico.
—No, ciérralo tú.
—No, tú.

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Maris_Glz
Sam era el mejor amigo de Josh y ambos se entendían, pero
¿sabría Sam qué hacer con respecto al asesinato de una
persona importante? En situaciones así, había que acudir a un
adulto, Josh estaba seguro de ello. Un incendio, un amigo
herido, un tocamiento..., siempre había que decírselo a un
adulto, un padre, un profesor o un policía, y así nadie se
enfadaría. Pero si te encontrabas con el novio de mamá
encendiéndose un petardo del tamaño de un perrito caliente en
el taller del garaje, de la policía ni hablar. Eso lo había
aprendido en una dura jornada.
Pusieron un anuncio, y la hamburguesa de Josh aún nadaba en
microondas, así que pensó si debía llamar al 911 o ponerse a
rezar y se decidió por lo segundo. Al igual que pasaba con el
911, no era bueno ponerse a rezar por cualquier tontería. Por
ejemplo, a Dios le traía sin cuidado si conseguías pasar con tu
bandicoot por el nivel de fuego en la PlayStation, y si te
atrevías a pedir ayuda tenías grandes probabilidades de que
te ignorara cuando realmente lo necesitaras, como en un
examen de lengua o si a mamá le entraba un cáncer. Josh
consideró que era algo así como el paso de los minutos en un
teléfono móvil, pero aquello era una emergencia de verdad.
—Padre nuestro que estás en los Cielos —empezó Josh. Nunca
hay que utilizar el nombre de pila de Dios, era un
mandamiento o algo así—, soy Josh Barker, del 671 de la calle
Worchester, en Pine Cove, California 93754. Esta noche he
visto a Papá Noel, me ha encantado y te doy las gracias por
ello, pero luego, justo después de verlo, lo han matado con una
pala, y por eso tengo miedo de que no vaya a haber ninguna
Navidad y he sido bueno, cosa que seguro sabrás si miras la
lista de Papá Noel, así que, si no te importa, ¿podrías
resucitarlo y que todo vuelva a estar bien para la Navidad? —

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Maris_Glz
No, no, no, eso sonaba demasiado egoista, así que añadió a
toda prisa—: Y feliz Hannukah para ti y para todo el pueble,
judío, como Sam y su familia. Mazel tov—. Eso sí, perfecto. Se
sentía mucho mejor.
Sonó el microondas y Josh corrió hacia la cocina, donde se
topó con las piernas de un tipo muy alto ataviado con una
larga gabardina negra, de pie junto a la mesa. Josh gritó, y el
hombre lo sostuvo de los brazos, lo levantó y lo examinó como
si fuera una piedra preciosa o un postre realmente sabroso.
Josh pateó y se retorció, pero el hombre de pelo rubio no lo
dejó marchar.
—Eres un niño —dijo el rubio.
Josh dejó de dar patadas un segundo y contempló los ojos
impasiblemente azules del extraño, que ahora lo estudiaba de
la misma forma que un oso examina un televisor portátil
mientras se pregunta cómo sacar de ahí a toda esa gente
jugosa.
—Pues claro —dijo Josh.

El árbol de Navidad dio un giro brusco hacia la izquierda para


entrar en la calle Cypress. Como eso le pareció algo extraño,
el alguacil Theophilus Crowe hurgó en la guantera y buscó la
luz giratoria azul, que puso sobre el techo de su Volvo. Theo
estaba seguro de que había un vehículo en algún lugar debajo
de ese árbol de Navidad, pero lo único que alcanzaba a ver en
ese instante era el brillo de los faros posteriores entre las
ramas traseras. Mientras seguía al árbol y pasaba por el
puesto de hamburguesas del Brine's, un piñón del tamaño de
un balón se soltó, rodó a un lado y botó hasta una de las
bombas de gasolina.

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Maris_Glz
Theo hizo sonar la sirena una vez, apenas un pitido, pensando
que sería mejor poner fn a aquello antes de que alguien
saliera malparado. Era imposible que el conductor que hubiera
bajo el árbol viese la calle con claridad. El árbol iba con la
base por delante, por lo que las ramas más anchas cubrían la
parte frontal del vehículo. Las ruedas del árbol chirriaron de
repente. Apagó las luces, quemó neumáticos en un giro hacia
la calle Worchester y dejó tras de sí un rastro de piñones
rodantes y un escape con aroma a pino.
En circunstancias normales, si un sospechoso trataba de dar
esquinazo a Theo, habría dado parte inmediatamente al sheriff
del condado, con la esperanza de conseguir refuerzos, pero
estaría acabado si informaba que estaba en plena persecución
de un árbol de Navidad que se daba a la fuga. Theo encendió
la sirena del todo y aceleró colina arriba en pos de la conífera
fugitiva, mientras pensaba por enésima vez aquel día que la
vida parecía mucho más fácil cuando fumaba hierba.

—Vaya, no se ve algo así todos los días —dijo Tucker Case, que
estaba sentado cerca de una ventana del Café HP, a la espera
de que Lena regresara de refrescarse la cara en los aseos. El
HP, una mezcla de estilo Tudor y cocina tradicional, era uno de
los restaurantes más populares de Pine Cave, y aquella noche
estaba hasta la bandera.
La camarera, una bonita pelirroja que rondaba los cuarenta,
alzó la vista de la bandeja de bebidas que llevaba y dijo:
—Sí, Theo casi nunca persigue a nadie.
—Ese Volvo estaba persiguiendo un pino —dijo Tuck.
—Podría ser—admitió la camarera—. Antes, Theo se metía de
todo.

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Maris_Glz
—No, en serio —trató de explicarse Tuck, pero la camarera ya
había vuelto a la cocina.
Lena regresó a la mesa. Aún llevaba el top negro bajo la
camisa de franela abierta, pero se había lavado el barro de la
cara y se había cepillado el pelo, que ahora llevaba suelto
alrededor de los hombros. A Tuck le pareció la típica guía india
de las películas, atractiva pero dura, que siempre lleva a un
grupo de empresarios capullos a un lugar apartado donde son
asaltados por una banda de catetos, un oso mutante debido a
la exposición excesiva al fosfato de los detergentes de
lavandería, o unos espíritus indios enfadados.
—Estás preciosa —dijo Tuck—. ¿Eres india americana?
—¿Por qué sonaba una sirena? —inquirió Lena mientras se
sentaba en el asiento de enfrente.
—Nada, cosas del tráfco.
—Esto está mal. —Miró a su alrededor, como si todo el mundo
supiera hasta qué punto estaba mal—. Mal.
—No, está bien —dijo Tuck con una gran sonrisa, mientras
trataba de hacer centellear sus ojos azules a la luz de las
velas, sin saber muy bien dónde estaban los músculos que
lograban ese efecto—. Disfrutaremos de una agradable cena,
nos conoceremos un poco más.
Ella se inclinó sobre la mesa y susurró con dureza:
—Hay un hombre muerto ahí fuera. Un hombre con el que
estuve casada.
—Shh, shh, shh —la hizo callar Tuck posando un delicado dedo
sobre sus labios, mientras trataba de parecer reconfortante y,
quizá, un poco europeo—. Ahora no es momento de hablar de
ello, querida.
—No sé qué hacer —dijo ella. Le agarró el dedo y lo echó
hacia atrás.

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Maris_Glz
Tuck estaba retorcido sobre el asiento, removiéndose para
aliviar el ángulo antinatural con el que apuntaba su dedo.
—¿Un aperitivo? —sugirió—. ¿Ensalada?
Lena le soltó el dedo y se cubrió la cara con las manos.
—No puedo hacer esto.
—¿Cómo? Pero si solo es una cena —dijo Tuck—. Sin presiones.
—En realidad, nunca había tenido muchas citas. Había conocido
y seducido a muchas mujeres, pero nunca en una velada con
cena y conversación, sino más bien con unas cuantas copas y
alguna que otra ordinariez en el salón de un hotel. Pensó que
iba siendo hora de que se comportase como un adulto, conocer
a la mujer antes de acostarse con ella. Su terapeuta se lo
había sugerido justo antes de dejar de tratarlo, justo después
de que la hubiera tanteado. No iba a ser tarea fácil. Por
experiencia propia, las cosas eran mucho más sencillas cuando
las mujeres no llegaban a conocerlo, cuando aún podían
proyectar en él esperanzas y fe.
—Acabamos de enterrar a mi ex marido —dijo Lena.
—Claro, claro, pero luego repartimos árboles de Navidad entre
los pobres, un poco de amplitud de perspectiva, ¿vale? Un
montón de gente entierra a sus cónyuges.
—No en persona, con la pala con la que acaban de matarlos.
—Será mejor que bajes un poco el tono de voz. —Tuck miró a
las mesas de alrededor por si alguien estaba escuchando, pero
todo el mundo parecía hablar del pino que acababa de pasar a
toda prisa por la calle—. Hablemos de otra cosa. ¿Intereses?
¿Afciones? ¿Películas?
Lena apartó la mano como si no acabara de creer lo que oía y
lo miró como diciendo: «¿estás loco?».

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—Por ejemplo —insistió él—, anoche alquilé una película muy
rara. ¿Sabías que Babes in Toyland era una película de
Navidad?
—Por supuesto, ¿qué creías que era?
—Bueno, pues pensé que... Vale, te toca a ti, ¿cuál es tu
película favorita?
Lena se acercó a Tuck y buscó en sus ojos cualquier atisbo
que delatara que estaba de broma. Tuck agitó los párpados,
intentando parecer inocente.
—¿Quién eres? —preguntó Lena al fn.
—Ya te lo he dicho.
—Pero, ¿a ti qué te pasa? No deberías estar tan..., tan
tranquilo mientras yo estoy al borde de un ataque de nervios.
¿Acaso has hecho cosas como esta antes?
—Claro. ¿Bromeas? Soy piloto, he comido en restaurantes de
todo el mundo.
—¡No hablo de cenar, imbécil! ¡Ya sé que has cenado antes! ¿Es
que eres retrasado?
—Vale, ya está mirando todo el mundo. No se puede decir
«retrasado» en público así como así, mucha gente se ofende
porque, ya sabes, es retrasada. Es mejor decir
«evolutivamente incapacitado».
Lena se levantó y tiró la servilleta sobre la mesa.
—Tucker, gracias por ayudarme, pero no puedo hacer esto.
Vaya decírselo a la policía.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta a grandes
zancadas.
—Enseguida volvemos —dijo Tuck a la camarera y luego miró a
las mesas adyacentes—. Disculpen, está un poco tensa, no ha
querido decir «retrasado». —Dicho esto, fue en pos de Lena,

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llevándose de paso su chaqueta, que colgaba en el respaldo de
la silla.
Llegó a su altura justo cuando doblaba la esquina de camino al
aparcamiento. La agarró del hombro e hizo que se girara,
asegurándose de que viese su sonrisa. Las luces navideñas
parpadeaban en rojos y verdes lanzando refejos sobre su pelo
moreno, de modo que el ceño fruncido que le lanzaba
pareciese más bien una expresión festiva.
—Déjame en paz, Tucker. Voy a la policía, les diré que no fue
más que un accidente.
—No, no lo permitiré. No puedes.
—¿Y por qué no?
—Porque soy tu coartada...
—Si me entrego, no necesitaré una coartada.
—Ya lo sé.
—¿Entonces ?
—Quiero pasar las Navidades contigo.
La expresión de los ojos de Lena se suavizó, y uno de ellos
empezó a humedecerse.
—¿De veras?
—De veras. —Tuck se sentía algo más que un poco incómodo
con su propia honestidad. Se sentía como si le hubiesen
derramado café hirviendo en la bragueta y tratase de evitar
que los pantalones le tocasen el cuerpo.
Lena extendió los brazos y Tuck se acercó, le tomó las manos
y las colocó alrededor de sus costillas por debajo de la
chaqueta. Posó su mejilla contra su pelo, inspiró
profundamente y disfrutó del aroma de su champú y los
residuos de olor a pino. No olía corno una asesina, olía corno
una mujer.

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—De acuerdo —murmuró ella—. No sé quién eres, Tucker Case,
pero creo que yo también quiero pasar las Navidades contigo.
Hundió el rostro en el pecho del hombre y se mantuvo
abrazada a él hasta que tocó algo en su espalda y se escuchó
un estridente ruido procedente de la chaqueta. Se separó
justo cuando el murciélago de la fruta asomaba su cara
perruna por el hombro del piloto y ladraba. Lena dio un
respingo y chilló corno un conejo metido en una licuadora.
—¿Qué demonios es eso? —inquirió mientras retrocedía por el
aparcamiento.
—Roberto —dijo Tuck—. Ya te hablé de él.
—Esto es muy raro. Demasiado raro —salmodió Lena caminando
en círculos y echando una mirada a Tuck y su murciélago cada
dos segundos. Se detuvo—. Lleva gafas de sol.
—Sí, y no creas que es fácil encontrar unas Ray Ban del
tamaño de un murciélago de la fruta.

______

Mientras tanto, en la capilla de Santa Rosa, el ofcial


Theophilus Crowe al fn había alcanzado al árbol de Navidad
fugitivo. Apuntó con los faros del Volvo al perenne sospechoso
y se mantuvo a cubierto tras la puerta del coche. De haber
tenido un megáfono o algo parecido lo habría utilizado para
dar las órdenes pertinentes, pero como el condado no le había
dado ninguno, se limitó a gritar.
—¡Salga del coche con las manos por delante y gírese hacia mí!
De haber tenido un arma, la habría desenfundado, pero se
había olvidado la Glock en la estantería alta del armario, junto
al espadón mellado de Molly. Se dio cuenta de que la puerta
apenas le cubría el tercio inferior del cuerpo, así que se

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agachó y subió la ventanilla. Luego, como se sentía algo torpe,
cerró de un golpe la puerta y se encaminó hacia el árbol.
—Maldita sea, salga del árbol. ¡Ahora mismo!
Oyó una ventanilla que bajaba y luego una voz.
—Santo Dios, ofcial, qué vigoroso parece —dijo una voz que le
resultaba familiar. En alguna parte bajo el árbol, había un
Honda CRV que contenía a la mujer con la que se había
casado.
—¿Molly? —Debería haberlo sabido. Incluso cuando se tomaba
sus medicamentos seguía siendo «artística». Así era ella.
Las ramas del enorme pino se movieron y de entre ellas
emergió su mujer, con un gorro de Papá Noel verde, vaqueros,
zapatillas rojas y una chaqueta vaquera con ribetes en las
mangas. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo que le
llegaba hasta la espalda. Podría haber pasado por una elfa
motorizada. Evitó las ramas como si estuviese esquivando las
palas de un helicóptero y fnalmente salió.
—Mira a este magnífco hijo de puta —dijo con un gesto hacia
el árbol. Rodeó a Theo por la cintura y lo atrajo hacia sí,
arqueando un poco la pierna—. ¿No es maravilloso?
—Sin duda es..., eh..., grande. ¿Cómo lo has puesto sobre el
coche?
—Me llevó un tiempo. Lo icé con unas cuerdas y luego coloqué
el coche debajo. ¿Crees que se notará en la parte que se ha
arrastrado por la carretera?
Theo miró el árbol de un lado a otro y de arriba abajo y se
detuvo en el tubo de escape que asomaba entre las ramas.
—No has comprado esto en ninguna tienda, ¿verdad? —No
estaba seguro de querer saberlo, pero tenía que preguntar.

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—No, hubo un problema con eso. Pero me he ahorrado un
montón de dinero. Mi espadón ha quedado para el arrastre,
pero mira qué hijo de puta. ¡Mira a ese glorioso bastardo!
—¿Lo has cortado con tu espada? —A Theo no le preocupaba
tanto con qué lo había cortado, como de dónde lo había
sacado. Tenía un secreto en el bosque, detrás de la cabaña.
—Claro. No tenemos ninguna sierra de cuya existencia no me
haya enterado, ¿no?
—No. —En realidad sí que la tenían, en el garaje, escondida
detrás de unas latas de pintura. La había escondido cuando
sus momentos «artísticos» se hicieron más frecuentes—. Ese
no es el problema, cielo. Creo que es demasiado grande.
—No—dijo ella, mientras rodeaba el árbol y se colaba entre las
ramas para apagar el motor—. Ahí es donde te equivocas. Mira,
la capilla tiene puertas dobles.
Theo miró. Era cierto que la capilla tenía puertas dobles. Una
solitaria lámpara de mercurio iluminaba el aparcamiento de
gravilla, pero la pequeña capilla blanca era claramente visible,
tras la cual asomaban vagamente las lápidas sombrías del
cementerio donde en los últimos cien años se habían plantado
pinares.
—Y el techo está a diez metros en su parte más alta.
Este árbol apenas llega a los nueve. Lo metemos por la base y
lo enderezamos. Necesitaré tu ayuda, pero, ya sabes, no te
importa.
—¿Ah, no?
Theo se quedó alucinado cuando Molly se abrió la chaqueta y
le mostró sus pechos favoritos hasta la llamativa cicatriz que
surcaba la parte superior del derecho y que parecía una
curiosa ceja morada. Era como aterrizar de repente entre dos
tiernas amigas, ambas un poco pálidas por no haber estado

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expuestas al sol unas criaturas apocadas por el tiempo, pero
con las rosas naricitas alerta, vigorizadas por el frío nocturno.
y tan pronto como aparecieron, la chaqueta se cerró y Theo se
sintió como si le hubieran dado con una puerta en las narices
y lo hubieran dejado solo en el frío de la noche.
—Vale, no me importa —dijo, tratando de ganar algo de tiempo
para que la sangre regresara a su cerebro—. ¿Cómo sabes
cuánto mide el techo de la capilla?
—Por las fotos de la boda. Te saqué de ellas y te utilicé para
medir todo el edifcio. Medía cinco Theos.
—¿Recortaste nuestras fotos de boda?
—Las buenas no. Venga, ayúdame a sacar el árbol del coche. —
Se giró de golpe y la chaqueta describió un abanico tras ella.
—Molly, me gustaría que no salieras así.
—¿Te referes a esto? —Se volvió agarrando las solapas.
Y allí estaban de nuevo, sus amiguitas de las naricitas rosas.
—Ocupémonos del árbol y luego nos lo hacemos en el
cementerio, ¿vale? —Dio un saltito para subrayarlo y Theo
asintió, siguiéndola como una espoleta. Tenía la impresión de
que le estaban manipulando, esclavizándolo gracias a su
debilidad sexual pero no veía por qué iba a ser eso algo malo.
Después de todo, estaba entre amigas.
—Cariño, soy un ofcial de la ley, no puedo...
—Venga, seré mala. —«Mala» sonaba a «deliciosa», lo que
precisamente quería insinuar.
—Molly, después de cinco años juntos, no sé si debemos ser
malos. —Pero, mientras lo decía, Theo caminaba hacia el
enorme espécimen perenne en busca de las cuerdas que lo
aseguraban al Honda.
Cerca, en el cementerio, los muertos, que habían estado
escuchando todo el rato, empezaron a murmurar ansiosamente

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acerca del árbol de Navidad nuevo y la exhibición sexual que
estaba a punto de producirse.
Los muertos lo habían oído todo: niños que lloraban, el chirrido
de ventanas, confesiones, condenas, preguntas que nunca
podrían responder; desafíos de Halloween, borrachos delirantes
que invocaban a los espíritus o sencillamente se disculpaban
por seguir respirando; brujas de pega que salmodiaban a los
espíritus indiferentes, turistas que frotaban las lápidas con
papel y carbón vegetal como si fuesen perros curiosos
rascando para entrar en la tumba. Funerales, confrmaciones,
comuniones, bodas, danzas, infartos, sexo adolescente,
despertares extraños, vandalismo, el Mesías de Haendel, un
nacimiento, un asesinato, ochenta y tres misterios de la pasión,
ochenta y cinco cabalgatas de Navidad, una docena de novias
que ladraban a las lápidas como leonas de mar de Tafetán
mientras sus hombres les daban lo suyo al estilo perrito, una y
otra vez, parejas que necesitaban algo oscuro y con olor a
tierra húmeda para provocar un revulsivo en sus vidas
sexuales. Los muertos lo habían oído todo.
—¡Oh sí, oh sí, oh sí! —gritaba Molly, montada a horcajadas
sobre el ofcial, quien se retorcía en un incómodo lecho de
rosas de plástico unos pocos metros por encima de una
maestra de escuela muerta.
—Siempre se creen que son los primeros. 00000, hagámoslo en
el cementerio —dijo Bess Leander, cuyo marido le había puesto
dedal era en el té de su último desayuno.
—Lo sé, hay tres condones usados sobre mi tumba, solo de
esta semana—dijo Arthur Tannbeau, cultivador de cítricos,
fallecido hacía cinco años.
—¿Cómo lo sabes?
Lo oían todo, pero su visión estaba limitada.

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—El olor.
—Eso es asqueroso —dijo Esther, la maestra de escuela.
Es difícil escandalizar a los muertos. Esther fngió asco.
—¿Qué es todo ese ruido? Estaba durmiendo. —Era Malcolm
Cowleyt el librero, infarto de miocardio mientras leía a
Dickens.
—Theo Crowe, el alguacil, y la loca de su mujer se lo están
montando en la tumba de Esther —dijo Arthur—. Apuesto a que
no se está tomando la medicación.
—¿Cinco años casados y aún hacen estas cosas? —Desde su
muerte, Bess había adoptado una actitud feroz contra toda
relación.
—El sexo posmatrimonial es tan prosaico... —terció Malcolm de
nuevo, siempre tan aburrido con la muerte provinciana de un
pequeño pueblo.
—Un poco de sexo post mórtem, eso sí que me vendría bien —
dijo el difunto Marty por la Mañana, el mejor DJ de la KGOB,
al que habían pegado un tiro, una Víctima pionera de los robos
de automóviles cuando las bandas melenudas dominaban las
ondas—. Fiesta en la tumba, ya me entendéis.
—Escuchadla. Me encantaría deslizarle el hueso dentro —dijo
Jimmy Antalvo, que se había comido un poste a lomos de su
Kawasaki y se había convertido en un eterno joven de
diecinueve años.
—¿Cuál de todos? —crepitó Marty.
—Lo del nuevo árbol de Navidad suena maravilloso —dijo Esther
—. Espero que canten El buen rey Wenceslao este año.
—Si lo hacen —esputó el librero enmohecido—, me retorceré en
mi tumba.
—Tú deseas —dijo Jimmy Antalvo—. Demonios, yo deseo.

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Los muertos no se retorcían en sus tumbas, no se movían, ni
siquiera podían hablar, salvo unos a otros, con voces carentes
de aire. Lo que hacían era dormir, despertarse para escuchar,
charlar un poco, y luego, a la larga, no despertarse más. A
veces les llevaba veinte años, y otras hasta cuarenta, antes de
echarse la larga siesta, pero nadie recordaba haber escuchado
una voz más antigua que eso.
A dos metros por encima, Molly había puntualizado sus
últimos corcoveos orgásmicos con un « ¡voy... a... lavar... tu...
Volvo... cuando... volvamos... a... casa. ¡Sí! ¡Sí! ¡Si!».
Luego profrió un suspiro, cayó hacia delante y acarició con la
nariz el pecho de Theo mientras recuperaba el aliento.
—No entiendo lo que quieres decir con eso —dijo Theo.
—Quiere decir que te vaya lavar el coche.
—Ah, ¿no es un eufemismo, como «lava el viejo Volvo», guiño,
guiño, codazo, codazo?
—No. Es tu recompensa.
Ahora que habían terminado, Theo tenía problemas para
ignorar las fores de plástico que tenía bajo la espalda
desnuda.
—Pensé que esto era mi recompensa. —Hizo un gesto a sus
muslos desnudos, que tenía a ambos lados, los hoyos que había
hecho con sus rodillas en el suelo, su pelo extendido por su
pecho.
Molly se irguió rápidamente y lo miró.
—No, esto era tu recompensa por ayudarme con el árbol de
Navidad. Lavarte el coche es tu recompensa por esto.
—Ah —dijo Theo—. Te quiero.
—Oh, creo que me vaya poner enfermo —dijo una nueva voz de
difunto, proveniente de más allá del bosque.
—¿Quién es el nuevo? —quiso saber Marty por la Mañana.

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La radio del cinturón de Theo, que en ese momento tenía a la
altura de las rodillas, crepitó:
—Alguacil de Pine Cave, responda. ¿Theo?
Theo se sentó de forma extraña y cogió la radio.
—Adelante, te recibo.
—Theo, tenemos un 207 A en el 671 de Worchester. La víctima
está sola y puede que el sospechoso siga por la zona. He
enviado dos unidades, pero están a veinte minutos.
—Puedo estar allí en cinco —dijo Theo.
—El sospechoso es un hombre blanco, 1.80, pelo rubio largo y
viste una gabardina larga negra.
—Recibido, voy de camino. —Theo intentaba subirse los
pantalones con una mano mientras manejaba la radio con la
otra.
Molly ya estaba de pie, desnuda de cintura para abajo,
sosteniendo los vaqueros y las zapatillas en un rollo bajo el
brazo izquierdo. Extendió una mano para ayudar a Theo a
levantarse.
—¿Qué es un 207?
—No estoy seguro —admitió Theo mientras dejaba que ella lo
impulsara hacia arriba—. Puede ser un intento de secuestro o
un intruso armado.
—Tienes fores de plástico pegadas al culo.
—Lo más probable es que sea lo primero, no dijo nada de
disparos.
—No, déjalas, te quedan muy monas.

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5: Una época para hacer nuevos amigos

Theo iba a ochenta por Worchester cuando un hombre de pelo


rubio salió de detrás de un árbol y se interpuso en la calzada.
El Volvo dio un bandazo sobre un tramo de asfalto parcheado,
dio al hombre a la altura de la cadera y lo lanzó por los aires.
Theo pisó a fondo el freno, pero a pesar del chirrido de los
sistemas antibloqueo, el hombre cayó al asfalto y el Volvo le
pasó por encima y produjo una terrible sinfonía de crujidos y
partes de cuerpo trituradas.
Theo miró por el retrovisor cuando el coche se detuvo y vio al
tipo rubio inerte, bañado por las luces rojas de los frenos.
Sacó la radio del cinturón mientras salía del coche de un salto
y se dispuso a pedir auxilio cuando la fgura que yacía en el
suelo empezó a levantarse.
Theo bajó la radio.
—Eh, amigo, no te muevas. Mantén la calma. La ayuda viene de
camino. —Corrió hacia el herido y se detuvo a su lado.
El rubio estaba apoyado sobre las manos y las rodillas.
Theo también pudo comprobar que la cabeza estaba doblada
del revés y el largo pelo le caía sobre el asfalto. La cabeza se
enderezó con un crujido. Se incorporó. Vestía una larga
gabardina negra con capucha. Era el «sospechoso».
Theo empezó a retroceder.
—Quieto ahí, enseguida viene la ayuda. —A medida que
pronunciaba esas palabras, Theo se fue convenciendo de que el
tipo no necesitaba ninguna ayuda.
El pie que apuntaba hacia atrás se enderezó con otra serie de
crujidos escalofriantes. El rubio dedicó una mirada a Theo por
primera vez.
—Ay —dijo.

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—Supongo que eso le ha dolido —dijo Theo. Al menos sus ojos
no lanzaban destellos rojos, ni nada de eso. Theo retrocedió
hasta la puerta abierta del Volvo—. A lo mejor quieres
quedarte tumbado mientras llega la ambulancia. —Por segunda
vez en una misma noche, se arrepintió de no llevar consigo su
pistola.
El rubio extendió un brazo hacia Theo y se percató de que el
dedo gordo estaba en el sitio equivocado. Lo agarró con la
otra mano y lo colocó en su sitio.
—Estoy bien —dijo, con voz monótona.
—¿Sabes?, si esa gabardina se lava ella sola en seco delante de
mis narices, yo mismo te votaré para gobernador —dijo Theo
tratado de ganar tiempo mientras pensaba lo que diría a la
central cuando apretara el botón de la radio.
El rubio se dirigió con calma hacia él. Al principio cojeaba un
poco, pero a cada paso que daba mejoraba más.
—Quieto ahí —advirtió Theo—.Quedas arrestado por un 207A.
—¿Qué es eso? —preguntó el rubio, que ya estaba a unos
pocos metros del Volvo.
Theo ahora estaba relativamente seguro de que un 207 A no
era un atracador armado, pero no estaba seguro de lo que sí
signifcaba, por lo que dijo:
—Asustar a un pobre crío en su propia casa, así que quieto ahí
o te vuelo la tapa de los sesos. —Apuntó al rubio con la antena
de la radio.
Y el rubio se detuvo a pocos pasos. Theo podía ver los
profundos surcos del accidente en el rostro del hombre, pero
no había sangre.
—Eres más alto que yo —dijo el rubio.
Theo calculó que el tipo mediría cerca de 1,85 metros.

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—Pon las manos en el techo del coche —dijo mientras apuntaba
con la antena entre los ojos de un azul imposible.
—No me gusta eso —dijo el rubio.
Theo se agachó deprisa para parecer más bajo que el
Otro por un par de centímetros. —Gracias.
—Las manos sobre el coche...
—¿ Dónde está la iglesia?
—No bromeo, pon las manos sobre el coche, bien separadas. —
La voz de Theo chirrió como si atravesara una segunda
pubertad.
—No. —El rubio le quitó la radio y la hizo trizas—. ¿Dónde está
la iglesia? Necesito ir a la iglesia.
Theo se metió en el coche a toda prisa y salió por el lado
opuesto. Cuando volvió a mirar por encima del coche, comprobó
que el rubio seguía allí, mirándolo como un periquito se
miraría a sí mismo en un espejo.
—¿Qué? —gritó.
—La iglesia.
—Calle arriba hay un bosque. Atraviésalo, a. unos noventa
metros.
—Gracias —dijo el rubio, y se marchó.
Theo volvió a meterse en el Volvo y arrancó el motor. Sí tenía
que atropellar otra vez al tipo, que así fuera. Pero cuando
alzó la vista, ya no había nadie'. De repente lo asaltó la idea
de que Molly podía estar todavía en la vieja capilla.

Su casa olía a eucalipto y a sándalo, y tenía una salamandra


con ventana acristalada que calentaba la habitación con una
luz anaranjada. Habían dejado al murciélago fuera.
—¿Eres poli? —preguntó Lena mientras se separaba de Tucker
Case sobre el sofá. Había superado lo del murciélago. Él se lo

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había explicado, más o menos. Había estado casado con una
mujer de una isla del Pacífco y se había quedado con el
murciélago después de un litigio por la custodia. Esas cosas
pasaban. Ella misma se había hecho con la casa en la que
estaban tras su divorcio de Dale. Aún tenía el jacuzzi con, un
despliegue de fguras eróticas griegas de bronce en el borde.
El trago del divorcio puede ser embarazoso, por lo que no se
puede culpar a alguien por tener una bañera peculiar o un
murciélago como únicos supervivientes del naufragio del barco
del amor, pero no habría estado, mal que le dijera que era un
poli antes de enterrar a su ex e invitarla a cenar.
—No, no, un poli de verdad no. Estoy aquí trabajando para la
DEA. —Tuck se acercó sobre el sofá.
—Así que eres un poli de estupefacientes. —La verdad es que
no parecía un poli. Un golfsta profesional, quizá, con ese pelo
rubio y las arrugas alrededor de los ojos debido a una
excesiva exposición al sol, pero no un poli. Un poli de la tele,
puede, el típico poli malo creído que se lo monta con la fscal
del distrito de turno.
—No, soy piloto. Subcontratan pilotos de helicóptero
independientes para transportar agentes a zonas de cultivo
para que detecten puestos ocultos con infrarrojos. Solo llevo
un par de meses con ellos aquí.
—¿Y después de esos dos meses? —Lena no podía creerse que
le importaba el compromiso con ese tío.
—Me buscaré otro trabajo.
—Así que te marcharás.
—No necesariamente. Podría quedarme.
Lena se acercó a él y le examinó la cara en busca de una
sonrisa afectuosa. El problema era que, desde que lo había

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Maris_Glz
conocido, siempre parecía tener un amago de sonrisa
afectuosa dibujado en el rostro. Era su mejor rasgo.
—¿Por qué te ibas a quedar? —preguntó ella—. Ni siquiera me
conoces.
—Bueno, puede que no sea por ti —sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa. Sabía que se trataba de ella.
—Es por mí, lo sé.
—Sí.
Él se inclinó. Iba a haber un beso, y habría estado bien de no
ser por la horrible noche. Todo habría estado bien si no
hubiesen compartido tanto en tan poco tiempo. Todo habría
estado bien si..., si...
La besó.
Vale, se había equivocado. Todo iba bien. Lo rodeó con los
brazos y le devolvió el beso.
Diez minutos más tarde solo conservaba la camiseta y las
bragas, y había arrinconado a Tucker Case en el sofá de tal
forma que sus orejas estaban hundidas entre cojines y no
pudo oírla cuando se echó hacia atrás diciendo:
—Esto no signifca que nos vayamos a acostar.
—Yo también —dijo Tuck, tirando de ella.
Ella volvió a empujarlo.
—No des por sentado que eso vaya a pasar.
—Creo que tengo una en la cartera —repuso él mientras
intentaba levantar la camiseta por encima de su cabeza.
—Yo no hago estas cosas —se justifcó ella, luchando con la
hebilla del cinturón de Tuck.
—Me hice una prueba física el mes pasado —dijo él mientras
liberaba sus pechos del yugo de algodonosa compresión—.
Estoy limpio como un bebé.
—¡No me estás escuchando!

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Maris_Glz
—Estás preciosa esta noche.
—Hacer esto tan pronto después de... ya sabes, ¿esto me
convierte en una persona mala?
—Claro, puedes llamarla comadreja si quieres.
Y así, con aquella tierna honestidad, esa franca conexión, los
cómplices desterraron sus respectivas soledades, mientras el
aroma de tierra sepulcral se alzaba romántico por la estancia
y se enamoraban... un poco.

A pesar de la preocupación de Theo, Molly no se encontraba


en la vieja capilla, sino recibiendo la visita de un viejo amigo.
No era exactamente un amigo, sino más bien una voz del
pasado.
—Bueno, eso ha sido una locura —dijo—. No puedes sentirte
bien con ello.
—Cierra el pico —dijo Molly—, estoy intentando conducir.
De acuerdo con el DSM—IV, el Manual diagnóstico y
estadístico de desórdenes mentales, tenían que concurrir al
menos dos de los síntomas para considerar algo como un
episodio psicótico, o, como Molly prefería pensar, un momento
«artístico». Pero había una excepción, un único síntoma que
de por sí podía colocarte en la categoría de pirados, y era
«una o varias voces que realicen comentarios acerca de los
quehaceres diarios». Molly la llamaba «el narrador», y hacía
más de cinco años que no la escuchaba, desde que empezara a
medicarse y se comprometiera con Theo. Había sido un trato:
si ella se mantenía bajo medicación, Theo dejaría la suya,
bueno, más concretamente, abandonaría las drogas en general
y la marihuana en particular. Era toda una costumbre suya
hacía veinte años, antes de que se conocieran.

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Maris_Glz
Molly había respetado el acuerdo con Theo; incluso había
perdido la subvención estatal. Un resurgimiento de sus
derechos sobre sus viejas películas había ayudado con los
gastos, pero últimamente el cinturón empezaba a estrecharse.
—Se llama facilitador —dijo el narrador—. El demonio de la
droga y el facilitador de la Nena Guerrera. El facilitador de la
Nena, eso es lo que sois.
—Cállate, no es el demonio de la droga —replicó—, y yo no soy
la Nena Guerrera.
—Se lo hiciste ahí mismo, en el cementerio —dijo el narrador—.
Ese comportamiento no es digno de una mujer cuerda, así es
como actúa Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera.
Molly se encogió ante la mención del nombre de su personaje.
En ocasiones, la Nena Guerrera se había deslizado fuera de la
gran pantalla para adentrarse en su realidad.
—Quería evitar que se diese cuenta de que no estaba al cien
por cien.
—¿Que no estabas al cien por cien? Estabas conduciendo un
árbol de Navidad del tamaño de un Winnebago por la calle.
Estás muy lejos del cien por cien, cariño.
—¿Y tú qué sabrás? Estoy bien.
—Estás hablando conmigo, ¿ verdad?
—Pues ...
—Creo que me he explicado.
Molly había olvidado lo condescendiente que podía llegar a
ser.
Bueno, puede que estuviese teniendo más momentos artísticos
de lo habitual, pero no había roto con la realidad. Y era por
una buena causa. Había arramblado con el dinero que había
ahorrado prescindiendo de la medicación para pagar el regalo
de Navidad de Theo. Lo tenía reservado en la galería del

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Maris_Glz
soplador de cristal: una pipa de agua artesanal dicromática al
estilo Tiffany. Seiscientos pavos, pero a Theo le encantaría.
Había destruido su colección de pipas de cannabis justo
después de conocerse, un símbolo de la ruptura con sus viejas
costumbres, pero ella sabía que lo echaba de menos.
—Sí, claro, va a necesitar esa pipa cuando se dé cuenta deque
la Nena Guerrera lo espera en casa para cenar —dijo el
narrador.
—¡Que te calles! Theo y yo no hemos tenido más que Sun
momento de romance aventurero. Esto no es una crisis.
Se metió en el Brine's para llevarse un pack de seis botellas
de esa cerveza negra y amarga que tanto le gustaba a Theo y
algo de leche para la mañana. El pequeño establecimiento era
todo un milagro del suministro eléctrico, uno de los pocos
lugares del planeta donde se podía adquirir un tinto de
Sonoma, una cuña de brie francés curado, una lata de 10W—30
y un cartón de gusanos. Robert y Jenny Masterson eran los
dueños del pequeño establecimiento desde antes de que Molly
se mudara al pueblo. Robert siempre estaba detrás del
mostrador, alto, con su pelo canoso y su aspecto tímido,
leyendo una revista de ciencias y bebiendo a sorbos una lata
de Pepsi light. Robert le caía bien. Siempre había sido amable
con ella, incluso cuando se la consideraba la loca del pueblo.
—Hola, Robert —le dijo al entrar por la puerta. El lugar olía a
rollos de huevo. Los vendían en la trastienda, donde tenían una
freidora a presión. Pasó rápidamente por delante del
mostrador hacia la nevera de las cervezas.
—Hola, Molly. —Robert alzó la vista, un poco sorprendido—.
Esto, Molly, ¿estás bien?

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Mierda, pensó Molly. ¿Es que sé había olvidado de quitarse las
agujas de pino del pelo? Seguramente tenía un aspecto
desastroso.
—Sí, estoy bien —dijo—. Theo y yo estábamos montando el árbol
de Navidad en la capilla de Santa Rosa. Jenny y tú venís a la
festa, ¿no?
—Por supuesto —dijo Robert con voz un poco forzada. Parecía
esforzarse por no mirarla directamente—. Esto, Molly, tenemos
ciertas normas aquí. —Dio unos golpecitos en el mostrador,
donde había un letrero que ponía: «sin camiseta ni zapatillas,
no hay servicio».
Molly miró hacia abajo
—Oh, Dios, se me ha olvidado.
—No pasa nada.
—Me he dejado las zapatillas en el coche. Me las pondré
enseguida.
—Eso estaría genial, Molly. Gracias.
—De nada.
—Sé que no está en el letrero, Molly, pero cuando salgas quizá
quieras ponerte unos pantalones también. Es algo implícito.
—Claro —dijo Molly mientras pasaba como una exhalación por
el mostrador hacia la puerta, por fn segura de que sí, hacía
más fresco que cuando salió de casa, y sí, allí estaban sus
vaqueros, sobre el asiento del copiloto, al lado de las
zapatillas.
—Te lo dije —dijo el narrador.

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6: El lado positivo; siempre puedes encontrarte
un árbol metido por el trasero

Tras un rato de refexión, el arcángel Raziel pensó que


tampoco le importaba demasiado ser atropellado por un
automóvil sueco. Por muy mal que hubieran ido las cosas, le
gustaban las barras Snickers, las costillas de cerdo a la
barbacoa y el pinacle. También le gustaba Spiderman, Days of
our lives y La guerra de las galaxias (aunque el ángel no
llegaba a comprender el concepto de fcción, y pensaba que
todo eran documentales), pero no había nada mejor que lanzar
lluvia incandescente sobre los egipcios o patear el trasero a
los flisteos con un rayo (a Raziel se le daba bien el clima),
aunque, por lo general, podía prescindir de las misiones a la
Tierra, los humanos y sus máquinas en general y (ahora) los
Volvo station ,Wagon en particular. Los huesos se le habían
soldado bien y las raspaduras de la piel se habían curado a
medida que se acercaba a la capilla, pero bien considerado
todo, preferiría no volver a ver pasar por encima de un Volvo.
Se sacudió la huella de neumático para todos los climas que se
le había quedado en la gabardina y continuaba a lo largo de
su angélico rostro. Al pasarse la lengua por los labios, saboreó
la goma vulcanizada y pensó que no estaría mala con salsa
caliente o quizá virutas de chocolate. La variedad de sabores
en el paraíso es escasa y su anftrión celestial les había
ofrecido un bizcocho blando e insípido durante eones, por lo
que Raziel había asumido la costumbre de saborear las cosas
asquerosas, aunque solo fuera por el contraste. Una vez, en el
siglo III a.c., se había tomado la mejor parte de un cubo de
orina de camello antes de que su amigo, el arcángel Zoe, se lo

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arrancara de las manos y le dijera que, a pesar del buqué
picante, era malo.
No era su primera misión de Natividad. No, de hecho, había
sido el encargado de la primera de todas, pero como se había
entretenido echando una partida de pinacle, llegó con un
retraso de diez años y había anunciado al propio Hijo
prepubescente que encontraría un bebé envuelto en mantillas
en un pesebre. ¿Embarazoso? Pues sí. Y ahora, unos dos mil
años después, estaba con otra misión de Natividad, y ahora
que había encontrado al niño, estaba seguro de que la cosa
iría mucho mejor (por una razón: no había pastores a los que
asustar, y el hecho de que los hubiera en la primera le había
hecho sentirse mal). No, llegada la Nochebuena, la misión
estaría cumplida, se agenciaría un plato de costillas y volvería
al paraíso a toda prisa.
Pero primero tenía que encontrar el lugar para el milagro.

Había dos coches patrulla del sheriff y una ambulancia en el


exterior de la casa de los Barrer cuando Theo llegó.
—Crowe, ¿dónde demonios te habías metido? —aulló el segundo
del sheriff antes de que Theo hubiese tenido tiempo de salir
del Volvo. El adjunto era un mando del segundo turno y se
llamaba Joe Metz. Tenía percha de jugador de fútbol
americano, que potenciaba con pesas y maratones de cerveza.
Theo se las había visto con él docenas de veces a lo largo de
otros tantos años. Su relación había pasado de una leve falta
de aprecio a una abierta falta de respeto, que coincidía con la
relación de Theo con el departamento del sheriff del condado
de San Junípero.
—Vi al sospechoso e inicié la persecución. Lo perdí cerca del
bosque a cosa de kilómetro y medio al este de aquí. —Theo

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decidió que no mencionaría lo que había visto en realidad. Su
credibilidad ya estaba bastante maltrecha en el departamento
del sheriff
—¿Y por qué no has dado parte? Deberíamos tener unidades
por toda la zona. —Lo hice, y tienes unidades por toda la
zona.
—Pues no te oí por la emisora.
—Llamé desde mi móvil. Se me ha roto la radio.
—¿Por qué no se me ha informado?
Theo arqueó las cejas, como si quisiera decir: «quizá porque
eres un capullo sin cuello». Al menos eso era lo que esperaba
que su gesto diera a entender.
Metz miró la radio que llevaba al cinturón y trató de ocultar
que la encendía. De repente, una voz chirrió llamando al
ofcial de turno. Metz apretó el botón del micrófono que
llevaba adosado al hombro del uniforme y se identifcó.
Theo se quedó quieto, tratando de no sonreír mientras la voz
repetía la situación de la que acababan de hablar. A Theo no le
preocupaban las dos unidades que habían mandado al bosque
cercano a la capilla. Estaba seguro de que no encontrarían a
nadie. Quienquiera que fuese el tipo de negro, sabía
desaparecer, y Theo no quería ni imaginar cómo se las
arreglaba para hacerlo. Él había vuelto a la capilla, donde
había visto al rubio moviéndose entre los árboles antes de
desaparecer de nuevo. Había llamado a casa para asegurarse
de que Molly estaba bien. Y así era.
—¿Puedo hablar con el niño? —solicitó Theo.
—Cuando los de la ambulancia hayan terminado —dijo Metz—.
La madre está de camino. Se fue de cena con su novio a San
Junípero. El crío parece estar bien, solo un poco sobresaltado,
algún que otro cardenal en los brazos donde el sospechoso lo

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agarró, pero ninguna otra herida que yo haya visto. El niño no
ha sabido decir qué quería el tipo. No ha sustraído nada.
—¿Tenemos una descripción?
—El niño no deja de darnos nombres de personajes de
videojuegos para que contrastemos. ¿Qué sabemos de Mung—fu
el Vencido?} ¿Qué haces una idea?
—Sí —carraspeó Theo—. Diría que Mung—fu es bastante
correcto.
—No me jodas, Crowe.
—Caucásico, pelo rubio largo, una gabardina que le llega hasta
el suelo, no le vi los zapatos. Que lo transmitan. —Theo seguía
pensando en los profundos hoyos en las mejillas del rubio. Le
dio por pensar en el robot fantasma. Videojuegos, claro.
—Desde la central dicen que va a pie —dijo Metz con un meneo
de cabeza—. ¿Cómo·lo·perdiste?
—El bosque es denso en esa zona.
Metz miró al cinturón de Theo.
—¿Dónde está tu arma, Crowe?
—Me la he dejado en el coche. No quería asustar al crío.
Sin pronunciar palabra, Metz se dirigió al Volvo y abrió la
puerta del copiloto.
—¿Dónde? —preguntó.
—¿Perdón?
—¿ En qué parte de tu coche abierto está el arma?
Theo sintió que los últimos vestigios de su energía se le
escapaban. La confrontación no se le daba bien.
—Está en casa.
Metz sonrió como un barman que acabara de recibir la propina
de su vida.
—¿Sabes? Puede que seas el tipo perfecto para ir tras el
sospechoso, Theo.

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Theo odiaba que los sheriffs lo llamaran por su nombre de
pila.
—¿Y eso por qué, Joseph?·
—El niño ha dicho que puede que el sospechoso sea retrasado.
—No lo pillo —dijo Theo tratando de no sonreír. Metz se alejó
meneando la cabeza. Se subió a. su vehículo y, cuando pasaba
al lado de Theo dando marcha atrás, bajó la ventanilla del
copiloto.
—Escribe un informe, Crowe. También necesitamos enviar una
descripción del tipo a las escuelas locales.
—Están de vacaciones.
—Joder, Crowe, algún día tendrán que volver a clase, ¿no?
—¿Así que no crees que tus muchachos lo cogerán?
Sin decir más, Metz subió la ventanilla y salió escopetado,
como si hubiera recibido una llamada de emergencia.
Theo sonrió mientras se dirigía a la casa. A pesar de lo
emocionante, el horror y la rareza de la noche, de repente se
sentía bien. Molly estaba a salvo, el niño estaba bien, el árbol
de Navidad estaba plantado en la capilla, y no había nada
comparable a joder con éxito a un poli pomposo. Se detuvo en
el escalón más alto y pensó por un instante que quizá, después
de quince años en el cuerpo, debería haber superado ese
particular placer.
Ni de coña.

—¿Has disparado a alguien alguna vez? —preguntó Joshua


Barker. Estaba sentado en un taburete, delante de la mesa de
la cocina. Un hombre de uniforme gris le hacía una revisión
exhaustiva.

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—No, soy paramédico —dijo el paramédico mientras quitaba el
medidor de tensión arterial del brazo de Josh—. Ayudamos a
la gente, no la disparamos.
—¿Alguna vez has puesto el chisme ese de la presión arterial
en el cuello de alguien y lo has hinchado hasta sacarle los ojos
de las· órbitas?
El paramédico miró a Theophilus Crowe, que acababa de entrar
en la cocina de los Barker. Frunció el ceño. Josh dirigió su
atención hacia el desgarbado alguacil y reparó en que tenía
una placa adosada al cinturón pero ninguna pistola.
—¿Has disparado alguna vez a alguien?
—Claro —dijo Theo.
Josh estaba impresionado. Conocía a Theo de vista y su madre
siempre lo saludaba, pero jamás imaginó que de verdad había
hecho ninguna cosa; ninguna cosa guay, en todo caso.
—Ninguno de estos ha disparado a nadie. —Josh hizo un gesto a
los dos ofciales y los dos paramédicos que se agolpaban en la
pequeña cocina, con una mirada que rezumaba un «¡menazas!
», con todo el desdén que sus tiernas facciones de siete años
eran capaces de aunar.
—¿Y has matado a alguien? —le preguntó a Theo.
—Sí.
Josh no sabía por dónde seguir. Si paraba de hacer preguntas,
Theo empezaría con las suyas, como habían hecho los sheriffs,
y estaba harto. El señor rubio le había dicho que no hablara
con nadie. El sheriff le había dicho que el señor rubio ya no le
podía hacerle daño, pero no sabía lo que Josh sabía.
—Tu mamá está de camino —dijo Theo—. Llegará dentro de unos
minutos.
—Lo sé, he hablado con ella.

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—Chicos —dijo Theo a los otros hombres—, ¿puedo hablar con
Josh a solas?
—Ya hemos terminado —dijo el jefe paramédico, y se marchó.
Los dos ofíciales eran jóvenes y estaban deseando que les
mandaran hacer algo, aunque fuese salir de la cocina.
—Estaremos fuera preparando el informe —dijo el último en
salir—. El sargento Metz ordenó que nos quedáramos hasta que
llegase la madre.
—Gracias, chicos —dijo Theo, sorprendido por su simpatía.
Seguro que no llevaban en el departamento el tiempo
sufciente para aprender a mirarlo con desdén por ser el
alguacil de un pueblo, un trabajo arcaico y obsoleto, que diría
la mayoría de los polis de la zona.
Cuando se quedaron solos, se volvió hacia Josh.
—Háblame del hombre que entró aquí.
—Ya se lo dije a los otros policías.
—Lo sé, pero me lo tienes que decir a mí. Dime lo que pasó,
incluso lo más extraño que te hayas guardado.
A Josh no le gustó que Theo pareciera dispuesto a creerse
cualquier cosa. O era un tipo muy agradable o empleaba el
mismo lenguaje para bebés que los demás.
—No pasó nada raro. Ya se lo dije a ellos —negó Josh con la
cabeza, con la esperanza de parecer más convincente—. No me
hizo tocamiento s feos. Sé de esas cosas. Nada de nada.
—No me refero a ese tipo de cosas, Josh. Me refero a cosas
raras que no les has contado porque serían increíbles.
Ahora sí que Josh se quedó mudo. Consideró la posibilidad de
echarse a llorar. Aspiró ruidosamente a modo de prueba para
ver si podía funcionar. Theo lo cogió de la barbilla y le alzó la
cara para que tuviese que mirarlo a los ojos. ¿Por qué hacían

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eso los adultos? Ahora preguntaría algo sobre lo que sería muy
difícil mentir.
—¿Qué estaba haciendo aquí, Josh ?
El niño meneó la cabeza, más que nada para sacudirse la
mano de Theo y escapar de esa mirada detectora de mentiras.
—No lo sé. Simplemente entró, me agarró y se fue.
—¿Por qué se fue?
—No lo sé, no lo sé. Solo soy un niño. Supongo que porque está
loco o algo. O a lo mejor es retrasado. Habla como si lo fuese.
—Lo sé —dijo Theo.
—¿Lo sabes?
—¿Lo sabía?
Theo se acercó.
—Lo he visto, Josh. Hablé con él. Sé que no es un tipo normal.
Josh se sintió como si acabara de respirar hondo por primera
vez desde que saliera de la casa de Sam. No le gustaba
guardar secretos; volver a casa a hurtadillas y mentir acerca
de ello habría sido sufciente, pero contemplar el asesinato de
Papá Noel y luego el señor rubio... Pero Theo ya sabía lo del
señor rubio.
—Entonces..., ¿entonces lo vio resplandecer?
—¿Resplandecer? ¡Mierda! —Theo se incorporó y empezó a
moverse de un lado a otro como si le hubieran dado en la
frente con una bola de pintura—. ¿También resplandecía?
¡Mierda! —Parecía un saltamontes encerrado en un microondas
en marcha. No es que Josh supiera cómo era, porque eso era
cruel y no debía hacerse, pero, ya se sabe, alguien se lo diría
alguna vez.
—Así que resplandecía —repitió Theo, como si intentara
convencerse de ello.

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—No, no quería decir eso. —Josh necesitaba salir de esa. Theo
estaba fipando, y ya había tenido sufcientes fipadas de
adultos por una noche. Pronto llegaría su madre y se
encontraría con un puñado de polis en su casa, y daría
comienzo la madre de todas las fipadas—. Quiero decir que
estaba loco de verdad. Ya sabe; resplandecía de locura.
—Eso no es lo que me has dicho.
—¿Ah, no?
—Resplandecía de verdad, ¿a que sí?
—Bueno, no todo el rato. Solo durante un rato. Luego se limitó a
mirarme.
—¿Por qué se fue, Josh?
—Dijo que ya tenía lo que necesitaba.
—¿Y qué era? ¿Qué se llevó?
—No sé. —A Josh empezaba a preocuparle el alguacil. Parecía
que iba a lanzarse hacia él de un momento a otro—. ¿Está
seguro de que quiere seguir con lo del resplandor, alguacil
Crowe? Quizá me haya equivocado. Soy un niño. Nuestros
testimonios suelen ser poco fables.
—¿Dónde has oído eso?
—En CSI.
—Esos tíos lo saben todo.
—Tienen los chismes más chulos.
—Ya —dijo Theo con melancolía.
—Usted no puede usar chismes de polis tan chulos, ¿verdad?
—No. —Ahora sí que pareció triste.
—Pero ha disparado a un tipo, ¿verdad? —dijo Josh
alegremente para levantarle la moral.
—Era mentira. Lo lamento, Josh. Será mejor que me marche. Tu
mamá vendrá pronto. Díselo todo. Ella se encargará de ti. Los

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ofciales se quedarán contigo hasta que llegue. Nos vemos,
chaval. —Theo se arregló el pelo y salió de la cocina.
Josh no quería decírselo a su madre y tampoco quería que
Theo se marchara.
—Hay algo más —dijo. Theo se volvió.
—Está bien, Josh, me quedo por aquí.
—Alguien ha matado a Papá Noel esta noche —balbuceó Josh.
—La niñez se acaba demasiado pronto, ¿verdad, hijo? —dijo
Theo apoyando la mano sobre el hombro de Josh.
Si Josh hubiera tenido una pistola, le habría pegado un tiro,
pero como era un niño desarmado decidió que, de todos los
adultos, el alguacil mentecato era el único que podría creer lo
que había visto que pasó con Papá Noel.

Los dos ofciales de policía entraron en la casa con la madre


de Josh, Emily Barker. Theo esperó a que abrazara a su hijo
hasta vaciarle los pulmones, luego le aseguró que todo estaba
en orden y salió por patas. Cuando bajaba los peldaños del
porche, vio algo que emitía un brillo amarillento en la rueda
delantera de su Volvo. Se volvió para asegurarse de que
ninguno de los ofciales estaba mirando fuera y se agachó
junto a la rueda. Extendió la mano y sacó una madeja de pelo
rubio que se había quedado adherida a la llanta. Se, la guardó
rápidamente en el bolsillo de la camisa y montó en el coche
sintiendo como si palpitara contra su pecho, como si estuviera
viva.

La Nena Guerrera de Allende la Frontera tuvo que admitir que


estaba impotente sin la medicación y que su vida se había
descontrolado. Molly registró el acontecimiento en el pequeño
libro de Drogadictos Anónimos de Theo.

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—Impotente —se dijo, mientras recordaba el día que los
mutantes la habían encadenado a una roca en la guarida del
monstruo malo en Acero fronterizo: la venganza de Kendra. De
no ser por la intervención de Selkirk, el arrogante pirata de la
arena, sus entrañas seguirían colgando de las estalagmitas de
la cueva.
—Eso pica, ¿eh? —dijo el narrador.
—Cállate, eso nunca ocurrió de verdad.
—¿O sí? Lo recordaba como si hubiese ocurrido.
El narrador era un problema. El problema, a decir verdad. Si
solo hubiese sido un comportamiento un poco errático, podría
haberlo sobrellevado hasta principios de mes y volver a
tomarse la medicación sin que Theo se diese cuenta, pero
entonces apareció el narrador. Sabía que necesitaba ayuda.
Recurrió al libro de Drogadictos Anónimos que había sido el
constante compañero de Theo en la lucha contra sus hábitos
con la droga. Siempre hablaba de trabajar cada paso y decía
que no lo habría conseguido sin ellos. Necesitaba hacer algo
para reforzar la línea, cada vez más difusa, que separaba a
Molly Michon, planifcadora de festas, cocinera de bizcochos,
actriz retirada, de Kendra, asesina de mutantes, rompecabezas
y mujer tentadora.
—«Paso 2» —leyó—. «Convéncete de que hay un poder
trascendental que es capaz de restaurar nuestra cordura». —
Se quedó pensando por un momento y miró por la ventana de
la cabaña que daba a la parte delantera en busca de los faros
del coche de Theo. Esperaba poder pasar por los doce pasos
antes de que llegara a casa.
—Nigoth, el dios gusano, será mi mayor poder —declaró,
mientras cogía el espadón roto de la mesa de café y
amenazaba con él al televisor Sony Wega, que se burlaba de

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Maris_Glz
ella desde el rincón—. En el nombre de Nigoth saldré airosa y
cerniré el infortunio sobre todo mutante o pirata de la arena
que se cruce en mi camino, pues su vida será sacrifcada y sus
cojones sangrientos decorarán el árbol totémico de mi guarida.
—Y los malvados se encogerán de miedo ante la grandeza de
tus lascivos y bien formados muslos —dijo el narrador con un
robusto entusiasmo.
—Ni que decir tiene —añadió Molly—. Vale, paso 3. «Orienta tu
vida hacia Dios mientras que lo intentas comprender».
—Nigoth exige un sacrifcio —gritó el narrador—. ¡Una
extremidad! ¡Córtatela y colócala sobre el llameante cuerno
púrpura del dios gusano mientras aún se retuerce!
Molly agitó la cabeza para quitarse al narrador un poco de
encima.
—Tío —dijo. Molly Seldon llamaba «tío» a todo el mundo. A
Theo se le había pegado en sus patrullas por el parque donde
los muchachos practicaban con el monopatín y ahora lo
empleaba para expresar incredulidad ante un comportamiento
o un alegato. La infexión correcta de la palabra debería sonar
a: « Tíooo, por favor, tienes que estar de broma o alucinando,
o ambas cosas, para sugerir tal cosa». Últimamente, Theo
había practicado con «tío, eso apesta, tronco», pero Molly le
había prohibido su uso fuera de casa, porque no había nada
más ridículo que poner la jerga del hip-hop en boca de un
hombre blanco, cuarentón y tan desgarbado como un ave
marina. «Un albatros de hombre, tronca», solía corregirla
Theo.
Visto el trato que le era propinado, el narrador decidió rebajar
las exigencias.
—¡Entonces un dedo! El dedo cercenado de la Nena Guerrera.
—Ni hablar —dijo Molly.

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—Un mechón de pelo. Nigoth lo exige...
—Había pensado en encender una vela para simbolizar la
recuperación de mi mayor poder. —Y, para ilustrar su
sinceridad, cogió un encendedor de la mesa y encendió una de
las velas aromáticas que guardaba en una bandeja que había
en el centro de la mesa.
—¡Entonces un pañuelo con mocos! —tanteó el narrador.
Pero Molly ya estaba en el paso 4 del manual.
—«Realiza un exhaustivo y valiente inventario moral de ti
mismo». No tengo ni idea de lo que quiere decir esto.
—Que me folle por la oreja un mono araña ciego si lo he
pillado —dijo el narrador.
Molly decidió no hacer caso al narrador. Después de todo, si
los pasos funcionaban como esperaba que lo hicieran, no
tardaría en desaparecer. Hurgó en el pequeño manual azul en
busca de una aclaración.
Tras leer un poco más, parecía que había que hacer una lista
con todos los defectos de su carácter.
—Apunta que estás como una puta cabra —dijo el narrador.
—Ya lo tengo —saltó Molly. Luego se dio cuenta de que el libro
recomendaba hacer una lista de despechos. No estaba muy
segura de lo que debía hacer con ellos, pero en un cuarto de
hora había llenado tres páginas con una amplia variedad de
despechos, incluidos los padres, Hacienda, el álgebra, los
eyaculadores precoces, las buenas amas de llaves, los
automóviles franceses, las maletas italianas, los envoltorios de
CD, los test de inteligencia y el capullo que escribió «cuidado,
el pastel puede estar caliente si se calienta» en los envoltorios
de las pop tarts.

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Hizo una pausa para darse un respiro y se disponía a leer el
paso 5 cuando unos faros cruzaron el patio frontal de la
cabaña. Theo había llegado a casa.
—«Paso 5» —leyó Molly—. «Confesa a tu poder supremo y a
otro ser humano la naturaleza exacta de tus agravios».
Cuando Theo atravesó la entrada, Molly, espadón roto en
mano, agitó la vela de canela dedicada al dios gusano Nigoth y
dijo:
—¡Lo confeso! ¡No pagué impuestos entre 1995 y 2000, he
devorado la carne radiactiva de los mutantes y me cago en tus
muertos por no acuclillarte cuando meas!
—Hola, cariño —dijo Theo.
—Cierra el pico —dijo la Nena Guerrera.
—¿Quiere decir eso que no me vas a lavar el Volvo?
—¡Silencio! Me estoy confesando, ingrato.
—¡Ese es el espíritu! —dijo el narrador.

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7: Se rompe la mañana

Era miércoles por la mañana, tres días antes de Navidad,


cuando Lena Márquez se despertó con un extraño en la cama.
El teléfono estaba sonando y el hombre que tenía al lado
emitía una especie de gemido. Estaba medio cubierto por las
sábanas, pero Lena estaba segura de que estaba desnudo.
—¿Diga? —dijo tras descolgar. Levantó la sábana para echar un
ojo. Sí, sí que estaba desnudo.
—Lena, se espera que haya una tormenta en Nochebuena y
Mavis iba a hacer una barbacoa para la festa de solitarios
pero no va a poder si llueve y anoche discutí con Theo y salí a
dar una vuelta de dos horas y creo que cree que estoy loca y
quizá deberías saber que Dale no volvió a casa anoche y su
nueva, eh..., la otra..., esto..., la mujer con la que vive llamó a
Theo asustadísima y él...
—¿Molly?
—Sí, hola, ¿cómo estás?
Lena miró al reloj de la mesilla y luego al hombre desnudo
otra vez.
—Molly, son las seis y media.
—Gracias, aquí apenas estamos a veinte grados. Puedo ver el
termómetro de fuera.
—¿ Qué te pasa?
—Te lo acabo de decir: se acerca una tormenta. Theo cree que
estoy loca. Dale no aparece.
Tucker Case se volvió. A pesar de estar medio dormido,
parecía listo para la acción.
—¡Mira eso! —pensó Lena, pero se dio cuenta de que lo había
dicho en voz alta.
—¿El qué? —preguntó Molly.

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Tuck abrió los ojos, le sonrió y siguió su mirada hacia abajo.
Tiró de la sábana que ella tenía agarrada y se tapó.
—Eso no es para ti. Tengo que mear.
—Lo siento —dijo Lena mientras se echaba la sábana
rápidamente sobre la cabeza. Hacía tiempo que no había
sentido la necesidad de preocuparse por ello, pero de repente
recordó un artículo en una revista que alertaba sobre no ser
lo primero que un hombre veía por la mañana a menos que se
conocieran desde hacía al menos tres semanas.
—¿Quién está ahí? —preguntó Molly.
Lena asomó un ojo por la sábana y observó a Tucker Case,
que salía de la cama medio inconsciente, totalmente desnudo,
apuntando al baño con el miembro como si de la herramienta
de un zahorí se tratase. Descubrió en ese momento que nunca
es tarde para descubrir nuevas razones para resentirse de los
machos de la especie: estar medio inconsciente engrosaría su
lista.
—Nadie —repuso Lena.
—Lena, no te habrás vuelto a acostar con tu ex, ¿verdad? Dime
que no estás en la cama con Dale.
—No estoy en la cama con Dale. —Entonces, toda la noche
volvió a pasar por su mente y creyó que iba a vomitar. Tucker
Case la había ayudado a olvidar por un momento. Vale, quizá
eso contara como un punto positivo hacia los hombres, pero
volvía a estar ansiosa. Había matado a Dale. Iría a la cárcel.
Pero tenía que fngir que no sabía nada.
—¿Qué has dicho de Dale, Molly?
—¿Entonces con quién estás en la cama?
—Maldita sea, Molly, ¿ qué pasa con Dale? —Esperaba parecer
convincente.

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—No lo sé. Su nueva novia llamó diciendo que no había vuelto a
casa después de la festa de Navidad del Caribú. Pensaba que
debías saberlo, ya sabes, por si resulta que ha pasado algo
malo.
—Seguro que está bien. Lo más probable es que se haya
encontrado con alguna guarrilla en el Cuerno de Caracol y se
la haya camelado con su encanto.
—Puaj —dijo Molly—. Oh, perdón. Mira, Lena, han dicho en las
noticias de esta mañana que se avecina una gran tormenta
desde el Pacífco. Este año nos va a tocar El Niño. Tenemos que
pensar en la comida de la festa, por no hablar de qué
haremos si aparece mucha gente. La capilla es terriblemente
pequeña.
Lena seguía pensando qué hacer con lo de Dale. Quería
decírselo a Molly. Lena había estado ahí un par de veces
cuando Molly había pasado por sus crisis. Sabía lo que era
perder el control de las cosas.
—Mira, Molly, necesito...
—Y me peleé con Theo anoche, Lena. De verdad. No se había
puesto así desde hacía mucho tiempo. Puede que haya jodido
las Navidades.
—No seas tonta, Mol, eso es imposible. Theo lo comprende.
Sabe que estás como una cabra y te quiere de todos modos.
Justo entonces, Tucker Case regresó a la habitación, cogió los
pantalones del suelo y empezó a ponérselos.
—Tengo que ir a dar de comer al murciélago —dijo, sacándose
el extremo de un plátano de la bragueta.
Lena se quitó las sábanas de la cabeza y buscó algo que
decir.
Tuck sonrió burlonamente y sacó del todo el plátano.
—Oh, ¿creías que me alegraba de verte?

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—Eh, yo... Joder.
Tuck se acercó y la besó en una ceja.
—Me alegro de verte —dijo—, pero también tengo que alimentar
al murciélago. Vuelvo enseguida.
Salió de la habitación descalzo y sin camiseta. Vale, puede que
volviera.
—Lena, ¿con quién estás? Dímelo.
Lena se dio cuenta de que aún sostenía el auricular.
—Mira, Molly, te vuelvo a llamar, ¿de acuerdo? Ya
solucionaremos lo del viernes por la noche.
—Pero tengo que modifcar...
—Ya te llamo yo. —Lena colgó y salió de la cama a toda prisa.
Si se apresuraba podría lavarse la cara y ponerse una
mascarilla antes de que Tucker regresara. Zumbó por la
habitación, desnuda, hasta que sintió que alguien la miraba.
Había una ventana grande que daba al bosque, y como su
habitación estaba en el segundo piso; era como despertarse en
una cabaña sobre un árbol, pero sin que nadie pudiera verte.
Se giró de golpe y allí, colgado de un canalón, había un
murciélago de la fruta gigante. Y la estaba mirando; no, no solo
la miraba, le estaba pegando un buen repaso. Cogió la sábana
y se tapó con ella.
—Ve a comerte el plátano —le gritó al murciélago.
Roberto se limitó a lamerse el costillar.

Hubo un tiempo, durante sus años más puritanos, cuando


Theophilus Crowe hubiese dicho sin demasiada reserva que no
le gustaban las sorpresas, que prefería la rutina a la variedad,
lo predecible a lo incierto, lo conocido a lo desconocido. Luego,
hace unos años, mientras trabajaba en el último caso de
asesinato en Pine Cave, conoció a Molly Michon, se enamoró

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de ella, una antigua reina del cine de serie B, y todo cambió.
Había roto una de sus leyes fundamentales: «nunca te
acuestes con alguien que esté más loco que tú». Desde
entonces, vivía prendado de amor.
Tenían ese pequeño acuerdo por el cual, si él dejaba de fumar
hierba, ella seguiría tomando sus antidepresivos y, por
consiguiente, tendría su atención incondicional y él solo
disfrutaría de los aspectos más agradables de la Nena
Guerrera en la que a veces se convertía Molly. Theo aprendió
a disfrutar de su compañía y los ramalazos de rareza que
llevaba a su vida.
Pero la noche anterior había sido demasiado incluso para él.
Había atravesado la puerta queriendo..., no, necesitando,
compartir la extraña historia que acababa de vivir con el tipo
rubio con la única persona que podría creerle sin recriminarle
nada, y ella había escogido ese preciso momento para activar
la modalidad hostil. Eso lo sacó de sus casillas y antes de
regresar a la cabaña esa noche, se había fumado hierba
sufciente como para dejar en coma a un coro de rastafaris.
El bancal que había estado cultivando no era para eso. Ni
hablar. No era como en los viejos tiempos, cuando mantenía su
pequeño edén para uso personal. No, el pequeño bosque de
brotes de dos metros que decoraba el borde de la parcela del
rancho obedecía a una necesidad puramente comercial, aunque
por una buena razón. Por amor.
Con los años, a pesar de que las perspectivas de volver al
mundo del cine se hacían más y más remotas, Molly había
seguido trabajando con su espadón. En ropa interior o vestida
con un sujetador deportivo y los pantalones del chándal, se
plantaba en el claro que había delante de la cabaña y
declaraba «en garde» a un compañero imaginario y empezaba

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a girar, saltar, arremeter, parar, lanzar tajos y estocadas hasta
perder el aliento. Aparte de que el ritual la mantenía en plena
forma, también la hacía feliz, lo que, a su vez, complacía a
Theo hasta límites insondables. Incluso la animó a que se
apuntara a clases de kendo, y resultó que se le daba muy bien
y era capaz de vencer a adversarios que le doblaban en
tamaño.
Indirectamente, esto condujo a que Theo cultivara su hierba
para venderla por primera vez en su vida. Lo había intentado
por otros medios, pero los bancos parecían algo más que
reacios a prestarle casi la mitad de su salario anual para
comprar una espada samurái. Bueno, no era precisamente
samurái, sino más bien japonesa; una antigua espada japonesa
forjada por el maestro armero Hisakuni de Yamashiro, a
fnales del siglo XIII. Sesenta mil capas plegadas de acero
carbonatado de alta calidad, perfectamente equilibrada y
terriblemente aflada a pesar de los ocho siglos transcurridos.
Se trataba de una tashi, una espada de caballería curva, más
larga y más pesada que las katanas tradicionales, utilizada
más tarde por los samuráis para combates en tierra. Molly
apreciaría su peso mientras practicaba, pues sus proporciones
se asemejaban mucho a las del espadón que había heredado
de una carrera cinematográfca fracasada. También apreciaría
que fuese real, y Theo esperaba que viese que esa era su
forma de decirle que amaba cada parte de ella, incluida la
Nena Guerrera (le gustaba rozarse con unas partes de ella
más que con otras). La tashi estaba ahora envuelta en
terciopelo y escondida al fondo de la estantería más alta del
armario de Theo, donde guardaba también su colección de
pipas.

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¿El dinero? Bueno, un antiguo amigo de Theo de los viejos
tiempos, un cultivador reconvertido en mayorista, se mostró
encantado de adelantar el dinero a cambio de su cosecha. Se
suponía que debía ser un arreglo puramente comercial: entrar,
salir y nadie sale malparado. Pero ahora Theo iba al trabajo
fumado por primera vez en años y, después de la mala noche,
le daba en la nariz que ese no iba a ser un buen día.
Entonces llamó la novia/esposa/lo que sea de Dale Pearson y
comenzó el descenso a los infernos.

Theo se echó unas gotas de colirio en los ojos e hizo una


parada para agenciarse un café largo antes de ir a la casa de
Lena Márquez en busca de su ex marido. Aunque, a tenor del
incidente del súper del lunes y una docena más en el pasado,
quedaba claro que su desprecio estaba a un paso de
convertirse en odio, eso no les había impedido quedar de vez
en cuando para tener algo de sexo posconyugal. Theo no
sabría nada de eso de no ser por Molly, que era buena amiga
de Lena, y las mujeres gustan de hablar de estas cosas.
Lena vivía en una bonita casa de dos pisos de estilo artesanal
en medio acre de pinar que lindaba con muchos de los·ranchos
de Pine Cove. Era más de lo que se podría haber permitido
trabajando como gerente de la propiedad, pero entonces
apareció Dale Pearson y se casó con él, y era lo menos que se
merecía por esos cinco años juntos, pensó Theo. Le gustaba el
sonido que hacían sus botas contra el porche mientras se
encaminaba a la puerta y pensó que debería hacerse uno en
su cabaña. Pensó que podían comprarse una campanilla de
viento o un columpio, así como una pequeña estufa para
sentarse durante las tardes frescas. Entonces, al escuchar
pasos que se acercaban por el otro lado de la puerta, cayó·en

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que estaba colocado hasta las cejas. Se darían cuenta de que
lo estaba. Ni todo el colirio ni el café del mundo podían
disimular el hecho de que estaba colocado. Veinte años de
experiencia en lo que a hierba se refere no le iban a ayudar
en ese momento; había perdido el control, estaba fuera de
juego, el ojo del tigre estaba inyectado en sangre.
—Hola, Theo —dijo Lena mientras abría la puerta.
Vestía una sudadera de hombre varias tallas más grande y
unos calcetines rojos. Su larga melena negra, que normalmente
se derramaba sobre su espalda como satén líquido, estaba
recogida y un buen enredo le sobresalía de la oreja. Era un
pelo de haber follado.
Theo se movía en el sitio como si fuese un crío a punto de
pedir a una chica la primera cita.
—Siento molestarte tan temprano, pero me preguntaba si
habrías visto a Dale. Quiero decir desde el lunes.
Pareció que Lena se desvanecía de la puerta, como si
estuviese a punto de desmayarse. Theo estaba seguro de que
era porque sabía que estaba colocado.
—No, Theo. ¿Por qué?
—Bueno, eh..., Betsy ha llamado y ha dicho que Dale no
apareció por casa anoche. —Betsy era la nueva
esposa/novia/loquesea de Dale. Era camarera en el café HP y
se había ganado con los años la fama de tener aventuras con
hombres casados—. Yo solo, eh... —¿Por qué no lo interrumpía?
No quería decir que sabía que Dale y ella se acostaban de vez
en cuando. Se suponía que no lo sabía—. Así que, eh, me
preguntaba si...
—Hola, ¿quién es usted? —preguntó un hombre rubio sin
camiseta que acababa de aparecer detrás de Lena.

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—Oh, gracias a Dios —dijo Theo, respirando profundamente—.
Soy Theo Crowe, alguacil del pueblo. —Miró a Lena para que
hiciera las presentaciones.
—Te presento a Tucker..., eh, Tuck.
No tenía ni idea de cuál era su apellido.
—Tucker Case —dijo Tucker Case. Pasó junto a Lena y extendió
la mano—. Tendría que haberme presentado ante usted antes,
más que nada porque trabajamos en el mismo negocio.
—¿Y qué negocio es el suyo? —Theo nunca había visto su
trabajo como un negocio, pero, por lo visto, ahora sí que lo era.
—Piloto helicópteros para la DEA —dijo Tucker Case—. Ya sabe,
vuelos con infrarrojos para localizar cultivos y demás.
¡Dejen espacio! ¡Se le ha parado el corazón! ¡Código azul!
¡Quinientos miligramos de epinefrina, inyección directa al
pericardio, ya! ¡ Está fbrilando!
—Es un placer —dijo Theo, con la esperanza de que su fallo
cardíaco no se notara—. Lamento haberos molestado. Ya me
marcho. —Se soltó de la mano de Tuck y se alejó pensando, no
camines como si estuvieses colocado, no camines como si
estuvieses colocado... Por el amor de Dios, ¿cómo has podido
hacerla todos estos años?
—Eh, alguacil —llamó Tuck—. ¿Cómo es que se ha pasado por
aquí? ¡Ay!
Theo se volvió. Lena acababa de darle al piloto un puñetazo en
el brazo, y era evidente que con fuerza (el hombre se lo
estaba masajeando).
—Pues por nada. Por un tipo que no se presentó en casa
anoche y pensé que quizá Lena tendría una idea de dónde ha
ido. —Theo trataba de alejarse de la casa, pero se detuvo al
recordar que quizá tropezaría con las escaleras del porche.
¿Cómo le explicaría eso a la DEA?

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—¿Anoche? No se considera a alguien desaparecido hasta que
han pasado..., ¿cuánto, veinticuatro horas? ¿Cuarenta y ocho?
¡Ay! ¡Joder, eso no es necesario! —Tucker Case se frotó el
hombro donde Lena había vuelto a pegarle.
Theo pensó que quizá maltrataba a los hombres. Lena miró a
Theo y sonrió, como si se sintiera abochornada por el
puñetazo.
—Theo, Molly me llamó esta mañana y me contó lo de Dale. Ya
le dije que no lo había visto. ¿Es que no te lo ha contado?
—Claro, claro, me lo dijo. Yo solo..., ya sabes, pensé que a lo
mejor se te ocurría alguna cosa. Quiero decir que tu amigo
tiene razón, en realidad no podemos considerarlo como
desaparecido ofcialmente hasta que pasen otras doce horas
más o menos. Pero, ya sabes, es un pueblo pequeño y mi
trabajo...
—Gracias, Theo —dijo Lena saludándole con la mano a pesar de
que estaba a pocos metros y no se movía. El piloto también
saludaba con la mano, sonriente. A Theo no le hacía gracia
interrumpir a dos nuevos amantes que acababan de acostarse,
especialmente cuando las cosas no iban muy bien en su propia
vida. Parecían condescendientes aunque no quisieran serlo.
Vio que algo oscuro colgaba del techo del porche, justo donde
estaría la campanilla de viento en su cabaña y la de Molly de
no haber sacrifcado la seguridad de ambos por volver al
inferno de la hierba. No podía ser lo que parecía.
—Vaya, eso es, eh... , parece ...
—Un murciélago —dijo Lena.
Me cago en la leche, pensó Theo, esa cosa es enorme.
—Un murciélago —dijo—. Claro. Por supuesto.
—Un murciélago de la fruta —matizó Tucker Case—. De
Micronesia.

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—Ah, ya veo —dijo Theo. Micronesia, ese sitio no existía. El
rubio le estaba tomando el pelo—. Bueno, pues ya nos veremos.
—Nos vemos en la festa del viernes —dijo Lena—. Díselo a
Molly.
—Vale —asintió Theo mientras se metía en el Volvo.
Cerró la puerta del coche. Los otros se metieron en casa.
Theo dejó caer la cabeza sobre el volante.
Lo saben, pensó.

—Lo sabe —dijo Lena, apretándose contra la puerta una vez


cerrada.
—No lo sabe.
—Es más listo de lo que parece. Lo sabe.
—No lo sabe. Y no parece idiota, más bien parecía fumado.
—No, no estaba fumado, estaba sospechando.
—¿No crees que si estuviese sospechando te habría preguntado
dónde estuviste anoche?
—Bueno, eso era evidente contigo por ahí sin camiseta y yo con
esta pinta tan... tan... Ya sabes.
—¿Satisfecha?
—No, iba a decir «desarreglada». —Le pegó en el hombro—. Por
Dios, vístete.
—¡Ay! Eso ha estado completamente fuera de lugar.
—Tengo un problema —dijo Lena—. Al menos podrías mostrarme
algo de apoyo.
—¿Apoyo? Te ayudé a esconder el cuerpo. En algunos países
eso implica compromiso.
Ella amagó con darle otro puñetazo, pero se contuvo, aunque
dejó el puño en el aire por si acaso.
—¿De verdad no crees que estaba sospechando?

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—Ni siquiera te preguntó por qué tenías un murciélago de la
fruta gigante colgando de tu porche. Parece un tipo distraído.
Estaba deseando irse.
—¿Y por qué tengo un murciélago de la fruta colgando de mi
porche?
—Viene con el paquete. —Sonrió y se alejó.
Lena se sintió como una idiota, ahí de pie con el puño alzado.
Y apagada. Densa, tonta, elemental, todo lo que pensaba que
solo les pasaba a otras personas. Siguió a Tuck al dormitorio,
donde se estaba poniendo la camiseta.
—Siento haberte pegado.
—Tienes tendencias agresivas —dijo él mientras se masajeaba
el hombro dolorido—. ¿Debería esconder tu pala?
—Eso que has dicho es horrible. —Casi volvió a pegarle, pero,
en lugar de ello, tratando de parecer más sofsticada y menos
amenazadora, lo abrazó—. Fue un accidente.
—Suéltame, tengo que ir a localizar a los malos con el
helicóptero —le dijo, con una palmadita en el trasero.
—Te llevarás a ese murciélago contigo, ¿verdad?
—¿No te apetece quedártelo?
—No quiero ofender, pero me da un poco de asco.
—No tienes ni idea —dijo Tuck.

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8: Despecho de Navidad

Perdón navideño. Puedes perder el contacto con un amigo, no


devolver las llamadas, pasar de los correos electrónicos,
olvidarte de los cumpleaños, los aniversarios y las reuniones,
pero si te presentas en su casa (con un regalo), la norma
social establece que te tiene que perdonar; tiene que actuar
como si no hubiese pasado nada. El decoro dicta que la
amistad medra desde ese punto sin cabida para la culpa ni la
recriminación. Si empezaste una partida de ajedrez hace diez
años, en el mes de octubre, solo tienes que recordar a quién
le toca mover (o por qué vendiste el juego de ajedrez y te
compraste una Xbox durante el tiempo transcurrido). Mira, el
perdón navideño es algo maravilloso, pero no es un
desplazamiento dimensional. Las leyes del espacio y el tiempo
siguen aplicándose por mucho que hayas intentado esquivar a
tus amigos. Pero no trates de emplear la expansión del
universo a modo de excusa, como decir que tenías la intención
de pasarte, pero que la casa te pillaba cada vez más lejos. Esa
mierda no sirve. Limítate a decir «siento no haberte llamado.
Feliz Navidad», y enseña el regalo. El protocolo del perdón
navideño dicta, a su vez, que tu amigo responda «no pasa
nada», y te deje pasar sin más comentarios. Así es como
siempre se ha hecho.
—¿Dónde coño te habías metido? —dijo Gabe Fenton cuando
abrió la puerta y se encontró a su viejo amigo Theophilus
Crowe de pie en el umbral con un regalo en la mano. Gabe
tenía 45 años, era bajito y fbroso, no se afeitaba, lucía una
incipiente calvicie e iba vestido con una ropa con la que
parecía haber dormido durante una semana.

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—Feliz Navidad, Gabe —dijo Theo mientras extendía el regalo
con un enorme lazo rojo encima y movía la caja hacia delante
y hacia atrás como si quisiera decir «eh, tengo un regalo, no
deberías darme la tabarra por no haberte llamado durante
años».
—Muy bonito —dijo Gabe—.·Pero podrías haber llamado.
—Lo siento. Quería hacerlo, pero estabas con lo de Val y no
quise interrumpir.
—Me dejó, ¿lo sabías? —Gabe se había estado viendo con
Valerie Riordan, la única psiquiatra del pueblo, durante varios
años, aunque no durante el último mes.
—Sí, algo he oído. —Theo había oído que Val quería a alguien
un poco más implicado en la cultura humana que Gabe.
Gabe era biólogo conductista de campo y se dedicaba al
estudio de roedores salvajes o mamíferos marinos,
dependiendo de quién le fnanciara. Vivía en una pequeña
cabaña de propiedad federal junto al faro con Skinner, su
labrador negro de cincuenta kilos.
—¿Lo sabías? ¿Y no me llamaste?
Era casi mediodía, y el colocón de Theo casi se había
evaporado, pero aún estaba un poco ido. Se suponía que los
chicos no se quejaban de la falta de apoyo de un amigo, a
menos que ese apoyo se requiriera en una pelea de bar o para
ayudar a mover cosas pesadas. Ese comportamiento no era
normal. Puede que Gabe sí que necesitara pasar más tiempo
entre otros seres humanos.
—Mira, Gabe, te he traído un regalo —dijo Theo. Mira cómo se
alegra Skinner de verme.
Ciertamente, Skinner estaba contento de ver a Theo. Se había
echado encima de Gabe para poder ver a Theo en el umbral y
meneaba la gruesa cola sobre la puerta abierta como un

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tambor de guerra en forma de salchicha. Asociaba a Theo con
hamburguesas y pizza y hubo un tiempo en el que lo había
conceptuado como el tipo de la comida de emergencia (Gabe
era el tipo de la comida habitual).
—Bueno, supongo que querrás pasar —dijo Gabe.
El biólogo se apartó y dejó que Theo entrara. Skinner le
saludó metiendo su hocico en la entrepierna de Theo.
—Estoy trabajando, así que hay un poco de desorden. ¿Un poco
de desorden? Toda una subestimación, algo así como decir que
la marcha de la muerte de Batán era un paseo por el campo.
Parecía como si alguien hubiese metido los pertrechos de
Gabe en un cañón y los hubiese disparado a la habitación a
través de una pared. La ropa sucia y los platos sin fregar lo
cubrían todo a excepción de la mesa de trabajo de Gabe, la
cual, salvo por las ratas, estaba inmaculada.
—Bonitas ratas —dijo Theo—. ¿Qué haces con ellas?
—Las estudio.
Gabe se sentó enfrente de una serie de acuarios de veinte
litros que formaban una estrella alrededor de un tanque
central y estaban unidos entre sí mediante tubos
transparentes. Cada rata tenía un disco plateado del tamaño de
un cuarto de dólar pegado al lomo.
Theo miró cómo Gabe abría la puerta y una de las ratas
corría al tanque central y trataba de montar de inmediato a su
ocupante. Gabe cogió un pequeño control remoto y apretó el
botón. La rata agresora casi dio un salto hacia atrás en su
retirada.
—¡Ajá! Eso le enseñará —exclamó Gabe—. La hembra de la
jaula central está en celo.

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La otra rata regresó con indecisión, olisqueando el ambiente, y
trató de montar a la hembra de nuevo. Gabe apretó el botón y
la rata macho salió despedida lejos de la hembra.
—¡Ja! ¡¿Lo pillas ahora?! —dijo Gabe con tono maníaco. Apartó
la mirada de las jaulas para toparse con Theo—. Tienen
electrodos en los testículos. Los discos plateados son baterías
y receptores remotos. Cada vez que esos pequeños cabrones
se ponen cachondos, les meto cincuenta voltios.
La rata volvió a intentarlo y Gabe apretó el botón una vez
más. El animal fue tambaleándose hasta el rincón de la jaula.
—¡Maldito idiota! —chilló Gabe—. ¡No creas que aprenden. Ya
les podré dar doce calambrazos hoy, que cuando les abra la
jaula mañana intentarán montarla otra vez. ¿Ves? ¿Ves cómo
somos?
—¿Somos?
—Nosotros. Los hombres. ¿ Ves cómo somos? Sabemos que solo
nos aguarda el dolor, pero no dejamos de intentarlo.
Gabe siempre había sido tan tranquilo, tan calmado, tan
profesionalmente desapegado, científcamente obsesionado, tan
seguro en su ridiculez de empollón... Theo tenía la sensación
de estar hablando con una persona completamente distinta,
como si alguien hubiera arrancado el intelecto y hubiese
dejado atrás solamente los nervios.
—Eh, Gabe, no estoy·seguro de que debamos equipararnos con
roedores. Quiero decir que...
—Oh, claro. Eso es lo que dices ahora. Pero un día me llamarás
y me dirás que tenía razón. Pasará algo y llamarás. Te
destrozará el corazón y tú acabarás la destrucción que ella
empiece. ¿No tengo razón? ¿Es que no la tengo?
—Eh, yo... —Theo pensaba en el polvo del cementerio seguido
por la pelea que había tenido con Molly la noche anterior.

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—Bien, cambiaré la asociación. Mira esto. —Gabe se echó sobre
la estantería, tiró a un lado un montón de revistas
profesionales y cuadernos hasta que encontró lo que buscaba
—. Mira. Mírala. —Sostenía un catálogo reciente de Victoria's
Secret. La modelo de portada llevaba unas prendas
especialmente inadecuadas si lo que quería era disimular su
atractivo. Parecía que no podía estar más satisfecha con ese
hecho.
—Preciosa,·¿verdad? —dijo Gabe, mientras se metía la mano en
el bolsillo y sacaba un dispositivo de control remoto parecido
al de las ratas—. Preciosa —repitió, y apretó el botón.
La espalda del biólogo se arqueó y de repente pareció treinta
centímetros más alto, mientras todos los músculos de la
espalda parecían fexionarse a la vez. Tuvo un par de
convulsiones y luego cayó al suelo con el catálogo aún en la
mano.
Skinner empezó a ladrar. «No te mueras, tipo de la comida,
tengo el cuenco en el porche y no puedo abrir la puerta yo
solo», parecía estar diciendo. Siempre era lo mismo. Siempre se
alegraba de que al fnal el tipo de la comida no estuviese
muerto de verdad, pero sus convulsiones lo ponían nervioso.
Theo corrió en auxilio de su amigo. Los ojos de Gabe estaban
echados hacia atrás e hizo un par de tirones bruscos antes de
respirar profundamente y mirar a Theo a los ojos.
—¿Ves? Se cambia la asociación. Antes de que pase demasiado
tiempo, tendré la misma reacción sin electrodos pegados al
escroto.
—¿Estás bien?
—Oh, sí. Lo conseguiré, estoy seguro; Todavía no ha funcionado
con las ratas, pero espero que lo haga antes de que mueran.
—¿Eso puede matarlas?

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—Bueno, tiene que hacer daño o, si no, no aprenderán nunca. —
Gabe recuperó su control remoto y Theo se lo quitó de las
manos.
—¡Ya basta!
—Tengo otro conjunto de electrodos con receptor. ¿Quieres
probarlo? Me muero por hacer una prueba de campo. Podrías
ir a un bar de tías desnudas.
Theo ayudó a Gabe a levantarse y lo sentó sobre una silla
lejos de la mesa.
—Gabe, has perdido el control. Lamento no haberte llamado.
—Sé que has estado ocupado. No pasa nada.
Genial, ahora tiene la reacción adecuada de perdón navideño,
pensó Theo.
—Esas ratas, los electrodos y todo eso... es un error. Al fnal
acabarás formando equipo con un puñado de misóginos
paranoicos o con una pila de cadáveres.
—Haces que suene como si fuese malo.
—Te han roto el corazón. Se curará.
—Ella me dijo que era aburrido.
—Ella debería ver esto. —Theo hizo un gesto hacia la
habitación.
—No le interesaba mi trabajo.
—Vuestra relación tenía solera. Cinco años. Quizá había llegado
el momento. Tú mismo me dijiste que los hombres no estaban
hechos para la monogamia.
—Sí, pero cuando dije eso tenía novia.
—¿Entonces no es verdad?
—No, es verdad, pero no era algo que me preocupara cuando
tenía novia. Ahora sé que estoy programado biológicamente
para diseminar mi semilla a diestro y siniestro, por todas las
hembras que pueda, una serie de tórridos apareamientos sin

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sentido cuyo único fn es encontrar a la siguiente hembra
fértil. Mis genes exigen una herencia y no sé por dónde
empezar.
—Quizá quieras pegarte una ducha antes de repartir tu
semilla.
—¿Crees que no lo sé? Por eso mismo intento reprogramar mis
impulsos. Tengo que domesticar mi animosidad.
—¿Porque no quieres ducharte?
—No, porque no sé cómo abordar a las mujeres. Sabía hablar
con Val.
—Val era una profesional.
—No lo era. Nunca usó ninguno de sus trucos.
—Una escuchadora, Gabe. Era una escuchadora profesional,
una psiquiatra.
—Ah, vale. ¿Crees que debería empezar con una o varias
prostitutas?
—¿Para remendar un corazón roto? Sí, estoy seguro de que eso
funcionará tan bien como los electrodos en tu escroto, pero
antes necesito que me hagas un favor. —Theo pensaba que, a
lo mejor, solo a lo mejor, un esfuerzo alejado de toda esa
ridiculez ayudaría a traer de vuelta a su amigo del borde del
precipicio. Hurgó en él bolsillo de su camisa y sacó el mechón
de pelo rubio que sé había quedado adherido al tapacubos—.
Necesito que le eches un ojo a esto y me digas qué es.
Gabe sostuvo el mechón y lo miró.
—¿Es una prueba criminal?
—Algo así.
—¿De dónde lo has sacado? ¿Qué necesitas saber?
—Dime todo lo que puedas antes de que yo te diga nada,
¿vale?
—Bueno, pues parece rubio.

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—Gracias, Gabe... Pensé que quizá podrías mirarlo con un
microscopio o algo.
—¿Es que el condado no tiene laboratorios para eso?
—Sí, pero no lo puedo llevar allí. Hay ciertas circunstancias...
—¿Como cuáles?
—Como que pensarán que estoy fumado o loco, o ambas cosas.
Mira el pelo —dijo Theo—. Dime algo y yo te diré algo.
—Vale, pero yo no tengo todos esos chismes chulos de CSI.
—Sí, pero los chicos del laboratorio no tienen baterías pegadas
a las gónadas. En eso los superas.

Diez minutos más tarde, Gabe alzó la vista del microscopio.


—Pues no es humano —dijo.
—¿Cómo?
—De hecho no parece pelo.
—¿Entonces qué es?
—Bueno, parece tener muchas de las características de la fbra
óptica.
—¿Así que es artifcial?
—No vayas tan deprisa. Tiene raíz y lo que parece ser una
cutícula, pero no se parece a la queratina. Debería hacer una
prueba proteínica. Si es artifcial, no hay rastros del proceso.
Más que fabricado, parece cultivado. Ya sabes que el pelaje
del oso polar tiene cualidades de la fbra óptica y canaliza la
energía lumínica por la piel negra para calentar el cuerpo.
—¿Entonces es pelo de oso polar?
—No tan deprisa.
—Maldita sea, Gabe, ¿de dónde demonios viene?
—Dímelo tú.
—Entre nosotros, ¿ vale? Que esto no salga de esta cabaña
hasta que podamos confrmarlo, ¿vale?

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—Por supuesto. ¿Estás bien, Theo?
—¿Que si estoy bien? ¿ Me estás preguntando si yo
estoy·bien?
—¿Todo bien entre tú y Molly? ¿El trabajo? No estarás
fumando hierba otra vez; ¿verdad?
—¿Decías que tenías otro juego de electrodos de esos? —dijo
Theo con un meneo de cabeza.
A Gabe la mirada se le iluminó de repente.
—Tendrás que afeitarte una parte. ¿Te importa que abra mi
regalo mientras estás en el baño? Puedes usar mi cuchilla.
—No. Adelante, abre tu· regalo. Tengo que contarte un par de
cosas.
—¡Caramba! Un picador para ensaladas. Muchas gracias, Theo.

—Se ha llevado el picador para ensaladas —dijo Molly.


—Vaya, ¿era importante para él ?—preguntó Lena.
—Era un regalo de bodas.
—Lo sé, te lo regalé yo. A Dale y a mí nos regalaron lo mismo.
—Toda una tradición. —Molly estaba inconsolable.
Se bebió la mitad de su Coca-Cola light de un trago y golpeó
el vaso de Budweiser sobre la barra como· si fuese un pirata
jurando sobre una jarra de grog—. ¡Bastardo!
Era miércoles por la tarde, y estaban en el Cuerno de Caracol
para coordinar los cambios en el menú de la festa. La primera
reacción de Lena a la llamada de socorro de Molly fue darle
largas y quedarse en casa, pero cuando estaba montando una
excusa se dio cuenta de que quedarse en casa equivaldría a
obsesionarse alternativamente con que la atraparan por el
asesinato de Dale o que ese peculiar piloto de helicóptero le
rompiera el corazón. Pensó que ver a Molly y Mavis en el
Cuerno sería una buena idea. De paso, podría averiguar a

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través de Molly si Theo sospechaba algo acerca de la
desaparición de Dale. Sí, ya, era imposible con Molly
obsesionada con la desaparición del propio Theo y con lo que
quiera que hubiese hecho. Lo único que ella había entendido
era que Theo se acababa de llevar un picador para ensaladas
al trabajo. Se supone que hay que identifcarse con los
problemas de los amigos, pero no dejaban de ser eso, los
problemas de los amigos, y las amigas de Lena, Molly en
particular, eran un poco excéntricas.
El bar estaba abarrotado de solitarios veinteañeros y
treintañeros. Se podía sentir una energía desesperada que
chisporroteaba por cada rincón de la oscura sala, como si la
soledad fuese el polo negativo y el sexo el positivo, y alguien
estuviese frotando sendos alambres sobre un cubo de gasolina.
Era ese el desenlace del ciclo del despecho de Navidad que dio
comienzo cuando los hombres jóvenes, carentes de mayores
motivaciones para generar un cambio en sus vidas, rompían con
la novia de turno para evitar tener que comprarle un regalo de
Navidad. Las turbadas mujeres se enfurruñaban durante unos
días, comían helado y evitaban llamar a la familia, pero
entonces, cuando la idea de una Navidad y un Año Nuevo en
soledad alargaba su sombra, decidían apiñarse en el Cuerno en
busca de un compañero, virtualmente cualquiera, con el que
pasar las festas. Al frentes. toda máquina y olvídate de los
regalos. Para exhibir su nueva libertad, los solitarios de Pine
Cave bajaban al Cuerno y se aprovechaban de los afectos de
mujeres despechadas envueltos en un juego sexual rural
alrededor de unas sillas al son de Deck the Halls, donde todo
el mundo tenía la esperanza de deslizarse ebrio sobre alguien
más cómodo antes de que sonara la última nota.

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Puede que una burbuja rodeara a Lena y Molly, porque era
evidente que no participaban en el juego. Si bien ambas
contaban con atractivo más que sufciente para atraer la
atención de los más jóvenes, sobre sus hombros estaba la
mística de la experiencia, el mensaje de haber estado ahí y
haber seguido adelante, en defnitiva, el nometoquesloshuevos.
En palabras llanas, asustaban a todos menos a los más
borrachos, y el hecho de que solo bebieran Coca-Cola light
acojonaba incluso a los borrachos. A pesar de su propia
angustia, Molly y Lena habían acabado con los dragones de
sus propias desesperaciones festivas, flosofía con la que en su
día había empezado la festa de Navidad para solitarios. Ahora
se asomaban a nuevas ansiedades individuales.
—Unas buenas hamburguesas —dijo Mavis mientras dejaba
escapar una gran nube de humo bajo en alquitrán para
subrayar sus palabras y esta se enroscaba en Lena y Molly.
Hacía años que estaba prohibido fumar en los bares de
California, pero Mavis pasaba tanto de la ley como de las
autoridades, a saber, Theophilus Crowe, y seguía fumando—.
¿A quién no le gusta un buen trozo de carne entre panes?
—Mavis, es Navidad —dijo Lena. Hasta este día, Mavis no había
hecho más que sugerir primeros platos a base de sopas o
salsas. Lena sospechaba que Mavis se había cambiado la
dentadura y por eso abogaba por ese tipo de festín.
—Entonces con pepinillos. Salsa de tomate y pepinillos, ya
tenemos los colores de la Navidad.
—Quería decir que si no deberíamos hacer algo de más calidad
por Navidad, no solo hamburguesas.
—A cinco pavos por cabeza, ya le dije que la barbacoa era la
única forma de darles de comer. —Mavis se echó hacia delante
y miró a Molly, que gruñía con malevolencia a sus cubitos de

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hielo—. Pero todo el mundo cree que va a llover. Como si fuese
a llover en diciembre.
Molly alzó la mirada, gruñó por lo bajo, luego la desvió hacia
el televisor que había detrás de Mavis y señaló. El volumen
estaba bajado, pero había un mapa meteorológico de
California. A unos mil kilómetros de la costa había una gran
masa coloreada que se desplazaba fotograma a fotograma de
tal forma que parecía que una enorme ameba en Technicolor
fuera a tragarse la zona de la bahía.
—No es nada —dijo Mavis—. Ni siquiera le pondrán nombre. Si
esa cosa hubiese estado sobre las Bermudas le habrían dado
un nombre hace dos días. ¿Sabéis por qué? Porque aquí no
llegan al interior. Esa zorra se volverá otros mil kilómetros
hasta la isla Anacapa y se dará un garbeo por el Yucatán. Y
mientras, nosotras no podremos lavar nuestros coches por
culpa de la sequía.
—La lluvia al menos detendría algunos ataques de los piratas
de la arena —dijo Molly masticando un cubito de hielo.
—¿Eh? —dijo Lena.
—¿Qué coño has dicho? —Mavis se ajustó el pinganillo.
—Nada —dijo Molly—: ¿Y qué os parece la lasaña? Ya sabéis, un
poco de pan de ajo y algo de ensalada.
—Sí, seguramente podamos hacer eso por cinco pavos la
cabeza si no utilizamos ni salsa ni queso —dijo Mavis.
—La lasaña no parece muy navideña que digamos —apuntó
Lena.
—Podríamos ponerla en cazuelas de Papá Noel —sugirió Molly.
—¡No! —saltó Lena—. Nada de Papá Noeles. Podemos hace un
muñeco de nieve o algo así, pero ni un puto Papá Noel.
Mavis dio una palmaditas en la mano de Lena.

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—Papá Noel nos lo hizo pasar mal a muchas cuando éramos
crías, cielo. Cuando te empieza a crecer el bigote se supone
que ya deberías haberlo superado.
—No me está creciendo el bigote.
—¿Te lo depilas a la cera? No se te nota nada —dijo Molly
tratando de parecer comprensiva.
—Que no tengo bigote —insistió Lena.
—Pues mira a las pobres mexicanas o rumanas, que tienen que
empezar a afeitarse a los doce —dijo Mavis.
Lena aprovechó el momento para plantar los codos sobre la
barra, cogerse el pelo con ambas manos, y empezar a tirar
suave y sostenidamente de él para articular su argumento.
—¿Qué? —preguntó Mavis.
—¿Qué? —preguntó Molly.
Se produjo un embarazoso silencio entre las tres. Solo se
escuchaba el rumor de la jukebox del fondo y la gente que se
contaba mentiras. Desviaron la mirada para no tener que
hablar y luego Ela clavaron en la puerta cuando Vance
McNally, el jefe de ambulancias de Pine Cove, entró y lanzó
un largo y atronador eructo.
Vance era un cincuentón al que le gustaba pensar de sí mismo
que era un seductor y un héroe, cuando lo cierto es que era
un poco imbécil. Había conducido una ambulancia más de
veinte años y nada le producía más placer que ser el portador
de malas noticias. Esa era la medida de su importancia.
—¿Sabíais que la patrulla de carreteras ha encontrado la
furgoneta de Dale Pearson aparcada en el Gran Sur cerca de
Lime Kiln Rock? Al parecer estaba pescando y se cayó al
agua. Sí, con las olas que vendrán con esa tormenta no
encontrarán el cuerpo nunca. Theo está allí investigando.
Lena se derrumbó en su taburete y volvió a erguirse.

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Estaba segura de que todos los que había en el bar, todos los
lugareños en todo caso, tenían la vista clavada en ella a la
espera de una reacción. Dejó que su larga melena se le
derramara ante la cara para esconderse.
—Entonces lasaña —dijo Mavis.
—Pero nada de cazuelas de Papá Noel —restalló Lena, sin salir
de su escondite.
Mavis quitó los vasos de plástico de la barra.
—En circunstancias normales, os cortaría aquí, pero tal como
están las cosas, creo que las dos necesitáis empezar a beber
de verdad.

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9: Los chicos de pueblo tienen sus momentos

El jueves por la mañana se hizo ofcial: Pearson, el malvado


constructor, había desaparecido. Theo Crowe estaba
examinando la gran furgoneta roja que estaba aparcada al
borde del agitado Pacífco ala altura de Lime Kiln Rock, en el
Gran Sur, no muy lejos de Pine Cove. Allí era donde se rodaba
la mitad de los anuncios de coches. Todo, desde las
minifurgonetas hasta los coches de lujo alemanes, se flmaba
alrededor de los acantilados del Gran Sur, como si lo único que
hubiese que hacer fuera frmar los papeles y el resto de·tu
vida fuese un camino abierto de olas espumosas contra
rompeolas majestuosos, sin otra cosa que ocio y prosperidad a
la vuelta de la esquina. La gran furgoneta roja de Dale
Pearson transmitía despreocupación y prosperidad, aparcada
junto al océano, a pesar de la costra de sal que se estaba
formando encima y la apariencia de que al dueño se lo había
llevado un golpe de ola.
Theo deseaba que ese fuese el caso. La patrulla de
carreteras, que había encontrado la furgoneta, había dado
parte de ello como un accidente. Había una caña de pesca
entre las rocas, convenientemente grabada con las iniciales de
Dale, y el gorro de Papá Noel que llevaba había sido
encontrado cerca. Ahí residía el problema. Betsy Butler, la
amiga de Dale, había dicho que dos noches antes Dale se
había ido para hacer de Papá Noel en el albergue del Caribú
y no había regresado. ¿A quién se le ocurriría irse a pescar
en mitad de la noche con un gorro de Papá Noel? De acuerdo,
según los otros caribúes—, Dale había «tomado alguna que
otra copa» y estaba un poco afectado por el enfrentamiento
con su ex mujer del día antes, pero no había perdido la

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cabeza del todo. Sortear los acantilados de Lime Kiln Rock era
algo arriesgado, resultaba imposible que Dale lo hubiese
intentado en mitad de la noche. Theo perdió pie una vez y se
escurrió seis metros antes de poder sujetarse, y de paso se
torció la espalda. Es verdad que estaba un poco fumado, así
que lo más probable era que Dale estuviera un poco borracho.
El policía de carreteras, que llevaba el pelo cortado a cepillo y
aparentaba unos doce años (parecía salido de una de esas
películas sobre higiene que Theo había visto en sexto curso:
¿Por qué Mary no se meterá en el agua?), le hizo frmar el
informe, se montó en su coche y se dirigió por la costa hacia
el condado de Monterrey. Theo regresó entonces y volvió a
echar un vistazo a la furgoneta.
Todo lo que se suponía que debía estar (algunas herramientas,
una linterna negra, un par de envoltorios de comida rápida,
otra caña, un tubo con planos dentro) estaba en su sitio. Y
todas las cosas que·se suponía que no debían estar (cuchillos
ensangrentados, casquillos, miembros amputados, pruebas
deblanqueamiento por limpieza) no estaban. Era como si el tipo
simplemente hubiera conducido su furgoneta hasta allí,
hubiese bajado por el acantilado y se lo hubiese llevado una
ola. No podía ser. Dale podía ser malvado, cruel e incluso
violento, pero no era tonto. No se habría adentrado en los
acantilados de no conocer su topografía a la perfección y
llevar consigo una linterna. Y la linterna estaba todavía en la
furgoneta.
A Theo le hubiese gustado haber tenido una mejor formación
en el terreno de investigación en la escena del crimen. Había
aprendido la mayoría de lo que sabía de la televisión, no en la
academia, donde había pasado unas miserables ocho semanas
hacía quince años, cuando el sheriff corrupto que había

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encontrado su plantación personal le había obligado a ser el
alguacil de Pine Cove. Desde la academia, casi todas las
escenas del crimen con las que se había encontrado habían
quedado al cargo del sheriff del condado o la patrulla de
carreteras casi de inmediato.
Registró la cabina de la furgoneta otra vez en busca de
alguna pista. Lo único que remotamente parecía fuera de lugar
era algo que parecían unos pelos de perro en el
reposacabezas. Theo no era capaz de recordar que Dale
tuviera perro.
Puso los pelos de perro en una bolsa de sándwich y llamó a
Betsy Butler al móvil.
No parecía tan afigida por la desaparición de Dale.
—No, a Dale no le gustaban los perros. Tampoco le gustaban los
gatos. Era más bien hombre de vacas.
—¿Le gustaban las vacas? ¿Tenéis una vaca de mascota?
—¿Podía ser pelo de vaca?
—No, le gustaba comérselas, Theo. ¿Estás bien?
—No, disculpa, Betsy. —Lo había dicho con tanta seguridad que
no había sonado a fumado.
—¿Entonces me puedo quedar la furgoneta? Quiero decir que
si me la vas a traer.
—No tengo ni idea —dijo Theo—. Supongo que se la llevarán al
parque de vehículos confscados. No sé si te la devolverán.
Tengo que dejarte, Betsy. —Cerró el móvil. Puede que solo
estuviese cansado. La noche anterior Molly le había hecho
dormir en el sofá aduciendo algo así como que tenía
tendencias mutantes. Ni siquiera había dicho que le gustaba el
picador para ensaladas. Estaba seguro de que sabía que había
fumado hierba.
Volvió a abrir el móvil y llamó a Gabe Fenton.

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—Hola, Theo. No sé qué es esa cosa que me trajiste, pero no es
pelo. No se quema ni se derrite, y es la mar de robusto si
quieres romperlo o. cortarlo. Menos mal que se arrancó de
raíz.
Theo se encogió. Casi se había olvidado del extraño rubio que
había atropellado; Entonces, al acordarse, se estremeció.
—Gabe, tengo algo más de pelo al que quisiera que echaras un
ojo.
—Dios mío, Theo, ¿has atropellado a alguien más?
—No, no he atropellado a nadie.·Joder, Gabe.
—Vale. Estaré aquí todo el día. Bueno, en realidad estaré
también toda la noche. No es que tenga muchos sitios a los
que ir, ni nadie a quien le importe que viva o muera. No es
que...
—Vale. Me paso por allí.

Aparte de Lena, había dos hombres y tres mujeres en la


inmobiliaria de Pines cuando Tuck entró por la puerta. Las
mujeres quedaron intrigadas de inmediato por su presencia y
los hombres empezaron a destilar antipatía. Siempre había
sido así con Tuck. Luego, si llegaban a conocerlo, las mujeres
pasarían de él y los hombres seguirían sintiendo antipatía.
Básicamente era un cretino en el cuerpo de un tío atractivo.
Ambos rasgos se turnaban para constituir una desventaja.
Era un espacio abierto lleno de mostradores y Tuck fue directo
al de Lena, que estaba al fondo. Mientras avanzaba, sonreía y
hacía gestos con la cabeza a los agentes inmobiliarios, que le
devolvían pequeñas sonrisas en un intento de ocultar su
desdén. Estaban hasta el gorro de enseñar casas a visitantes
navideños que no se mudarían allí aunque encontraran un
empleo en ese pueblo de juguete. Como no eran capaces de

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planear ninguna actividad vacacional, decidían llevarse a los
niños a una emocionante excursión para fastidiar al agente
inmobiliario de turno. Así funcionaban las reuniones de los
servicios de listas múltiples.
Lena miró a Tuck y sonrió instintivamente. Luego frunció el
ceño.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Almuerzo? Tú. Yo. Comida. Charla. Necesito pedirte una
cosa.
—Creía que estabas en un vuelo.
Tuck no había visto aún a Lena en su ropa de trabajo: falda y
blusa, una leve capa de pintalabios, el pelo recogido con
palillos lacados, unos toques de color aquí y allí en la cara... Le
gustaba.
—He volado toda la mañana. Ha cambiado el tiempo, un frente
tormentoso. —Lo que más le apetecía era quitarle los palillos
del pelo y tumbarla sobre el mostrador para decirle cómo se
sentía de verdad, que podría describirse como excitado—.
Podríamos ir a un chino —añadió.
Lena miró por la ventana. El cielo, contra el que se recortaban
los establecimientos de la calle, estaba adoptando un tono
plomizo.
—No hay chinos en Pine Cove. Además, estoy muy liada. Me
estoy encargando de los arrendamientos de Navidad y es la
víspera de Nochebuena.
—Podríamos ir a tu casa para tomarnos algo rápido. No sabes
lo veloz que puedo ser si me mentalizo.
Lena miró a sus compañeros, quienes, por supuesto, estaban
observando la escena.
—¿Era eso lo que necesitabas pedirme?

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—Oh, no, no, claro que no. Yo no... Bueno, la verdad es que sí...,
pero hay algo más. —Ahora Tuck sentía las miradas de los
agentes inmobiliarios mientras lo escuchaban. Se inclinó sobre
la mesa de Lena en busca de un poco de intimidad—. Esta
mañana dijiste que ese alguacil marido de tu amiga vive en
una cabaña al borde de un rancho. No será un gran rancho
que hay al norte de la ciudad, ¿verdad?
Lena seguía mirando a los otros.
—Sí, el rancho Beer—Bar. El dueño es Jim Beer.
—¿Hay una gran caravana cerca de la cabaña?
—Sí, era la de Molly, pero ahora viven en la cabaña. ¿Por qué?
Tuck se levantó y sonrió abiertamente.
—Entonces serán rosas blancas —dijo en voz un poco alta en
benefcio de la audiencia—. No sabía si serían apropiadas para
estas festas.
—¿Cómo? —preguntó Lena.
—Nos vemos esta noche—dijo Tuck. Se inclinó, le dio un beso en
la mejilla y salió de la ofcina repartiendo sonrisas de disculpa
al paso de los exhaustos agentes inmobiliarios.
—Feliz Navidad, chicos —dijo con un saludo desde el otro lado
de la puerta.

Lo primero que llamó la atención de Theo Crowe cuando entró


en la cabaña de Gabe Fenton fueron los acuarios con las ratas
muertas. La hembra de la jaula central correteaba y hacía de
vientre en una expresión de máxima felicidad ratonil, pero los
otros, los machos, yacían sobre los lomos con las patas tiesas
hacia arriba, como soldados de plástico en un diorama
dedicado a una escena de muerte.
—¿Cómo ocurrió?

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—No aprenden. Una vez asociaron la descarga con el sexo, les
empezó a gustar.
Theo pensó en su relación con Molly durante los últimos años.
No podía evitar verse a sí mismo en la misma postura que esas
ratas.
—¿Así que seguiste metiéndoles descargas hasta que las
mataste?
—Tenía que mantener la constancia de los parámetros del
experimento.
Theo asintió con gravedad, como si lo comprendiera todo. Nada
más lejos de la realidad. Skinner se acercó y volvió a meterle
la cabeza en la ingle. Theo le acarició las orejas.
Skinner estaba preocupado por el tipo de la comida y tenía la
esperanza de que el tipo de la comida de emergencia le diera
una de esas ardillas blancas que estaban dentro de las jaulas
y que olían tan bien, ahora que parecía que el tipo de la
comida había terminado de freírlas. Aquella situación era tan
frustrante como esa vez que el chico de la playa fngía
lanzarle la pelota y no lo hacía, volvía a amagar el
lanzamiento y nada. Skinner se vio obligado a tumbar al
muchacho y sentarse en su cara. Madre, sí que se enfadó.
Nada duele más que te digan que eres un perro malo, pero si
el tipo de la comida seguía martirizándolo con las ardillitas
blancas, Skinner sabía que tendría que echarse encima de él y
sentarse en su cara, o incluso hacerse las necesidades en sus
zapatos. Oh, soy un perro malo, malo. No, espera, el tipo de la
comida de emergencia le estaba rascando las orejas. Qué
gusto. Palitos para perro. No importa.
Theo entregó a Gabe la bolsa del sándwich con los pelos
dentro.

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—¿Qué es la sustancia oleosa de la bolsa? —preguntó Gabe
mientras examinaba la muestra.
—Restos de patatas fritas. La bolsa es de mi almuerzo de ayer.
Gabe asintió y luego miró a Theo de la misma forma que el
forense siempre mira al poli en las películas, como diciendo
«maldito ceporro, ¿es que no sabes que estás contaminando
las pruebas mientras sigues respirando y que yo estaría mucho
más cómodo si dejases de hacerla?».
Se llevó la bolsa al microscopio que había sobre la mesa, cogió
un par de pelos y los puso en la bandeja de muestras que
colocó bajo la lente.
—Por favor, no me digas que es de oso polar —dijo Theo.
—No, pero al menos es de un animal. Parece tener una
indiscutible marca de crema agria y cebolla. —Gabe levantó la
vista del microscopio y sonrió malévolamente a Theo—. Solo te
estaba tomando el pelo. —Dio a su amigo un amable golpe en
el hombro y volvió a mirar por el microscopio—. Vaya, no hay
médula y la birrefringencia es débil.
—Caramba —exclamó Theo sin llegar a sentir la misma emoción
que la birrefringencia provocaba en Gabe.
—Debería consultar la base de datos en línea, pero creo que es
de murciélago.
—¿Hay una base de datos para estas cosas? ¿Cómo es, pelo de
murciélago punto com?
—Se supone que esa iba a ser la razón de ser de Internet,
¿sabes? Compartir información científca.
—¿Nada de compra de Viagra y descarga de pornografía? —dijo
Theo. Puede que, después de todo, Gabe estuviese bien.
Gabe se puso delante de su ordenador y fue pasando foto tras
foto de tomas microscópicas de pelo de mamífero hasta que

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encontró una que le gustaba y luego regresó al microscopio
para contrastarla.
—Mira por dónde, Theo, parece que tienes entre manos una
especie en peligro.
—No es posible.
—¿De dónde demonios lo has sacado? Es un murciélago de la
fruta gigante oriundo de Micronesia
—Lo saqué de una furgoneta Dodge.
—Hmm, eso no fgura entre sus hábitats. No estaría aparcada
en Guam, ¿verdad?
Theo se sacó las llaves del coche.
—Mira, Gabe, tengo que irme. ¿Nos tomamos una cerveza en
el Cuerno esta noche?
—Nos podemos tomar una ahora, si quieres. Tengo algunas en la
nevera.
—Necesitas salir y yo también. ¿De acuerdo? —Theo se
encaminaba hacia la puerta.
—Vale, nos vemos a las seis. Tengo que comprar algún
disolvente de pegamento de contacto en el súper.
—Nos vemos. —Theo saltó el porche y se metió en el Volvo.
Skinner le ladró unas cuantas veces. ¿Oye? ¿Y las sabrosas
ardillitas blancas? ¿Siguen en la caja? ¿Oye? ¿ Es que te has
olvidado?

Cuando Theo regresó a la casa de Lena Márquez, había un


coche de alquiler blanco aparcado en la puerta, un Ford
Mucus, pensó. Buscó el murciélago que había visto colgado del
porche, pero ya no estaba allí. Ni siquiera había asimilado la
experiencia de atropellar a un tipo rubio aparentemente
indestructible y ahora afrontaba la posibilidad de vérselas con
un asesino. Por si acaso, hizo una parada en casa y cogió la

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pistola que se había dejado en la estantería del armario y las
esposas del pilar de la cama, donde Molly le había esposado la
última vez que habían cruzado palabra. Ella estaba en el patio
trasero practicando con la espada de bambú shinai de kendo
que usaba desde que se le rompió el espadón. Theo entró y
salió sin cruzarse con ella. Sacó la Glock de la funda de nailon
que llevaba sujeta a los vaqueros y llamó al timbre.
La puerta se abrió. Theo dio un grito mientras apuntaba con la
pistola y daba un paso atrás.
Al otro lado de la entrada, Tucker Case también gritó y dio un
salto hacia atrás con la cara oculta entre las manos. Su
murciélago lanzó algo parecido a un gañido.
—Quieto ahí —dijo Theo. Podía sentir las palpitaciones de su
pulso en el cuello.
—No me muevo, no me muevo. Dios, ¿qué coño está pasando?
—¡Tiene un murciélago en la cabeza!
—Sí, ¿Y por eso me va a disparar?
El murciélago, con sus enormes alas alrededor de la cabeza
del piloto, parecía un sombrero de cuero con una cresta
mohaukde piel culminada en una pequeña cabeza de perro de
grandes orejas que en ese momento ladraba a Theo.
—Pues... no. —Theo bajó el arma, un poco avergonzado. No
obstante, seguía en su postura dé disparo, lo que, con el arma
ya bajada, le hacía parecer el luchador de sumo más
delgaducho del mundo.
—¿Me puedo mover? —preguntó Tucker.
—Claro, solo quería hablar con Lena.
Tucker Case estaba exasperado y el murciélago se le había
deslizado sobre un ojo.
—Pues está en la ofcina. Mire, si va a salir colocado, lo mejor
será que se deje la pistola en casa, ¿no?

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—¿Qué? —Theo se había asegurado de ponerse algo de colirio
y hacía horas que se había echado una sesión con su pipa
Sneaky Pete.
—No estoy colocado, hace años que no me coloco.
—Sí, claro. Alguacil, quizá debería entrar.
Theo se mantuvo en el sitio tratando de desprenderse del
aspecto de alguien a quien un tipo con un murciélago en la
cabeza le hubiese pegado el susto de su vida. Siguió a Tucker
Case hasta la cocina, donde el piloto le ofreció un asiento a la
mesa.
—Bien, alguacil, ¿qué puedo hacer por usted?
Theo no estaba seguro. Había planeado hablar con Lena, o al
menos con ambos a la vez.
—Bueno, como probablemente sabe, hemos encontrado la
furgoneta del ex marido de Lena en el Gran Sur.
—Claro, la vi.
—¿La vio?
—Desde el helicóptero. Tucker Case, piloto de la DEA, ¿lo
recuerda? Puede comprobarlo si quiere. En todo caso, hemos
estado patrullando por esa zona.
—¿Ah, sí? —El murciélago tenía la vista clavada en Theo, y Theo
tenía problemas para ordenar sus propios pensamientos. El
murciélago llevaba unas diminutas gafas de sol. Eran Ray Han,
por lo que pudo ver en la esquina de las lentes.
—Lo siento, señor..., eh, Case, pero ¿podría quitarse el
murciélago de la cabeza? Esa cosa me distrae mucho.
—Él.
—¿Cómo dice?
—Es él. Roberto. No le gusta la luz.
—¿Perdone?

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—Un amigo mío solía decir eso. Disculpe. —Tucker Case se
desenrolló el murciélago y lo depositó en el suelo, por donde
salió corriendo hacia el salón sobre las puntas de las alas.
—Dios, eso es escalofriante.
—Sí, ya se sabe, críos. ¿Qué le vamos a hacer? —Tuck esbozó
una sonrisa perfecta—. Así que ha encontrado la furgoneta.
Pero no a él, ¿cierto?
—No. Alguien quiere que parezca que se lo ha llevado un golpe
de ola.
—¿Alguien? ¿Así que cree que no es un caso limpio? —dijo Tuck
con las cejas arqueadas.
Theo pensó que el piloto debería tomarse el asunto con más
seriedad. Había llegado el momento de soltar la bomba.
—Así es. En primer lugar, no regresó a casa después de la
festa de los caribúes de la noche del martes, donde hizo de
Papá Noel. Nadie se va de pesca en plena noche vestido de
Papá Noel. Encontramos el gorro en la furgoneta, así como
pelos de un murciélago de la fruta de Micronesia en el
reposacabezas.
—Vaya, eso sí que es una coincidencia. Caray, eso debe de
haberle despertado sospechas, ¿ no? —Tucker Case se levantó
y se dirigió hacia la encimera—. ¿Café? Está recién hecho.
Theo también se levantó, ya que no quería que se le escapara
el sospechoso, o quizá quería demostrar que era más alto, ya
que esa parecía la única ventaja que tenía sobre el piloto.
—Sí, es sospechoso. Y el martes por la noche hablé con un niño
que vio cómo una mujer mataba a Papá Noel con una pala.
Entonces no lo pensé, pero ahora creo que puede que el niño
sí que haya visto algo.
Tucker Case estaba ocupado buscando unas tazas en el
armario y leche en la nevera.

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—Así que le dijo al niño que Papá Noel no existe, ¿no?
—No, no lo hice.
Entonces Tucker Case se volvió con la cafetera en la mano y
observó a Theo.
—Usted sabe que Papá Noel no existe, ¿verdad, alguacil?
—No estoy bromeando —dijo Theo. Odiaba aquello. Odiaba ser
«el hombre». Se suponía que tenía que ser el listillo de las
fguras de autoridad.
—¿Leche?
—Claro —suspiró Theo—. Y azúcar, por favor.
Tuck terminó de preparar el café, puso las tazas sobre la
mesa y se sentó.
—Mire, sé adónde quiere llegar con esto, Theo. ¿Puedo llamarle
Theo?
Theo asintió.
—Gracias. Además, Lena estuvo conmigo la noche del martes,
toda la noche.
—¿Ah, sí? Vi a Lena el 'lunes. No le mencionó. ¿Dónde se
conocieron?
—En el súper. Ella era uno de los Papá Noel del Ejército de
Salvación. Pensé que era atractiva, así que le pedí una cita.
—¿Es costumbre suya abordar a las Papá Noel del Ejército de
Salvación?
—Lena me dijo que estaba usted casado con una reina de las
pantallas llamada Kendra, la Nena Guerrera de Allende la
Frontera.
Theo casi expulsó el café por la nariz.
—Ese era el personaje que solía encarnar.
—Sí, Lena dice que a veces le cuesta un poco distinguir entre
una y otra. Lo que digo es que el amor está donde uno lo
encuentra.

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Theo asintió. Tenía razón. Antes de dejarse llevar por la
melancolía, se acordó de que el otro tipo estaba atacando
indirectamente a la mujer que amaba.
—¡Eh! —dijo Theo.
—Está bien. ¿Quién soy yo para juzgar nada? Me casé con una
isleña que nunca había visto cañerías interiores hasta que la
traje a los Estados Unidos: No funcionó...
—Hay pelo de murciélago de la fruta en el reposacabezas —
interrumpió Theo.
—Sí, sabía que regresaría por eso. Bueno, ¿quién sabe?
Roberto sale solo de vez en cuando. Puede que se cruzara con
ese Dale. Puede que salieran por ahí juntos. Ya sabe, el amor
está donde uno lo encuentra, aunque lo dudo. He oído que ese
Dale era un verdadero capullo.
—¿Me está diciendo que puede que su murciélago tenga algo
que ver con la desaparición de Dale Pearson?
—No, cretino, lo que digo es que puede que mi murciélago
tenga algo que ver con el pelo de murciélago. Seguro que,
hasta tú, con tus poderes de observación a lo Sherlock
Holmes, te has dado cuenta de que está lleno.
—No me creo que sea usted un policía —dijo Theo.
Ahora estaba realmente enfurecido.
—No soy poli. Solo piloto un helicóptero para la DEA. Me
contratan en estaciones señaladas, momentos, como este, que
suelen coincidir con la estación de la cosecha en el Gran Sur y
las zonas circundantes, así que aquí me tienes, volando sobre
el bosque en busca de zonas verde oscuro mientras que los
agentes de atrás los analizan con infrarrojos y lo registran
todo en el GPS para obtener autorizaciones concretas. Y vaya
si pagan bien. «Viva la guerra contra las drogas» es lo que
digo. Pero no, no soy poli.

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—Eso pensaba yo.
—Lo divertido es que he aprendido a localizar el color
adecuado desde el aire, y por lo general los infrarrojos
confrman mis sospechas. Esta mañana he localizado un
terreno de tres kilómetros cuadrados de cultivo de marihuana
justo al norte del rancho Beer-Bar. ¿Sabes dónde está eso?
Theo sintió que se le hacía un nudo en la garganta del tamaño
de una de las ratas muertas de Gabe.
—Sí.
—Tío, eso es un montón de hierba, incluso para los estándares
de cultivos comerciales. Una cantidad criminal. Giré el
helicóptero y abandoné el espacio sin que los agentes se
percataran, pero cuando el tiempo lo permita podríamos volver.
Se acerca una tormenta, ¿lo sabías? Roberto y yo nos
pasamos por allí esta tarde para asegurarnos. Supongo que se
lo podría enseñar a los agentes mañana. —Tucker Case bajó su
taza de café, se inclinó sobre los codos y giró la cabeza a un
lado, como si fuese un crío mono en un anuncio de cereales y
estuviese alcanzando el nirvana del azúcar.
—Es usted una persona muy desagradable, señor Case.
—Dios santo, tendrías que haberme visto antes de pasar por mi
epifanía. Antes era un auténtico cabrón. De hecho, ahora soy
de lo más encantador. Por cierto, vi a tu mujer trabajando en
el patio de la cabaña, muy atractiva. Lo de la espada y todo
eso asusta un poco, pero por lo demás es muy atractiva.
Theo se levantó. Se sentía un poco mareado, como si le
acabaran de golpear con un calcetín lleno de arena.
—Será mejor que me vaya.
Tucker Case posó la mano sobre el hombro de Theo mientras
lo acompañaba a la puerta.

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—Puede que no te lo creas, Theo, pero estoy seguro de que en
otras circunstancias habríamos sido buenos amigos. Y quiero
que comprendas que de verdad quiero que las cosas funcionen
con Lena. Es como si nos hubiésemos conocido en el momento
preciso, el segundo exacto en el que me recuperaba de mi
divorcio y me abría de nuevo al amor. Y es maravilloso tener a
alguien con quien pasar largas horas bajo el árbol de Navidad,
¿no crees? Es una gran mujer.
—Lena me cae bien —dijo Theo—. Pero usted es un psicópata.
—¿De veras lo crees? —repuso Tuck—. La verdad es que he
intentado ser útil.

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10: Amor al límite

—¿Que has hecho qué? —preguntó Lena—. Y quítate ese


murciélago de la cabeza, me pone de los nervios que tengas
un gorro que me mira todo el rato.
—¿Así? —dijo Tuck.
—No cambies de tema. ¿Has chantajeado a Theo Crowe? —Iba
de una esquina a otra de la cocina. Tuck estaba sentado en la
encimera, vestido con una camiseta de paño de algodón
amarilla que se complementaba con el murciélago al tiempo
que acentuaba sus azul marino. Por una vez, el murciélago no
llevaba gafas de sol.
—No exactamente. Era algo más bien implícito. Descubrió que
he estado en la furgoneta de tu ex Lo sabía. Ahora
simplemente se olvidará.
—Puede que no. Puede que le quede algo de integridad, a
diferencia de otros.
—Oye, oye, oye, sin apuntar con el dedo. Mi mujer sigue
viviendo como una reina en las islas Caimán gracias al dinero
que robé honradamente al médico que se dedicaba al tráfco
de órganos, mientras que el tuyo... Bueno, no creo que deba
recordártelo.
—La muerte de Dale fue un accidente. Todo lo que ha pasado
desde entonces, toda esta locura, es cosa tuya. Te metes en mi
vida en el peor momento posible, como si llevases tiempo
planeándolo, y las cosas se han ido de madre. Y ahora estás
chantajeando a mis amigos. Tucker, ¿es que estás loco?
—Claro.
—¿Claro? ¿Así de fácil? ¿Seguro, estás loco?
—Claro, todo el mundo lo está. Si crees que todo el mundo
está bien de la azotea es que no conoces a la gente que te

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rodea. La clave, y esto es muy relevante en nuestro caso, es
encontrar a alguien cuya locura encaje con la tuya, como
nosotros. —Esbozó lo que Lena supuso que debía ser una
sonrisa encantadora, que quedó en cierto modo amortiguada
por sus intentos de desenredarse las alas de Roberto del pelo.
Lena le dio la espalda y se apoyó sobre la encimera que había
enfrente del lavavajillas con la esperanza de endurecerse para
lo que debía hacer. Desafortunadamente, Tuck acababa de
meter una carga de platos y la corriente del conducto de
ventilación manaba a través de su fna falda, lo que le hacía
sentir inadecuadamente húmeda para lo que pretendía ser una
indignación en toda regla. Se volvió y dejó que la corriente le
humedeciera el trasero mientras hacía su pronunciamiento.
—Mira, Tucker, eres un hombre muy atractivo... —Tomó una
bocanada de aire en la pausa.
—No me lo puedo creer, ¿estas rompiendo conmigo?
—Y me gustas, a pesar de la situación...
—Ah, vale, no quieres tener nada con un hombre atractivo que
te gusta, el paraíso prohibido
—¿Puedes callarte un momento?
El murciélago ladró en respuesta a su, tono
—¡Tú también, cara de rata! Mira, en otro lugar y en otro
momento, quizá. Pero eres demasiado... Yo soy demasiado... Es
que aceptas las cosas con demasiada facilidad. Yo necesito...
—¿Tu ansiedad?
—¿Podrías dejarme terminar?
—Claro, adelante —asintió. El murciélago, que ahora estaba
sobre su hombro, asintió también. Lena tuvo que desviar la
mirada.
—Y tu murciélago me está poniendo de los nervios.
—Pues tendrías que haber estado cuando le dio por hablar.

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—¡Fuera, Tucker! Necesito que salgas de mi vida. Tengo muchas
cosas entre manos, tú eres demasiado.
—Pero el sexo estuvo genial, era...
—Entenderé que quieras acudir a las autoridades, puede que
hasta vaya yo misma. Pero es que esto está sencillamente mal.
Tucker Case bajó la cabeza. Roberto, el murciélago de la
fruta, hizo otro tanto. Tucker Case miró al murciélago, el cual,
a su vez, miró a Lena, como si quisiera decir: «espero que
estés contenta, le has roto el corazón».
—Cogeré mis cosas —dijo Tuck.
Lena estaba llorando. No quería, pero se había echado a llorar.
Observó cómo Tuck recogía sus cosas por toda la casa y las
metía en una bolsa de vuelo mientras se preguntaba cómo
podía haber esparcido tanta porquería en solo dos días.
Hombres, siempre marcando el territorio.
Se detuvo en la puerta y miró atrás.
—No voy a ir a la policía. Simplemente me voy.
Lena se echó las manos a la frente como si tuviera un dolor
de cabeza, pero era más que nada para taparse las lágrimas.
—Vale.
—Entonces me voy...
—Adiós, Tucker.
—Ya no podrás hacer el amor con nadie bajo el árbol de
Navidad...
—¡Por el amor de Dios, Tuck! —exclamó ella alzando la mirada.
—Vale, ya me voy. —y se fue.
Lena Márquez se metió en su habitación y llamó a su amiga
Molly. Quizá llorarle al teléfono a una amiga devolvería algo
de normalidad a su vida.

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¿Memos Agrios? ¿Capullos de Canela? ¿O quizá Chicle de
Mocos? La madre de Sam Applebaum había encontrado una
botella de Cabernet razonablemente barata y había dado
permiso a Sam para que cogiera una chuchería de la tienda
de Brine. Estaba claro que los chicles durarían más, pero todos
tenían el mismo acabado verde manzana, mientras que los
Memos esgrimían una variedad de sabores afrutados y un
toque de saborcillo más fuerte. Los Capullos de Canela tenían
un rico buqué y se dejaban morder, pero sus formas de
contable denotaban su origen burgués.
Sam estaba aprendiendo terminología de vino. Solo tenía siete
años, pero le encantaba poner de los nervios a los adultos con
su vocabulario enológico. El Hanukkah acababa de terminar y
había habido muchas cenas en casa de Sam durante la última
semana, con un montón de conversaciones sobre vino y Sam
había conseguido enloquecer a toda una mesa de familiares
diciendo después, tras catar un Manischewitz de mora (el
único vino que le estaba permitido tomar), que era como un
«tenaz coñito tinto, pero no carente de cierto encanto a
geranio de despensa». Ni que decir tiene que acabó de cenar
en su cuarto, pero sí que era tenaz. Filisteos.
—¿Eres uno de los elegidos? —dijo una voz por encima y a la
derecha de Sam—. Yo destruí a los cananeos para que tu
pueblo tuviera un país.
Miró hacia arriba y se encontró con un hombre de pelo largo
y rubio, vestido con una gabardina negra. Sam sintió una
sacudida, como si acabara de lamer una batería. Ese era el
tipo que había asustado a su amigo Josh. Miró alrededor y vio
que su madre estaba al fondo de la tienda con el señor
Masterson, el propietario.

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—¿Me puedo llevar estas con esto?:—En una mano tenía tres
chucherías y en la otra una pequeña moneda del tamaño de
las de diez centavos. La moneda parecía muy antigua.
—Esa moneda es extranjera. No creo que la acepten.
El hombre asintió pensativo y se puso muy triste ante esa
información.
—Pero un Crunch de Nestlé no sería una mala elección —dijo
Sam para ganar tiempo y evitar que el hombre se le echara
encima—. Un poco soso, pero la capa inferior de ámbar gris y
nueces lo arregla.
Sam volvió a mirar en derredor en busca de su madre. Seguía
con el señor Masterson, hablando de vinos y de paso
firteando un poco. Ya podían cortar a Sam en pedacitos y
meterlo en bolsas de congelador, que ella ni se enteraría.
Quizá consiguiera convencer al tipo de que se largara.
—Mira, no están mirando. ¿Por qué no las coges sin más?
—No puedo ——dijo el hombre rubio.
—¿Por qué no?
—Porque nadie me ha dicho que lo haga.
Oh, no. El tipo parecía un adulto, pero tenía el cerebro de un
crío estúpido, como el tío de El otro lado de la vida, o el
presidente.
—Entonces yo te diré que lo hagas, ¿vale? —dijo Sam—.
Adelante, llévatelas. Aunque será mejor que te vayas. Va a
llover. —Sam nunca había sido capaz de hablarle así a un
adulto antes.
El rubio miró las chucherías y luego a Sam.
—Gracias. Paz en la Tierra, buena voluntad para los hombres.
Feliz Navidad.
—Soy judío, ¿recuerdas? No celebramos la Navidad. Celebramos
el Hannukah, el milagro de las luces.

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—Oh, eso no fue un milagro.
—Sí que lo fue.
—No, lo recuerdo. Alguien se coló y puso más aceite en la
lámpara. Pero yo haré un milagro navideño mañana. —Dicho
eso, el rubio retrocedió con las chucherías apretadas contra el
pecho—. Shalom, niño—. Y desapareció.
—¡Genial! —dijo Sam—. Sencillamente genial. ¡Y me lo suelta así!

A Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera, maestra de


combate de la arena de aceite hirviendo, asesina de monstruos,
perdición de mutantes, azote de los piratas de arena,
protectora de sangre del pueblo termita —hormigueros siete a
doce—, le gustaba el queso. Así ocurrió que, en ese vigésimo
tercer día de diciembre, con sus tallarines húmedos y
congelados en el colador, alzó su musculoso brazo al cielo e
invocó la ira de todas las furias sobre su poder superior,
Nigoth, el dios gusano, por haber permitido que se olvidara la
mozzarella en la caja del súper. Pero los dioses no se implican
en los asuntos de la lasaña, así que el cielo no estalló envuelto
en fuego vengativo (al menos por lo que se podía ver desde la
ventana de la cocina) para incinerar al miserable dios que
osara abandonarla en su hora más necesitada de queso. No
pasó nada en absoluto.
—¡La maldición caiga sobre ti, Nigoth! Si mi acero no estuviese
quebrado, te seguiría hasta los confnes de la frontera y daría
cuenta de tus mil y una cuencas oculares solo para
asegurarme de dar con tu favorita. Y entonces se las daría de
comer crudas a los más nefandos.
Entonces sonó el teléfono.
—Digaaa —canturreó Molly con dulzura.

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—¿Molly? —dijo Lena—. Parece que estás sin aliento. ¿Te
encuentras bien?
—Rápido, piensa en algo —dijo el narrador—. No le digas lo que
estabas haciendo.
El narrador había permanecido con Molly casi todo el tiempo
durante los dos últimos días. Era toda una molestia, salvo
cuando recordó cuánto orégano y tomillo llevaba la salsa de
tomate. No obstante, ella sabía que su presencia implicaba que
tenía que volver a tomarse los medicamentos lo antes posible.
—Oh, sí, estoy bien, Lena. Solo estaba preparando unos
panecillos. Ya sabes, está nublado, se acerca una tormenta,
Theo es un mutante... Pensé que debía hacer algo para
animarme.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea y Molly se
preguntó si había sonado convincente.
—Absolutamente convincente —dijo el narrador—. Si no
estuviese aquí, juraría que todavía estarías haciéndolo.
—¡No estás aquí! —gritó Molly,
—¿Perdona? —dijo Lena—. Molly, puedo llamar más tarde si te
he pillado en mal momento.
—Oh, no, no, no. Estoy bien. Solo hacía un poco de lasagna
—Nunca oí que lo llamaran así.
—Es para la festa.
—Ah, vale. ¿Y cómo te va?
—Se me olvidó la mozzarella. La pagué, pero se me olvidó en
la caja. —Miró los tres cartones de ricota que había dejado
sobre la mesa y que estaban riéndose de ella. Qué petulantes
podían llegar a ser los quesos suaves.
—Iré allí y te los llevaré.
—¡No! —Molly sintió una sacudida de adrenalina ante la idea de
tener que pasar por una larga sesión de amistad con Lena. Las

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cosas se estaban volviendo borrosas entre Pine Cove y la
frontera—. Quiero decir que está bien. Yo lo haré. Me encanta
el queso, quiero decir comprar queso.
Molly oyó cómo sorbía por la nariz al otro lado de la línea.
—Mol, de verdad necesito ayudarte con la jodida lasaña, ¿vale?
De verdad.
—Vaya, parece tan chifada como tú —dijo el narrador. Molly
dio un manotazo al aire para mandarlo callar, acompañado del
gesto de llevarse el dedo a los labios en vehemente orden de
silencio—. Es una yonqui de las crisis, lo sabré yo.
—Necesito hablar con alguien —dijo Lena, sorbiendo por la
nariz—. Acabo de romper con Tucker.
—Oh, cómo lo siento, Lena. ¿Quién es Tucker?
—El piloto con el que estaba saliendo.
—¿El tipo del murciélago? ¿No lo acababas de conocer? Tómate
un baño. Come algo de helado. Solo lo conoces de un par de
días, ¿no?
—Hemos compartido mucho.
—Sé realista, Lena. Te lo follaste y fuisteis al límite. No es que
te haya robado los diseños de un reactor de fusión fría. Te
pondrás bien.
—¡Molly! Es Navidad. Se supone que eres mi amiga.
Molly asintió, pero se dio cuenta de que Lena no podía oírla.
Era verdad, no estaba siendo muy buena amiga. Después de
todo era la protectora juramentada de los pastores de Lan, así
como miembro del gremio de actores de televisión, y su deber
era fngir que le importaban los problemas de sus amigos.
—Trae el queso —dijo—. Aquí te esperamos.
—¿Esperamos?
—Yo... Trae el queso, Lena.

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____________

Theo Crowe se presentó en Brine's justo a tiempo para


perdérselo todo. Robert Masterson, el propietario, lo había
llamado tan pronto como había visto al misterioso hombre
rubio hablando con Sam Applebaum. Theo había acudido a toda
prisa para encontrarse con que no había nada que
encontrarse. El rubio no había dañado o amenazado a Sam. El
chico parecía estar bien, salvo que no paraba de murmurar que
quería cambiarse de religión y hacerse rastafari como su
primo Preston, que vivía en Maui. En mitad de la entrevista,
Theo se dio cuenta de que no era el más apropiado para
enumerar las razones por las que no era bueno pasarse la
vida fumando hierba y haciendo surf como el primo de Sam,
porque él: (A) nunca aprendió a hacer surf, (B) nunca tuvo la
menor idea de cómo funcionaba eso del rastafarianismo, y (C)
tendría que emplear el argumento de «y mira qué perdedor
he acabado siendo. Tú no quieres eso para ti, ¿verdad, Sam?».
Abandonó la escena sintiéndose incluso más inútil de lo que
había acabado después de la zurra que le había propinado el
piloto en la casa de Lena Márquez.
Cuando Theo enflaba el camino de casa para el almuerzo, con
la esperanza de arreglar las cosas con Molly y obtener algo
de simpatía y un bocadillo, se topó con la furgoneta de Lena
aparcada frente a la cabaña. El corazón casi se le sale del
pecho. Barajó la posibilidad de pasarse por el huerto y
fumarse un petardo antes de entrar, pero eso se parecía
terriblemente al comportamiento de un adicto. Las cosas se
habían torcido un poco, pero no estaba todo perdido. Aun así,
atravesó la puerta con ánimo humilde, sin mucha idea de cómo

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lidiaría con Lena, que podría ser una asesina, por no hablar de
Molly.
—¡Traidor! —dijo Molly, desde detrás de una cazuela de
tallarines que estaba preparando con salsa de tomate, carne y
queso. Tenía los brazos manchados hasta los codos y daba la
impresión de haber salido de una sesión de cirugía que había
salido mal. Alguien había cerrado de un portazo la puerta de
atrás justo cuando entraba.
—¿Dónde está Lena? —preguntó.
—Salió por detrás. ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que revele tu
secreto?
Theo se encogió y se acercó a su mujer con los brazos
extendidos en actitud de «dame un respiro». ¿Cómo es que
siempre que estaba enfadada sus dientes parecían más
aflados? Theo no recordaba esa cualidad en ningún otro
momento.
—Mal, solo lo hice para comprarte algo por Navidad. No
quería...
—Oh, eso no me importa. Estás investigando a Lena, a mi
amiga Lena. Te presentaste en su casa como si fuese una
criminal o algo así. Es la radiación, ¿verdad?
—Hay pruebas, Molly. Y no es que estuviese colocado. Hallé
pelos de un murciélago de la fruta en la furgoneta de Dale y
su novio tiene uno. Y el pequeño Barker dijo ... —Theo oyó que
un·vehículo arrancaba fuera—. Debería hablar con ella.
—Lena no sería capaz de hacerle daño a nadie. Me ha traído
queso por Navidad, por el amor de Dios. Es pacifsta.
—Lo sé, Molly. No estoy diciendo que haya hecho daño a nadie,
pero necesito averiguar...

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—Creo que lo que hace que saques tu yo mutante es la hierba.
—Le estaba señalando con un tallarín en la mano. En cierto
modo, parecía que estaba meneando a una criatura viva.
—¿De qué estás hablando, Molly? ¿Mi yo mutante? ¿Te estás
tomando la medicación?
—¿Cómo te atreves a llamarme loca? Eso es peor que si me
preguntaras si tengo la regla, que no la tengo, por cierto. Pero
no puedo creer que pienses que estoy loca. ¡Bastardo mutante!
—Le lanzó un tallarín y él lo esquivó.
—Necesitas la medicación, zorra chifada. —A Theo no se le
daba demasiado bien la violencia, incluso en forma de sémola
empapada, pero tras el estallido inicial, perdió toda voluntad
de pelea—. Lo siento, no sabía lo que decía. Vamos...
—¡Bien! —dijo Molly. Se limpió las manos en un paño y se lo
tiró. Mientras lo esquivaba, él tuvo la sensación de que se
movía en un borroso bullet time a lo Matrix, pero en realidad
no era más que un tipo alto un poco pasado de rosca y el paño
no le hubiese dado de todos modos. Molly se fue al dormitorio
dando pisotones y se dejó caer sobre el suelo, al otro lado de
la cama.
—Molly, ¿estás bien?
Molly se levantó con un paquete del tamaño de una caja de
zapatos envuelto en papel de regalo. Lo extendió hacia él.
—Toma, cógelo y lárgate. No quiero volver a verte, traidor.
Vete.
Theo estaba alucinado. ¿Estaba rompiendo con él? ¿Le pedía
que la dejara? ¿Cómo se habían torcido las cosas tanto y tan
deprisa?
—No quiero. Estoy teniendo un día verdaderamente malo, Molly.
He venido a casa esperando encontrar algo de simpatía.

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—¿Ah, sí? Vale. Ahí va. Ay, el pobrecito Theo fumado, cómo
siento que tengas que investigar a mi mejor amiga la víspera
de Nochebuena, cuando podrías estar ahí fuera en un cultivo
ilegal que se parece al decorado de la jungla del pueblo gibón.
—Seguía sosteniendo el regalo y él lo cogió.
¿De qué demonios estaba hablando? Así que la cosa sí que iba
del jardín de la victoria.
—Ábrelo —dijo.
No dijo una palabra más. Apoyó una mano sobre la cadera y le
clavó una de esas miradas que decían «te voy a dar una
patada en el culo o te voy a reventar la cabeza» y que tanto
lo excitaban. Él nunca estaba muy seguro de cómo reaccionar
ante ellas, solo que ella obtendría mucha satisfacción de un
modo u otro y que a él lo dejaría jodido el día siguiente. Era
la mirada de la Nena Guerrera y en ese momento comprendió
con toda claridad que estaba teniendo una de sus recaídas. Lo
más probable es que de verdad no se estuviera, tomando la
medicación. Había que tratar la situación con sumo cuidado.
Retrocedió unos pasos y arrancó el papel de regalo. Dentro,
había una caja blanca con un sello plateado de uno de los más
exclusivos sopladores de cristal locales y, dentro de ella,
envuelta en un tejido azul, estaba la pipa más hermosa que
jamás hubiera visto. Parecía un producto del art nouveau, pero
confeccionado con materiales modernos, cristal azul verdoso
dicromático ornamentado con ramas plateadas que la recorrían
y le daban la impresión de estar recorriendo un bosque a
medida que la giraba en su mano. La cazoleta y la caña, que
encajaban perfectamente en la mano, parecían estar hechas
de plata, al tiempo que las ramas arbóreas parecían amenazar
con saltar fuera del cristal en cualquier momento. Seguro que
era una pieza única confeccionada para él personalmente, con

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sus testículos en mente. Antes de darse cuenta estaba
llorando, y parpadeó entre lágrimas.
—Es preciosa.
—Ah, ah —dijo Molly—. Así que ya puedes ver que no es tu
jardín lo que me molesta. Eres tú.
—Molly, yo solo quiero hablar con Lena. Su novio ha
amenazado con chantajearme. Solo estaba...
—Cógela y lárgate —dijo Molly.
—Cariño, tienes que llamar a la doctora Val a ver si puede
verte...
—Sal de aquí, maldita sea. No me digas que vaya a la loquera.
¡Fuera!
Era inútil. Al menos en ese momento. Su voz había alcanzado
el tono frenético de la Nena Guerrera. Lo recordaba de las
veces que la había acompañado al hospital del condado antes
de convertirse en amantes, cuando no era más que la loca del
pueblo. Si la presionaba más acabaría perdiéndola del todo.
—Vale, me voy. Pero te llamaré, ¿de acuerdo?
Ella se limitó a lanzarle esa mirada suya.
—Es Navidad... —un último intento, quizá.
La mirada.
—Bien. Tu regalo está en la estantería más alta del armario.
Feliz Navidad.
Cogió unas cuantas mudas y unos calcetines del cajón, unas
cuantas camisetas del armario y se dirigió a la puerta. Ella se
encargó de dar tal portazo cuando salió que rompió una
ventana. El chocar de los trozos de cristal contra el suelo
parecía resumir su vida entera.

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11: Babas de caracol llenas de alegría

Podría haber estado hecho de caoba bruñida, excepto cuando


se movía, que lo hacía parecer líquido. Las luces del escenario
se refejaban verdes y rojas sobre su calva mientras oscilaba
sobre el taburete y toqueteaba las cuerdas de una
Stratocaster rubia con el cuello roto de una botella de
cerveza. Su nombre era Catfsh Jefferson y tenía setenta,
ochenta o cien años y, al igual que Roberto, el murciélago de
la fruta, usaba gafas de sol en interiores. Catfsh era un
músico de blues, y dos noches antes de Navidad se encontraba
en el Cuerno de Caracol cantando un triste blues de doce
barras.

Pillé a mi nena haciéndoselo con Santa


debajo del muérdago (Dios, ten piedad).
Pillé a mi nena haciéndoselo con Santa,
debajo del muérdago.
Ella era mi ángel de Navidad,
ahora no es más que una zorra de Navidad.

—¡Así se habla! —dijo Gabe Fenton—. Toma, toma, verdades


como puños, hermano.
Theophilus Crowe miró a su amigo, uno más en la línea de
tipos raros que atestaban la barra y que se mecían casi a la
vez siguiendo el ritmo. Meneó la cabeza.
—Llevo el blues en la sangre —dijo Gabe—. A mí también me
jodió.
Gabe había bebido. Theo, aunque no estaba del todo sobrio, no
había tornado ni una copa.

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Maris_Glz
Lo que sí había hecho era compartir con Catfsh Jefferson
entre bastidores un delgado canuto de hierba barata del Gran
Sur, mientras trataban de arrancar lumbre a un mechero en
medio de una ventolera de cuarenta nudos.
—No sabía que haría este tiempo en vuestro pueblo, cabrones
—graznó Catfsh al tiempo que daba tal calada al canuto que
el ascua parecía el ardiente ojo de un demonio mirando desde
una cueva, cuyas paredes eran dedos y labios oscuros. Los
callos que tenía en la punta de los dedos eran insensibles al
calor.
—El Niño—dijo Theo, soltando una bocanada de humo.
—¿El qué?
—Es una corriente oceánica cálida del Pacífco. Se acerca a la
costa cada diez años, más o menos. Fastidia la pesca, trae
consigo lluvias torrenciales, tormentas. Dicen que posiblemente
nos visite este año.
—¿Cuándo se sabrá ? —El músico se había puesto su sombrero
de feltro y se lo agarraba para que no se lo llevara el viento.
—Normalmente, cuando todo se inunda, se arruinan las vides y
un montón de casas construídas al borde de las barrancas se
deslizan al océano.
—¿Y eso es porque el agua está muy caliente?
—Así es.
—Que no os extrañe que el país entero tenga ganas de
patearos el culo —dijo Catfsh— Volvamos dentro antes de que
el viento arrastre mi delgado culo hasta Clarksville.
—No se está tan mal —dijo Theo—. Creo que acabará
escampando.

La negación del invierno. Theo, al igual que la mayoría de los


californianos, lo hacía. Daban por sentado que, como el tiempo

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Maris_Glz
era agradable durante la mayor parte del año, debía serlo
siempre, por lo que, en medio de una tormenta, no era de
extrañar encontrarse con gente por la calle sin paraguas o
llenando el depósito del vehículo con pantalones cortos y
camiseta. Así que, por mucho que el servicio nacional de
meteorología insistiese en que las viviendas de la costa central
se reforzasen para afrontar la tormenta de la década, y
aunque los vientos soplasen a cincuenta nudos durante todo el
día antes de que la tormenta tocara tierra, los habitantes de
Pine Cove seguían con su rutina festiva como si no les pudiera
pasar nada fuera de lo normal.
La negación del invierno: donde yace la satisfacción por la
desgracia de los californianos, la felicidad oculta que siente el
resto del país por la adversidad californiana. El resto del país
dice: «míralos, con sus cuerpazos y su bronceado, sus playas y
sus estrellas del cine, su Silicon Valley y sus tetas de silicona,
su puente naranja y sus palmeras. Dios, ¡cómo odio a esos
bastardos presumidos!». Porque, si estás hasta el ombligo de
nieve en Ohio, no hay nada que te alegre más el corazón que
ver California en llamas. Si estás cavando con una pala en tu
sótano de la zona inundada de Fargo, no hay nada que te
alegre más el día que ver cómo se desliza una mansión de
Malibú al mar por el acantilado. Y si un tornado acaba de
sembrar tu pueblo de Oklahoma aleatoriamente con desechos
de chatarra y estiércol de campesino, es posible encontrar
bastante solaz en el hecho de que la tierra se ha abierto bajo
el valle de San Fernando y se ha tragado una caravana entera
de utilitarios de lujo.
Mavis Sand se permitía algo de esa alegría por las desgracias
ajenas, y eso que había nacido y se había educado en
California. Deseaba en secreto que se produjeran incendios

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Maris_Glz
forestales y los disfrutaba todos los años. No era porque
disfrutara ver cómo ardía el estado, sino por su dinero;
además, nada mejor que un tipo corpulento enfundado en un
traje de goma y una gruesa manguera entre las manos y,
durante los incendios, había muchos de esos en las noticias.
—¿Tarta de frutas? —preguntó Mavis ofreciendo una porción
sospechosa en un plato de postre a Gabe Fenton, quien, desde
su embriaguez, trataba de convencer a Theo Crowe de que
tenía una predisposición genética hacía el blues, empleando
para ello unas palabras impresionantemente largas que nadie
era capaz de comprender, y preguntando de vez en cuando si
podría obtener algún «amén» o «choca esos cinco», cosa que
a todas luces recibía una respuesta negativa.
Lo que sí podía obtener era tarta de frutas.
—Misericordia, misericordia, mi madre hacía una tarta que se
parecía muchísimo a esa —aulló Cabe—. Que Dios bendiga su
alma.
Gabe iba a coger el plato, pero Theo lo interceptó y lo
mantuvo lejos del alcance del biólogo.
—Primero —dijo Theo—, tu madre era profesora de antropología
y no cocinó nada en su vida, segundo no ha muerto, y, tercero,
tú eres ateo.
—¡¿Alguien me puede dar un amén?! —replicó Gabe. Theo
arqueó una ceja en gesto acusatorio hacia Mavis. —Pensé que
ya habíamos dicho que nada de tarta de frutas este año.
Las Navidades pasadas, la tarta de frutas de Mavis había
mandado a dos personas a la unidad de desintoxicación. Juró
que sería el último año.
—Esta tarta es como una virgen —se encogió Mavis de hombros
—. Solo lleva un cuarto de ron y apenas un puñado de Vicodin.

135
Maris_Glz
—Va a ser que no —dijo Theo mientras echaba el plato hacia
atrás.
—Vale —dijo Mavis—. Pero llévate de aquí a tu amigo el blusero.
Me está avergonzando. Una vez le zurré a un capullo en un
club nocturno, y no estaba avergonzada, así que toma nota.
—Joder, Mavis —se quejó Theo mientras trataba de quitarse la
imagen de la cabeza.
—¿Qué? No llevaba las gafas puestas. Creí que era un hirsuto
vendedor de seguros con talento.
—Será mejor que me lo lleve a casa —dijo Theo. Dio un codazo
a Gabe, que había vuelto su atención a una joven a su
derecha, vestida con una camiseta roja muy escotada y que
había ido moviéndose de taburete en taburete durante toda la
noche a la espera de que alguien le diera conversación.
—Hola —dijo Gabe al canalillo—. No estoy implicado en la
experiencia humana y no tengo cualidades redentoras como
hombre.
—Yo tampoco —dijo Tucker Case, desde el taburete que había
al otro lado de la mujer de rojo—. ¿A ti también te dice la
gente que eres un psicópata? Cómo lo odio.
Bajo varias capas de labia y astucia, Tucker Case estaba en
realidad bastante fastidiado por su ruptura con Lena Márquez.
No es que la mujer se hubiera convertido en parte de su vida
en los dos días que habían pasado desde que la conociera, sino
que había empezado a alimentar esperanzas. Y, como decía
Buda, «la esperanza no es más que otra faceta del deseo. Y el
deseo es un cabrón de cuidado». Había desistido de buscar
compañía humana que pudiera ayudarlo a diluir la decepción.
En otros tiempo, se habría aferrado a la primera mujer que se
le cruzara por el camino, pero sus días de busconas le habían

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dejado más solo que nunca y decidió no volver a recorrer ese
resbaladizo camino.
—¿Así que —dijo Tuck a Gabe— te han dejado?
—Me utilizó —dijo Gabe—. Me arrancó las entrañas.
El nombre del mal es femenino.
—No hables con él—le dijo Theo, mientras trataba sin mucho
éxito de arrancarlo del taburete—. Ese tipo no es legal.
La joven que se sentaba entre Tuck y Gabe los miró a ambos
y luego se volvió a Theo. Después se miró los pechos y
después a los hombres de nuevo, como diciendo «¿es que
estáis ciegos? Llevo sentada aquí toda la noche con estas dos
y me vais a ignorar».
Tucker Case sí que la estaba ignorando. Bueno, de vez en
cuando inspeccionaba los domingos, mientras hablaba con Gabe
y Theo.
—Mira, alguacil, puede que hayamos empezado con mal pie...
—¿Mal pie? —La voz de Theo casi se quebró.
Estaba tan enfadado que parecía estar hablando con los
pechos de la mujer en lugar de con Tucker Case, que apenas
estaba unos centímetros más allá—. Usted me amenazó.
—¿Te amenazó? —dijo Gabe cambiando de postura para tener
mejor perspectiva de los pechos—. Eso está feo, colega. Acaban
de echar a Theo de casa.
—¿Os podéis creer que a nuestras edades nos podamos dar
estos batacazos? —preguntó Tuck apartando la mirada del
canalillo para demostrar la sinceridad de sus palabras. Se
sentía mal por haber chantajeado a Theo, pero, al igual que
ayudó a Lena a esconder el cuerpo, a veces era necesario
hacer cosas desagradables, y él, como piloto y hombre de
acción, las hacía.
—¿De qué está hablando? —inquirió Theo.

137
Maris_Glz
—Pues Lena y yo lo hemos dejado, alguacil. Poco después de
que ambos habláramos esta mañana.
—¿De verdad? —Theo también se desprendió del encantamiento
de los dos montes de carne.
—De verdad —dijo Tuck—. Y lamento que las cosas hayan ido
así.
—Eso no cambia las cosas, ¿no?
—¿Cambiaría algo si le dijera que ni yo ni Lena le hicimos daño
alguno al tal Dale Pearson?
—No creo que fuera un «tal» —se enfrentó Gabe a los pechos
—. Estoy seguro de que se ha confrmado que es Dale Pearson.
—Lo que sea —dijo Tuck—. ¿Cambiaría eso algo? ¿Te lo
creerías?
Theo no respondió inmediatamente, sino que más bien pareció
esperar una respuesta del escote.
—Sí, te creo ——dijo, mirando de nuevo a Tuck.
Tuck casi aspiró el ginger ale que se estaba bebiendo.
—Joder —dijo cuando dejó de toser—, eres un poli nefasto,
Theo. No puedes creer sin más a un extraño que te dice algo
en un bar. —Tuck no estaba acostumbrado a que lo creyeran,
por lo que tener delante a alguien que lo hacía por la cara...
—Eh, eh, eh —dijo Gabe—. Eso no venía a cuento...
—¡Que os jodan, tíos! —dijo la mujer de rojo. Saltó del
taburete y cogió sus llaves de la barra—. Yo también soy una
persona, ¿ sabéis? Y lo que tengo aquí abajo no son
micrófonos —dijo mientras quitaba los pechos de encima de la
barra y los meneaba en dirección a los que la habían ofendido.
El sonido de las llaves lograba desvirtuar completamente el
gesto.
—Oh, Dios mío —dijo Gabe.

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—¡No se puede ignorar a una persona así, sin más! Además,
sois todos demasiado viejos y sois unos fracasados. Prefero
pasar sola las Navidades, antes que estar cinco minutos con
cualquiera de vosotros —dicho lo cual, tiró unas monedas sobre
la barra, se volvió y salió del bar como una exhalación.
Como eran hombres, Theo, Tuck y Gabe se quedaron mirándole
el culo mientras se marchaba.
—¿Demasiado viejos? —dijo Theo—. Veintimuchos, quizá treinta y
pocos. No creo que la estuviéramos ignorando.
Mavis Sand cogió el dinero y meneó la cabeza.
—Le estabais prestando la atención necesaria. Algunas mujeres
sienten celos de sus propios atributos.
—Yo pensaba en icebergs —dijo Gabe—. Solo el diez por ciento
es visible y la parte verdaderamente peligrosa sigue
sumergida. Oh no, vuelvo a tener un ataque de blues. —Golpeó
la cabeza con la barra y la hizo rebotar.
—¿Quieres que te ayude a meterlo en el coche? —dijo Tuck,
mirando a Theo.
—Es un tipo muy listo—dijo Theo—. Tiene un par de doctorados
en flosofía.
—¿Entonces quieres que te ayude a meter en el coche al
doctor?
Theo estaba tratando de meter el hombro bajo el brazo de
Gabe, pero dado que era casi treinta centímetros más alto que
su amigo, la cosa no tenía muy buena pinta.
—Theo —ladró Mavis—, no seas tan imbécil. Deja que el hombre
te ayude.
Al cabo de tres intentos poco afortunados de levantar el peso
muerto en el que se había convertido Gabe Fenton, Theo
asintió en dirección a Tuck. Cada uno se hizo con un brazo y
arrastraron al biólogo hacía la puerta.

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Maris_Glz
—Si le da por vomitar, lo apunto hacia ti —dijo Theo.
—A Lena le encantaban estos zapatos —dijo Tuck—, pero haz lo
que creas necesario.
—No soy sexy, ronpoponpón —canturreó Gabe Fenton en
sintonía con el espíritu de las fechas—. Mis cualidades sociales
son nulas, ronpoponpón.
—¿Eso era una rima? —preguntó Tuck.
—Es un tipo listo —dijo Theo.
Mavis se les adelantó y les sostuvo la puerta abierta.
—¿Os veré en la festa de los solitarios, patéticos fracasados?
Se detuvieron, se miraron el uno al otro y sintieron la
camaradería que los unía en la patria de los fracasados. No sin
cierta renuencia, asintieron.
—La cena está a punto, ronpoponpón.

Mientras tanto, las chicas correteaban por toda la capilla de


Santa Rosa colocando la decoración y preparando la mesa para
la cena. Lena Márquez iba por la tercera vuelta a la estancia
con una escalera portátil, algo de cinta adhesiva y rollos de
papel crepé rojo y verde del tamaño de las ruedas de un
camión. El Price Chllli de San Junípero solo vendía un tamaño,
para que uno pudiera decorarse el trasatlántico de un paseo
sin necesidad de volver sobre los pasos. El acto de festonear
en serie había conseguido distraer su mente de los problemas,
pero ahora la capilla empezaba a parecerse a la madriguera
de un Ewok daltónico. Si alguien no intervenía pronto, los
invitados a la festa correrían el peligro de asfxiarse en una
alegre mazmorra de festivo cautiverio. Afortunadamente,
cuando Lena iba con su escalera a punto de empezar la cuarta
ronda, Molly Michon entró en la capilla abriendo de par en

140
Maris_Glz
par las puertas de doble hoja. El aire de la incipiente tormenta
irrumpió en el interior y arrancó el papel de los muros.
—¡Joder! —dijo Lena.
El papel crepé revoloteó en un vórtice en el centro de la
estancia y acabó amontonándose debajo de una de las mesas
del bufé que Molly había preparado a un lado.
—Ya te dije que una pistola de grapas funcionaría mejor que la
cinta adhesiva —dijo Molly. Sostenía tres cazuelas de acero
inoxidable llenas de lasaña y aun así logró cerrar las puertas
con los pies a pesar del viento. Así de ágil era.
—Esto es un lugar histórico, Molly. No se puede ir grapando
cosas a los muros.
—Ya, como si eso importara después del Juicio Final. Llévate
esto abajo y mételo en la nevera —dijo Molly mientras le
tendía las cazuelas a Lena—. Traeré la pistola de grapas del
coche.
—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió Lena—. ¿Te referes a
nuestras relaciones?
Pero Molly ya se había adentrado en el viento. Últimamente
había hecho cada vez más comentarios crípticos de ese tipo.
Era como si estuviese hablando con alguien más en la
habitación, aparte de Lena. Era extraño. Lena se encogió de
hombros y regresó al pequeño cuarto que había detrás del
altar y a las escaleras que conducían al piso inferior.
A Lena no le gustaba bajar al sótano de la capilla. En realidad
no era un sótano, sino más bien una bodega: paredes de
arenisca que desprendían olor a tierra mojada, un suelo de
cemento que se había puesto allí sin barrera de vapor
cincuenta años después de que se excavara el sótano, con una
mezcla tan permeable que producía una capa de limo en
invierno. Incluso cuando la estufa y la calefacción estaban

141
Maris_Glz
encendidas, nunca hacía demasiado calor. Además, los viejos
bancos de iglesia vacíos que se almacenaban ahí abajo
proyectaban sombras que le hacían sentirse como si alguien la
observara.
—Mmmm, lasaña —dijo Marty por Mañana, vuestro muerto de
las ondas cuando estáis al volante—. Tíos y tías, la señorita se
ha superado sin duda esta vez. ¿ Podéis oler eso?
El cementerio era todo un bullicio a la espera de la festa de
los solitarios.
—Es extremadamente inapropiado, eso es lo que es —dijo
Esther—. Supongo que es mejor que esa horrible Mavis Sand
con otra de sus barbacoas. A todo esto, ¿cómo es que sigue
viva? Es mayor que yo.
—Más que la suciedad, querrás decir —dijo Jimmy Antalvo, cuyo
rostro aun estaba incrustado en el poste telefónico de la
autopista de la costa del Pacífco, donde se había estrellado a
los diecinueve.
—Por favor, muchacho, si tienes que ser grosero, al menos
hazlo con originalidad —dijo Malcolm Cowley—. No combines el
tedio con el cliché.
—Mi mujer solía poner una capa de salchichas italianas
picantes entre cada capa de queso y tallarines —comentó
Arthur Tannbeau—. Eso sí que era todo un manjar.
—También explica lo del infarto, ¿no crees? —dijo Bess Leander.
El veneno le había dejado un extraño sabor de boca que ni
siete años de muerte habían atenuado.
—Pensaba que habíamos acordado no hablar de la culpabilidad
de la CDM —dijo Arthur—. ¿Es que no estábamos de acuerdo?
—CDM era como ellos llamaban a la causa de la muerte.
—Claro que sí —dijo Marty por la Mañana.
—Espero que canten El buen rey Wenceslao —suspiró Esther.

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Maris_Glz
—Por favor, cierra la puta boca con lo de El buen rey
Wenceslao. Nadie se conoce la letra, nunca se la ha sabido
nadie.
—Vaya por Dios, el nuevo está gruñón —dijo Warren Talbot,
antiguo pintor de paisajes que, después de un fallo del hígado
a los setenta, estaba ahora fertilizando uno.
—Bueno, será una maravillosa festa para cotillear —dijo Marty
por la Mañana—. ¿Habéis oído a la mujer del alguacil hablando
del Juicio Final? Esa mujer cada día está más de la olla.
—¡No lo estoy! —gritó Molly, que había bajado al sótano para
ayudar a Lena a hacer espacio en las dos neveras para las
ensaladas y los postres que aún quedaban por bajar.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó Lena, un poco
asustada por el estallido.
—Creo que está claro —dijo Marty por la Mañana.

143
Maris_Glz
12: El milagro navideño del ángel más tonto del
mundo

Se pone el sol. Llega Nochebuena. La lluvia caía con tanta


fuerza que parecía no haber espacio entre las gotas, sino más
bien que se estaba derramando un muro de agua, a ratos
horizontal debido a las rachas de viento de más de cien
kilómetros por hora. En el bosque que había tras la capilla de
Santa Rosa, el ángel masticaba sus Snickers y palpaba con
una mano húmeda las huellas de neumático que le recorrían el
cuello, mientras se lamentaba de no haber solicitado datos más
concretos.
Estuvo tentado de acudir de nuevo al muchacho y preguntarle
dónde estaba enterrado Papá Noel exactamente. Cayó en la
cuenta de que «en alguna parte del bosque detrás de la
iglesia» no era muy preciso que digamos. Pero volver atrás en
busca de datos más concretos arrebataría lo milagroso del
milagro.
Ese era el primer milagro de Navidad de Raziel. Lo habían
pasado por alto para ese tipo de tareas durante dos mil años,
pero al fn había llegado su turno. Bueno, en realidad había
llegado el turno del arcángel Miguel, pero Raziel acabó
haciéndose con el encargo al perder una partida a las cartas.
Miguel había apostado el planeta Venus contra su milagro
navideño de aquel año. ¡Venus! Aunque no estaba muy seguro
de lo que habría hecho con Venus si hubiese ganado, Raziel
sabía que necesitaba el segundo planeta, aunque solo fuese
porque era grande y luminoso.
No le gustaba lo abstracto de la misión del milagro navideño.
«Ve a la Tierra y encuentra un niño que haya pedido un deseo
de Navidad que solo pueda concederse mediante intervención
144
Maris_Glz
divina, y entonces se te otorgarán los poderes para conceder
dicho deseo». Había tres partes. ¿No sería mejor dar el
trabajo a tres ángeles diferentes? ¿No debería haber un
supervisor? Ojalá hubiera podido cambiar aquello por la
destrucción de una ciudad. Eso era mucho más sencillo.
Encuentras la ciudad, matas a todo el mundo, arrasas todos los
edifcios y si la cagas siempre puedes dar caza a los
supervivientes en las colinas y acabar con ellos con una
espada, cosa que a Raziel le proporcionaba especial gusto. A
menos que, por supuesto, destruyeras la ciudad equivocada, y
¿cuántas veces había hecho eso? ¿Dos? De todos modos, las
ciudades de aquellos tiempos no eran tan grandes, la gente
sufciente para llenar un par de Wal-Marts. Eso sí que sería
una misión, pensó el ángel: «¡Raziel! Ve a la Tierra y desata la
destrucción de dos Wal-Marts de buen tamaño, mata hasta
que mane la sangre de todos los establecimientos y no queden
más que escombros de los edifcios y, de paso, llévate unas
cuantas barritas de Snickers».
Un árbol cercano se partió con estrépito debido al fuerte
viento y el ángel salió de su ensoñación. Tenía que hacer el
milagro y largarse. Podía ver a través de la lluvia que la gente
empezaba a llegar a la pequeña iglesia, pugnando con el
viento y la lluvia mientras las luces del interior parpadeaban
para denotar el principio de la festa. No había marcha atrás,
se dijo el ángel. Solo tendría que pasar volando, cosa que,
habida cuenta de que era un ángel, debería dársele bien.
Alzó los brazos a ambos lados y la gabardina negra fuyó tras
él, transportada por el viento, gesto que exhibió las puntas de
sus alas dobladas. Con su mejor voz, lanzó el conjuro.
—¡Que el que aquí yace muerto se levante! —Hizo una especie
de movimiento con la mano para cubrir buena parte del área—.

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¡Que el que está muerto vuelva ala vida! ¡Levántate de tu
tumba esta Navidad y vive! —Raziel echó un ojo a la barrita a
medio comer que sostenía en la mano y pensó que quizá debía
ser más específco en cuanto a lo que se suponía que tenía
que pasar—. ¡Sal de la tumba, celebra, festeja!
Nada. No pasó nada.
Ahí, se dijo el ángel. Se metió en la boca lo que quedaba de la
barrita y se limpió las manos en la gabardina. La lluvia había
menguado un poco y pudo atisbar el bosque. No pasaba nada.
—¡Yo lo ordeno! —dijo, con su voz de ángel temible. Nada de
nada. Agujas de pino mojadas, algo de viento, árboles que se
bamboleaban, lluvia. Ningún milagro.
—¡Contemplad! —dijo el ángel—. ¡Pues no estoy de broma!
En ese instante sopló una ráfaga de viento y otro pino cercano
se partió y cayó a escasos centímetros del ángel.
—Ahí. Solo llevará un poco de tiempo.
Salió del bosque y bajó por Worchester hacia el pueblo.

—Vaya, me ha entrado mucha hambre de golpe —dijo Marty


por la Mañana, todo muerto.
—Lo sé —dijo Bess Leander, envenenada, aunque vivaz—. Me
siento realmente extraña. Hambrienta y algo más. Nunca me
sentí así antes.
—Oh, querida —dijo Esther, la profesora de escuela—, de
repente no puedo hacer otra cosa que pensar en sesos.
—¿Y qué hay de ti, chaval? —preguntó Marty por la Mañana—.
¿También estás pensando en sesos?
—Oh, sí —repuso Jimmy Antalvo—. Podría comer algo.

Afortunadamente, no hay 13.


Solo este álbum de fotos navideñas

146
Maris_Glz
En ocasiones, si se miran de cerca las fotos de familia, pueden
verse en los rostros de los niños los presagios de los adultos
en los que se convertirán. En los adultos, a veces puede verse
el rostro que hay detrás del rostro. No siempre, pero a veces...

Tucker Case

En esta foto podemos ver a una decente familia de California


posando a orillas del lago de su fnca en Elsinore, California (se
trata de una foto de 20x25 satinada y grabada en relieve con
la marca de un estudio fotográfco profesional).
Todos están curtidos y parecen gozar de buena salud. Tucker
Case ronda los diez años y va vestido con una chaqueta de
deportes con un escudo de deporte de vela en el bolsillo
frontal y unos mocasines adornados. Está delante de su madre,
que tiene el mismo cabello rubio y los mismos ojos azules
brillantes, una sonrisa amplia, no porque quiera exhibir el
acabado del dentista, sino porque está a punto de estallar de
la risa de un segundo a otro. Tres generaciones de Case
(hermanos, hermanas, tíos, tías y primos) están perfectamente
peinadas, planchadas, lavadas y lustradas. Todos sonríen, a
excepción de la muchachita del fondo, que luce una expresión
de abyecto terror en la cara.
Una mirada más cercana revela que algo está tirando de la
parte trasera de su vestido navideño a la izquierda y,
escondida a un lado, saliendo a hurtadillas de la chaqueta de
deportes azul, está la mano del joven Tuck, que acaba de
robar un incestuoso pellizco del trasero su prima Janey de
once años.
Lo interesante de esta foto no es el subrepticio botín, sino la
causa, porque el Tucker Case que vemos aquí está en una

147
Maris_Glz
edad en la que le interesa más romper cosas que el sexo,
aunque es precozmente consciente de que sus actos van a
alterar a su prima. Esa es su razón de ser. Hay que subrayar
que Janey-Robbins Case destacará como una picapleitos de
éxito y abogada de los derechos de las mujeres, mientras que
Tucker Case acabará siendo un triste adicto al sexo abocado a
romperse el corazón cada dos por tres, y con un murciélago
de la fruta por mascota.

Lena Márquez

Esta foto fue tomada en algún patio durante un día soleado.


Hay niños por todas partes, y está claro que se está
celebrando una gran festa.
Ella tiene seis años y lleva un vaporoso vestido rosa y unos
zapatos de charol. Está muy mona, con su largo pelo negro
recogido en dos colas de caballo con lazos rojos que revolotean
tras ella como cometas de seda mientras ella corretea en
busca de una piñata. Tiene los ojos vendados y la boca bien
abierta, y exhala al mundo esa aguda sonrisa que es el sonido
mismo de la alegría porque acaba de dar con algo duro con el
palo y está segura de que han caído los caramelos, los
juguetes y las matracas para deleite de todos los niños. Lo que
en realidad ha hecho ha sido golpear a su tío Octavio en los
cojones.
El tío Octavio ha sido captado en el momento justo de la
transición, cuando su expresión pasa de la alegría a la
sorpresa, y de ahí al dolor, todo en un instante. Lena aún
parece dulce y adorable, inmaculada por el desastre que
acaba de crear. ¡Feliz Navidad!1

1
N. del editor: en castellano en el original.

148
Maris_Glz
Molly Michon

Es la mañana de Navidad, y nos encontramos en medio de la


tormenta de la apertura de regalos. Hay papel de regalo y
lazos esparcidos por el suelo y a un lado podemos ver una
mesa de café sobre la cual hay un cenicero del tamaño de un
tapacubos rebosante de colillas y una botella vacía de Jim
Beam. En el centro se encuentra una Molly Achevsky de seis
años (se cambió el apellido por el de Michon a los diecinueve
siguiendo el consejo de un agente: «porque suena francés que
te cagas y a la gente le encanta eso»). Molly lleva un vestido
rojo de bailarina con lentejuelas, botas de hule a juego que le
llegan casi hasta la mitad de la pierna y luce una atrevida
sonrisa con un agujero donde deberían estar los dientes
frontales. Tiene un pie metido en un camión basurero Tonka
como si lo acabara de conquistar en una dura lucha. Su
hermano pequeño Mike, de cuatro años, intenta arrebatarle el
trofeo de los pies con lágrimas en los ojos. El otro hermano de
Molly, Tony, de cinco años, mira a su hermana hacia arriba,
como si fuese la princesa de todo lo bueno. Ella ya le ha
derramado encima todo un cuenco de Lucky Charms, como
hace con los dos cada mañana.
Al fondo, vemos a una mujer en bata tumbada en el sillón, con
una mano fáccida que sostiene un cigarrillo que se ha
consumido hace horas. La plateada ceniza ha dejado una
mancha en la alfombra.
Nadie sabe quién tomó la foto.

149
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Dale Pearson

Esta fue tomada hace pocos años, cuando Dale aún estaba
casado con Lena. Nos encontramos en la festa de Navidad de
la hermandad del Caribú y Dale está, una vez más, disfrazado
de Papá Noel, sentado sobre un trono improvisado. Está
rodeado de juergüistas borrachos que no paran de reír
mientras sostienen diversos artículos de broma que Dale ha
ido distribuyendo durante la noche. Dale sostiene su propio
artículo, un pene de goma de 35 centímetros tan grueso como
una lata de sopa. Lo esgrime ante Lena con mirada lasciva y
ella, enfundada en un vestido negro de cóctel y un collar de
perlas, recibe con cierto horror sus palabras, a saber: «Luego
daremos buen uso a este bribón, ¿no, cielito?».
La ironía de todo esto es que más tarde, esa misma noche, él
se puso uno de sus antiguos uniformes de las SS alemanas
(menos los botines) y le pidió a Lena que hiciese con su nuevo
amiguito exactamente lo mismo que ella le dijo que podía hacer
con él en la festa. Nunca sabría si fue ella quien le dio la
idea, pero supondrá una piedra angular en su inminente
divorcio.

Theophilus Crowe

A los trece años, Theo Crowe ya mide casi dos metros y pesa
cincuenta kilos. Es la típica escena de los tres Reyes Magos
tras la estrella. La clase de música de 7° está tocando Amahl
y los visitantes nocturnos. Aunque en un principio se pensó que
Theo fuese uno de los Reyes, ahora está disfrazado de

150
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camello. Las orejas son la única parte de su cuerpo
proporcionada y parece un camello de alambre salido de la
mano del mismo Salvador Dalí. Perdió la oportunidad de
interpretar a Baltasar, el rey etíope, cuando anunció que los
Magos habían llegado con oro, Frankenstein y mirra. Más
tarde, él, los otros dos camellos y la cabra fueron suspendidos
por fumarse la mirra (nunca los habrían cogido si la cabra,
entre bastidores, no hubiese propuesto jugar a «mata al
hombre con el niño Jesús». Evidentemente, la mirra era lo
primero que se fumaban).

Gabe Fenton

Esta la tomaron el año pasado en el faro donde Gabe tiene la


cabaña. Al fondo puede verse el faro y las olas espumosas
azuzadas por el viento. Puede decirse que es un día ventoso
porque el gorro de Papá Noel que luce Gabe se agita hacia un
lado mientras sostiene los cuernos de reno sobre la cabeza de
Skinner. Acuclillada cerca de ellos, embutida en una chaqueta
roja de estilo casaca napoleónica de St. John de mil dólares,
con botones de bronce y entrelazados dorados en los hombros,
está la doctora Valerie Riordan. El corte de su pelo castaño
rojizo hace que se oculte tras las orejas para resaltar los
pendientes de aro de diamantes. Lleva la cara pintada como
una puerta, como si se la hubieran lijado y un equipo de
efectos especiales se la hubiera repintado para que pareciera
más brillante, mejor y más ágil que cualquier rostro humano.
Intenta sonreír a la cámara con todas sus fuerzas. Se agarra
el pelo con una mano, y parece estar acariciando a Skinner,
pero si lo examina más de cerca queda claro que lo está
apartando. Una carrera en sus medias a la altura de la rodilla

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delata un pretérito intento por parte de Skinner de frotarse
contra la pierna de la hembra del tipo de la comida.
Gabe presenta un aire desaliñado con su chaqueta militar y
sus botas de montaña. Lleva en botas y pantalones una capa
de arena, porque esa mañana ha estado encima de las focas,
pegando dispositivos de seguimiento por satélite en sus lomos.
Luce una sonrisa amplia y llena de esperanza, sin la menor
idea de que algo no encaja en esta foto.

Roberto T., el murciélago de la fruta

Esta foto fue tomada en la isla de Guam, el lugar de


nacimiento de Roberto. Hay palmeras en primer plano. Salta a
la vista que es joven, porque todavía no lleva sus gafas Ray
Ban ni tiene un dueño al que llevarle mangos. Está enrollado
en una corona de fores navideña hecha de frondas de
palmera decorada con pequeñas papayas y nueces de palma
rojas. Se relame la pulpa de papaya de su cara perruna. Las
niñas que lo encontraron en la corona esa mañana posan a
ambos lados de la puerta de la que cuelga la corona. Ambas
tienen el pelo moreno largo y rizado de su madre de
Chamorro, y los ojos verdes de su padre católico irlandés y
piloto estadounidense. El padre es el que está tomando la foto.
Las niñas llevan unos vestidos foreados con mangas vaporosas.
Más tarde, después de acudir a la iglesia, tratarán de meter a
Roberto en una caja para luego cocinarlo y servirlo con
tallarines. Aunque escapará, el incidente traumatizará al joven
murciélago y dejará de hablar durante años.

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Maris_Glz
14: La camaradería en unas Navidades
solitarias

Theo se puso la camisa de policía para la festa de Navidad


para solitarios. No es que no tuviera otra cosa que ponerse,
porque aún le quedaban un par de prendas limpias y una
sudadera de pesca en el Volvo que había conseguido llevarse
de la cabaña, sino que con la tormenta encima sintió que debía
acudir en calidad de ofcial de la ley. Su camisa del uniforme
tenía unas charreteras en los hombros (sirven para, eh…
bueno, sujetar un gorro..., para llevar al loro, ah, no…) que
estaban muy chulas y tenían aspecto militar, y además tenía
un pequeño orifcio en el bolsillo donde podía sujetar la placa
y otro donde podía meter un bolígrafo, lo que era muy
práctico en medio de una tormenta si lo que se quería era
tomar notas de algo así como: «siete de la tarde, aún hace un
viento de cojones».
—Vaya, hace un viento de cojones —dijo Theo. Eran las siete de
la tarde.
Theo estaba en un rincón de la estancia principal de la capilla
de Santa Rosa junto a Gabe Fenton, que vestía una de sus
camisas de científco: una prenda caqui con muchos bolsillos,
aberturas, botones, huecos, charreteras, cremalleras, tiras de
velero y demás chismes donde perderlo todo irremisiblemente
y lijarte los pezones mientras rebuscas en todo ello y dices:
«sé que lo tenía en alguna parte».
—Sí —dijo Gabe—. Soplaba a ciento veinte por hora cuando salí
del faro.
—¿Lo dices en serio? ¿Ciento veinte millas por hora? Vamos a
morir —dijo Theo. De repente se sentía mejor.

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Maris_Glz
—Kilómetros por hora —matizó Gabe—. Ponte delante de mí, me
está mirando. —Agarró a Theo por la charretera (¡ajá!) y tiró
de él para evitar que lo observaran desdé el otro lado de la
sala. Allí, enfundada en un Armani y unos Ferragamos rojos,
Valerie Riordan bebía a sorbos un refresco de arándano con
soda de un vaso de plástico.
—¿Qué hace ella aquí? —murmuró Gabe—. ¿Es que no ha
recibido una oferta mejor de algún ejecutivo guapo o algo así?
—Gabe pronunció la palabra «ejecutivo» como si le supiese a
podrido y necesitara escupirla antes de que le pusiera
enfermo, que era exactamente como quería que sonase.
Aunque Gabe no vivía en una torre de marfl, sí que lo hacía
cerca de una, y eso le daba una perspectiva sesgada de los
negocios.
—El ojo te está temblando de mala manera, Gabe. ¿Estás bien?
—Creo que es culpa de los electrodos. Está muy guapa, ¿no
crees?
Theo miró en dirección a la ex novia de Gabe. Se fjó en los
tacones, las medias, el maquillaje, el pelo, las líneas de su
traje, la nariz, los labios, y se sintió: como si estuviera
contemplando un coche deportivo que no se podía permitir,
que no sabría conducir y con el que solo podía imaginarse
atrapado entre hierros arrugados, aplastados contra un poste
telefónico.
—El color de labios va a juego con sus zapatos —dijo Theo, sin
responder del todo a su amigo. No era habitual ver esas cosas
en Pine Cove. Bueno, Molly tenía un pintalabios negro que iba
a juego con sus botas, las que se solía poner sin nada más,
pero la verdad era que no quería pensar en ello. De hecho, de
momento solo tendría signifcado si pudiera compartirlo con

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Maris_Glz
Molly, cosa que sabía que no iba a ser posible y le produjo
unos fugaces celos de los temblores de Gabe.
Las puertas dobles se abrieron y el viento irrumpió en la
capilla, se llevó un par de puestos de papel crepé que aún
colgaban de la pared y tiró un par de adornos del·árbol de
Navidad gigante. Tucker Case entró con la chaqueta empapada
y una cabeza peluda en la cremallera la medio abrochar.
—No se admiten perros —advirtió Mavis Sand, mientras
pugnaba con las puertas para cerrarlas—. Los dos últimos años
hemos dejado venir a niños y tampoco me ha gustado la idea.
Tuck empujó la otra puerta hasta cerrada y luego ayudó a
Mavis con la suya.
—No es un perro —dijo.
Mavis se volvió y clavó la mirada en la cara de Roberto, que
emitió un leve ladrido.
—Eso es un perro —dijo ella—. No se parece mucho a un perro,
lo admito, pero es un perro. Y lleva puestas gafas de sol.
—¿Y?
—Está oscuro, imbécil. Líbrate del perro.
—Que no es un perro —insistió Tuck, y, para ilustrar su
argumento, se desabrochó la chaqueta, cogió a Roberto por
las patas y lo lanzó al techo. El murciélago emitió un gañido,
extendió las alas correosas y voló hasta la cima del árbol,
donde se aferró a la estrella, la giró a medias y se colgó de
ella con aspecto un tanto escalofriante a pesar de las alegres'
gafas rosas.
Todo el mundo, unas treinta personas, dejó lo que estaba
haciendo y miró. Lena Márquez, que había estado cortando
lasaña en porciones cuadradas en la mesa del bufé, miró
también, vio de soslayo a Tuck y apartó la mirada. A excepción
del radiocasete, que no dejaba de emitir villancicos reggae, y

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el viento y la lluvia que aporreaban desde el exterior, reinaba
un absoluto silencio.
—¿Qué? —dijo Tuck a todo el mundo—. Actuáis como si no
hubieseis visto un murciélago en vuestra vida.
—Parecía un perro —dijo Mavis, a su espalda.
—¿Entonces no tenéis una política de exclusión de murciélagos?
—dijo Tuck, sin darse la vuelta.
—Supongo que no. ¿Sabías que tienes un culo estupendo, chico
piloto?
—Sí, es una maldición —repuso Tuck. Echó un ojo al techo en
busca de algún muérdago bajo el cual pudiera quedar
atrapado, vio a Theo y a Gabe y enfló en línea recta el rincón
donde se escondían.
—Oh, Dios mío —dijo Tuck mientras se acercaba—. ¿Habéis visto
a Lena, chicos? Está buenísima, ¿no creéis? Cuánto la echo de
menos.
—Por Dios, tú también no —dijo Theo.
—Ese gorro de Papá Noel me vuelve loco.
—¿Eso es un Pteropus tokudae? —preguntó Gabe, asomándose
furtivamente desde detrás de Theo y haciendo un gesto con la
cabeza hacia el árbol y el murciélago.
—No, es Roberto. ¿ Por qué te escondes detrás del alguacil?
—Mi ex está aquí.
—¿Esa pelirroja trajeada? —preguntó después de mirar.
Gabe asintió.
Tuck lo miró, luego otra vez a Val Riordan, que ahora charlaba
con Lena Márquez, y de nuevo a Gabe.
—Caramba, sacaste los pies de tu banco genético, ¿eh?
Permíteme que te estreche la mano. —Rodeó a Theo y·le
ofreció la mano al biólogo.
—No nos caes bien, ¿sabes? —dijo Theo.

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—¿De veras? —Tuck replegó la mano. Se inclinó para mirar a
Gabe—. ¿De veras?
—No es para tanto—dijo Gabe—. Es solo que está un poco
enfadado.
—No estoy enfadado —dijo Theo, pero la verdad es que sí
estaba un poco enfadado. Un poco triste. Un poco fumado. Un
poco descompuesto porque la tormenta no hubiese estallado
con la fuerza que había deseado y un poco emocionado ante la
posibilidad de que aquello acabara como un desastre.
Theophilus Crowe sentía una íntima predilección por el
desastre.
—Comprensible —dijo Tuck, apretando el hombro de Theo—. Tu
mujer era un bomboncito.
—Es un bomboncito —le corrigió Theo, y luego añadió—: ¡Eh!
—Está bien—dijo Tuck—. Has sido un hombre afortunado.
Gabe Fenton estrechó el otro hombro de Theo.
—Es verdad —le dijo—. Cuando Molly no está como una cabra
es un verdadero bomboncito. La verdad es que lo es aunque
esté como una cabra.
—¡Podéis dejar de llamar a mi mujer bomboncito! Tampoco sé
muy bien qué quiere decir eso.
—Es algo que decimos en las islas —dijo Tuck—. Lo que quiero
decir es que no tienes nada de lo que avergonzarte. Los dos
habéis tenido una buena trayectoria. No creo que vaya a
perder el juicio para siempre. Sabes, Theo, de tanto en tanto
Eraserhead se ve con Tinker Bell, o Sling Blade Carl se case
con Lara Croft; esas cosas nos dan esperanza, pero, no se
puede contar con ello. Porque los tíos como nosotros
deberíamos estar solos si algunas mujeres no tuvieran un
profundo sentido de autodestrucción. ¿Me equivoco, profesor?

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—Es verdad —dijo Gabe con un gesto parecido al de jurar
sobre la Biblia. Theo lo atravesó con la mirada.
—Con el tiempo, la mujer cae en la cuenta —continuó Tuck.
—Lo único que pasa es que ha dejado de tomarse la
medicación.
—Lo que sea —dijo Tuck—. Solo digo que es Navidad y deberías
estar contento de haber engañado a alguien para que te
amara.
—La voy a llamar —dijo Theo. Sacó el móvil del bolsillo de su
camisa de policía y apretó el botón del número de casa.
—¿Val lleva pendientes de perlas? —preguntó Gabe—. Se los
compré yo.
—Salpicaduras de diamantes —dijo Tuck, mirando por encima del
hombro.
—Maldita sea.
—Mirad a Lena con su gorro de Papá Noel. Esa mujer tiene un
talento con el oropel, no sé si me explico.
—No tengo ni idea de lo que quieres decir—admitió Gabe.
—Yo tampoco. Solo ha sonado raro —dijo Tuck. ·
Theo cerró de golpe el teléfono.
—Os odio a los dos.
—No lo hagas —dijo Tuck.
—¿No hay línea? —preguntó Gabe.
—Voy a ver si la radio de la policía que tengo en el coche
funciona.

La lluvia inundaba el patio trasero de la capilla mientras los


muertos se tiraban unos a otros del fango.
—Esto parecía más fácil en las películas —dijo Jimmy Antalvo,
que estaba enterrado en el barro hasta la cintura, mientras
Marty por la Mañana y el nuevo de rojo tiraban de él. Las

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palabras de Jimmy salían un poco correosas y viscosas, entre
el barro y una estructura facial que en su mayoría consistía
en cera funeraria y alambre—. Pensé que nunca llegaría a salir
de ese ataúd.
—Chico, estás mejor que una pareja que acabamos de sacar —
dijo Marty por la Mañana mientras señalaba a una pila de
frágil carne descompuesta y animada que antaño había sido un
electricista. La masa pastosa emitió una especie de gemido.
—¿Quién es? —preguntó Jimmy. La lluvia torrencial le había
limpiado el barro de los ojos.
—Se llama Alvin —dijo Marty—. Es lo único que hemos entendido
de todo lo que ha dicho.
—Antes hablaba mucho con él —dijo Jimmy.
—Ahora es diferente —dijo el tipo del uniforme rojo—. Ahora
estás hablando de verdad, no solo pensando en ello. A ese le
ha vencido la garantía del equipamiento de voz.
Marty, que en vida había sido muy corpulento, pero que había
adelgazado desde su muerte, se inclinó y agarró bien el brazo
de Jimmy y dio un tirón. Se produjo un sonoro chasquido y
Marty cayó de espaldas sobre el barro. Jimmy Antalvo
meneaba la manga vacía de su chaqueta de cuero mientras
gritaba:
—¡Mi brazo! ¡Mi brazo!
—Joder, tenían que haberte cosido eso mejor —dijo Marty con
el brazo en el aire mientras la mano huerfana parecía
gesticular en una tétrica versión de saludo de desfle.
—Toda esta jerigonza de muertos es asquerosa —dijo Esther, la
maestra de escuela, que estaba a un lado, junto a otros que ya
habían salido de sus sepulturas. La lluvia estaba arrancando
los últimos harapos de su mejor vestido de los domingos, que

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con el tiempo había quedado reducido a unos colgajos de
calicó—. No puedo con ella.
—¿No tienes hambre? —dijo el nuevo mientras el agua llena de
barro se escurría por su barba de Papá Noel. Fue el primero
en salir, porque no había tenido que salir de un ataúd—. Pues
nada, cuando saquemos al chico te volvemos a meter en tu
agujero.
—No he dicho eso —se defendió Esther—. No me importaría
picar algo, algo ligero. A Sand, quizá. No creo que esa mujer
tenga sesos sufcientes para untarlos en una galletita.
—Entonces cierra el pico y ayuda a sacar a los demás.
No muy lejos, Malcolm Cowley contemplaba desilusionado a uno
de los miembros menos articulados de los muertos vivientes
que acababan de salir de su tumba y lucía sus buenas
porciones de hueso entre la carne podrida. El librero muerto
se retorcía la chaqueta de lana y sacudía la cabeza cada dos
por tres.
—¿De repente todos somos unos glotones? —dijo—. Pues a mí
siempre me ha gustado el mobiliario sueco moderno por su
diseño funcional y no por ello menos elegante, así que cuando
nos hayamos sorbido los sesos de todos esos juerguistas tengo
ganas de buscar una de esas tiendas de las que tanto he oído
hablar en las bodas de la capilla. Primero a comer, y luego a
Ikea.
—Ikea —canturrearon los muertos—. Primero a comer, luego a
Ikea.
—¿Me puedo comer el cerebro de la mujer del alguacil? —
preguntó Arthur Tannbeau—. Me da a mí que va a estar
picante.

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—Primero sacamos a todo el mundo y luego comemos —dijo el
nuevo, que estaba acostumbrado a decir a la gente lo que
tenía que hacer.
—¿Quién se ha muerto y te ha nombrado jefe? —inquirió Bess
Leander.
—Todos vosotros —repuso Dale Pearson.
—No le falta parte de razón —dijo Marty por la Mañana.
—Creo que mientras vosotros termináis aquí me daré un paseo
por el aparcamiento. Cáspita, parece que no ando muy bien —
dijo Esther arrastrando un pie hacia atrás y horadando un
surco en el barro—. Pero lo de Ikea suena a deliciosa aventura
para después del almuerzo.
Nadie sabe por qué, pero lo que más gusta a los muertos
después de comerse los sesos de los vivos es el mobiliario
prefabricado asequible.

En el aparcamiento, Theophilus Crowe veía como el agua


acumulada en las orejas se sustituía por babas de perro.
—Bájate, Skinner. —Theo empujó al gran perro y activó el
micrófono de la radio de la policía. Había ajustado los
controles, pero no obtuvo más que unas voces lejanas, unas
palabras por aquí, un poco de estática por allá. Al caer sobre
el coche, la lluvia hacía tanto ruido que Theo tuvo que poner
la cabeza debajo del salpicadero para escuchar mejor por el
pequeño altavoz y Skinner, por·supuesto, se lo tomó como una
invitación para lamer más lluvia de las orejas de Theo.
—¡Ay, Skinner! —Theo agarró el hocico del perro y lo apuntó
hacia el asiento. No era el hecho de estar calado hasta los
huesos, ni el aliento del perro, que era considerable, sino el
ruido. Había demasiado ruido. Theo buscó la consola que había
entre los asientos y encontró medio palito para perros

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envuelto. Skinner se tragó el pequeño palo de carne y saboreó
la grasienta bendición pegando las costillas a la oreja de Theo.
Theo apagó la radio de mala gana. Uno de los problemas de
vivir en Pine Cave rodeados de los omnipresentes pinos
Monterrey era que los árboles de Navidad dejaban de parecer
árboles de Navidad, y empezaban a parecer mapas para el
polvo plantadas hacia arriba, un gran velero de agujas y conos
en lo más alto de un tronco largo y delgado y un sistema de
raíces estilo tortilla; en defnitiva, un árbol tremendamente
propenso a caerse si sopla mucho viento. Así que, cuando El
Niño hizo acto de presencia con sus tormentas, los primeros en
fallar fueron los repetidores de los teléfonos móviles y la
televisión por cable, que perdieron la energía; luego el pueblo
perdió el suministro general de energía y las líneas
telefónicas pararon de funcionar, dejando a toda la localidad
incomunicada. Theo lo había visto antes y no le gustaba la
perspectiva. La calle Cypress estaría inundada antes del
amanecer y la gente estaría remando sobre la agencia
inmobiliaria y las galerías para mediodía.
Algo golpeó el coche. Theo encendió los faros, pero la lluvia
caía con tanta vehemencia y los cristales estaban tan
empañados con el aliento del perro que no pudo ver nada. Dio
por sentado que se trataba de una pequeña rama de árbol.
Skinner ladró y su ladrido resonó estruendoso en el
habitáculo cerrado. Podría ir a patrullar al centro del pueblo,
pero con el Cuerno cerrado por Nochebuena no se imaginaba
por qué tendría nadie que estar rondando aquella zona.
¿Volver a casa? ¿Intentarlo con Molly? La verdad es que ella
estaba mejor equipada con su Honda a tracción a las cuatro
ruedas para conducir por el temporal y era lo sufcientemente
lista como para quedarse en casa. Intentó no tomarse

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personalmente el hecho de que no hubiera acudido a la festa.
Trató de tomarse en serio las palabras del piloto de que no se
merecía a una mujer como ella.
Miró hacia abajo y allí, envuelta en papel burbuja sobre el
salpicadero, estaba la pipa de cristal. Theo la cogió, la
contempló, se sacó de uno de los bolsillos una lata de película
llena de brotes verdes y empezó a llenar la pipa.
Theo quedó momentáneamente cegado por el destello del
mechero, al tiempo que algo arañaba la carrocería del coche.
Skinner brincó al asiento delantero y ladró a la ventana,
meneando el rabo contra la cara de Theo.
—Tranquilo, chico, tranquilo —le dijo Theo, pero el gran perro
estaba ahora rascando el panel de vinilo de la puerta.
Consciente de que luego tendría que lidiar con un enorme
perro mojado, pero también de que tenía que plantar un pino o
algo, Theo decidió abrir la puerta del pasajero. Skinner saltó
hacia fuera y el viento la cerró tras él.
Hubo un alboroto fuera, pero Theo no podía ver nada y supuso
que Skinner estaba hurgando en el barro. El alguacil se
encendió la pipa y se perdió en las burbujas de reconfortante
humo.
Fuera del coche, a menos de tres metros, Skinner arrancaba
tan alegremente la cabeza de una maestra de escuela. Sus
brazos y piernas se agitaban y su boca no paraba de moverse,
pero el animal ya había arrancado buena parte de la
desmejorada garganta y meneaba su cabeza de un lado a otro
entre las mandíbulas. Un avezado lector de labios habría
podido deducir que Esther estaba diciendo «solo quería probar
un poco de su cerebro. Esto está completamente fuera de
lugar, jovencito».
Seguro que me gano una regañina por esta, pensó Skinner.

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Theo salió del coche y metió los pies en una papilla de barro
hasta los tobillos. A pesar del frío, el viento, la lluvia y el lodo
que le chorreaba por las botas, Theo suspiró, ya que estaba
profunda y tristemente fumado, deslizándose hacia un cómodo
lugar donde todo, incluida la lluvia, era culpa suya y tenía que
aprender a vivir con ello. No era un episodio sensiblero de
autocompasión de las que se derivan de un güisqui irlandés, ni
una reprimenda airada empapada en tequila, ni siquiera un
arranque de paranoia, sino más bien un poco de melancolía, de
odio hacia uno mismo y la comprensión de lo fracasado que
era.
—Skinner, vuelve aquí. Venga, chico, vuelve al coche. Theo
apenas podía ver a Skinner, pero el perro estaba de espaldas
arrastrando algo que parecía un montón de ropa mojada, como
si mordisquease una y otra vez con la boca abierta y la lengua
colgando.
Probablemente sea un mapache muerto, pensó Theo, tratando
de quitarse la lluvia de los ojos. Yo nunca he estado tan
contento. Nunca lo estaré.
Dejó al perro con su festa particular y se arrastró de nuevo
hacia la festa. Sintió una mano al cuello mientras trataba de
alcanzar con difcultad las puertas dobles y luego creyó
escuchar un lamento cuando las cerró tras de sí, pero
seguramente era el viento. La verdad es que no parecía el
viento, pero tenía que serlo.

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15: Un fugaz flash de Molly

—¡Por el cuerno escarlata de Nigoth, yo te ordeno que hiervas!


—chilló la Nena Guerrera. ¿De qué servía un poder superior si
no era capaz de ayudarte· siquiera a hacer la sopa de fdeos?
Molly estaba junto a la estufa, desnuda a excepción del ancho
ceñidor del que colgaba la vaina de su espadón en el centro
de su espalda, lo que le otorgaba el aspecto de alguien que
había ganado honores en la cabalgata de Miss Nudista Violenta
Aleatoria. Tenía la piel empapada de sudor, no porque hubiese
estado trabajando fuera, sino porque había hecho añicos la
mesa del café con su espada rota y la había quemado en la
chimenea junto con dos sillas del juego de comedor. Hacía un
calor sofocante en la cabaña. Aún no se había ido la luz, pero
no tardaría, y la Nena Guerrera de Allende la Frontera había
activado a su modo de supervivencia un poco antes que el
resto de la gente. Estaba en la descripción de su trabajo.
—Es Nochebuena —dijo el narrador—. ¿No deberíamos cenar
algo más festivo?·¿Ponche de huevo? ¿Qué tal una galletitas
de azúcar con la forma de Nigoth? ¿Tienes confeti morado?
—¡Te conformarás con nada! No eres más que un fantasma sin
alma que me acosa y se agita en mi mente como una araña.
Cuando llegue mi cheque el día 5, te desterraré al abismo
para siempre.
—Yo solo digo: ¿desmenuzar la mesa del café? ¿Gritarle a la
sopa? Creo que podrías canalizar tus energías de una manera
más positiva. Algo más acorde con el espíritu navideño.
En un fugaz fash de Molly, la Nena Guerrera se dio cuenta de
que había una línea que podía atravesar, donde el narrador se
convertía en la voz de la razón en oposición a la voz molesta

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que trataba de inducirle acciones. Bajó el fuego hasta el punto
medio y fue al dormitorio.
Puso un taburete al lado del armario y se subió a ver si podía
alcanzar la estantería de atrás. El problema de casarse con un
tipo tan alto era que más de una vez te veías escalando
muebles para alcanzar cosas que se pusieron ahí por
conveniencia. Eso, y que hacía falta una plancha industrial
para planchar una de sus camisas. No es que lo hiciera muy a
menudo, pero cuando se intenta acometer una arruga en una
manga de un metro, tienes muchas probabilidades de no
plancharla de una vez. Ya estaba chifada, no necesitaba tener
que llevar a cabo tareas frustrantes.
Tras palpar la estantería más alta y recorrer la funda de la
Glock de Theo, su mano dio con un paquete envuelto en
terciopelo. Bajó del taburete y se llevó el paquete al sillón,
donde se sentó y lo desenvolvió lentamente.
La vaina estaba hecha de madera. De alguna manera había
sido laminada con capas de seda negra, de tal forma que
parecía beberse la luz de la habitación. El puño estaba
envuelto con un cordón de seda negra y la guarda estaba
decorada con unas fligranas que reproducían la imagen de un
dragón. La cabeza de marfl de un dragón sobresalía del pomo.
Cuando extrajo la espada de la vaina, contuvo el aliento.
Enseguida supo que era real, antigua, y tenía que haber sido
extraordinariamente cara. Era la hoja más aflada que jamás
había visto, y era un tashi, no una katana. Theo sabía que
preferiría la espada más larga y pesada para ensayar, que
pasaría horas entrenando con esa valiosa antigüedad y no la
encerraría en· una urna para limitarse a mirarla.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos y la hoja se convirtió
en una difusa mancha plateada. Había puesto en riesgo su

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libertad y su orgullo para comprar esa espada, para admitir
esa parte de ella que todo el mundo parecía querer perder de
vista.
—Se te va a quemar la sopa —dijo el narrador— niñita
sentimental y mariquita.
Y así era. Podía oír el siseo del agua al caer sobre el fuego.
Molly se puso en pie y buscó un lugar donde poner la espada.
Hacía ya tiempo que la mesa del café se había convertido en
cenizas. Miró la estantería que había debajo de la ventana de
delante y en ese momento se produjo un estruendo
ensordecedor al ceder uno de los pinos de fuera, seguido por
crujidos más suaves a medida que se llevaba por delante
ramas y árboles más bajos de camino al suelo. Se produjeron
unos destellos en el exterior y la luz se fue mientras la
cabaña entera se estremecía con el impacto del árbol en el
patio frontal. Molly pudo ver cómo las líneas eléctricas emitían
destellos naranjas y azules en la noche. Por la ventana
también pudo ver una oscura silueta que la observaba.
A pesar de que habían acudido muchos solitarios a la festa
navideña para solitarios, se suponía que no debía parecerse a
las escenas habituales del Cuerno de Caracol. Solía pasar que
la gente se conocía allí, se hacían amantes y amigos, pero ese
no era el objetivo. En un principio era una excusa para que
gente de la zona sin familia o amigos con los que pasar la
Navidad se reuniera, igual que quien no quisiera pasarla en
soledad o inmerso en un coma inducido por el alcohol, o ambas
cosas. Con el paso de los años se había convertido en un
acontecimiento más esperado que las tradicionales reuniones
con familia y amigos.

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—No puedo imaginarme un espectáculo más terrorífco que
pasar las Navidades con mi familia —dijo Tucker Case, cuando
Theo se reunía con el grupo—. ¿Tú qué dices, Theo?
Había otro tipo con Tuck y Gabe, un rubio calvo que tenía
aspecto de atleta entrado en años, vestido con el uniforme
rojo del mando de la fota estelar y unos pantalones holgados.
Theo recordó que era el padrastro de Joshua Barkerl novio de
la madre/loquesea, Brian Henderson.
—Brian —dijo Theo, que había recordado el nombre en el último
segundo, mientras le extendía la mano para estrechársela—.
¿Qué tal? ¿Emily y Josh están aquí?
—Eh, sí, pero no conmigo —dijo Brian—. Cada uno va por su
lado.
Tuck se acercó.
—Le dijo al niño que Papá Noel no existe y que la Navidad no
era más que una brillante estratagema pergeñada por los
comerciantes para vender más. ¿Qué más dijo? Ah, sí, que San
Nicolás fue famoso en su día porque devolvió a la vida a unos
niños que fueron descuartizados y metidos en conserva. La
madre del niño lo echó.
—Oh, lo siento —dijo Theo.
—No nos llevábamos muy bien —dijo Brian meneando la cabeza.
—Encaja con nosotros —dijo Gabe—. Mira qué camiseta más
chula.
—Es roja. —Brian se encogió de hombros, un tanto abochornado
—. Pensé que iría bien con eso de la Navidad. Ahora me
siento…
—Ja —interrumpió Gabe—. Los tíos que llevan la camiseta roja
nunca llegan a la segunda pausa de anuncios —le dijo con un
puñetazo cariñoso en el brazo en gesto de solidaridad friki.

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—Pues creo que me voy al coche a ponerme otra cosa —dijo
Brian—. Me siento idiota. Tengo algunas cosas en el Jetta...
Bueno, a decir verdad, todas mis posesiones.
Mientras Brian se dirigía a la puerta, Theo recordó de golpe
una cosa.
—Ah, Gabe, se me olvidaba —dijo—, Skinner se salió del coche.
Se estaba revolcando con algo en el barro. Quizá deberías
acompañar a Brian y ver si puedes meterlo de nuevo en el
coche.
—Es un perro de agua. Estará bien. Puede quedarse fuera
hasta que termine la festa. Con un poco de suerte se echará
encima de Val con las patas sucias. Oh, ojalá, ojalá, ojalá.
—Eso es un poco mezquino —dijo Tuck.
—Eso es porque soy un hombrecillo mezquino y amargado —dijo
Gabe—. En mi tiempo libre, quiero decir. No siempre. El trabajo
me mantiene bastante ocupado.
Brian se había deslizado por ahí con su camiseta de Star Trek.
Cuando abrió las puertas, el viento se hizo con ellas y las
succionó hacia fuera con un ruido estruendoso. Todo el mundo
se volvió para ver al sorprendido hombre mientras Skinner,
empapado hasta los huesos, trotaba al interior con algo en la
boca.
—Está dejando el suelo perdido —dijo Tuck—. Hasta ahora no
había pensado en lo ventajoso que es que tu mascota sea un
mamífero alado.
—¿ Qué lleva en la boca? —preguntó Theo.
—Seguro que es un piñón —dijo Gabe sin mirar—. O no. —añadió
después de mirar.
Alguien lanzó un grito prolongado, que empezó en Valerie
Riordan y se extendió por todas las mujeres cerca del bufé.
Skinner había presentado su trofeo a Val y se lo había dejado

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a los pies, pensando que como estaba cerca de la comida, y
seguía siendo la hembra del tipo de la comida (porque, ¿cómo
podría pensar en comida sin tener presente al tipo de la
comida?),apreciaría el gesto y con un poco de suerte le daría
un premio. No lo hizo.
—¡Agárralo! —gritó Gabe a Val, que le clavó los ojos con la
mirada más signifcativa que jamás hubiera presenciado este.
Puede que fuese el peso de su doctorado en medicina lo que
le daba esa elocuencia, con la que, sin mediar palabra, decía:
«has perdido la jodida cabeza».
—O no —volvió a decir Gabe.
Theo cruzó la sala y se dispuso a agarrar a Skinner por el
collar, pero en el último segundo el labrador agarró el brazo,
hizo un amago con la cabeza y esquivó a Theo. Los tres
hombres salieron en su persecución, pero Skinner correteó de
arriba abajo por el suelo de pino con la cabeza tan alta como
la de un semental vienés, deteniéndose de cuando en cuando
para sacudirse y encarnar un aspersor de barro sobre los
horrorizados testigos.
—Dime que no se está moviendo —gritó Tuck mientras intentaba
bloquear el paso de Skinner a la altura de la mesa del bufé—.
Esa mano no se está moviendo.
—No es más que la energía cinética del perro, que se extiende
por el brazo —dijo Gabe, que había adoptado una especie de
postura de lucha. Estaba acostumbrado a atrapar animales
salvajes y sabía que tenía que ser ágil, mantener el centro de
gravedad bajo y andarse sin chiquitas—. Joder, Skinner, ven
aquí. ¡Perro malo, perro malo!
Ahí la tenía. La tragedia. Mil visitas al veterinario, la náusea
de comer hierba, una pulga a la que nunca se le puede hincar
el diente. «Perro malo». ¡Por el amor de Perro! Era un mal

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perro. Skinner soltó el brazo y asumió la postura de cola
entre las patas para dar muestra de su absoluta humildad,
vergüenza, remordimiento y evidente tristeza. Gimió y se
aventuró a lanzar una mirada al tipo de la comida, una mirada
de reojo, dolida pero lista por si le volvían lanzar un «perro
malo». Pero el tipo de la comida ni siquiera lo miraba. Nadie lo
miraba. Todo estaba bien. Era un buen perro. ¿Estaban sobre la
mesa esas salchichas que había olido? Las salchichas estaban
buenas.
—Eso se está moviendo —dijo Tuck.
—No, no se está moviendo. Ay, Dios, sí se está moviendo —dijo
Gabe.
Hubo otra oleada de gritos, en esta ocasión con un par de
voces masculinas sumadas a las de mujeres y niños. La mano
intentaba escapar a rastras llevándose el brazo consigo.
—¿Cómo de fresca tiene que estar para poder hacer eso? —
preguntó Tuck.
—Eso no está fresco —dijo Joshua Barker, uno de los pocos
niños que había.
—Hola, Josh —lo saludó Theo Crowe—. No, te vi entrar.
—Estaba usted en su coche colocándose cuando llegamos —dijo
Josh, alegremente—. Feliz Navidad, alguacil Crowe.
—Vale —dijo Theo. Pensando deprisa, o al menos actuando de
manera que lo pareciera, Theo se quitó la chaqueta de policía
y se la echó encima al brazo que se retorcía—. Está bien,
amigos. Tengo una pequeña confesión que hacer. Tendría que
habéroslo dicho antes, pero ni siquiera yo me creía lo que
había visto. Es hora de que os diga la verdad. —A Theo se le
daba bien decir cosas vergonzosas desde que asistía a las
reuniones de Drogadictos Anónimos, y más ahora que estaba
un poco fumado—. Hace unos días atropellé a un hombre, o lo

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que yo creía que era un hombre, pero que resultó ser una
especie de robot cibernético indestructible. Le di mientras iba
a ochenta por hora con mi Volvo y ni siquiera se despeinó.
—¿Era Terminator? —inquirió Mavis Sand—. Yo a ese me lo
follaba.
—No sé cómo ha llegado aquí ni quién es realmente. Creo que
los años nos han enseñado que cuanto antes aceptemos la
explicación más sencilla para lo inexplicable, mayores son las
probabilidades de sobrevivir a una crisis. En todo caso, creo
que ese brazo podría ser parte de aquella máquina.
—¡Y una mierda! —gritó alguien al otro lado de las puertas.
En ese momento se abrieron y penetró un vendaval que
transportaba un hedor apestoso. Enmarcado por la puerta
de·la capilla, estaba Papá Noel agarrando por el cuello a Brian
Henderson, que aún estaba con su camiseta roja de Star Trek.
Un grupo de fguras oscuras se movía tras ellos gimiendo algo
parecido a «Ikea». En ese momento, Papá Noel puso un
revólver del 38 en la sien de Brian y apretó el gatillo. Un
chorro de sangre bañó la pared y el de rojo lanzó el cuerpo
hacia atrás para que Marty por la Mañana diera cuenta de los
sesos que se le salían por el agujero de la bala.
—Feliz Navidad, condenados hijos de la gran puta —dijo Papá
Noel.

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16: Así que...

Así que se jodió la cosa.

17: Sabe si habéis sido buenos o malos...

A pesar de estar horrorizada por lo que estaba ocurriendo en


la entrada de la capilla, con todo eso de los tiros, la succión
de sesos y las amenazas, Lena Márquez no pudo evitar pensar:
Oh que situación más extraña, mis dos ex están aquí. Allí
estaba Dale, vestido de Papá Noel y empapado de barro,
sangre y sesos mientras rugía de ira, y allá estaba Tucker, que
corría hacia la parte de atrás para esconderse debajo de una
de las mesas del bufé.
Muchos gritaban y corrían, pero la mayoría se había quedado
paralizada por la conmoción. Y Tucker Case encarnaba al
cobarde consumado. Menuda vergüenza sentía Lena.

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—¡Puta! —gritó el muerto Dale Pearson mientras la apuntaba
con su revólver del 38—. ¡Vas a ser mi cena! —y empezó a
avanzar por el suelo de pino.
—¡Cuidado, Lena! —gritó alguien desde detrás de ella.
Lena se dio la vuelta justo a tiempo para apartarse cuando la
mesa del bufé se levantó y empezó a lanzar a diestro y
siniestro, platos llenos de lasaña. Los quemadores de alcohol
que había bajo las cazuelas lanzaban llamaradas azules
mientras Tucker Case ponía ante sí la mesa y lanzaba un grito
de guerra.
Theo Crowe vio lo que pasaba y apartó a un grupo de gente
mientras Tuck embestía por la sala con la mesa por delante
hacia la aglomeración de muertos vivientes. Dale Pearson
disparó a la mesa mientras se le acercaba, y logró
descerrajarle tres tiros antes de que chocara contra él.
—¡Crowe, la puerta, la puerta! —gritó Tuck mientras empujaba
a Dale y sus amigos muertos hacia el exterior. La llama azul
se abrió paso por la barba blanca de Dale y por las piernas de
Tuck mientras este la emprendía a empujones hacia la
oscuridad de la noche. Theo recorrió la sala a toda prisa y
salió para agarrar las puertas. Un muerto con chaqueta de
cuero y al que solo le quedaba un brazo rodeó la mesa de
Tuck y consiguió aferrarse a Theo, quien le puso un pie en el
pecho y lo empujó escaleras abajo. Theo logró cerrar una
puerta y luego la otra. Por un momento, dudó.
—¡Cierra la maldita puerta! —chilló Tuck, al que ya le
faqueaban las piernas en su pulso contra los muertos
vivientes. Theo vio manos podridas que intentaban llegar hasta
Tuck desde el otro lado de la mesa. Un hombre, cuya
mandíbula apenas si pendía de un hilo de carne, profería
alaridos al piloto mientras trataba de clavarle la dentadura

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superior en la mano. Lo último que Theo vio antes de cerrar la
puerta fueron las llamas azules que cubrían los pantalones de
Case bajo la lluvia.
—Traed aquí una de esas mesas —gritó Theo—. Hay que
atrancar la puerta. Poned la mesa bajo los pomos.

Hubo un instante de paz, donde lo único que se escuchó fue el


sonido del viento y la lluvia, y a Emily Barker, que acababa de
presenciar cómo su ex recibía un tiro en la cabeza y le
succionaban los sesos.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Ignacio Núñez, un regordete
hispano propietario de la guardería del pueblo—. ¿Qué
demonios ha sido eso?
Lena Márquez había acudido instintivamente junto a Emily
Barker, se había arrodillado junto a ella y la había rodeado
con el brazo. Miró a Theo.
—Tucker se ha quedado fuera. Está ahí fuera.
Theo Crowe se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba
mirando. Le costaba recuperar el aliento y sentía el martilleo
del pulso en los oídos. Sentía ganas de mirar a otro en busca
de respuestas, pero al repasar la sala (unas cuarenta caras
aterrorizadas), comprendió que toda la responsabilidad se
concentraba en su persona.
—Joder —se dijo mientras bajaba la mano a la altura de la
cadera, donde solía estar sujeta la funda del arma.
—Está en la mesa de mi casa —dijo Gabe Fenton, que mantenía
la otra mesa de bufé contra las puertas para asegurarlas.
—Quita la mesa —dijo Theo, mientras pensaba: ese tío ni
siquiera me cae bien. Ayudó a Gabe a quitar la mesa que
bloqueaba la puerta y se preparó para salir mientras Gabe
asía los pomos.

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—Cierra cuando salga. Cuando me oigas gritar «déjame entran,
bueno...
En ese preciso instante se produjo un estruendo tras ellos y
algo entró volando por una de las altas ventanas de cristales
ahumados, en medio de una lluvia de cristales rotos que fueron
a aterrizar en medio de la sala. Mojado, achicharrado y
cubierto de sangre, Tucker Case se levantó como pudo y dijo:
—No sé quién habrá aparcado debajo de esa ventana, pero
mejor será que mueva el coche, porque si esas cosas se suben
entrarán por la misma ventana que yo.

Theo observó la línea de ventanas de cristal ahumado que


recorría los laterales de la capilla. Había ocho a cada lado.
Cada una de ellas estaba a unos dos metros del suelo y medía
sesenta centímetros de ancho. Cuando se construyó la capilla,
el cristal ahumado era caro y la comunidad pobre, razón por
la que uno de los factores de defensa de aquella noche era
tan pequeño. No había más que una ventana grande en todo el
edifcio, justo detrás de donde antes estaba el altar y donde
ahora se encontraba el enorme árbol de Navidad de Molly. Se
trataba de un cristal ahumado de 1,80 por 3 metros con un
motivo de la catedral de Santa Rosa, patrona de los
decoradores de interiores, que representaba a la Virgen.
—Nacho —gritó Theo a Ignacio Núñez—, a ver si encuentras
algo en el sótano para bloquear esa ventana.
Como si hubieran hecho cola, dos putrefactos y babeantes
rostros llenos de lodo aparecieron por donde Tuck había
entrado y trataron de agarrar el alféizar con manos
esqueléticas para penetrar en la capilla.
—¡Dispárales! —gritó Tuck desde el suelo—. ¡Dispara a esas
jodidas cosas, Theo!

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Theo se encogió de hombros y negó con la cabeza. No tenía
pistola.
Algo pasó a toda prisa junto a Theo, quien se dio la vuelta
para ver cómo Gabe Fenton corría hacia la ventana como si el
mismo diablo le estuviese pinchando con el tridente. Llevaba
una cazuela de acero llena de lasaña, con la aparente
intención de lanzarse por la ventana en un acto rastafari de
sacrifcio. Theo cogió al biólogo del cuello, como si detuviese a
un perro después de una carrera. La inercia hizo que las
manos y los pies se le fueran por delante con la cazuela, con
lo que tres kilos de humeante queso fundido salieron por la
ventana, abrasaron a los atacantes y llenaron la pared que
enmarcaba la ventana de salsa roja.
—Eso es, lanzadles aperitivos, eso los ralentizará —gritó Tuck—.
¡Ahora una salva de pan de ajo!
Gabe se incorporó y se encaró a Theo, o lo hubiera hecho de
ser unos centímetros más alto.
—¡Trataba de salvarnos! —dijo con severidad a su esternón.
Antes de que Theo pudiera responder, Ignacio Núñez y Ben
Miller, antigua estrella de las carreras que rondaba la
treintena, les llamaron la atención para que despejaran el
camino. Ambos hombres se dirigían a la ventana rota con otra
mesa de bufé. Gabe y Theo ayudaron a Ben a sujetar la mesa
mientras Nacho la clavaba a la pared.
—Encontré algunas herramientas en el sótano —dijo el hispano
entre martillazo y martillazo. Las uñas de los muertos
vivientes arañaban por el otro lado mientras ellos clavaban la
mesa.
—¡Odio el queso! —gritó uno de los cadáveres, que al parecer
conservaba aún algo con lo que gritar—. Me resta movilidad.

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El resto de los muertos vivientes empezó a golpear las
paredes.
—Necesito pensar —dijo Theo—. Solo necesito un segundo para
pensar.

_____________

Lena estaba curando las heridas de Tucker Case con unas


gasas y antibióticos que había encontrado en el botiquín de la
capilla. Las quemaduras de piernas y torso eran superfciales.
La lluvia había apagado gran parte del fuego antes de que
llegara a penetrar las prendas, y a pesar de que la chaqueta
de cuero le había protegido de la caída a través de la ventana,
tenía un profundo corte en la frente y otro en el muslo. Una
de las balas que Dale había disparado a la mesa había rozado
las costillas de Gabe y le había dejado un corte de recuerdo.
—Eso ha sido lo más valiente que he visto en la vida —dijo
Lena.
—Ya sabes, soy piloto —dijo TUC, como si hiciera aquello todos
los días—. No podía permitir que te hicieran daño.
—¿De verdad? —dijo Lena, y se detuvo por un instante para
mirarlo a los ojos—. Lamento haber..., que hayas...
—En realidad seguro que no te habías dado cuenta, pero esa
bravata con la mesa había sido un intento de fuga fallido.
Tuck se sobresaltó al notar que ella le sujetaba el vendaje de
las costillas con cinta adhesiva.
—Vas a necesitar puntos —le dijo—. ¿Me he dejado algo?
Tuck alzó la mano derecha. Tenía unas marcas de dientes en el
dorso y estaban sangrando.
—Oh, Dios mío —dijo Lena.

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—Tendrás que cortarle la cabeza —dijo Joshua Barker, que
estaba al lado mirándolos.
—¿A quién? —preguntó Tuck—. Te referes al tipo vestido de
Papá Noel, ¿no?
—No, me refero a la tuya —insistió Josh—. Habrá que cortarte
la cabeza si no quieres convertirte en uno de ellos.
La mayoría de los que estaban en la capilla dejaron lo que
tenían entre manos y se reunieron en torno a Tuck y Lena,
aparentemente agradecidos por tener un punto de enfoque.
Los muertos habían dejado de golpear las paredes, y, salvo
algún que otro intento de girar los pomos de la puerta, solo se
escuchaba el viento y la lluvia. La multitud de la festa
navideña para solitarios estaba anonadada.
—Lárgate, chico —dijo Tuck—. Este no es momento para
comportarse como un crío.
—¿Con qué podríamos hacerlo? —preguntó Mavis Sand—. ¿Esto
valdría, muchacho? —Sacó un cuchillo aserrado con el que
habían estado cortando el pan de ajo.
—Eso no es aceptable —dijo Tuck.
—Si no le cortáis la cabeza —dijo Joshua—, se convertirá en
uno de ellos y les permitirá entrar.
—Menuda imaginación que tiene el crío —dijo Tuck mientras
recorría cada rostro que le miraba en busca de aliados—. ¡Es
Navidad! Ah, la Navidad, el tiempo en el que la gente de bien
no se dedica a ir por ahí decapitando a los demás.
Theo Crowe salió del cuarto trasero, ·donde había estado
buscando algo para utilizarlo como arma.
—El teléfono no da señal. En cualquier momento se irá la luz.
¿Alguien tiene un móvil que funcione?
Nadie respondió. Todos miraban a Tuck y Lena.

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—Le vamos a cortar la cabeza, Theo —dijo Mavis, con el
cuchillo del pan en la mano, el mango por delante—. Como eres
la ley, creo que deberías hacerlo tú.
—N o, no, no, no, no, no —dijo Tuck—. Y añadiría que no.
—No —repitió Lena, en apoyo de su hombre.
—¿Me he perdido algo? —preguntó Theo. Cogió el cuchillo de
Mavis y se lo guardó en la parte de atrás del cinturón.
—Creo que ibas por lo de ese robot asesino —dijo Tuck.
Lena se levantó y se interpuso entre Tuck y Theo.
—Fue un accidente. Estaba sacando un árbol de Navidad, como
cada año, y apareció Dale borracho y enfadado. No estoy
segura de cómo ocurrió. Estaba a punto de dispararme y un
segundo después tenía la pala clavada en el cuello. Tucker no
tuvo nada que ver con ello. Él solo pasaba por allí y quiso
ayudar.
—¿Así que lo enterraste con su pistola? —inquirió Theo con la
mirada clavada en Tuck.
Este se incorporó dolorosamente y se puso detrás de Lena
—¿Acaso debía prever esto? ¿Debía prever que volvería de la
tumba hecho un basilisco y con hambre de sesos y por ello
debía alejar de él la pistola? Este es tu pueblo, alguacil,
explícalo tú. Normalmente, cuando se entierra un cuerpo, no
vuelve al día siguiente con intención de comerte el cerebro.
—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —canturrearon los muertos
desde el exterior. Volvieron a golpear las paredes.
—¡Callaos! —gritó Tucker Case, y, para asombro de todos, le
hicieron caso. Miró a Theo y añadió—: Así que la he cagado.
—¿Tú crees? —dijo Theo—. ¿Cuántos?
—Deberías cortarle la cabeza en el aseo, así no manchará
tanto —dijo Joshua Barker.

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Sin pronunciar palabra, Theo cogió a Josh por el bíceps y se lo
llevó a su madre a rastras, que parecía estar al borde de una
conmoción. Luego le puso un dedo sobre los labios para
indicarle que guardara silencio. Parecía más serio e
intimidante, más con las riendas en la mano de lo que nadie
recordaba haberlo visto jamás. El crío escondió la cara entre
los pechos de su madre.
—¿Cuántos? —insistió Theo, volviéndose hacia Tuck—. ¿Treinta,
cuarenta?
—Más o menos —dijo Tuck—. Se encuentran en diferentes
estados de descomposición. Algunos son poco más que un
montón de huesos, otros parecen relativamente frescos y
bastante bien conservados. Ninguno de ellos parece
especialmente corpulento o fuerte. Puede que Dale y los más
recientes. Es como si estuviesen aprendiendo a caminar de
nuevo, o algo así.
Se oyó un fuerte crujido en el exterior y todo el mundo dio
un respingo. Una mujer se echó literalmente sobre los brazos
de un hombre. Mientras se oía cómo caía un árbol entre
ramas, todos se pusieron en cuclillas a la espera de que un
tronco irrumpiera por el techo. Entonces se fue la luz y toda
la iglesia se estremeció con el impacto de un enorme pino
contra el suelo.
Theo echó mano a toda prisa de la linterna que se había
guardado a sabiendas de que se iba la luz: Unas pequeñas
luces de emergencia se encendieron encima de la puerta
frontal y la escena quedó sumida en una iluminación
fantasmal.
—Esas luces durarán una hora aproximadamente —dijo Theo—.
Debe de haber más linternas en el sótano. Sigue, ¿qué más
viste, Tuck?

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—Bueno, pues están enfadados y hambrientos. Estaba un poco
ocupado tratando de que nadie se zampara mi cerebro.
Parecen un tanto empeñados en eso del cerebro. También
tengo entendido que después quieren pasarse por Ikea.
—Eso es ridículo —dijo Val Riordan, la elegante psiquiatra. Era
la primera vez que abría la boca desde que todo empezara—.
Los zombis no existen. No sé lo que creéis que está pasando
ahí fuera pero lo que es seguro es que no hay ninguna
multitud de zombis devoradores de cerebros.
—Estoy de acuerdo con Val —dijo Gabe, poniéndose al lado de
ella—. No existe base científca para el fenómeno zombi, a
excepción de algunos experimentos en el Caribe con toxinas
de pez globo que llevan a la gente a un estado cercano a la
muerte con un pulso y un ritmo respiratorio casi
imperceptibles. Pero eso no equivale a devolver la vida a un
muerto.
—¿Ah, sí? —dijo Theo mientras dirigía a todo el mundo una
mirada de elocuente impasibilidad—. ¡Cerebro! —gritó.
—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —repuso el coro desde el
exterior y los golpes contra la pared volvieron a empezar.
—¡Callaos! —gritó Tuck, y le obedecieron.
Theo miró a Gabe y Val y levantó una ceja. ¿Y bien?
—De acuerdo —dijo Gabe—. Puede que necesitemos más
información.
—Esto no puede estar pasando —dijo Valerie Riordan—. Es
imposible.
—Doctora Val —dijo Theo—, sabemos lo que está pasando. No
sabemos el porqué ni el cómo, pero no hemos vivido aislados
toda la vida, ¿verdad? En este caso, lo de «ni lo menciones»
no es solo un río de Egipto, sino que acabará matándola.

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En ese preciso momento, un ladrillo atravesó una de las
ventanas y aterrizó en medio de la capilla. Dos manos que
parecían garras se aferraron a los bordes de la ventana y el
rostro descompuesto de un hombre asomó por ella. El zombi
trepó lo sufciente como para colar uno de los hombros.
—¡Val Riordan se lo ha hecho con el tío de los granos que
mete la compra en bolsas en el super —dijo el muerto.
Un segundo después, Ben Millar cogió el ladrillo y lo tiró hacia
la ventana, donde golpeó al zombi con un sonido nauseabundo
de carne machacada.
Mientras Ben y Theo levantaban la última mesa de bufé para
acomodarla contra la ventana, Gabe Fenton se apartó de
Valerie Riordan y la miró como si la hubieran sumergido en
babas de marmota radiactiva.
—¡Dijiste que eras alérgica!
—Casi habíamos roto por aquel entonces —se defendió Val.
—¡Casi, casi! ¡Tengo quemaduras de tercer grado en el escroto
por tu culpa!
Al otro lado de la sala, Tucker Case susurraba al oído de Lena
Márquez:
—Ya no me siento tan mal por haber escondido el cuerpo, ¿y
tú?
Ella se volvió y lo besó con tanta fuerza que, por un momento,
Tucker se olvidó de que le habían disparado, incendiado y
mordido.

_________

Durante años, los muertos habían escuchado y los muertos


sabían. Sabían quién le ponía los cuernos a quién y con quién,
quién robaba el qué y dónde estaban los cuerpos escondidos.

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Aparte de los que salían para fumarse un cigarrillo, las
conversaciones apartadas en los funerales, los paseos por el
bosque y el sexo con morbo que los vivos se permitían cerca
del cementerio, había otros que utilizaban las lápidas como
una especie de confesionario, compartían sus secretos más
profundos con quienes creían que nunca podrían revelarlos y
decían cosas que jamás dirían a un vivo.
Había cosas que pensaban que nadie, ni los vivos ni los
muertos, podían saber, pero lo sabían.
—¡Gabe Fenton ve porno con ardillas! —chilló Bess Leander, la
muerta apretada contra una de las tablillas laterales de la
capilla.
—Eso no es porno, es mi trabajo —explicó Gabe a sus
compañeros de festa.
—¡No lleva pantalones! Mira cómo se lo montan las ardillas a
cámara lenta, sin pantalones.
—Solo una vez. Además, es necesario mirarlo a cámara lenta —
explicó Gabe—, son ardillas. —Todo el mundo desvió las
linternas hacia otra parte, como si no estuvieran mirando a
Gabe.
—Ignacio Núñez votó a Carter —dijo alguien desde fuera. El
incondicional republicano y dueño de la guardería se sintió
como un cervatillo cuando todas las luces convergieron en él.
—Solo llevaba un año en el país. Acababa de obtener la
ciudadanía. Ni siquiera hablaba inglés muy bien. Dijo que
quería ayudar a los pobres y yo lo era.
Theo Crowe se acercó y le dio unas palmadas en el hombro.
—Ben Miller tomó esteroides en el instituto. ¡Sus gónadas son
del tamaño de un garbanzo!
—Eso es mentira —explicó la estrella de las carreras—. Mis
testículos tienen un tamaño perfectamente normal.

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—Sí, si midieras medio metro —dijo Marty por la Mañana, todo
muerto.
—Tenemos que hacer algo —dijo Ben volviéndose a Theo.
Los demás estaban mirándose con expresiones más
horrorizadas que cuando la única perspectiva era que una
turba de muertos vivientes les comiera el cerebro.
—¡La mujer de Theo Crowe se cree que es algún tipo de
guerrera asesina de mutantes! —gritó una mujer podrida que
había sido enfermera del hospital psiquiátrico del condado.
Todos se volvieron a mirar, agitaron la cabeza y se encogieron
de hombros mientras dejaban escapar un suspiro de alivio.
—Eso ya lo sabíamos —comentó Mavis—. Todo el mundo lo sabe.
No es nada nuevo.
—Oh, lo siento —dijo la enfermera. Hubo una pausa, y luego
añadió—: Entonces vale. Wally Beerbinder es adicto a los
calmantes.
—Wally no está aquí —dijo Mavis—. Está pasando las Navidades
con su hija en Los Ángeles.
—Ya no me queda nada —admitió la enfermera—. Que otro diga
algo.
—Tucker Case se cree que su murciélago puede hablar —gritó
Arthur Tannbeau, el difunto cultivador de cítricos.
—¿A quién le apetece cantar villancicos ? —preguntó Tuck—.
Empezaré yo. Pero mira cómo beben...
Y así cantaron, lo bastante alto como para ahogar los secretos
que lanzaban los muertos. Cantaron con un gran espíritu
navideño, alto y desafnado, hasta que un ariete chocó contra
las puertas.

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18: Las armas de tu insignificante dios gusano
son inútiles contra mi superior kung—fu
navideño

Molly se deslizó por la puerta trasera de la cabaña y bordeó


el muro exterior hasta que pudo contemplar la alta fgura que
estaba delante de la ventana. El tendido eléctrico caído había
dejado de chisporrotear al otro lado de la carretera y la luna
y las estrellas apenas lograban horadar la oscuridad. Sin
embargo, pudo vislumbrar al hombre que estaba parado
delante de la ventana porque su cuerpo estaba envuelto en
una especie de fosforescencia.
Es radiactivo, pensó Molly. Vestía la típica gabardina negra que
tanto gustaba a los piratas de la arena. Pero, ¿por qué un
salteador del desierto saldría de su guarida en plena tormenta
de lluvia?
Adoptó la postura Hasso No Kamae, la espalda recta, el acero
sobre la cabeza, un poco inclinada hacia atrás y a la derecha
con la guarda a la altura de la boca y el pie izquierdo por
delante. Estaba a tres pasos de lanzar un tajo mortal al
intruso. La espada estaba perfectamente equilibrada en su
mano, tanto que no parecía pesar. Podía sentir las agujas de
pino mojadas bajo los pies descalzos y solo lamentaba no
haberse puesto unos zapatos antes de lanzarse a la noche. La
fría lluvia contra la piel desnuda le hizo pensar que quizá una
sudadera también hubiera sido una buena idea.
El hombre refulgente miraba al rincón opuesto de la cabaña
cuando Molly hizo su movimiento. Tres pasos sigilosos y estuvo
encima de él, con el flo de su espada cruzado sobre su cuello.
Un tirón rápido y el corte llegaría hasta las vértebras.
—Si te mueves, eres hombre muerto —dijo Molly.
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—Ah, ah —dijo el hombre refulgente.
La punta de la espada de Molly se extendía unos centímetros
más allá del rostro del intruso, quien se quedó mirando el
acero.
—Me gusta tu espada. ¿Quieres ver la mía? —dijo.
—Si te mueves, te mato —dijo Molly. Pensaba que no era una
de esas cosas que hay que repetir—. ¿Quién eres?
—Soy Raziel—dijo Raziel—. No es la espada del Señor, ni nada
de eso. No vale para destruir ciudades, sino para luchar contra
uno o dos enemigos o cortar algo de embutido. ¿Te gusta el
salami?
Molly no sabía cómo reaccionar. Aquel pirata de la arena
refulgente no parecía asustado en absoluto, ni siquiera
preocupado por el hecho de que una hoja aflada estuviera
besándole el cuello a la altura de la arteria carótida.
—¿Por qué miras por mi ventana en mitad de la noche?
—Porque si mirara el tramo que no es ventana no vería nada.
Molly giró las muñecas y golpeó a Raziel en la cabeza con la
espada de plano.
—Ay.
—¿Quién eres y qué estás haciendo aquí? —inquirió Molly.
Volvió a girar la hoja para amenazar con otro golpe, y en ese
momento Raziel se apartó, giró y se sacó una espada de la
espalda.
Molly dudó un segundo y luego se acercó con un tajo real
dirigido contra el hombro del otro. Raziel detuvo el golpe y lo
devolvió. Molly interceptó el golpe y volvió a lanzar al ataque,
esta vez hacia el brazo izquierdo. Raziel volvió a parado, de
forma que el flo siguió a lo largo del brazo en vez de
atravesarlo. El aflado tashi se llevó, no obstante, un jirón de
gabardina, así como una tira de piel del antebrazo.

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—¡Oye! —dijo él, mientras miraba a la manga que le colgaba de
mala manera.
No había sangre. Solo quedaba una franja oscura donde había
estado la piel. Raziel empezó a lanzar mandobles con una
infnidad de molinetes que obligaron a retroceder a Molly por
el bosque hacia la carretera. Lo hizo sin vacilar, parando
algunos tajos, esquivando otros, rodeando árboles y
removiendo el pajizo húmedo del suelo a medida que se movía.
Lo único que podía ver era a su brillante atacante y su
espada, que ahora brillaba también. Estaba todo tan oscuro
que solo podía orientarse utilizando la memoria y las
sensaciones. Cuando estaba parando un golpe, tropezó en una
raíz y perdió el equilibrio. Empezó a arrastrarse de espaldas y
se giró, como si quisiera incorporarse. La inercia de Raziel lo
empujó hacia delante, su espada buscó en el aire un objetivo
que un segundo antes había sido unos centímetros más alto, y
cayó sobre la hoja de Molly. Ella estaba inclinada hacia
delante, la espada recogida hacia atrás y con Raziel ensartado
y con un par de palmos de acero asomando por la espalda. Se
quedaron en esa posición durante un instante, él sobre la
espada, como un par de perros que necesitaran que alguien les
tirara un cubo de agua.
Entonces Molly sacó la espada y se zafó, dispuesta a propinar
a su agresor el golpe de gracia que lo abriría en canal desde
el cuello hasta la cadera.
—Ay —dijo Raziel, contemplando el agujero que tenía en el
plexo solar. Tiró su espada al suelo y se hurgó la herida con
los dedos—. Ay —repitió mirando a Molly—. No deberías
empalar con esa espada, no se pincha con ese tipo de espada.
No es justo.
—Ahora deberías morirte —dijo Molly.

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—Pues va a ser que no —dijo Raziel.
—No se puede decir «pues va a ser que no» a la muerte. Es un
debate sin sentido.
—Me has pinchado con tu espada y me has rajado la
gabardina —dijo el otro mientras alzaba el brazo afectado.
—Y tú te has puesto a merodear por mi casa y a espiarme por
la ventana, por no decir que me has amenazado con una
espada.
—Solo te la estaba enseñando. Ni siquiera me gusta. "Para mi
siguiente misión preferiría una honda o algo así.
—¿Misión? ¿Qué misión? ¿Te ha enviado Nigoth? Ya no es mi
deidad, que lo sepas. Este no es el tipo de apoyo que necesito.
—No temas —la tranquilizó Raziel—, pues soy un heraldo·del
Señor, venido para invocar el milagro de la Natividad.
—¿Que eres qué?
—¡No temas!
—No temo, so cretino, te acabo de dar para el pelo. ¿Quieres
decir que eres un ángel?
—Venido para traer la felicidad de la Navidad al niño.
—¿Eres un ángel de la Navidad?
—Traigo oleadas de alegría que regocijarán a todos los
hombres. Bueno, a todos no. En esta ocasión solo un niño, pero
me aprendí de memoria el discurso y me gusta soltarlo.
Molly bajó la guardia, apuntando al suelo con la punta de la
espada.
—¿Y cómo es que brillas?
—Es la gloria del Señor —dijo el ángel.
—Vaya por Dios —dijo Molly mientras se daba una palmada en
la frente—. y te acabo de matar.
—Pues va a ser que no.

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—No empieces con eso otra vez. ¿ Debería llamar a una
ambulancia o un cura o algo?
—Me estoy curando. —Levantó el antebrazo y Molly vio cómo la
piel brillante se extendía sobre la herida.
—¿Qué demonios se te ha perdido aquí?
—Tengo una misión.
—No digo en la Tierra, sino en mi casa.
—Nos atraen los lunáticos.
Lo primero que se le pasó a Molly por la cabeza fue decapitar
al ángel, pero entonces se lo pensó mejor. Estaba en medio de
un bosque bajo una lluvia helada y un vendaval, desnuda, con
una espada y hablando con un ángel que no estaba anunciando
precisamente el Advenimiento. Así que sí, era una lunática.
—¿Quieres entrar? —dijo.
—¿Tienes chocolate caliente?
—Con merengue —dijo la Nena Guerrera.
—Loado sea el merengue —dijo el ángel, con un amago de
vahído.
—Entonces vamos—dijo Molly, y se puso en marcha mientras
murmuraba—. No puedo creerme que haya matado a un ángel
de la Navidad.
—Sí, aquí sí que la has cagado —dijo el narrador.
—Pues va a ser que no —rectifcó el ángel.

__________

—¡Atrancad la puerta con ese piano! —gritó Theo.


Los goznes de la puerta principal se habían desprendido y la
mesa del bufé se movía bajo los golpes de lo que fuera que
los muertos vivientes estuvieran empleando a modo de ariete.
Toda la capilla se estremecía con cada golpe.

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Maris_Glz
Roben y Jenny Masterson, propietarios del ultramarinos
Brine's, hicieron rodar el piano desde donde estaba junto al
árbol de Navidad. Ambos habían pasado por algunos de los
momentos más angustiosos de la historia de Pine Cove, y solían
mantener la cabeza fría durante las situaciones de
emergencia.
—¿Alguien sabe cómo se bloquean las ruedas?·—preguntó
Robert.
—Tendremos que apuntalarlo de todas formas —dijo Theo, antes
de volverse hacia Ben Miller y Nacho Núñez, que parecían
haber formado equipo para la batalla—. Vosotros, seguid
buscando cosas pesadas para atrancar la puerta.
—¿De dónde han sacado un ariete? —preguntó Tucker Case.
Estaba examinando las grandes ruedas de goma del piano y
tratando de imaginar cómo bloquearlas.
—La mitad del bosque se ha venido abajo esta noche —dijo
Lena—. Los pinos Monterrey no tienen raíz principal. Lo más
seguro es que hayan encontrado uno lo bastante ligero como
para transportarlo.
—Dadle la vuelta —dijo Tuck—, apuntaladlo contra la mesa.
El ariete volvió a golpear las puertas y estas se abrieron unos
centímetros. La mesa que atrancaba los pomos se dobló y
empezó a partirse. Tres brazos se colaron por la apertura y
asomó una cara con el ojo medio salido de la cuenca podrida.
—¡Empujad! —gritó Tuck.
Empujaron el piano contra la mesa y la puerta volvió a
cerrarse de golpe sobre los brazos que sobresalían. El ariete
volvió a hacer de las suyas, abrió las puertas de nuevo y
empujó a los hombres hacia atrás con un castañeteo de los
dientes. Los brazos' de los muertos vivientes empezaron a
empujar desde la apertura. Tuck y Robert dieron un empujón

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al piano para volver a cerrar las puertas. Jenny Masterson se
puso de espaldas al piano para presionar con el peso de su
cuerpo y dirigió una mirada a los espectadores, unas veinte
personas que parecían aturdidas o demasiado asustadas para
moverse.
—¡No os quedéis ahí parados, inútiles de mierda! Ayudadnos a
reforzar la maldita puerta. Si entran se comerán vuestros
cerebros también.
Cinco hombres cruzaron entre ellos los haces de sus linternas
en plan «¿tú, yo, nosotros ?», se encogieron de hombros y
corrieron para ayudar.
—Bonita arenga —dijo Tuck, mientras sus zapatillas chirriaban
en el suelo a medida que empujaba.
—Gracias, se me da bien dirigirme al público —dijo Jenny—.
Hace veinte años que soy camarera.
—Ah, sí, tú nos atendiste en el HP's. Lena, mira, es la camarera
que nos atendió la otra noche.
—Me alegro de verte, Jenny —dijo Lena, en el mismo instante
en que el ariete golpeaba la puerta otra vez y la tiraba al
suelo—. No te he visto en la clase de yoga...
—¡Despejad el camino, despejad el camino, despejadlo! —ordenó
Theo. Nacho Núñez y él cruzaban la sala con un banco de
roble de unos dos metros de largo. Por detrás, Ben Miller
trataba de arrastrar otro banco él solo. Varios de los hombres
que sujetaban la barricada rompieron flas para echarle una
mano.
—Reforzad el piano con estos bancos y clavadlos al suelo —dijo
Theo.
Los cruzaron encima del piano y Nacho Núñez se encargó de
clavarlos al suelo. Se movían un poco con cada embestida, pero
aguantaron bien. Al cabo de unos segundos, los golpes cesaron.

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Una vez más, solo se escuchaba el sonido de la lluvia y el
viento. Todo el mundo recorrió la sala con sus linternas a la
espera de qué sería lo siguiente.
Entonces oyeron la voz de Dale Pearson a un lado de la
capilla.
—Por aquí. Traedlo por aquí.
—Por la puerta trasera —gritó alguien—. Se lo llevan a la
puerta trasera.
—¡Más bancos! —gritó Theo—. Clavadlos a la parte de atrás,
deprisa, esa puerta no es tan sólida como la de delante, no
aguantará ni dos embestidas.
—¿Y no pueden simplemente atravesar la pared? —preguntó Val
Riordan, que trataba de unirse al esfuerzo de mantener la
línea a pesar de la desventaja que representaban sus zapatos
de tacón de quinientos dólares.
—Recemos para que no se les ocurra —dijo Theo.
Supervisar a los muertos vivientes era peor que tratar con
una cuadrilla de obreros llena de borrachos y retrasados. Al
menos, los obreros vivos contaban con todos sus brazos y la
mayor parte de su coordinación física. Aquel puñado era
bastante pastoso. Una veintena de ellos estaban transportando
un tronco de pino roto de quince centímetros de ancho y tan
largo como un coche.
—Moved el puto árbol —gruñó Dale—. ¿Para qué demonios os
pago?
—¿Nos está pagando? —preguntó Marty por la Mañana, que
estaba a la mitad del tronco, sosteniéndolo por una rama
puntiaguda—. ¿ Nos están pagando por esto?
—No me puedo creer que te hayas zampado todos los sesos —
dijo Warren Talbot, el pintor muerto—. Se suponía que eran
para todos.

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—Cerrad la puta boca y llevad el puto árbol a la puerta de
atrás —gritó Dale mientras agitaba el revólver.
—La pólvora les da un toque a pimienta muy agradable —se
defendió Marty.
—No sigáis —dijo Bess Leander—, que me muero de hambre.
—Habrá sufciente para todos cuando, consigamos entrar —les
animó Arthur Tannbeau, el granjero de cítricos.
Dale sabía que no funcionaría. Eran demasiado enclenques
como para dar la sufciente potencia al ariete. Los vivos ya
estarían montando barricadas en la puerta de atrás.
Apartó a algunos de los compañeros más descompuestos y
asignó a otros que parecían conservar buena parte de su
fuerza original, y aun así lo que intentaban era subir un
estrecho tramo de escaleras con un tronco de más de
cuatrocientos kilos. Incluso una cuadrilla de gente viva y sana
no lo tendría fácil en ese barrizal. El tronco golpeó la puerta
con un batacazo anémico. La puerta cedió lo justo para revelar
que los vivos acababan de reforzarla.
—Olvidadlo, olvidadlo —dijo Dale—. Podemos llegar a ellos de
otras maneras. Buscad en el aparcamiento las llaves de los
coches.
—¿Un alunizaje? —dijo Marty por la Mañana—. Me encanta.
—Algo así —dijo Dale—. Chico, tú, el de la cara de cera, pareces
un loco de la velocidad, ¿sabes hacer puentes?
—Con un solo brazo no —barboteó Jimmy Antalvo—. El chucho
se ha llevado el otro.
—Han parado —dijo Lena. Estaba tratando las heridas de Tuck.
La sangre impregnaba los vendajes de las costillas.
Theo se apartó del piloto y recorrió la sala con la mirada. Las
luces de emergencia empezaron a fallar mientras él iluminaba
a los demás con su linterna corno si buscase sospechosos.

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—Nadie se ha dejado las llaves en el coche, ¿verdad?
Hubo murmullos de negación y meneo de cabezas.
Val Riordan le apuntó con una ceja enarcada perfectamente
pintada. Delataba una pregunta muda.
—Porque eso es lo que yo haría —dijo Theo—. Atravesaría la
pared con un coche a toda velocidad.
—Eso sería terrible —dijo Gabe.
—El aparcamiento tenía dos dedos de agua y barro la última
vez que lo vi —comentó Tucker Case—. Será difícil acelerar en
esas condiciones.
—Mirad, tenemos que conseguir ayuda —dijo Theo—. Alguien
tiene que salir para buscarla.
—No llegará muy lejos —advirtió Tuck—. En cuanto abráis esas
puertas o rompáis una ventana; ellos estarán ahí esperando.
—¿Y qué hay del tejado? —propuso Josh Barker.
—Cállate, niño —dijo Tuck—. No hay forma de llegar al tejado.
—¿Le vamos a cortar la cabeza ahora? —preguntó Josh—. Hay
que cortársela por la columna vertebral para que no sigan
volviendo.
—Mirad —dijo Theo apuntando con la linterna al centro del
techo. Había una trampilla—. La habían pintado y sellado, pero
era indudable que estaba allí. —Conduce a la vieja torre del
campanario, —dijo Gabe Fenton—. Ya no hay campana., pero si
que conduce al tejado.
Theo asintió.
—Desde el tejado alguien podría indicarnos dónde están antes
de emprender ninguna acción.
—Esa trampilla está a diez metros de altura. No hay forma de
llegar hasta allí.

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De repente, les llegó un ladrido de murciélago desde las
alturas. Media docena de linternas reaccionaron para localizar
a Roberto, que colgaba del revés de la estrella del árbol.
—El árbol de Molly —dijo Lena.
—Parece lo bastante sólido —aventuró Gabe Fenton.
—Iré yo —dijo Ben Miller—. Sigo en buena forma. Puedo
hacerlo.
—Ahí lo tenéis, esa es la prueba —dijo Tuck, junto a Lena—.
Nadie con las pelotas disminuidas se ofrecería voluntario para
algo asÍ.
—Yo tengo un viejo Tercel —dijo Ben—. No creo que queráis que
corra en busca de ayuda en eso.
—Lo que necesitamos es un Hummer —dijo Gabe.
—Sí, o quizá una caricia —dijo Tuck—, pero eso viene después.
Por ahora, necesitamos cuatro ruedas.
—¿De verdad quieres intentarlo? —preguntó Theo a Ben.
El atleta asintió.
—Tengo más oportunidades de lograrlo. Me limitaré a atravesar
a los que no pueda adelantar a la carrera.
—Entonces de acuerdo —dijo Theo—. A ver si llevamos ese árbol
al centro de la sala.
—No tan deprisa —dijo Tuck, dándose golpecitos en los vendajes
—. Me da igual lo rápido que sea el minihuevos, pero Papá Noel
todavía tiene dos balas en la pistola.

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19: Sobre el tejado, clic, clic, clic.

Así que era eso, pensó Ben Miller mientras se metía por la
pequeña torre del campanario que coronaba la capilla. Le
había llevado diez minutos serrar con el cuchillo del pan las
juntas de la trampilla selladas por la pintura, pero lo había
conseguido. Había tirado del picaporte y había avanzado
lentamente por el árbol hasta la torre. Había el espacio justo
para ponerse de pie sobre unas estrechas repisas que
rodeaban el acceso. Menos mal que habían quitado la campana
hacía tiempo. La torre del campanario estaba rodeada de
respiraderos con tejadillos por los que silbaba el viento. Estaba
seguro de que podía abrirse camino a patadas por unos
respiraderos de cien años para acceder al empinado tejado,
optar por el lado que pareciese más seguro, alcanzar el
aparcamiento y el Explorer rojo cuyas llaves llevaba. Solo
tenía que recorrer cincuenta kilómetros en dirección sur,
hasta el puesto de la patrulla de carreteras, y la ayuda
estaría de camino.
Todos los años que había pasado en el instituto y la
universidad, donde había proseguido su entrenamiento, todas
las horas de carrera por el asfalto, las pesas y la natación, las
dietas proteínicas, todo ello le había conducido hasta ese
momento. Mantenerse en forma todos esos años, durante los
cuales nadie parecía preocuparse, fnalmente tendría un
signifcado. Lo que no pudiera ganar por velocidad, lo
atravesaría con el hombro (había completado sus carreras de
medio fondo con una temporada de carreras de velocidad).
—¿Estás bien, Ben? —gritó Theo desde abajo.
—Sí, estoy preparado.

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Respiró hondo, apretó la espalda contra uno de los lados de la
torre y dio una patada a las tablillas del lado opuesto. Se
rompieron a la primera, y estuvo a punto de salir al tejado con
los pies por delante. Mantuvo el equilibrio, se revolvió sobre el
estómago y salió por atrás hacia el tejado mientras observaba
cómo desde abajo una docena de rostros esperanzados seguía
sus movimientos.
—Aguantad. Volveré pronto con ayuda —dijo. Luego dio marcha
atrás hasta quedar en el vértice del tejado a cuatro patas. La
fría humedad imperaba dondequiera que pusiera las manos.
—Dame una alegría, mamón —dijo una voz a la derecha de Ben.
Este saltó a un lado y empezó a resbalar por el tejado. Algo lo
agarró de la sudadera, lo izó de nuevo, y entonces sintió algo
duro y frío contra la frente.
Lo último que escuchó fue cómo Papá Noel decía:
—Joder, qué mañoso para ser un deportista.
En la sala de abajo se oyó un tiro.

Dale Pearson sostuvo al atleta muerto por la parte posterior


del cuello mientras pensaba: ¿me lo como ahora o lo guardo
para después de la masacre? Abajo, en el suelo, el resto de los
muertos vivientes suplicaban alguna migaja. Warren Talbot, el
pintor de paisajes, estaba a medio camino del tronco de pino
que Dale había utilizado para subir al tejado.
—Porfa, porfa, porfa, porfa —dijo Warren—. Tengo mucha
hambre.
Dale se encogió de hombros y soltó el cuerpo de Ben Miller.
Luego le dio una patada para que se deslizara hasta la turba
hambrienta. Warren echó la mirada atrás, donde había caído
el cuerpo, y después volvió a mirar a Dale.

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—Serás cabrón. Ahora no conseguiré ni un bocado. Unos
repugnantes sonidos de succión ascendían desde abajo.
—Qué le vamos a hacer, Warren. Los muertos y los rápidos. Los
muertos y los rápidos.
El pintor muerto se deslizó tronco abajo y se perdió de vista.
Dale tenía una venganza pendiente. Metió la cabeza en la
torre del campanario y miró a los horrorizados rostros que lo
observaban desde abajo. El biólogo delgaducho estaba
escalando el árbol para llegar a la trampilla abierta.
—Sube, sube —gritó Dale—. Ni siquiera hemos empezado con el
plato principal.
También vio a su ex, Lena, que lo estaba mirando, así como al
rubio que había cargado contra ellos con la mesa del bufé y
que, además, la rodeaba con el brazo.
—Muere, zorra. —Se asomó más por la trampilla y apuntó con
el revólver a Lena. Vio que sus ojos se abrían de par en par y
entonces algo le dio en la cara, algo peludo y aflado. Unas
garras horadaron sus mejillas y buscaron sus ojos. Trató de
agarrar a su atacante, pero al hacerlo perdió el equilibrio y
cayó hacia atrás. Acabó deslizándose por el tejado y aterrizó
entre los compañeros que celebraban su festín.

—¡Roberto! —gritó Tuck—. Vuelve aquí.


—Se ha ido —dijo Theo—. Está fuera.
Tuck empezó a escalar por el árbol de Navidad, tras los pasos
de Gabe.
—Lo traeré. Deja que suba y lo llame.
Theo sujetó al piloto por la cintura y tiró de él.
—Gabe, cierra la trampilla.
—No —dijo Tuck.

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Gabe Fenton miró abajo fugazmente y se le desencajó la
mirada al percatarse de la altura a la que estaba. Cerró a
toda prisa la trampilla y la aseguró.
—Estará bien —dijo Lena—. Se ha escapado.
Gabe Fenton deshizo el camino por el árbol. Cuando llegó a las
ramas más bajas, sintió que unas manos lo asían por la cintura
para ayudarlo a ganar suelo. Entonces se giró para
encontrarse entre los brazos de Valerie Riordan. Se apartó
para no emborronarle el maquillaje, mientras ella terminaba
de tirar de él para liberarlo de las últimas ramas.
—Gabe —le dijo—. ¿Te acuerdas cuando te dije que no tenías la
mente en el mundo real?
—Sí.
—Lo siento.
—Está bien.
—Solo quería que lo supieras. Por si los zombis se nos comen el
cerebro y no tengo otra ocasión para decírtelo.
—Signifca mucho para mí, Val. ¿Te puedo dar un beso?
—No, cariño. Me he dejado el bolso en el coche y no llevo
encima el pintalabios para retocarme. Pero si quieres podemos
echar un último polvo en el sótano antes de morir —le sonrió.
—¿Y qué pasa con el crío del súper?
—¿Y la pornografía de ardillas? —Val alzó una ceja
perfectamente perflada. .
—Sí, creo que me gustaría —dijo él, tomándola de la mano,
conduciéndola al cuarto trasero y, de ahí, a las escaleras.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Theo Crowe, visiblemente
contento de desviar su atención de Gabe y Val—. ¿Alguien lo
huele? Decidme que no es...
Skinner estaba olisqueando el aire y gimoteaba.

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—¿Qué es eso? —saltó Nacho Núñez, que había seguido la pista
olfativa hasta una de las ventanas reforzadas—. Viene de aquí.
—Es gasolina —dijo Lena.

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20: Improvisación

El ángel había abierto seis sobres de chocolate en polvo y


llevaba en la mano todos los bombones de merengue.
—Los atrapan en estas pequeñas prisiones con el polvo marrón.
Hay que liberarlos y ponerlos en la taza —explicó el ángel
mientras abría otro sobre, vertía el contenido en un cuenco y
soltaba los bombones en su taza.
—Mátalo mientras cuenta los bombones —dijo el narrador—. Es
un mutante. Ningún ángel podría ser tan tonto. Mátalo, zorra
chifada, es el enemigo.
—Va a ser que no —dijo Raziel con la mirada clavada en la
espuma desprendida por los bombones de merengue.
Molly lo miró desde el borde de su taza. A la luz de la vela de
la cocina, ciertamente era un tipo llamativo: esos rasgos
aflados, el terso rostro, el pelo, y ahora el bigote del
chocolate con merengue, por no hablar de la intermitente
fosforescencia en la oscuridad, que les había sido de gran
utilidad cuando se habían puesto a buscar las velas.
—¿Puedes oír la voz de mi cabeza?
—Sí, en mi cabeza.
—No soy religiosa—dijo Molly. Tenía el tashi bajo la mesa
aferrado a la mano libre, con la hoja apoyada sobre los
muslos.
—Oh, yo tampoco —confesó el ángel.
—Lo que quiero decir es que, si no soy religiosa, ¿qué haces
aquí?
—Los lunáticos. Nos atraen. Tiene algo que ver con la mecánica
de la fe. No lo comprendo muy bien. ¿Tienes más? —Extendió el
sobre vacío de cocoa. Su taza rezumaba espuma de merengue
derretido.

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—No, hemos gastado toda la caja. ¿Así que te atraigo porque
estoy como una cabra y puedo creerme cualquier cosa?
—Sí, eso creo. Y porque nadie te creería. Así que no hay
violación de la fe.
—Vale.
—Pero también eres atractiva en otros sentidos —añadió el
ángel rápidamente, como si de repente alguien le hubiera
pegado un golpe en la cabeza con un calcetín lleno de don de
gentes—. Me gusta tu espada y también esas.
—¿ Mis tetas? —No era la primera vez que alguien le decía
esas cosas, pero sí la primera que un mensajero de Dios se lo
decía.
—Sí. Zoe las tiene también. Ella es un arcángel, como yo.
Bueno, como yo no, tiene de esas.
—Ajá. ¿Así que también existen ángeles femeninos ?
—Oh, sí. No siempre. Todo el mundo ha cambiado desde que
vosotros sucedisteis.
—¿Nosotros?
—El Hombre. La Humanidad. Las mujeres. Vosotros. Antes, todos
éramos iguales. Pero luego llegasteis vosotros, nos dividieron y
nos dieron partes. A algunos les tocaron de esas, a otros, otras
cosas. No sé por qué.
—¿Así que tú tienes partes?
—¿Te gustaría verlas?
—¿Tus alas? —preguntó Molly. En realidad no le importaría
verle las alas, si es que las tenía.
—No, de eso tenemos todos. Me refero a mis partes especiales.
¿Te gustaría verlas? —Se levantó y se bajó los pantalones.
No era la primera vez que recibía una oferta así, pero sí la
primera que se la hacía un mensajero de Dios.

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—No, déjalo. —Lo cogió del antebrazo y lo ayudó a sentarse de
nuevo.
—Vale. Entonces debería irme. Tengo que comprobar cómo va el
milagro y volver a casa.
—¿El milagro?
—El milagro navideño. Por eso estoy aquí. Oh, mira, tienes una
cicatriz en una de ellas.
—Tiene la capacidad de atención de un colibrí —siseó el
narrador—. Acaba con su miseria.
El ángel apuntaba a la angulosa cicatriz que presidía la parte
superior del pecho derecho de Molly, la que le había
producido el extra durante el rodaje de Muerte mecanizada:
Nena Guerrera VII. La herida por la que la habían despedido,
la cicatriz que había acabado con su carrera como heroína de
las películas de acción de serie B.
—¿Duele? —preguntó el ángel.
—Ya no —repuso Molly.
—¿Puedo tocar?
No era la primera vez que alguien se lo preguntaba, pero...,
bueno, ya sabéis...
—Vale —dijo.
Sus dedos eran largos y fnos, la uñas un poco más largas de
lo habitual en un hombre, pensó ella, pero su tacto era cálido
y se irradió del pecho hacia el resto del cuerpo.
—¿Mejor? —preguntó, cuando retiró la mano. Molly se llevó la
mano al lugar donde el ángel la había tocado. Estaba liso,
completamente liso. La cicatriz había desaparecido. La imagen
del ángel se volvió turbia entre las lágrimas que hicieron acto
de presencia en sus ojos.
—Serás saco de mierda de sacarina sentimental —dijo el
narrador.

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—Gracias —dijo Molly, aspirando por la nariz—. No sabía que
pudieras...
—Se me da bien el clima—dijo el ángel.
—¡Imbécil! —saltó el narrador.
—Me tengo que ir —dijo Raziel, levantándose de la silla—. Tengo
que ir a la iglesia para ver sí el milagro ha funcionado.
Molly lo acompañó a través del salón, hasta la puerta. Cuando
le abrió la puerta, el viento lamió la gabardina y ella pudo ver
las puntas de las alas blancas que escondía debajo. Sonrió en
una mezcolanza de carcajadas y llanto.
—Adiós —se despidió el ángel y se adentró en el bosque.
Cuando Molly se disponía a cerrar la puerta, algo oscuro pasó
volando por ella. Las velas del salón se apagaron, por lo que lo
único que pudo ver fue una sombra que se perdía en la cocina.
Cerró la puerta y trotó hasta la cocina con la espada
dispuesta. La luz de una vela le reveló una sombra sobre la
ventana, de la que se desprendían dos ojos naranja que
brillaban en la oscuridad.
Cogió la vela y avanzó hacia el bulto hasta que pudo verlo. Se
trataba de algún tipo de animal y colgado de la persiana,
sobre el fregadero, parecía una toalla negra con una diminuta
cara de perro. No parecía peligroso, no más bien un poco tonto.
—Esto es el colmo. Mañana mismo vuelvo a tomarme la
medicación, aunque tenga que pedirle prestado el dinero a
Lena.
—No tan deprisa —advirtió el narrador—. Estarás muy sola
cuando me vaya. Y volverás a ponerte la ropa normal.
Vaqueros, camisetas... No puedes hacerla.
Molly ignoró al narrador y se acercó al bicho que colgaba de
la persiana hasta que estuvo a unos centímetros.

205
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—Los ángeles son una cosa —dijo, mientras lo contemplaba—,
pero no tengo ni la menor idea de qué demonios eres tú,
chavalín.
—Murciélago fruta —dijo Roberto.
—A lo mejor es español —dijo el narrador—. ¿Has notado el
acento?

—Voy a salir —dijo Theo Crowe, agarrándose al árbol de


Navidad.
—Aún le queda una bala —dijo Tucker Case.
—Van a quemarnos aquí dentro. Tengo que salir.
—¿Para qué? ¿Les vas a quitar las cerillas?
Lena agarró a Theo por el brazo.
—Theo, no serán capaces de provocar un incendio con esta
lluvia y este viento. No salgas. Ben no llegó a dar ni dos pasos.
—Si consigo alcanzar un todoterreno, quizá pueda pasarles por
encima —argumentó Theo—. Val me ha dado las llaves de su
Range Rover.
—Eso no va a funcionar —discrepó Tuck—. Son muchos. Quizá te
puedas quitar de encima a los más débiles, pero el resto huirá
a los bosques donde no puedas alcanzarlos.
—Bien. ¿Sugerencias? Este lugar va a arder como la yesca, con
o sin lluvia. Si no hacemos algo, nos van a asar vivos.
Lena miró a Tuck.
—Puede que Theo tenga razón. Si consigue que huyan a los
bosques, es posible que el resto tengamos la oportunidad de
llegar hasta el aparcamiento. No podrán cogernos a todos.
—Bien —asintió Theo——. Dividid a la gente en grupos de cinco y
seis personas. Que el más fuerte de cada grupo lleve la llave
de un todoterreno. Aseguraos de que todo el mundo sabe
adónde tiene que ir cuando salga. Cuando oigáis que el claxon

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del Range Rover toca «afeitado y corte de pelo» signifcará
que he hecho todo lo posible. Que todo el mundo salga
pitando.
—Vaya, has pensado todo eso con el colocón —dijo Tuck—. Estoy
impresionado.
—Que todo el mundo esté listo. No pienso salir a ese tejado
hasta que todo esté asegurado.
—¿Y qué pasa si lo que escuchamos es un tiro? ¿Qué pasa si
te atrapan antes de que puedas llegar al coche?
Theo sacó un juego de llaves del bolsillo y se lo pasó a Tuck.
—Entonces será tu turno, ¿ no crees? Val también ha traído la
llave de repuesto.
—Un momento. No pienso salir ahí fuera. Tú tienes la excusa
de que estás fumado, eres poli, tu mujer te ha echado de
casa y tu vida es una ruina. A mí me van bien las cosas.
—¿Cuando el alguacil Crowe se vaya podremos cortarle la
cabeza? —quiso saber Joshua Barker.
—Bueno, puede que no del todo —rectifcó Tuck.
—Me voy —dijo Theo—. Que todo el mundo se prepare junto a
la puerta.
El larguirucho alguacil se dirigió al árbol de Navidad.
Tuck observó cómo lo escalaba hasta el techo y se volvió a los
demás.
Se produjo un chirrido en la parte frontal de la capilla y
todos se quedaron mirando. Las luces amarillas de uno de los
vehículos se encendieron.
—Alguien quiere largarse —gritó Dale—. Os dije que no
perdierais de vista el tejado.
—Ya estaba vigilando —dijo Jimmy Antalvo meneando el único
brazo que le quedaba—. Pero está oscuro de cojones y no se
ve una mierda.

207
Maris_Glz
Mientras recorrían a la carrera el lateral de la capilla hacia la
parte delantera, pudieron ver que una sombra oscura se
deslizaba desde el tejado para aterrizar en el suelo.

208
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21: Ángel vengador

Oh mierda, oh mierda, oh mierda, oh mierda, pensó Theo.·Se


había torcido el tobillo al aterrizar y el dolor se había
extendido por su pierna como fuego líquido. Al caer, rodó
sobre el barro. Había apretado el botón que desbloqueaba el
Range Rover demasiado pronto. El vehículo había emitido un
sonido acompañado por un parpadeo de las luces, lo que había
puesto en alerta a los muertos vivientes. Había saltado a
ciegas y había fallado. Los muertos iban a por él.
Se levantó como pudo y cojeó hacia el Range Rover, con las
llaves listas en la mano derecha. Se había dejado atrás la
linterna medio enterrada en el lodo. —Cogedlo, inútiles
podridos —gritó Dale Pearson. Theo cayó hacia delante al
resbalar con el pie sano, pero consiguió rodar y ponerse en
pie de nuevo, no sin sufrir un calambre por toda la espinilla.
Se apoyó en la ventana trasera del Range Rover y se agarró
al limpiaparabrisas trasero para no perder el equilibrio. Se
arriesgó a echar una mirada a sus perseguidores y oyó un
fuerte golpe cerca de su cabeza, seguido de un chirrido
ensordecedor. Se volvió justo a tiempo para ver cÓmo una
mujer esquelética se deslizaba por el techo del Range Rover
con los dientes por delante. Trató de esquivarla, pero no logró
impedir que unas uñas se le aferraran al cuello y unos dientes
le hendieran el cuero cabelludo. Ambos cayeron al suelo y
sintió un dolor anodino cuando el zombi trató de atravesarle
el cráneo a mordiscos. Tenía la cara apretada contra el barro.
Las fosas nasales y la boca estaban inundadas y, en medio del
pánico, pensó: Lo siento mucho, Molly.

209
Maris_Glz
—Puaj, está asqueroso —dijo Bess Leander mientras escupía un
par de dientes sobre la cabeza de Theo.
Marty por la Mañana cogió a Theo por la cabeza y lamió las
marcas de dientes que Bess había dejado.
—Horrible —dijo—. Está fumado. No pienso comerme su cerebro.
Los muertos vivientes lanzaron un gemido de decepción.
—Levantadlo —ordenó Dale.
Theo tragó un buen montón de lodo con su primera inspiración
y empezó a toser mientras los muertos vivientes lo
incorporaban y lo acorralaban contra la ventana trasera del
Range Rover. Alguien le quitó el barro de los ojos y un hedor
nauseabundo inundó su nariz. Vio el rostro muerto y
reanimado de Dale Pearson a escasos centímetros del suyo. El
terrible aliento del muerto apenas le dejaba respirar. Theo
trató de zafarse del maligno Papá Noel, pero unas manos
descompuestas le sujetaban la cabeza con frmeza.
—Oye, hippy —dijo Dale. Sostenía su linterna por debajo de la
barba para iluminar su rostro. Dos chorros de babas
sangrientas recorrían los dos lados de su barba—. No creerás
que tus hábitos con el canuto te van a salvar, ¿verdad? No lo
creas. —Se sacó el revólver del bolsillo y apretó el cañón
contra la barbilla de Theo—. Ahí dentro nos sobra la comida,
podemos permitirnos el lujo de liquidarte.
Dale abrió los cierres de velcro de la chaqueta de Theo y le
palpó la cintura.
—¿No llevas arma? Eres una mierda de agente de la ley, hippy.
—Palpó los bolsillos de la camisa de policía—. ¡Pero esto...! Es lo
único para lo que vales.
Dale sostuvo el encendedor de Theo y luego arrancó todo el
bolsillo y enrolló el encendedor seco en la tela.

210
Maris_Glz
—Marty, prueba con este, que no se moje. —Dale le entregó el
encendedor a un tipo podrido, con un corte de pelo a lo Ziggy
Stardust, que se volvió corriendo a la pila de desechos al otro
lado de la capilla.
Theo contempló CÓmo Marty por la Mañana se inclinaba sobre
la pila formada por el contrachapado, las ramas de pino, los
cartones y el cuerpo destrozado de Ben Miller. El viento
seguía soplando con fuerza y la lluvia había amainado, pero,
con todo, las gotas punzaban la cara de Theo al caer.
Que no se encienda, que no se encienda, que no se encienda,
recitaba Theo para sí, pero la esperanza se esfumó cuando
una llama anaranjada prendió en los desechos y Marty por la
Mañana se apartó con la manga ardiendo.
Dale Pearson se apartó para que Theo pudiera ver el fuego
crecer a un lado del edifcio y luego le puso el revólver en la
sien.
—Mira bien nuestra pequeña barbacoa, hippy Es lo último que
vas a ver. Nos vamos a comer el cerebro de la chifada de tu
mujer a la brasa.
Theo sonrió, contento de que Molly no estuviera ahí dentro y
fuera a librarse de la masacre.

—No he oído la señal —dijo Ignacio Núñez—. ¿Alguien la ha


oído?
Tuck barrió con la linterna una docena de caras asustadas y
entonces todo un lado de la iglesia se volvió naranja con el
resplandor de las llamas colándose por las ventanas. Una
mujer gritó y los demás se quedaron mirando con horror cómo
empezaba a fltrarse el humo por los marcos de las ventanas.

211
Maris_Glz
—Cambio de planes —dijo Tuck—. Nos vamos ya. Chicos, a la
cabeza de vuestros grupos. Entregad las llaves del coche al
que llevéis detrás.
—Nos estarán esperando —se quejó Valerie Riordan.
—Bueno, quémate si quieres —repuso Tuck—. Chicos, derribad a
cualquiera que se os ponga por delante y todos los demás
seguid hacia los coches.
Todas las barricadas y los obstáculos habían sido retirados de
las puertas de la capilla. Tuck apoyó el hombro en una de ellas
y Gabe Fenton en la otra. —Preparados. ¡Uno, dos, tres!
Empujaron con el hombro y rebotaron hacia los demás. Las
puertas no se habían abierto más que unos centímetros.
Alguien apuntó con la linterna por el hueco y reveló que un
enorme tronco de pino bloqueaba el acceso.
—Cambio de planes —gritó Tuck.

Theo trató de mirar el fuego, pero no veía más allá de los ojos
muertos de Dale Pearson. Ya no le quedaba más que el miedo,
la ira y la presión del revólver en la sien.
Entonces oyó un silbido acabado en un golpe seco y el
revólver desapareció. Dale Pearson se apartó a trompicones
de él, con un muñón donde un segundo antes había estado el
arma. Dale abrió la boca para gritar algo, pero en ese instante
una fna línea se dibujó en su cara a la altura de la nariz, y la
mitad de su cabeza se deslizó al suelo. Se desplomó a los pies
de Theo. Las manos que lo sujetaban habían desaparecido.
—¡Sesos! —gritó uno de los muertos vivientes—. ¡Sesos de
chifada!
Theo se dejó caer sobre el cuerpo rematado de Dale y miró
alrededor para ver qué estaba pasando.

212
Maris_Glz
—Hola, cariño —dijo Molly. Estaba de pie sobre el techo del
Range Rover con una sonrisa enorme, la chaqueta de cuero,
los pantalones deportivos y sus Converse All Stars rojas,
mientras sostenía ante sí la vieja espada japonesa Hasso No
Kamae. La hoja refejaba el fulgor anaranjado de la iglesia
incendiada. Un reguero negro recorría la hoja en el mismo
lugar donde había hendido la cabeza del Papá Noel zombi.
Theo nunca había sido una persona religiosa, pero en ese
momento pensó que así debía de sentirse uno al contemplar el
rostro de un ángel vengador.
Los zombis que lo habían mantenido inmovilizado se lanzaron a
por las piernas de Molly, quien, en un solo movimiento,
retrocedió un paso y describió con la espada un arco bajo que
provocó una lluvia de manos cercenadas sobre el barro. Los
muertos vivientes gimieron a su alrededor, y trataron de
abrirse paso hasta ella con los muñones. Bess Leander trató
de repetir la maniobra que había empleado con Theo, es decir,
escalar el capó por detrás de Molly y saltar al techo del
Range Rover. Molly la esquivó, dio un paso lateral y describió
un nuevo tajo con la espada que nada habría tenido que
envidiar a un swing de golf. La cabeza de Bess voló desde la
cima del vehículo hasta el regazo de Theo, quien la empujó a
un lado y se incorporó.
—Cariño, igual conviene sacar a la gente de la capilla antes de
que se achicharre —sugirió Molly—. No creo que quieras
presenciar eso.
—Vale —dijo Theo.
Los muertos vivientes habían abandonado sus puestos en los
accesos delanteros y traseros de lampilla, donde habían estado
aguardando para emboscar a los que salieran huyendo, y se
lanzaron a la carga contra Molly. Tres cayeron sin manos

213
Maris_Glz
mientras Molly seguía en el techo del vehículo y cuando
empezaron a rodearla, echó a correr y saltó sobre sus
cabezas para aterrizar a sus espaldas.
Theo corrió hacia las puertas delanteras, con la vista
emborronada por la lluvia y la sangre que se derramaba sobre
sus ojos desde el mordisco que tenía en la cabeza. Miró
fugazmente por encima del hombro y vio a Molly zafándose de
sus atacantes.
Casi se dio contra un par de troncos que bloqueaban las
puertas de la capilla. Volvió a mirar atrás y vio que Molly se
lanzaba contra otro grupo de zombis y rajaba a uno de la
cabeza al pecho. Devolvió su atención a los troncos y puso el
hombro bajo uno de ellos para desbloquear el acceso.
—Theo, ¿ eres tú? —Gabe Fenton tenía la cara apretada entre
el tímido espacio que había conseguido abrir entre las
puertas.
—Sí. Unos troncos bloquean la puerta —dijo Theo—. Voy a
intentar quitarlos.
Theo respiró hondo tres veces, empujó con todas sus fuerzas
y sintió como si las venas de las sienes le fueran a explotar. La
herida de la cabeza le palpitaba con cada latido.
Finalmente, el tronco cedió unos centímetros. Podía hacerlo.
—¿Funciona? —gritó Gabe.
—Sí, sí —repuso Theo—. Dame un momento.
—Esto se está llenando de humo, Theo.
—Vale. —Theo volvió a empujar y el tronco se movió un poco
más hacia la derecha. Un esfuerzo más y podrían abrir la
puerta.
—Date prisa, Theo —lo apremió Jenny Masterson—. Es... —
empezó a toser y no pudo acabar la frase. Theo oía cómo todo
el mundo empezaba a toser a su vez. Gritos de rabia y dolor

214
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le llegaban desde el otro lado de la capilla, donde Molly
estaba enzarzada en plena lucha. Seguro que estaba bien, ya
que algunas voces aún lanzaban alaridos sobre comerse su
cerebro.
Otro empujón y unos cuantos centímetros más ganados. Un
humo gris se escapaba por la apertura. Theo cayó de rodillas
por el esfuerzo y estuvo a punto de desvanecerse. Se obligó a
mantenerse consciente y, cuando se disponía a dar otro
empujón de espalda, con la esperanza de que no fuera su
último esfuerzo, se percató de que los gritos habían cesado al
otro lado de la capilla. La lluvia, el viento, las toses de los
atrapados y el crepitar del fuego era todo lo que oía.
—Oh, Dios mío. ¡Molly! —gritó.
Pero en ese momento sintió una mano en la mejilla y una voz
en el oído que le decía:
—Eh, marinero, ¿necesitas una mano para abrir la puerta de la
iglesia? Ya sabes a qué me refero.

Se oían sirenas en la distancia. Alguien había visto la capilla


incendiada a pesar de la tormenta y, de alguna manera, había
llegado hasta el departamento de bomberos voluntarios. Los
supervivientes de la festa se reunieron en medio del
aparcamiento, iluminados por los faros. El calor del incendio los
había obligado a desplazarse unos setenta metros.
Incluso a esa distancia, Theo sentía el calor en la mejilla
mientras Lena Márquez le vendaba la herida de la cabeza.
Otros se sentaban en los maleteros abiertos de los
todoterrenos y trataban de recuperar el aliento tras la
exposición al humo, bebían agua mineral o, simplemente, se
tumbaban, aturdidos.

215
Maris_Glz
Desde la húmeda arboleda que rodeaba la capilla en llamas
ascendía una nube blanca que se perdía en el cielo. A la
izquierda del edifcio se amontonaba la masacre: pilas de
muertos rematados donde Molly había dado cuenta de ellos,
hasta el punto de perseguir a los últimos fugitivos por el
bosque y decapitarlos después de haber liberado a los demás
del incendio.
Molly estaba sentada al lado de Theo, bajo el maletero abierto
del todoterreno de alguien.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Theo—. ¿Cómo demonios lo
supiste?
—Me lo dijo el murciélago —explicó Molly.
—¿Quieres decir que se presentó y le dijiste: «¿qué pasa,
chico, es que Timmy está atrapado en un pozo?», y él te ladró
para contarte lo que iba mal? ¿Es eso?
—No —dijo Molly—. Era más bien como: «tu marido y un puñado
de gente se han atrincherado en la capilla contra una horda
de zombis devoradores de cerebros y tienes que salvarlos».
Así. Tiene un poco de acento. Parece español.
—Por una vez me alegro de que dejaras de tomarte la
medicación —dijo Tucker Case, que estaba al lado de Lena
mientras esta terminaba de vendar la cabeza de Theo—. Unas
pocas alucinaciones son un precio pequeño, pienso yo.
Molly alzó su mano para indicarle que se callara. Se levantó y
apartó al piloto, con la mirada clavada en la iglesia incendiada.
Una oscura y alta fgura ataviada con una larga gabardina se
acercaba a ellos atravesando el campo de muertos.
—Oh, no —dijo Theo—. Que todo el mundo se meta en los
coches y eche los seguros.

216
Maris_Glz
—No —dijo Molly, y desechó las instrucciones de Theo con un
gesto distraído de la mano—. Está bien. —Se reunió con el
ángel en medio del aparcamiento.
—Feliz Navidad —dijo el ángel.
— Igualmente —replicó Molly.
—¿Has visto al niño? ¿A Joshua? —preguntó Raziel.
—Ahí hay un niño, con los demás —dijo Molly—. Seguro que es
él.
—Llévame con él.

—Es él —dijo Theo—. Es el robot.


—Shhhhhh —chistó Molly.
Raziel caminó hasta donde Emily Barker sostenía a su hijo
Joshua sobre la parte trasera del Honda de Molly.
—Mamá —lloriqueó Joshua, con el rostro escondido en el pecho
de su madre.
Pero Emily aún estaba conmocionada por la muerte de su
compañero y no exhibía reacción alguna salvo apretujar más
aún a su hijo.
Raziel posó la mano sobre la cabeza del muchacho.
—No temas —dijo—, pues traigo oleadas de gran alegría.
Contempla cómo se ha hecho realidad tu deseo de Navidad. —
El ángel indicó con un gesto el incendio y la carnicería, así
como el grupo de aterrorizados supervivientes, como si fuese
la azafata de un programa enseñando un conjunto de lavadora
y secadora—. No es lo que hubiese deseado, pero no soy más
que un humilde mensajero.
Josh se retorció entre los brazos de su madre y se encaró con
el ángel.
—Yo no pedí esto. No es lo que yo deseaba.

217
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—Claro que lo es —dijo Raziel—. Querías que el Papá Noel que
viste morir volviera a la vida.
—No, no quería eso.
—Eso fue lo que dijiste. Dijiste que querías que resucitara.
—No era lo que quería decir —dijo Joshua—. Soy un niño, no
siempre hago las cosas bien.
—Eso se lo garantizo yo —intervino Tucker Case, que acababa
de aparecer justo detrás del ángel—. Es un niño y como tal, se
equivoca la mayor parte de las veces.
—Sigo pensando que deberíamos cortarte la cabeza —dijo Josh.
—¿Lo ve? —dijo Tuck—. Siempre se equivoca.
—Bueno, pues si no insinuabas que querías que lo resucitara,
¿qué es lo que querías decir? —preguntó Raziel.
—No quería que Papá Noel fuese un zombi asesino y todo eso.
Quería que todo fuese bien, como nunca había pasado, y
también quería que fuese una buena Navidad.
—Eso no fue lo que dijiste —replicó Raziel.
—Era lo que quería —insistió Joshua.
—Oh —dijo el ángel—. Lo siento.
—¿Así que es un ángel? —preguntó Theo a Molly—. ¿Un ángel
de verdad?
Molly asintió con una sonrisa.
—¿No es un robot asesino?
—Está aquí para conceder un deseo a un niño —dijo Molly, con
un gesto de negación con la cabeza.
—¿Como nunca ha sido? —preguntó el ángel a Joshua.
—¡Sí! —dijo este.
—Ups —dijo el ángel.
Molly se adelantó y posó una mano sobre el hombro del ángel.
—Raziel, la has cagado. ¿Puedes arreglarlo?

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El ángel la miró y sonrió. Sus dientes eran pequeños y
perfectos.
—Sea —dijo—. La gloria sea con Dios, que está en las alturas,
paz en la Tierra, bienaventurados sean los hombres.

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22: Una perfecta Navidad de solitarios

El arcángel Raziel sobrevoló la gran cristalera de la capilla de


Santa Rosa y miró a través de un pequeño cuadro de cristal
rosado que resultaba ser la mejilla de Santa Rosa. Sonrió al
comprobar el fruto de su obra y luego batió las alas para ir en
busca de un poco de chocolate que lo sustentara en el viaje de
vuelta.

La vida es chunga. Ojalá cada pieza del rompecabezas cayera


en su sitio, cada palabra fuese amable y cada incidente
tuviera un desenlace feliz, pero eso no pasa. La gente, por lo
general, es un coñazo. Sin embargo, ese año la festa de
solitarios de Pine Cave terminó con una alegría contrastada,
una buena voluntad contagiosa y un espíritu general de
armonía que brilló en los asistentes con una intensidad a
prueba de marrones.

—Theo —dijo Molly—. ¿Podrías traer las cazuelas de lasaña de


la parte de atrás? —Ella misma llevaba ya dos cazuelas y tuvo
la delicadeza de inclinarse para dejarlas sobre la mesa del
bufé de tal modo que la decencia de su vestido de noche no
quedara comprometida. Era un escueto vestido negro atado al
cuello que le había dejado Lena (la primera prenda escotada
que se ponía en años).
—Después de todo sí que podríamos haber hecho una barbacoa
—comentó Theo.
—Os dije que la tormenta viraría al sur, capullos —gruñó Mavis
Sand mientras cortaba un trozo de baguette, como si
estuviese emprendiendo una circuncisión de escala

220
Maris_Glz
desmesurada (la buena voluntad de unos brilla de manera
distinta a la de otros).
Molly dejó su lasaña y se volvió a los brazos de la mantis
religiosa que era su marido.
—Vaya, vaya, marinero, creo que la Nena Guerrera tiene una
tarea pendiente.
—Solo quería decirte, antes de que llegue todo el mundo, que
estás estupenda esta noche.
Molly se recorrió el cuello con la mano.
—Las cicatrices no desaparecen de la noche a la mañana,
¿verdad?
—A mí no me importa —dijo Theo—. Nunca me importó. Espera
a ver lo que te he comprado.
—Te quiero —dijo Molly mientras le daba un beso en la mejilla
—, aunque tengas tendencias mutantes. Ahora, déjame; Lena
necesita ayuda con la ensalada.
—No, qué va —dijo Lena, que acababa de salir del cuarto
trasero con una enorme ensaladera. Tucker Case iba detrás,
con el conjunto de aliños.
—Oh, Theo —dijo Lena—, espero que no te moleste, pero Dale
se pasará esta noche vestido de Papá Noel.
—Creía que estabais peleados —dijo Theo.
—Lo estábamos —admitió ella—, pero me sorprendió hace un
par de noches mientras le robaba alguno de sus árboles y
estaba a punto de salirse de sus casillas cuando apareció
Tucker y le dio en las narices.
Tucker Case sonrió sin disimulo.
—Soy piloto. Estamos acostumbrados a lidiar situaciones tensas.
—En todo caso —continuó Lena—, Dale estaba borracho. Se puso
a llorar, se puso sensiblero y empezó a hablar de los
problemas que tenía con su novia nueva, de que odiaba que

221
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todo el mundo pensara que era un constructor depravado. Así
que le invité a la festa. Pensé que si hacía algo para los niños
se sentiría mejor.
—No pasa nada —dijo Theo—. Me alegro de que las cosas vayan
mejor entre vosotros.
—¡Oye, Theo! —gritó Joshua Barker mientras cruzaba la sala—.
Mamá dice que Papá Noel vendrá a la festa.
—Una aparición fugaz, Josh. Luego tiene que ponerse en
camino —dijo Theo. Alzó la mirada y vio que Emily Barker y su
novio/marido/loquesea, Brian Henderson, se dirigían a ellos.
Brian se había puesto una camiseta roja de la fota estelar.
—Feliz Navidad, Theo —dijo Emily.
Theo abrazó a Emily y estrechó la mano de Brian.
—¿Has visto a Gabe Fenton, Theo? —preguntó Brian—. Quería
enseñarle la camiseta. Seguro que le encantará. Ya sabes,
solidaridad friki.
—Pues estaba aquí hace un momento, pero luego llegó Val
Riordan y se pusieron a hablar. Hace un rato que no los veo.
—A lo mejor se han ido a dar un paseo. Hace una noche
estupenda, ¿no crees?
—Estupenda —dijo Molly, junto a Theo.
—Dijo que el clima se le daba bien —intervino el narrador.
—Shhhhhhhhh —dijo Molly.
—¿Cómo dices? —preguntó Brian.
Fuera, en la parte trasera de la capilla, los muertos también
sentían el ambiente festivo.
—Se la va a tabicar justo aquí en el cementerio —dijo Marty
por la Mañana—. ¿Quién iba a pensar que una estirada iba a
gemir así? Un poco de terapia de aullido carnal, ¿eh, doctor?
—Ni hablar —dijo Bess Leander—. Ella va de Armani, no se va a
dejar la ropa en esto.

222
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—Ahí estoy contigo —intervino Jimmy Antalvo—. Se limitarán a
darse el palo y se llevarán la festa a casa para echar un
casquete. Pero, ¿cómo sabes que va de Armani?
—¿Sabes qué? —dijo Bess—. No tengo la menor idea. Una
corazonada, supongo.
—Yo espero que canten la de El buen rey Wenceslao —dijo
Esther, la maestra de escuela—. Adoro esa canción.
—¿Alguien ha visto al horrible perro del biólogo? —preguntó
Malcolm Cowley, el librero muerto—. El año pasado esa mala
bestia se orinó tres veces en mi lápida.
—Estaba por ahí husmeando hace un rato —dijo Marty por la
Mañana—, pero se metió cuando empezaron a sacar la comida.
Dentro, Skinner estaba sentado bajo el árbol de Navidad,
observando a la criatura más extraña que había visto jamás.
Colgaba de las ramas más bajas, pero no parecía una ardilla,
ni olía a comida. De hecho, tenía cara de perro. Skinner
gimoteó y olisqueó el aire. Si era un perro, ¿dónde tenía el
trasero? ¿Cómo podría decirle hola si no podía olerle el
trasero? Dio un paso atrás para analizar la situación.
—¿Y tú qué miras? —inquirió Roberto.

Y antes de que nos diéramos cuenta, la Navidad ya asomaba


de nuevo.

Un año después (después de la mejor festa navideña para


solitarios de todos los tiempos), un forastero llegó al pueblo.
Su nombre era William Johnson, y trabajaba en un cubículo en
el interior de un enorme edifcio acristalado en Silicon Valle,
donde, pasaba toda la jornada haciendo sus cosas delante de
un monitor de ordenador. Vivía solo en un apartamento y todas
las Navidades se tomaba un par de semanas para viajar a un

223
Maris_Glz
pueblo donde nadie lo conociera para practicar su peculiar
tradición navideña. Ese año había escogido Pine Cove para su
pequeña festa, y estaba especialmente emocionado porque era
la vez que más cerca de que había llevado a cabo la gesta. Se
permitió ser descuidado, dado que era su duodécimo viaje
navideño consecutivo (número redondo), y sentía que se
merecía un regalo. Además, había tenido que atrasar las
vacaciones una semana por complicaciones de última hora en
un proyecto, así que no le había dado tiempo de llevar a cabo
las investigaciones que solía emprender habitualmente. No se
podía permitir emplear más tiempo en el viaje.
William nunca se había planteado por qué había elegido la
Navidad para practicar su afción. Sencillamente había dado la
casualidad que era Navidad la primera vez que lo había
celebrado, durante un viaje a Elko, Nevada, para encontrarse
con una mujer que había conocido en Usenet. Cuando averiguó
que ella no solo no vivía en Elko, sino que no era una «ella» en
absoluto, canalizó todas sus frustraciones en un prostíbulo de
carretera y vio que le gustaba. Puede que se debiera a que su
madre (¡la puta!) nunca le había dado un segundo nombre. Lo
normal era tener uno, maldita sea, sobre todo si vas a ser un
coleccionista como William.
Mientras conducía la furgoneta alquilada por la calle Cypress,
empezó a canturrear Doce días para Navidad con una sonrisa.
Doce. En una nevera portátil que llevaba en la parte posterior,
empaquetadas al vacío entre láminas de plástico en fla de a
uno, alineadas junto al hielo seco como si fueran almohadillas
rosas, guardaba once lenguas humanas.
Aparcó enfrente del Cuerno de Caracol, se ajustó el bigote
falso, se ahuecó las prendas interiores que llevaba bajo la
ropa y que le hacían parecer veinte años más viejo de lo que

224
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era, y salió de la furgoneta. El aire rústico, pasado de moda y,
por lo general, destartalado del Cuerno de Caracol daba la
impresión de ser el lugar perfecto para encontrar su
duodécimo trofeo.
—Y una perdiz en un peral —cantó en voz baja para sí.

Aquel año se propusieron un montón de temas para la festa


de los solitarios.
—Es la puta Navidad —había gruñido Mavis—. Clava un poco de
oropel, corta un pino, echa un poco de ron en el ponche y
listos. ¿Qué es lo que quieres, el segundo Advenimiento?
En retrospectiva, todo el mundo se sentía un tanto incómodo
en relación a la festa navideña de solitarios perfecta. La gente
había tenido sueños, pesadillas, incluso fashbacks de cosas
que nadie recordaba que hubieran pasado en realidad y,
curiosamente, lejos de desanimarse, los festeros estaban más
dispuestos que nunca a participar, a que fuese una festa
genial, como si algo los empujara a arreglar algo que no
estaba roto. La gente no dejaba de hablar de ello desde
Halloween, lo cual suponía una importante presión sobre los
encargados de planifcar la festa.
—¿Qué tal una festa de Navidad mexicana, una posada2? —
sugirió Lena Márquez—. Puedo hacer enchiladas, podemos
tener piñatas, podemos...
—¡Un burro3! —interrumpió Mavis— Una polla gorda como un
bate de whiffe-ball.
—¡Mavis! —Lena dijo adiós4 a su posada cuando la idea entró
en el sumidero del espectáculo sexual de Tijuana que había en
la imaginación de Mavis. —Una festa de disfraces —propuso
2
N. del editor: en castellano en el original.
3
Idem 2
4
Idem 2

225
Maris_Glz
Molly con honda gravedad, como si, de hecho, estuviera
anunciando el segundo Advenimiento o quizá canalizando un
mensaje de Vigoth, el dios gusano.
—No —dijo Theo, que llevaba sentado todo el día en el bar y
trataba de no meterse en el tema—. La gente se vuelve rara
cuando se disfraza. Siempre pasa en Halloween. Es como un
cheque en blanco para actuar como capullos.
Todas las mujeres se quedaron mirando a Theo y, a tenor de
sus expresiones, bien podría haberse dicho que acababa de
estrujar una mofeta en sus cervezas.
—Gran idea —dijo Lena.
—Me apunto —dijo Mavis.
—A todo el mundo le gusta disfrazarse —añadió Molly.
—Que te lo digan a ti —dijo Mavis.
—Y tanto —dijo Lena clavando un codo en las costillas de su
amiga.
—Me gusta el disfraz que usaste el año pasado —dijo Theo.
Todas lo volvieron a enflar con la mirada.
—Oh, demonios, ¿y qué sé yo? —dijo el alguacil—. Yo, con mi
cromosoma XY, no sé nada.
—Tucker y yo nos quedamos en casa en Halloween.
El murciélago estaba malito, así que esta será una oportunidad
para resarcirnos.
—y todavía puede que logre pergeñar algo de burro —dijo
Mavis.
—Me largo —se rindió Theo— antes de bajarse del taburete y
dirigirse a la puerta.
—No seas tan peregrino, Theo —dijo Mavis—. Ya hay uno en el
belén de la iglesia.
—Pero ellos no lo hacen —repuso Theo, sin siquiera volverse
para decirlo.

226
Maris_Glz
Y salió.
—No sabes lo que pasó después de que se tomara esa imagen
—gritó Mavis al ausente, como si eso tuviera algún sentido—.
Había pastores, por el amor de Dios.
—Tengo un disfraz de Kendra que no me pongo desde las
películas —dijo Molly—. Armadura de placas completa, pero, ya
sabes, femenina.
—Eso es muy navideño —dijo Mavis.
—Podríamos decorarla —comentó Lena.
—Sí, Mavis, podemos poner acebo y nieve artifcial en lo
pinchos que sobresaldrían alegremente de los antebrazos
—Yo quiero ir de Blancanieves —dijo Lena—. ¿Creéis que Tucker
se pondrá un disfraz de príncipe encantador si se lo compro?
—Ni hablar —gruñó Lena—. Está demasiado ocupado
manteniendo su imagen de cretino que habla con su murciélago
de la fruta.
—Nadie aprecia tu sarcasmo, Mavis.
—Pues por lo que a mí respecta, lo de los disfraces puede ser
opcional, porque este año voy a hacer tarta de frutas. —Mavis
guiñó un ojo y el párpado permaneció estirado hasta que se
dio un toque en la sien—. Tarta de frutas especial.
Un hombre de mediana edad, gorro de camionero y ropa de
trabajo se había colado en el bar y deslizado sobre uno de los
taburetes sin que nadie se diera cuenta, pero Mavis sí que lo
vio cuando logró despegar el párpado.
—¿Qué te pongo, bombón?
—Un trago de lo que sea —dijo el forastero.
—¿Estás bien? —preguntó Mavis.
El tipo parecía un poco aturdido. No es que no estuviese
acostumbrada, pero le fastidiaba que fuera así si no podía
sacar provecho de ello.

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Maris_Glz
—No podría estar mejor —dijo el forastero mientras dirigía la
mirada al cuello de Lena.
William Johnson sintió que vivía un momento encantador. Desde
la primera vez que se había dedicado a su afción (no es
necesario repetirlo, ¿verdad?), nunca había tenido la sufciente
fortuna como para toparse con su «candidata» a la primera.
Era perfecta, sencillamente perfecta. Delicada y atractiva,
orgullosa y determinada, el tipo de mujer que nunca le
regalaría una segunda mirada a él. No lo había hecho,
¿verdad? Y qué decir de ese cuello y esas curvas exquisitas.
Se estremeció ante la idea de tocarla, de acariciar ese
maravilloso cuello mientras sentía el satisfactorio crujido de
las vértebras. Entonces la putita sería suya, de la forma que
más le placiera, tantas veces corno quisiera. Iban a ser las
mejores Navidades de su vida.
Se bebió la cerveza, dejó el dinero sobre la barra con una
propina justa y esperó fuera, junto a la furgoneta alquilada,
fngiendo que estudiaba un mapa hasta que su belleza latina
saliera. Vio que se metía en una vieja camioneta Toyota y
cuando estuvo a una manzana de distancia, empezó a seguirla
por el pueblo.
Una festa de disfraces. Perfecto. ¿Qué mejor lugar para pasar
desapercibido, moverse entre los lugareños, escuchar sus
conversaciones, esperar el momento y hacerse con el premio
delante de sus narices? Sí que estaba bendecido, o quizá
maldito, pero, en todo caso, sería una maldición maravillosa
como ella sola.

Tenía un cuello precioso.


Y si lo crujes
hasta puede decirse que…, eh..., resplandece.

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Maris_Glz
Estúpida canción, se dijo.

—Creo que Val quiere un bebé chino—dijo Gabe Fenton. Se


estaba echando unas cervezas con Tucker Case y Theo Crowe
en la torre del faro en uno de esos martes únicos sin viento
antes de Navidad. Habían dispuesto un conjunto de sillas
plegables donde solía estar el faro, desde donde veían jugar a
un grupo de delfnes.
—¿Como regalo de Navidad? —preguntó Tucker Case—. Eso
suena a regalo caro. ¿Por cuánto te puede salir? ¿Diez, veinte
de los grandes?
Theo lanzó a Tuck una mirada hosca que refejaba la que
siempre había sido su reacción hacia el piloto. Sin embargo,
como de un tiempo a aquella parte daba la impresión de que
nunca se iría, Theo y Gabe habían decidido aceptarlo como
amigo.
—La pregunta es —terció Theo— si estás listo para ser padre.
—Oh, no quiere compartirlo. Lo quiere para ella sola.
Dice que no soportaría tenerme en casa todo el tiempo porque
vivo como un animal.
—Bueno, eres biólogo —dijo Tuck a modo de apología—. Forma
parte de tu trabajo.
—Es verdad —admitió Gabe al tiempo que alzaba el puño para
darle un golpecillo de reafrmación.
—Verdad —dijo Tuck devolviendo el golpecillo. Se trataba de la
versión más grávida y ruda del «choca esos cinco» en alto,
por lo general menos extravagante que su hermana de palmas
más abiertas, pero no menos ridícula al ser ejecutada por
unos advenedizos blancos. «¿ Lo pillas, colega? Dabuten».

229
Maris_Glz
Theo volvió los ojos y metió un trozo de bizcocho en la boca
del labrador que estaba a su lado.
—Ni siquiera le gustas, Gabe. Tú mismo lo has dicho.
—Y, sin embargo, te permite puntuales privilegios carnales —
matizó Tuck—. Eso implica, eh..., cierta falta de juicio por su
parte. Me gusta eso en una mujer.
—Me gusta cómo huele —dijo Gabe.
—Esa no es razón para tener un bebé con ella —puntualizó
Theo.
—Ni para comprarle un regalo caro —añadió Tuck.
—Bueno, ¿y de qué os vais a disfrazar para la festa? —
preguntó Gabe cambiando de tema a la desesperada.
—Yo creo que de pirata —dijo Theo—. Aún conservo el parche
de cuando tuve conjuntivitis el verano pasado.
—¿Y qué tal de agente de la ley? —dijo Tuck con una sonrisa
disimulada.
—¿Y tú qué? —preguntó Theo—. ¿De ser humano?
—Yo no voy. Tengo que trabajar —argumentó Tuck.
—¡Serás perro! —exclamó Gabe—. ¿Cómo lo has logrado?
Ante la mención de la palabra «perro», Skinner se desplazó
junto al tipo de la comida, por si acaso rondaba por ahí un
trozo de bizcocho que se le hubiera pasado por alto.
—Nochebuena es una enorme festa de drogas. Se supone que
hará frío esta noche. Volaremos en busca de señales de calor
desprendidas por laboratorios de metanfetaminas. Espero que
uno de esos trafcantes ponga a algún novato al cargo de la
producción navideña y le explote en las narices. No hay nada
más navideño que un laboratorio de metalfetaminas incendiado.
—¿Lo sabe Lena? —inquirió Theo con una ceja enarcada.
—Todavía no. Se requerirá mi presencia a última hora.
—Se pondrá furiosa —dijo Gabe.

230
Maris_Glz
—Creo que deberías ir —dijo Theo—. Es importante para ella.
—Quizá me pase después, aunque sea sin disfraz. Las mujeres
adoran esperarse la típica decepción y llevarse luego una
sorpresa de última hora, algo romántico, como aparecer.
—Dios, eres una comadreja.
—¿Qué? He dicho que iría.
—En realidad, las comadrejas no se merecen la mala reputación
que han adquirido —intervino Gabe—. De hecho son...
—¿Crees que podrías quedarte con Roberto? —dijo Tuck a Theo
—. Podría ser el loro del pirata.
—Odio las festas de disfraces —dijo Gabe—. Es como si
revelaras tu verdadera naturaleza a través del disfraz, por
mucho que trates de ocultarla.
—Entonces, Tuck —dijo Theo—, deberías ponerte un disfraz de
comadreja.

Mavis Sand creía que la mejor tarta de frutas era la que


contenía la fruta y la harina justas para que la mezcla de
fármacos cuajara. Aquel año, eso signifcaba un puñado de
cerezas de marrasquino y Gold Medal a palo seco. En el último
momento faqueó y añadió medio vaso de azúcar, porque el
Xanax (la benzodiacepina) dejaba un regustillo amargo que
daba al traste con el fameado de ron 151. También se había
pasado la noche cambiando bebidas por veinte dosis de éxtasis
(XTC) a un chico de cráneo rapado y tatuado y tantos
piercings faciales que parecía que se había restregado la cara
en el cubo de los clavos de alguna ferretería. Estaba bastante
segura de que las pastillas eran X, pero aunque resultaran ser
calmantes veterinarios, la festa seria todo un éxito. Mavis
siempre había odiado el tono de abstinencia de la festa anual

231
Maris_Glz
y tenía ganas de ver a algunos perder el control en medio de
un templo sagrado sin perder ella la compostura.
Ahora, llegada la noche de la festa, la tarta del olvido había
sido cortada en porciones cúbicas aparentemente inofensivas
recogidas en papel encerado rojo y verde sobre una bandeja
plateada, como si se tratase de los pétalos de un agradable
forecer navideño. Mavis rió para sí mientras colocaba la
última porción y luego se fue a la parte de atrás a encender
los leños de roble para la barbacoa. '
—¿Oléis eso? —dijo Marty por la Mañana (todos los bits
fambres a tu alcance )—. ¡Vamos de barbacoa, gente!
—Bueno, ya dije que la lasaña del año pasado era un error —
dijo Bess Leander, que sospechaba de toda forma de comida
después de su envenenamiento a manos del marido—. Eso no
era comida de Navidad, era pereza.
—Ojalá que canten El buen rey Wenceslao —dijo Esther.
—Estás en el Expreso de Wenceslao, lo has pedido, con Marty
por la Mañana en la T—I—S—O—S, radio fambre para Pine Cove
y toda la costa central.
—Ya no estás en la radio, Marty —dijo Jimmy Antalvo.
—Ya lo sé, ¿qué te has creído?
—Eh, ¿creéis que los dos científcos se lo montarán otra vez en
el cementerio? —preguntó Jimmy, invadido por el espíritu
navideño.
—Oh, sí, eso espero —dijo Malcolm Cowley con sarcasmo—.
¡Nada me apetece más que volver a escuchar cómo dos
réprobos fallan mientras al fondo suenan banales villancicos!
¡ Oh, no te desboques, corazón mío!
—Esa ha sido buena, Malcolm —dijo Marty.

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Maris_Glz
Aquella noche, con la festa más que empezada, la carne había
quedado poco hecha, sazonada con ajo y romero; la fuente de
ponche yacía como los restos de un estanque en medio de un
campo de cazuelas de comida ordinaria, ensaladas y sobras.
Trozos de la tarta de frutas de Mavis se alineaban como
pequeños soldados dispuestos a marchar hacia la locura para
gloria de Navidad, del país y del Niño Jesús, ¡demonios!
Los participantes, antes remisos a la idea de una festa de
disfraces, fnalmente habían dado su brazo a torcer y se
permitieron deleitarse en la humillación de la festiva derrota.
Gabe Fenton se había hecho un disfraz de orca a base de
cartón piedra y pintura de aerosol, pero había olvidado
hacerse aletas en las mangas, con lo que se encontraba
atrapado en un cascarón blanco y negro con los brazos
apretados hacia abajo y la cara dentro de la boca de la arca,
cubierta con un calcetín negro y las gafas por fuera, y daba
la impresión de que una arca se había tragado a un biólogo y
regurgitaba la indigesta montura de las gafas.
—Gabe, ¿eres tú? —preguntó Theo.
—Sí, ¿cómo lo has sabido?
—Bueno, tus botas de senderismo asoman bajo la cola y creo
que eres el único que conoce las proporciones exactas del
pene de una orca.
—Sí, son prensiles —asintió Gabe. El apéndice rosado, de casi
sesenta centímetros de longitud y tan delgado como una
manguera de jardín, golpeó la pierna de Theo—. En realidad
pueden penetrar de canto. Estoy trabajando en una manguera
de drenaje.
—Encantador —dijo Theo mientras se quitaba el sombrero de
diez galones—. Espera a ver el disfraz de Mavis. Deberíais
montaros un baile o algo.

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Maris_Glz
—Y tú, se supone que eres un comisario o algo así, ¿ no? —
preguntó Val Riordan, que rodeaba con el brazo la aleta inútil
de Gabe.
—Bueno sí, ya tenía la placa —admitió Theo.
—Creí que te ibas a disfrazar de pirata —dijo Gabe.
Theo respingó.
—Al parecer Molly ha tenido alguna que otra mala experiencia
con piratas.
—Lo siento —se disculpó Gabe—. ¿Os habéis peleado?
Theo asintió tristemente.
—¿Está ella aquí? —preguntó Val, con una pequeña reverencia
previsora. Theo había intentado no mirar a la psiquiatra, pero
allí estaba, atrayendo toda la atención hacia sí.
Valerie Riordan llevaba una minifalda de vinilo negro, unas
botas de fulana rojas de tacón de aguja alto y un top con
transparencias; su cuello se derramaba en un escote
impresionante cuyas hombreras exteriores eran sendos lóbulos
frontales de plástico, que solía utilizar para decorar la mesa
de café de su despacho. En la parte externa del muslo
derecho llevaba un tatuaje de henna con las palabras «EGO»,
«ID» y «SUPEREGO», mientras que en el otro se podía leer:
«DESEO», «NEGACIÓN» y «OBSESIÓN». En la cara interna
del muslo derecho, casi oculta bajo la micro minifalda, se
intuía la palabra «LUJURIA», mientras que en el mismo lugar
de su homólogo, en una ubicación igualmente provocativa, lo
que podía leerse era «CULPA». Con la inteligente aplicación de
pestañas falsas, brillantina y excesivo pintalabios rojo, el
maquillaje le otorgaba esa expresión de perpetua sorpresa
que suele asociarse a las muñecas hinchables.
—Soy un polvo mental—dijo Val.
—Sí, está claro, pero ¿de qué vas disfrazada? —preguntó Theo.

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Entonces oyó un bufdo que salía de la orca al tiempo que la
psiquiatra clavaba en el suelo un tacón de aguja y se
contoneaba hacia la fuente del ponche.
—Voy a pagar por eso —dijo Gabe.
—Lamento contagiar mi miseria —dijo Theo.
—No pasa nada, ha merecido la pena
Entonces Gabe se fue en busca de Skinner, que merodeaba
por la sala disfrazado de reno. Theo se limitó a buscar por la
sala a una Nena Guerrera enfadada.

___________

Gabe se topó con Estelle Boyette y Catfsh Jefferson junto a


una bandeja con queso y galletitas. Estelle, artista a sus 60
años, se había disfrazado de Madre Naturaleza. Vestía una
diáfana túnica y había decorado su larga melena gris con
brillantina y hojas. Lucía unos pétalos de fores pegados a la
cara y a los brazos con pegamento de contacto. Tenía el
aspecto de lo que habría resultado de la unión entre Stevie
Nicks y una carroza de la Rose Bowl. Su compañero, Catfsh, el
blusero, llevaba su habitual sombrero de feltro y el traje gris
de zapa de toda la vida sobre una camisa de trabajo, todo ello
aderezado con la habitual dentadura de oro con el trozo de
rubí en el centro. Un solitario cascabel pendía de un cordel
plateado del mástil de su guitarra National Steel.
—¿De qué se supone que te has disfrazado? —preguntó Gabe.
—De risueño.
—¿Y eso cómo se sabe?
—No llevo puestas mis gafas de sol.
—Palabra...
—No sigas.

235
Maris_Glz
—Lo siento.

—Toma un poco de tarta de frutas —ofreció Mavis a Lena, que


iba disfrazada de Blancanieves. Tucker Case Había querido
acudir como uno de los siete enanitos, hasta que Lena le
informó de que, mientras Gruñón, Mocoso y Tímido eran
miembros originales de los siete, no era el caso de Cachondo, y
por mucho que se acolchara el paquete en sus pantalones
cortos de enanito, eso no iba a cambiar. Así que Tuck fngió que
lo llamaban de la DEA y dio el pego con que se iba al trabajo.
Mavis manejaba el cuchillo de trinchar, cortando generosas
rodajas de sanguinolenta carne de buey y disponiéndolas en
los platos de los que iban pasando por delante, aunque no
quisieran.
—Soy vegetariana —dijo una mujer que iba disfrazada de hada.
—Qué vas a ser vegetariana. Cómetelo. Pareces la muerte
comiendo galletitas, y yo conozco a la muerte; he estado
removiéndole la ensalada durante años solo para poder seguir
respirando.
La mujer se alejó, con el plato de carne sujeto con tantos
remilgos como si fuesen desechos radiactivos.
—Dios santo, Mavis —dijo Lena, e hizo una pausa mientras le
daba un mordisco a una de las porciones psicoactivas.
—¿Qué? Si haces un trato, lo cumples, ¿no?
Lena asintió, con un aire un poco triste de repente.
—Se supone que sí.
—¿Te han dado plantón?
—Tenía que irse a trabajar.
—Será cerdo.
Justo en ese instante, una extraña versión del Zorro apareció
junto a Lena y le ofreció un vaso de ponche.

236
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—Un refresco, mi señora—dijo el Zorro.
—Gracias —dijo Lena mientras trataba de averiguar quién se
escondía tras el antifaz—. La tarta de frutas está un poco... —
echó una mirada a Mavis por encima del hombro, quien le
quitó un mechón de pelo negro de los ojos—. Estoy un poco
seca.
—¿Y el disfraz de nuestra maravillosa anftriona es...? —
preguntó el Zorro.
—Un burro con una polla como un bate —gruñó Mavis, como si
fuese evidente, sobre todo teniendo en cuenta que había
cosido un bate de verdad al disfraz.
—Por supuesto —admitió el Zorro. Sonrió y observó como se
bebía Blancanieves el ponche que él mismo había aderezado
con Rohypnol.

Oh, era perfecta, su pequeña Blancanieves latina. El disfraz


del Zorro había sido un arranque de genialidad. Ni siquiera
había tenido que ocultar el cuchillo serrado que utilizaba para
hacerse con sus trofeos. Allí estaba, justo en su cinturón al
lado del sable de mentira. También le gustaba la sensación de
las botas altas. No se las quitaría mientras zanjaba el asunto
con su invitada.
Solo tendría que recorrer unos pocos pasos desde la puerta de
atrás, luego atravesar el cementerio y el bosque hasta llegar
a la furgoneta que lo esperaba en la siguiente manzana. Si
jugaba bien sus cartas, nadie los vería siquiera marcharse de
la festa. Miró el reloj y le echó unos cinco minutos, diez a lo
sumo.
—¿Le gustaría bailar? —le propuso a Lena, cuando empezó a
sonar una canción de la nueva ola de los ochenta.

237
Maris_Glz
Al principio ella pareció reticente y bajó la mirada hacia el
sayo azul, como si esperase que los pájaros del mismo color le
ayudaran a emitir una respuesta.
—Venga, es Nochebuena —dijo William Johnson—. Anímate.
—Bueno, vale —accedió Lena, y dejó que el otro la llevara hasta
el centro de la capilla.

La Nena Guerrera de Allende la Frontera cruzó la puerta con


la espada desenvainada y una armadura de metal que se
adaptaba perfectamente a sus curvas. Unos peligrosos pinchos
sobresalían de sus antebrazos, hombros y guanteletes,
mientras que el yelmo estaba coronado por una calavera
sonriente de metal con cuernos de carnero. A última hora,
después de la pelea con Theo acerca de si su elección del
disfraz de pirata era para irritarla, había decidido prescindir
de los adornos navideños. En lugar de ello, allí donde la piel
era visible, el estómago, la cara y los muslos, se había pintado
la piel con cera brillante para zapatos de color negro. Si el
diablo hubiese encargado a Smith & Wesson la fabricación de
una stripper, algo muy parecido a Molly habría salido
contoneándose del mismo inferno.
Tras una breve visita a la mesa del bufé, donde se había
hecho con medio kilo de carne asada y una porción de tarta
de frutas, se retiró cerca del árbol de Navidad, cerca del
belén y del murciélago, evitando en todo momento una mirada
de su marido. Vaya, acabaría perdonándolo antes de que
acabara la noche, lo sabía, pero antes tendría que sufrir.
Eso fue antes de meterse la porción de tarta. Cuando la
constitución de una es delicada y el desorden de la
personalidad linda con una Nena Guerrera, unas medicaciones
no siempre obran igual que otras. Un cóctel equilibrado de

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Xanax y éxtasis, que debería incitar una perezosa euforia en
una persona normal (la presunción de Mavis en todo momento),
no hizo sino hundir más a Molly en el guacamole de la
irrealidad, cuya primera manifestación fue sentirse algo
amenazada por los tres Reyes Magos y los pastorcillos.
—Puedo con ellos —se dijo.
—Pues eso espero —dijo el murciélago, que colgaba al revés de
una rama del árbol. Roberto iba de general Douglas
MacArthur, más que nada porque coincidía con el general
muerto en su afnidad por las gafas de sol, pero también
porque Tuck se las había reglado para conseguir en eBay una
pequeña pipa y un sombrero de ofcial con agujeritos ya,
hechos para las orejas. —No miden más que veinte centímetros
—señaló el peludo general con un toque de su acento flipino.
—Quería decir que si fuesen reales podría con ellos —matizó
Molly, segura de que el rey más cercano extendía la mano
sobre el incienso.
—¿Has visto a Lena? —preguntó casualmente el murciélago.
—No. La he estado buscando. Se disfrazó de Blancanieves, ¿no?
¿Tuck consiguió disfrazarse de enano?
—Tuck no está aquí. Ella acaba de largarse con otro tipo.
—Estás de broma...
—Parecía un poco piripi.
—Lena no bebe.
—No he dicho que pareciera borracha.
—¿Crees que debería ir a buscarla?
—Es tu amiga. ¿Me podrías acercar una de esas rodajas de
piña si pasas cerca de la mesa del bufé?
—Cógete una tú mismo. Puedes volar.
—Lo haría, pero ese burro con la polla gigante me acojona un
poco.

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—En eso tienes razón —admitió la Nena Guerrera,
completamente ajena al hecho de que estaba hablando con un
mamífero volador que fumaba en pipa.
—¿Qué está haciendo con la orca?

William condujo a Lena hasta un alto monumento que había en


el centro del cementerio y allí la apoyó.
—Oh, jo —se lamentó ella al darse cuenta de que se había
manchado el vestido de Blancanieves. Mientras se le caía la
cabeza, se reía nerviosamente—. Ya no soy Blancanieves.
Las drogas habían cumplido con su cometido, pero la chica
estaba más alerta de lo que sus demás regalos de Navidad
solían estar. Indefensa, sí, pero despierta. Eso estaría bien,
pero que muy bien. Siempre que no le diera por gritar.
—Tú tranquila —dijo William. Colocó la mano sobre la garganta
de ella y la empujó contra el monumento. Pensó que, dado su
grado de alerta, quizá debería llevarla hasta la furgoneta para
terminar esa parte, pero estaba tan buena, tan atractiva... ¿Y
qué más oportunidades iba a tener de ser el Zorro en un
cementerio?
Sacó el cuchillo de su funda mientras soltaba a Lena y ella se
deslizaba hasta quedar sentada y apoyada contra la lápida.
—Ups —dijo ella.
¿Porqué sigue hablando? Nunca solían hablar llegados a ese
punto. La había visto beber algo de café para acompañar la
tarta de frutas, pero una taza de café no debería
contrarrestar la dosis que le había puesto en el ponche.
—Tuck me quiere. No puede evitar ser un bribón —dijo Lena.
— Cállate, zorra. —William la golpeó en la cabeza con la base
del cuchillo, y cuando abrió la boca para lanzar un «ay», le
agarró la lengua con los dedos y tiró de ella.

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Extraño. Entre todas las sensaciones fascinantes que lo ponían
al borde del frenesí (la textura de la lengua, la piel, el pelo, el
cuchillo, la anticipación), entre todas ellas, creyó captar el
aroma de cera para zapatos. Extraño.
—Zo, za Zo, zi —dijo Lena, que equivalía a decir «hola, Molly»,
pero como había un asesino en serie cogiéndole por la lengua
no sonaba tan claro como debería.
El asesino se volvió en el preciso momento en que algo frío y
aflado le besaba la mejilla. Sintió el corte en la piel y el fuir
de la sangre hasta el cuello.
—Suéltale la lengua —dijo la negra aparición. Lo único que
podía ver era una larga espada que desaparecía entre trazos
metálicos que delimitaban la silueta de una mujer. Soltó la
lengua y escondió el cuchillo bajo el antebrazo.
—Arriba —ordenó la sombra sin afojar la presión de la hoja
contra la mejilla mientras él obedecía. Dolía horrores. Mantuvo
la mano del cuchillo a un lado y esperó.
—Ay —se lamentó Lena—. Molly, no me siento bien. Debe de
haber sido la tarta. —Trató de incorporarse, pero se tambaleó
a un lado de la lápida.
Molly pasó junto al asesino para intentar cogerla, y fue
entonces cuando este hizo su movimiento y su cuchillo
describió un decidido arco hacia su pecho.

____________

Molly sintió el golpe seco contra el esternón, escuchó un


marcado crujido y se volvió con la espada alzada a la altura
del cuello. Antes de completar el giro, el asesino ya estaba en
el suelo. Vio algo parecido a una for roja que se abría en su
frente y unos ojos como pozos abiertos hacia las estrellas.

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Una fgura alta, con un sombrero y una Glock de nueve
milímetros en mano, salió de entre la niebla con la luz de la
capilla proyectándose a modo de halo sobre su cabeza y sus
hombros.
—¿ Estáis bien? —preguntó Theo—. Os dije que los disfraces
hacen que la gente se comporte de forma rara.
Molly miró la abolladura en su armadura. El acabado negro
había desaparecido y delataba la placa de acero que tenía
debajo. Sonrió al alguacil. Pintada de negro en plena noche
parecía la gata de Cheshire.
—Pues sí, ese era su problema: el disfraz.

—¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?


—Eh, gente, mirad esto —dijo Jimmy Antalvo—. Hay un tipo
nuevo.
—Oye, novato —dijo Marty por la Mañana—, soy Marty en
directo desde Pine Cove, con los mejores hits especialmente
para ti.
—¿Dónde..., dónde estoy? —inquirió William Johnson—. Está
oscuro.
—Estás muerto, cretino —dijo Malcolm Cowley, que odiaba los
cambios tanto como la mayoría de otras cosas.
—Anda, un compañero nuevo —dijo Esther—. Qué emocionante.
¿Te sabes la letra de El buen rey Wenceslao?

Molly y Mavis atendieron a Lena a base de café y simpatía


junto al piano, mientras, en la puerta, Theo explicaba a un
grupo de detectives del departamento del sheriff lo que había
pasado. Ya habían encontrado la furgoneta de William Johnson,
con sus instrumentos de tortura y la colección de lenguas
humanas, así que todo el mundo estaba seguro de que Theo

242
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sería considerado un héroe, lo cual les irritaba hasta un grado
insospechado.
Un especialista médico de urgencia había echado un ojo a Lena
y, tras declararla sana pero defnitivamente hecha polvo,
recomendó que acudiera a un hospital por su seguridad, cosa
que ella no hizo aduciendo que Tucker Case iría a recogerla.
Unos minutos más tarde, cuando Mavis trataba de recordar a
Molly por trigésimo séptima vez que era una actriz retirada y
no la Nena Guerrera de Allende la Frontera (y, por lo tanto,
era: libre del juramento de sangre y del deber de llevarse al
tipo del sombrero de feltro a casa y follar hasta que ninguno
de los dos pudiera andar), Tucker Case atravesó la entrada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el piloto. Iba vestido como
Amelia Earhart. Unos rizos rubios sobresalían de un gorro de
vuelo de cuero sobre el que descansaban las gafas de vuelo. El
conjunto estaba acompañado por una bufanda de seda, botas y
pantalones de montar, y una gran placa con alas que rezaba
«Amelia Earhart» en grandes letras marcadas, por si alguien
pasaba por alto las otras pistas.
—Tuck —lloró Lena mientras corría hacia sus brazos—. Sabía
que vendrías.
—Sí, bueno, ya sabes, pensé que...
—¿Y me echaste de menos? —Se escurrió entre sus brazos.
—¿Estás... , eh, Lena, estás borracha?
—Lo siento, he tenido una mala noche.
—No pasa nada. Culpa mía. Debí quedarme.
—Un asesino en serie ha intentado cortarle la lengua —dijo
Mavis como si tal cosa—. Theo le ha pegado un tiro.
—Vaya. Bien, entonces no soy el malo de la historia —dijo Tuck.
—Eres mi héroe —dijo Lena, que estaba cayéndose al suelo por
momentos.

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—¿Alguien me puede ayudar a meterla en el coche? —pidió
Tuck a Molly y Mavis.
—Claro —dijo Molly. Cogió a su amiga por los pies y se metió
sus piernas bajo el sobaco mientras Tuck hacía lo propio con el
otro extremo—. ¿Por qué Amelia Earhart?
—Ya sabes, por lo de piloto y eso. Y esperaba montar un rollito
caliente en plan bollero bajo el árbol de navidad si Lena me
perdonaba.
—Eso habría sido encantador ——dijo Lena.
—Vale —parpadeó Tuck—, vamos al coche. —Miró por encima del
hombro a Mavis e hizo un gesto con la cabeza hacia el
miembro que llevaba cosido—. Buen elemento el que llevas ahí,
Mavis.
—Voy justo detrás de ti, piloto.

Y mientras Amelia Earhart y Kendra, la Nena Guerrera Allende


la Frontera, metían a la Blancanieves dopada en el coche, y
una loquera doctora en medicina se lo hacía con una orca
doctorada en flosofía sobre la tumba de un pinchadiscos, el
general Douglas MacArthur, el murciélago de la fruta, voló
hacia la copa del árbol de Navidad, describió medio giro
mientras se aferraba a la estrella y dijo:
—Feliz Navidad y buenas noches a todos.

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NOTA DEL AUTOR

Algunos de los personajes de El ángel más tonto del mundo


también aparecen en mis novelas anteriores. Raziel, el tonto
en cuestión, sale en Lamb: The Cospel According to Biff;
Christ's Childhood Pal. Theophilus Crowe, Molly Michon, Gabe
Fenton y Valerie Riordan comparten páginas en The Lust
Lizard of Melancholy Cove. Robert Masterson, Jenny
Masterson y Mavis Sand aparecen tanto en Practical
Demonkeeping como en The Lust Lizard of Melancholy Cove.
Tucker Case y Roberto, el murciélago de la fruta, también
salen en lsland of the Sequined Love Nun.

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