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TRADICIÓN SAMUN

Dios se ha revelado a los hombres y ha consumado su propia revelación salvífica en la vida y en la doctrina del
Verbo encarnado, de manera que hasta la parusía no es posible una nueva revelación pública de Dios a los
hombres. Por el encuentro con Cristo, por la fe en su palabra y por la aceptación de su gracia, el hombre recibe su
salvación sobrenatural. ¿Pero cómo la plenitud de la revelación de Dios permanece incólume y sin falsificación a
través de los siglos y llega a cada uno de los hombres, de manera que éstos se sepan llamados y exigidos por la
palabra real de Dios y no por una de las muchas palabras de los hombres?
La respuesta cristiana a esta pregunta suena: por la t. de la Iglesia. La palabra y los dones de la gracia de Dios
en Cristo alcanzan al hombre por la Tradición de la Iglesia. El misterio de Cristo permanece presente en la historia
porque hay una comunidad de fieles que, en la realización de la vida, cíe la doctrina y del culto, con la asistencia
del Espíritu Santo conserva la palabra de Dios a través de todo el cambio de la historia.
I. La importancia de la tradición para el hombre en general
Lo que la tradición significa para la vida humana en general, se puede comprender clarísimamente en la
realización de la libertad humana. La espiritualidad del hombre, que trasciende hacia un absoluto y que como tal se
da previamente a todo objeto particular y concreto de la facultad de elección, o sea, la trascendencia de la libertad
humana, posibilita la libertad de elección y le da al mismo tiempo su seriedad religiosa: allí donde el hombre actúa
con libertad real, se decide siempre de cara a lo absoluto, a Dios. Sin embargo, esta «experiencia» de la
trascendencia de la libertad jamás es aprehensible; más bien, es experimentada y sabida «junto con» el objeto
concreto de la elección. Pero la corporeidad de la libertad humana condiciona que el hombre sólo pueda realizar su
disposición de sí mismo, orientada a lo definitivo y a lo absoluto. Saliendo hacia el otro, hacia el «mundo». Pero
este otro, en el que más propiamente puede aprehenderse la experiencia de la trascendencia en la realización de la
libertad, y en el que se hace palpable la realidad de la libertad y la seriedad de la responsabilidad, es el otro hombre.
El libre devenir de la persona se produce en primera línea por el contacto y el comportamiento con la otra persona,
de manera que el tú humano es constitutivo para la libertad propia de cada uno.
Pero en el otro hombre también nos sale siempre al paso la historia, en él nos encontramos con lo indisponible
de lo devenido libremente. El espacio libertad del individuo no es solamente, y no es en primera línea, el espacio
con un contenido inalterable, pensado a partir de una naturaleza abstracta, sino que la acción propia de la libertad
del hombre está siempre acuñada también por la historia de otros. En el trato con su medio ambiente, en el
aprendizaje del idioma, en la recepción de determinadas formas de pensar, en las maneras de valorar, enjuiciar,
experimentar, en la concepción de sí mismo, el hombre asume la historia que ya vive en otros hombres, recibe
necesariamente aquello que otros han pensado, enjuiciado y valorado antes que él. Lo cual significa que el hombre
vive siempre de la tradición. En su propio devenir libre hacia lo definitivo, el hombre sólo puede ser y hacerse él
mismo como quien está ya acuñado interiormente por la tradición, y sólo como el así acuñado puede tomar
posición frente a su mundo circundante, aceptar o rechazar lo transmitido.
Naturalmente, esta determinación histórica del hombre en su libertad es sentida y conocida con fuerza diferente
en las distintas épocas y en los distintos estadios culturales. En correspondencia con ello, cada hombre se comporta
distintamente con su tradición según el tiempo en que vive: la toma como cosa «natural» y evidente o la pone en
duda (más o menos radicalmente), por conocerla como producto libre, como algo que no debe ser necesariamente
así. Surge así la crítica a la tradición, es decir, la cuestión: ¿qué es lo que en lo transmitido tiene valor permanente, o
sea, qué es lo que puede o, en ciertas circunstancias, debe ser modificado? Aquí no podemos entrar en el estudio de
la importancia y problemática de la ley natural como norma permanente de toda crítica a la tradición. Advirtamos,
sin embargo, que allí donde una tradición se ha formado en virtud de un suceso histórico y este suceso ha
alcanzado una significación permanente, la norma de una posible crítica a la tradición es primordialmente el
«retorno a la fuente», la investigación de lo originariamente, hecho, opinado.
II. La concepción católica de la tradición
1. La tradición viva
En cuanto es religión basada en una revelación, el cristianismo se funda sobre un hecho histórico: la vida, la
doctrina y la muerte de Jesús de Nazaret y la fe de los apóstoles en la resurrección de Jesús. Los apóstoles
experimentaron este hecho histórico de «Jesús de Nazaret» como su propio acontecimiento salvífico, obrado por
Dios, y lo conocieron al mismo tiempo como el suceso definitivo de la salvación para toda la humanidad. Por esto,
en cumplimiento del encargo del Señor, dieron testimonio de él. El testimonio apostólico en palabras y signos
constituye el fundamento permanente de toda tradición cristiana. Pero este testimonio mismo tiene conciencia de
que no es mera transmisión verbal y memorial de un hecho pretérito, que perviva sólo en el recuerdo subjetivo y
permanezca efectivo como simple «idea». Más bien es el Señor resucitado mismo, con su Espíritu Santo, quien en
el testimonio de los apóstoles creyentes exige la fe del hombre, ofrece su gracia y regala su vida.
Es un mérito permanente del concilio Vaticano II el haber liberado el concepto católico de Tradición de la
estrechez en que había incurrido, sobre todo en el período postridentino. En la Constitución dogmática sobre la
revelación divina (Dei Verbum) la Tradición no es en primera línea un contenido siempre igual, transmitido en
frases y prácticas; más bien la Tradición de la Iglesia es la fe vivida: «La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su
culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree» (nº. 8). TRADICIÓN
en sentido amplio no es, por consiguiente, en primer lugar un «algo», un hecho objetivado; en el sentido pleno de la
palabra no es ni exclusivamente la transmisión de la palabra de Dios en la sagrada Escritura, ni la transmisión de
verdades no escritas o formas de piedad. TRADICIÓN es la fe vivida de la Iglesia, la cual nunca se agota con su
formulación explícita, puesto que, primero, en esta fe actúa Cristo mismo, y, segundo, no toda experiencia de la fe
puede someterse a reflexión y expresarse adecuadamente. Por ello la fe vivida de la Iglesia y su inteligencia de sí
misma son también la norma última de la crítica intraeclesiástica a la tradición. De ello deberemos hablar todavía
más tarde. Notemos aquí solamente lo siguiente: así entendida, la Tradición no sólo precede temporalmente a
cualquier fijación por escrito de la fe, sino que es también el fondo de toda fe. Precisamente el hombre, también en
el ámbito «profano», encuentra la tradición ya en la realización viva de la historia por otros y está acuñado por esta
realización, la Tradición vivida de la fe cristiana no es algo exterior a aquél que crece o vive en el ámbito cultural
cristiano, no es algo que no le afecte; más bien, quiéralo o no, él está siempre afectado por la Tradición cristiana. El
hombre del ámbito cultural cristiano sólo se hace él mismo en discusión con la Tradición, en la aceptación de la
Tradición vivida o en la repulsa a la misma (cf. también Escritura y tradición).
2. El contenido de la tradición
Ahora bien, aunque la Tradición de la Iglesia vaya más lejos que la palabra escrita, expresada en frases y
sometida a reflexión, o que la palabra unida al signo (sacramentos), sin embargo, por otro lado, la fe cristiana debe
ser enunciable y delimitable. Debe darse necesariamente la posibilidad de formular la fe fundada en un hecho
histórico, de tal manera que permanezca inteligible para todas las épocas, puesto que el suceso histórico mismo no
es repetible. Por ello es también un fenómeno general el hecho de que una comunidad exprese su fe por escrito.
Esto hizo también la Iglesia primitiva. En el s. I la «predicación apostólica» encontró su expresión en los escritos
del NT. Sin embargo, la sagrada Escritura es más que, p. ej., el primer eslabón en una cadena de libros que
constituyeran la tradición escrita y a los que siguieran otros de igual valor. En cuanto este testimonio escrito de la fe
de la Iglesia originaria ha sido querido por Dios como magnitud permanentemente normativa para los tiempos
posteriores de la Iglesia, ha sido inspirado inmediatamente por él: Dios es su autor, por más que tenga también un
autor humano. Con ello la sagrada Escritura es la palabra de Dios, a la que permanece siempre vinculada la
conciencia creyente de la Iglesia posterior; ésta vive y se nutre de dicha palabra y debe orientarse por ella. También
el magisterio eclesiástico tiene sólo una función de oyente y servidor frente a la Tradición de la Iglesia originaria,
puesta por escrito en la sagrada Escritura e inspirada por Dios.
Pero, ¿qué hemos de decir sobre la tradición posbíblica de la Iglesia, sobre aquellas verdades de fe que se han
formulado por primera vez en una época posterior, y que como tales no pueden encontrarse en los escritos del NT,
pues son «solamente» la actualización de la fe cristiana en una época determinada? ¿Cómo debe comportarse el
católico con la Tradición de su Iglesia? Que hay, y debe haber, una tal tradición postbíblica — no sólo dentro de la
Iglesia católica — y que esta tradición en ciertas circunstancias pueda ser norma de la pertenencia a la Iglesia, es un
hecho que se desprende de la historicidad de la Iglesia. Pero ¿hemos de afirmar, con la teología protestante, que
toda tradición postbíblica en principio está siempre abierta a una posible revisión, de manera que sólo pueda valer
como único criterio de tradición el texto literal de la sagrada Escritura? Los reformadores exigían, y esto a primera
vista puede parecer lógico, un retorno a la fuente, es decir, a la sagrada Escritura, para descargar a la Iglesia del
lastre acumulado en el curso de los siglos.
No podemos exponer aquí el crecimiento y el desarrollo del concepto católico de Tradición, especialmente
desde el concilio de Trento hasta el concilio Vaticano II. Pero es comprensible que la teología católica asumiera el
planteamiento de los reformadores e intentara justificar su tradición remontándola al tiempo apostólico, bien
mediante una prueba de Escritura (no siempre lograda), bien mediante la idea de una «segunda fuente» de
revelación, a saber, la Tradición oral, procedente de los apóstoles. Ahora bien, aquí hemos de pensar lo siguiente:
aunque los escritos del NT se consideren como una obra compilada más o menos casualmente de diversos autores,
la cual de suyo no pretende exponer sin lagunas el contenido de fe de la Iglesia originaria, y con ello se pueda
aceptar tranquilamente que la fe de la Iglesia primitiva bajo cierto aspecto era más amplia que lo consignado en los
escritos del NT; sin embargo, no hay ningún fundamento que fuerce a la afirmación de que los escritos del NT,
como norma permanente querida por Dios para todos los tiempos de la Iglesia posterior, materialmente no
contienen por completo el caudal esencial de la fe cristiana. Además, para el pensamiento de nuestro tiempo, con su
conciencia histórica, es difícilmente concebible que tales contenidos de la fe, no consignados en la Escritura, hayan
permanecido incólumes a través de los siglos, con su cambio de idiomas y culturas.
Aquí estaría fuera de lugar un recurso precipitado a la asistencia del Espíritu Santo. También la apelación a lo
que la Iglesia ha creído y enseñado «siempre» es problemática por el mismo motivo. Y la teología católica debe
permitir que las Iglesias protestantes le planteen todavía otra pregunta. Si bien sería incomprensible que no
hubiera ninguna actualización de la Escritura y de la fe cristiana en conformidad con los tiempos, e incluso una
actualización irrevocable (pensemos en los primeros concilios cristológicos y trinitarios), sin embargo, por otro
lado, no es evidente que los dogmas marianos de los últimos tiempos, con los que en este contexto se argumenta
una y otra vez, representen una actualización válida para siempre de la Escritura. Y así se plantea también para el
católico la cuestión, que él debe negar a priori, de si aquí ha sido definido como revelación algo «nuevo» que
«sólo» ha crecido en el tiempo postapostólico, y que quizá no sea sino una antigua y venerable expresión de
devoción.
Sobre esto debemos decir en general: En principio no hay ninguna afirmación de fe del tiempo posbíblico (de
esta tradición se trata aquí) que no sea expresable también de otra manera. Esto, a su vez, no significa que toda
reflexión de fe se pueda designar con un nombre cualquiera. Pero una proclamación viva de la fe exige, además de
la fidelidad a la revelación y a su tradición histórica, una traducción y matización nueva del contenido de fe
transmitido. Semejante «traducción», ya por el mero hecho de que, partiendo de las experiencias del tiempo
respectivo, debe hablar la lengua de este tiempo, seguramente enunciará con palabras diferentes el dogma de la fe
católica, que sin embargo permanece siempre igual. Las palabras cambian su significación en el curso de la
historia; según la situación en que se pronuncian, según los destinatarios a que se dirigen, modifican el contenido
de su enunciado; de manera que también la repetición literal de afirmaciones del magisterio en el pasado sería en el
fondo una traducción.
Hay que pensar además que las afirmaciones dogmáticamente obligatorias de la Iglesia sólo pueden tener esta
obligatoriedad cuando se trata de verdades que Dios ha revelado para nuestra salvación. Si todo servicio a la
palabra, incluido el del magisterio auténtico, está bajo la autoridad de la sagrada Escritura, y si los libros de la
Escritura enseñan «con seguridad, fidelidad y sin error solamente las verdades que Dios quiso consignar en la
Escritura para nuestra salvación» (Vaticano Sobre la revelación, n.° 11); en consecuencia, esto mismo debe decirse
también sobre las afirmaciones infalibles de la tradición eclesiástica postapostólica. También ellas deben ser
examinadas a la luz de su historicidad, a la luz de la afirmación salvífica que dirigían a los hombres de su tiempo.
Sólo entonces puede emprenderse el intento de traducir al lenguaje de nuestro tiempo los contenidos tradicionales
de la fe así cristalizados. Un trasplante irreflexivo de afirmaciones del magisterio en el pasado al momento actual
de la Iglesia puede precisamente falsificarlos. Y, finalmente, habría que pensar todavía lo que sigue: el concilio
Vaticano H ha acuñado la expresión, citada entretanto muchas veces, de la «jerarquía de
verdades» (Ecumenismo, n.° 11). No es de extrañar que en el transcurso de una historia de dos milenios se formen
en una comunidad de fe prácticas y formas de piedad que, como cosas no definidas, deben quedar siempre abiertas
a un examen crítico, ni que surja también aquella Tradición que pertenece inalienablemente a la substancia cristiana
de la fe, aunque haya nacido de una situación histórica de la Iglesia. Si se toma en serio el principio de una
jerarquía de verdades, éste no significa que el creyente pueda negar alguna que otra verdad de fe definida en la
historia de la Iglesia, pero sí que puede conceder con conciencia tranquila que una doctrina de fe definida por la
Iglesia en un tiempo, con una forma de pensar y en una situación determinadas, para él está demasiado lejos del
mensaje central del cristianismo, y nada o poco le dice en su vida religiosa práctica. El católico, aunque reconozca
la verdad permanente de los contenidos definidos de la fe, puede confiar algunas cosas a su fe implícita.
Para la teología católica es cosa evidente que no todo lo revelado debe pertenecer al saber de fe necesario para
la salvación, y parece asimismo obvio que la verdad de un dogma no depende de si el cristiano particular lo conoce
o no como una actualización de la Escritura y de la fe cristiana importante para su vida. Y esto tiene tanta mayor
validez, según lo insinúa la jerarquía de verdades, con relación a aquellas doctrinas de fe que (p. ej., los dogmas
marianos) no se refieren en forma muy inmediata y manifiesta a la acción salvífica de Dios con el hombre
acontecida en Cristo, aunque sólo sea porque el cristiano de una época posterior ya no comprende, o todavía no
comprende, la verdad salvífica contenida para él en estos enunciados.
En tales condiciones no vemos por qué, con la protección del Espíritu Santo (claramente atestiguada por la
Escritura) a toda la Iglesia, no se pueda dar un progreso y un crecimiento en la comprensión de las cosas y palabras
transmitidas (cf. Vaticano II, Sobre la revelación, nº. 8), y esto de manera tal que la Iglesia como un todo (la Iglesia
como un todo es infalible: cf. Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, n.° 12) conozca un aspecto
determinado de la te como obligatorio no sólo para su propio tiempo, sino también para todo el tiempo de la
Iglesia, y lo declare como tal. No es que por un tal reconocimiento de la tradición la palabra de Dios quede
entregada a la «arbitrariedad» de un magisterio humano (el papal, p. ej.), puesto que sólo puede ser definido lo que
desde tiempos es creído por la Iglesia y es conocido como perteneciente a la sustancia de la fe. Una definición del
magisterio que haya brotado de la piedad privada de un papa o de una minoría, de hecho no se ha dado nunca y no
puede darse en absoluto. Viceversa, es simplemente inconcebible que, p. ej., las afirmaciones cristológicas de los
primeros concilios (que como tales no están contenidas en la Escritura) puedan ser negadas jamás por un creyente,
o que la esclavitud (tolerada en tiempos del NT) pueda jamás volver a conciliarse con la imagen cristiana del
hombre.
Si se piensa que, en todo caso, la fe en Jesús de Nazaret no puede darse al hombre sólo en las letras muertas de
la Escritura, sino que ha de comunicársele en la fe viva y en la confesión de los creyentes, que en principio ésta es
la manera como Dios ofrece categorialmente su gracia a los hombres, entonces queda justificada la confianza
creyente en la asistencia del Espíritu Santo, prometida por el Señor mismo a su comunidad, en las últimas
decisiones y articulaciones de la fe. Entonces se reconocerá cómo es totalmente posible que una fe vivida se pueda
a su vez articular de tal manera que esta articulación se conozca permanentemente como revelada en Jesucristo, y
eso incluso cuando las propias persuasiones en este o aquel punto ya no compartan la fe del pasado, ya no puedan
apropiársela ni reproducirla. Por la fe en la tradición de su Iglesia el católico no está entregado a la arbitrariedad de
un magisterio humano, ni al eventual estado científico de la exégesis, ni a su propia fuerza intelectual; más bien, él,
no precisamente como hombre particular, pero sí en comunidad con todos los que comparten su fe, sabe que en las
últimas y decisivas cuestiones de fe está bajo la guía del Espíritu Santo, también en el tiempo posbíblico, y sabe
ante todo que su propia fe perdería la necesaria garantía moral si, una verdad perteneciente a la sustancia de la fe y
definida como tal por la Iglesia Universal, mañana o en cualquier tiempo pudiera suprimirse de nuevo, pudiera ser
declarada falsa y nula. «De donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Escritura su certeza acerca de
todas las verdades reveladas» (Vaticano H, Sobre la revelación, n. 9).
De la Tradición en sentido estricto, tratada hasta ahora (o de su contenido), es decir, de las verdades definidas
por la Iglesia en el tiempo postapostólico, debe distinguirse el amplio torrente de las tradiciones formadas en el
curso de la historia de la Iglesia. Frente a esta tradición, que de suyo no pretende ser infalible o irreversible, el
católico se comportará ante todo como se comporta también frente a la historicidad profana, es decir, no se
entregará a la opinión pobre y simplista de que él y su tiempo «finalmente» han alcanzado ahora la conciencia recta
de la fe y la piedad, y de que todo lo transmitido es revisable por cualquiera y fijable de nuevo en todo tiempo.
Precisamente en cuestiones de fe, que son ampliamente independientes del progreso técnico de las ciencias
naturales, debe contarse con que los tiempos anteriores en muchos puntos tuvieran persuasiones más acertadas, y
quizás también una mayor gracia. Y, además, una sociedad institucionalizada, como lo es la Iglesia, necesita leyes
y prescripciones, sin las cuales la comunidad caería en una pluralidad que destruiría necesariamente todo vínculo
de unión y con ello la comunidad misma.
Pero, por otro lado, el cristiano, precisamente en un tiempo muy consciente de la historicidad del hombre y
también de la Iglesia, deberá conservar la apertura para poner en tela de juicio lo transmitido, para buscar nuevas
formas de vida y formulaciones religiosas en correspondencia con su propio tiempo. Esto es posible en la Iglesia
simplemente porque no todo, por antiguo y venerable que sea (si se toma en serio la significación de los carismas
en la Iglesia de Dios, puede ser deber moral oponerse a ciertos puntos transmitidos), tiene que ser necesariamente
inspirado y querido por el Espíritu de Dios; y, sobre todo, lo correcto para un determinado tiempo de la Iglesia no
tiene por qué, en el cambio de la sociedad y de las culturas, ser igualmente válido para todas las épocas. Por más
que un cristiano sensato deba ser consciente de los límites de sus propios puntos de vista, por más que deba respetar
la tradición o las tradiciones incluso en afirmaciones no definidas, por más que deba pensar y reflexionar
seriamente sobre las orientaciones papales; no obstante, una contradicción a estas tradiciones no separa de la
Iglesia. Puede darse, como ya se ha mencionado, que el cristiano particular o un grupo de cristianos tenga que
alejarse, contra la protesta de la Iglesia jerárquica, de una forma o afirmación religiosa caída en desuso. Semejante
cambio de lo transmitido en una Iglesia que no escribe solamente en sus anales páginas gloriosas, sino que es
también Iglesia de pecadores, se hizo en el pasado casi únicamente por obra de carismáticos, y seguramente en el
futuro esto no será de otro modo. Es de prever que tales hombres sufrirán en la Iglesia hasta el límite de lo
imaginable, pues, como miembros de una Iglesia institucionalizada, deberán someterse a ciertas prescripciones y
medidas disciplinares. De todos modos, hemos de pedir a la Iglesia jerárquica que abra sus oídos al Espíritu de
Dios y reconozca una pluralidad legítima en la Iglesia católica.
Karl-Heinz Weger

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