Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
FILOSOFÍA DE LA TÉCNICA
Mario Osella
1
mismo), basta con que éste hable. Si dice algo
(«hombre») que tiene sentido para él y para otros,
delata sus creencias (por ejemplo, en la validez del
principio de no contradicción). Aceptamos la afirma-
ción de Aristóteles, y vamos un poco más allá. De-
cimos: toda determinación es una negación (este es
otro modo de expresar el principio de no contradic-
ción). Y también: así como uno comienza, así sigue.
Cuando se dice «hombre» no sólo se admite un prin-
cipio formal, también se establece un contenido:
«bípedo implume», «hacedor de herramientas», «ser
pensante», «creador de símbolos», «animal que jue-
ga», etc. Al definir «hombre» de tal o cual manera,
nos encontramos en una determinada posición fi-
losófica. Y, en general, una posición excluye a las
otras. El lenguaje, por su misma naturaleza, nos
determina de diversas formas. Filosóficamente
hablando, no es lo mismo escribir «fenómeno» que
«hecho»; y, a la hora de usar «fenómeno», no es lo
mismo si lo pensamos en los términos de la feno-
menología o del fenomenismo. De esta manera (y
admitiendo el principio: «así como uno comienza, así
sigue»), nos damos cuenta de que, desde el momen-
to en que ponemos una palabra sobre el papel –por
la lógica de la misma y por sus relaciones con otras
palabras– quedamos fijados en una posición filosófi-
ca. Es decir, en una perspectiva.
La economía se ha convertido en perspectiva,
también la política, y la religión... De hecho, hay
perspectivas internas a estos modos de pensar (y de
actuar). Y la perspectiva va de la mano de la auto-
nomía. Aquello ‘desde lo cual’ es pensada la reali-
dad, no es pensado, a su vez, por nada exterior a
ello. Podemos enunciar al menos dos leyes de la au-
tonomía. La primera –ley de la autonomía en sentido
estricto– dice que toda disciplina, cuando alcanza el
desarrollo suficiente (complejidad teórica, autocon-
fianza, conciencia de sí a partir de su historia inter-
na), tiende a buscar la explicación y la justificación
de sí misma (las leyes que la rigen, los métodos que
se utilizan, los valores o criterios en función de los
cuales se juzga) en su propia práctica. La segunda
ley afirma que toda disciplina autónoma tiende a
convertir sus principios en explicación de la realidad
como totalidad. Dicho de otro modo, una disciplina
surge en un ámbito privilegiado de intereses, y des-
de allí se extiende a otros ámbitos. El resultado final
2
de este proceso es la metafísica. Y tenemos algunas
consecuencias de estas leyes: decimos: toda univer-
salización (aplicación a la totalidad) de un principio
que surge en un ámbito limitado de intereses, impli-
ca, por un lado, un empobrecimiento de la realidad
(empobrecimiento por cuanto es un reduccionismo);
y, por el otro, un enriquecimiento de la filosofía
(porque obliga al replanteo de los problemas de fon-
do). Y la técnica, sin duda, es un ejemplo claro –un
caso puro, si se quiere– a la hora de confirmar estas
leyes, y también sus consecuencias.
Si accedemos a lo desconocido a partir de lo
conocido, es razonable utilizar lo que tenemos a
mano (y, de lo que tenemos a mano, lo que parece
más apropiado), o aquello a lo que estamos más
habituados. Entre los griegos, la noción de cosmos
(es decir, la ley en cuanto orden de las cosas) tiene
su origen en la ley política (que regula la relación
entre los hombres). Algunas filosofías –entre ellas, la
que se expone en el Gorgias de Platón, o parte del
escepticismo clásico– se elaboran, en gran medida, a
partir de la práctica médica. La terminología, los
valores, el propósito de la medicina –obviamente,
con los cambios que exige la transposición al terre-
no espiritual de la filosofía– son los que sirven como
modelo. Por otra parte, algunas de las nociones
básicas –materia, forma, las cuatro causas– de la
metafísica aristotélica (y de la idea de naturaleza)
nacen con la técnica. Y podemos mencionar otros
casos, algunos amplios, vagos, con bastante ambi-
güedad –pero válidos y productivos, en tanto metá-
foras metafísicas– como el organismo o la máquina;
y otros que surgen de prácticas profundas, sólidas,
con teorías fuertemente convalidadas y con siglos de
éxito por detrás. Me refiero a la imagen científica del
mundo, y también (y esta es la que nos interesa
aquí) a la imagen que viene con la técnica moderna.
Se dijo: así como uno comienza, así sigue.
Pero, ¿cómo comenzar? Descartes pensaba que
había principios claros e indubitables desde los cua-
les se podía construir la filosofía. Otros creían lo
mismo, aunque disentían con respecto al contenido
de esos principios. Uno habla (o escribe) como si
estuviera fuera del tiempo, como si la historia (o el
devenir) –al igual que una obra literaria– tuviera un
comienzo, un desarrollo y un final (y como si los tres
momentos coincidieran entre sí). En una obra litera-
3
ria, el principio y el final son necesarios para que la
historia sea inteligible, aun cuando todo principio (o
todo final) tiene algo de arbitrario e ilusorio. Es de-
cir, uno sabe que también se puede comenzar por
otro lado. Y quizá deberíamos admitir que siempre
estamos a mitad de camino; aunque es cierto que, si
bien no hay un solo principio, tampoco podemos
comenzar por cualquier lado.
6
Veamos esta dificultad en un contexto epis-
temológico. Pienso, concretamente, en la relación
que hay entre la ciencia y la técnica. Aquí encon-
tramos al menos cuatro grandes posiciones que in-
tentan explicar esta relación. Unos afirman que la
tecnología adquiere status de conocimiento cuando
está respaldada por la ciencia (o por el método
científico). Es ésta la que convierte a la técnica en
tecnología, y hasta tal punto es así que, muchas
veces, se identifica a la tecnología con la ciencia
aplicada. Para otros, el conocimiento se relaciona
con el poder sobre la naturaleza; por lo tanto, la
ciencia queda subordinada a la técnica. De lo que se
trata, nos dicen, no es de conocer el mundo, sino de
dominarlo, por eso, el conocimiento científico ya no
es la base de la actividad técnica, sino otro medio
(en este caso, teórico) para fines prácticos. Aunque
también están los que sostienen que, a esta altura
de la historia, no tiene sentido hablar de ciencia y
técnica como actividades separadas: en realidad, se
remiten una a otra (y cada una depende de la otra),
y sólo cabe hablar de una única actividad que se
denomina tecnociencia. Pero los que atacan esta
tesis piensan, en primer lugar, que se aplica a un
ámbito restringido –astronomía, física, biología,
etc.–, y no a todas las áreas del conocimiento –por
ejemplo, no a las humanidades–; y, en segundo lu-
gar (y esto es lo más importante), no se tiene en
cuenta que ciencia y tecnología son actividades que,
por naturaleza, son diferentes: la ciencia busca el
conocimiento, y el criterio de validación es la ver-
dad; la tecnología pretende el dominio de la reali-
dad, y el criterio es la eficiencia.
La historia muestra que hay ciencias que
surgen de prácticas técnicas (mineralogía, química);
que hay invenciones técnicas que son el resultado
de investigaciones en ciencia básica (penicilina,
transistores); que hay desarrollos técnicos de avan-
zada que se adelantan a la teoría científica (máqui-
na a vapor); que hay teorías técnicas que surgen de
la práctica técnica (informática)... La realidad (en
este caso, las prácticas científicas y técnicas) res-
ponde a tesis que se contradicen. Es decir, no hay
teoría, en estado puro, que pueda describir la totali-
dad de la práctica científica-técnica. Aun así, consi-
deramos que es posible sostener –y justificar racio-
nalmente– la autonomía de una de las partes.
7
LA CONCEPCIÓN ACTIVA DEL MUNDO
2 L. Mumford.
3 L. Villoro.
8
tingencia propia del hombre activo, pero la vemos
expuesta de una manera en una metafísica animis-
ta, y de otra en el mecanicismo.
Si la intención de base de la técnica no es co-
nocer, sino transformar, entonces el modo de perci-
bir la naturaleza cambia radicalmente. Y, en líneas
muy generales, podemos decir que la realidad, des-
de la perspectiva del hombre activo, se concibe: a)
en términos de movimiento o devenir (o en términos
de contingencia); b) como dependiente de la acción
humana, y, en consecuencia, como algo maleable o
plástico; y c) como algo ontológicamente precario o
provisional (o sea, incompleto).
A. [La técnica y la contingencia de lo real].
Leamos un párrafo de Galileo: «Io non posso senza
grande ammirazione, e dirò gran repugnanza al mio
intelletto, sentir attribuir per gran nobiltà e
perfezione a i corpi naturali ed integranti
dell'universo questo esser impassibile, immutabile,
inalterabile etc., ed all'incontro stimar grande
imperfezione l'esser alterabile, generabile, mutabile,
etc.: io per me reputo la Terra nobilissima ed
ammirabile per le tante e sí diverse alterazioni,
mutazioni, generazioni, etc., che in lei
incessabilmente si fanno»4. Galileo, por oposición a
la tradición, se coloca del lado del tiempo; o, como él
dice, de la tierra. Afirma que ésta es noble y admi-
rable, y que lo es porque en ella se dan los cambios.
O sea, la contingencia (lo mutable, lo generable, lo
cambiante), que era un estado degradado de lo real,
ahora dignifica el ser. En fin, lo que tenemos es una
inversión total de los valores: el cambio es bueno en
sí mismo. Así, la inmutabilidad, la inalterabilidad
desaparecen como valores superiores, y con ellas
desaparecen las jerarquías ontológicas. De todas
maneras –y a pesar de la importancia que el expe-
10
puede consistir en el reemplazo de lo natural por lo
artificial). Y, como se dijo, en la Antigüedad, lo eter-
no (lo fijo, lo permanente) era más valioso que lo
mutable, lo contingente. El ser descansaba en sí
mismo, y era independiente de la voluntad o de la
acción humanas. Los fines, en la naturaleza, perte-
necían a esta esfera. El movimiento, entonces, era
posible, pero siempre dentro de ciertos límites; y
límites establecido por un número finito de formas
fijas. Las nociones de acto y potencia, en la filosofía
aristotélica, son un buen ejemplo de lo que se acaba
de decir. Y la concepción socrático-platónica de la
técnica5 también lo es. Pero los griegos, en general,
concebían la naturaleza y la técnica desde la pers-
pectiva del hombre contemplativo. Y es el hombre
activo el que nos interesa aquí. La tradición mágico-
alquímica, en cambio, ejemplifica bastante bien lo
que queremos mostrar, ya que, por un lado,
admitían fines intrínsecos en la naturaleza; y, por el
otro, sus creencias filosóficas estaban condiciona-
das por su voluntad de actuar sobre lo real.
En De la vanidad de la ciencia, de Cornelio
Agrippa, leemos: «La magia natural es aquella que,
habiendo contemplado la fuerza de todas las cosas
naturales y celestes, y considerando con curioso
cuidado su orden, hace públicos los poderes secre-
tos y ocultos de la naturaleza uniendo las cosas in-
feriores con las superiores... por medio de una in-
tercambiable aplicación de aquéllas; de tal forma
que muchas veces nacen de aquí estupendos mila-
gros causados no tanto por el arte cuanto por la
naturaleza sobre la que este arte se impone como
ministro. Es por ello que los magos, como diligentí-
simos exploradores de la naturaleza, guiando aque-
llas cosas ya preparadas por ella, aplicando lo activo
a lo pasivo y muy a menudo enfrentándose al mis-
mo tiempo que la naturaleza impone, producen efec-
tos que el vulgo considera como milagros, pero que
en realidad son obras naturales en las que no inter-
viene más que la mera anticipación del tiempo. Co-
mo si alguien hiciese nacer rosas o crecer uvas ma-
duras en el mes de marzo, o cosas mayores que
éstas, como son las nubes, la lluvia, el trueno, los
animales de diferentes tipos e infinitas transforma-
ciones de cosas... por tanto se engañan los que
12
seres humanos; la clonación; la incorporación de
partes artificiales al cuerpo humano, etc. Y aquí
pueden aparecer algunas preguntas. ¿Quiénes tie-
nen el derecho de hacer estas transformaciones?
¿En función de qué ideas o de qué valores? ¿Cuáles
son los límites de este proceso? ¿Qué es lo que se
puede transformar? Estas preguntas, para nuestro
propósito, son secundarias; o, en todo caso, deben
aparecer más adelante. Por ahora, lo que importa es
que lo real no es algo acabado, y no tiene sentido en
sí mismo. Por el contrario, es un material que está a
disposición del hombre. Más todavía: es lo que de-
pende de la acción humana.
C. [La técnica y la imperfección de lo real]. De-
cir que la realidad es maleable o plástica (que es lo
que se sostiene en el punto anterior) es mucho más
que afirmar la contingencia o la provisionalidad del
ser (primera tesis sobre la contingencia expuesta
más arriba), pues las últimas características, así
presentadas, son independientes de la acción
humana. Lo maleable es lo que deviene, pero devie-
ne en función de la intervención del técnico. Y es lo
que supone esta intervención lo que nos interesa
ahora, ya que este supuesto constituye la tercera de
las categorías de la percepción del hombre activo.
Me refiero a la tesis de la imperfección de lo real; o,
para decirlo con otras palabras, a la tesis que sos-
tiene que, para el hombre activo, el ser es intrínse-
camente deficiente. Al hablar de propósito –o de vo-
luntad– de trasformar lo real, estamos introducien-
do un elemento subjetivo. Preguntamos ahora: en el
terreno psicológico ¿qué hay detrás de este propósi-
to? Y de nuevo las respuestas son varias: voluntad
de poder, búsqueda de certeza (práctica) o de segu-
ridad en un mundo azaroso o peligroso, deseo de
libertad (por oposición al ámbito de lo necesario,
propio de la naturaleza), tendencia al orden, voca-
ción demiúrgica, etc. Pero no nos importa cuál es
aquí la respuesta ‘verdadera’. Lo que cuenta es la
presencia de lo subjetivo; esto es, de aquello que
presiona para ir más allá de lo dado. Y, en este sen-
tido, el hombre activo no acepta las cosas ‘tal como
son’. Y un buen ejemplo de esto lo tenemos al final
del punto anterior, cuando hablamos de la ‘evolu-
ción’ planificada de los seres vivos.
La existencia de objetos artificiales, y el hecho
mismo de vivir en un universo que, en la actualidad,
13
es enteramente artificial, prueba que la naturaleza,
en cuanto tal –y por las razones o causas que fue-
ren–, no satisface al ser humano. Además, la técnica
de nuestros días, al rechazar las esencias, lleva a su
punto más alto el supuesto que dice que la realidad
está incompleta (y me refiero tanto a lo real natural,
como a lo artificial). El técnico piensa que todo pue-
de convertirse en otra cosa: el árbol en mesa, el gen
animal en parte de una especie vegetal enteramente
nueva, la materia en energía, etc. Y no sólo lo piensa
teóricamente, sino que actúa en función de ello.
Ahora, suponer que el ser es incompleto y actuar en
consecuencia no significa necesariamente que la
técnica mejora lo real. Se puede decir que, al crear
nuevos entes, o al introducir nuevas características
o posibilidades en las cosas, se produce (por llamar-
lo de algún modo) un enriquecimiento del ser. Pero,
otras veces, los cambios implican un empobreci-
miento, o una degradación de lo real natural. Aun-
que esto nos lleva al terreno de la ética, y sobre eso
no vamos a hablar aquí.
14
la observación y los hechos). Y, con razón, se puede
decir que situaciones como estas suelen llevar a
esas discusiones sobre palabras que tan firmemente
ha denunciado la tradición positivista. Pero no
siempre un concepto se elabora a partir de la obser-
vación; a veces ésta depende de aquél. Casi natu-
ralmente (por la razón que fuere) uno tiende a pen-
sar la verdad como adecuación de una proposición
(creencia, teoría, etc.) con la realidad. Decimos: «Hay
un reloj sobre el escritorio», o «Hay un Dios eterno
que...». Contrastamos la primera afirmación miran-
do el escritorio; con la segunda, en cambio, hay más
dificultades. De todas maneras, en uno u otro caso
se piensa que hay algo real del otro lado de las pa-
labras, y algo con lo cual se pueden relacionar
nuestras afirmaciones. Pierre Menard, el personaje
del cuento de Borges, reescribe el Quijote palabra
por palabra. Materialmente, es el mismo texto de
Cervantes. Pero las interpretaciones que se hacen
de uno y otro son muy diferentes. Con más siglos de
historia y de cultura en la base, el Quijote de Me-
nard es más rico, más complejo, más elaborado. El
narrador encuentra en el texto de Menard una teor-
ía de la historia que no está en el Quijote originario;
nota también la influencia de W. James, y compara
el lenguaje arcaizante de Menard con el español
desenfadado de Cervantes. Detrás de la broma de
Borges −y de las distintas interpretaciones del cuen-
to− hay una profunda verdad espiritual: el lenguaje
y la historia ayudan a crear la realidad. Hay concep-
tos (inevitables) difícilmente contrastables. Por
ejemplo, en los tiempos homéricos, y en lo que a la
comprensión del hombre se refiere, no existía la no-
ción del yo, y la conducta humana se explicaba en
términos de posesiones sobrenaturales. También en
el budismo, con la teoría de los dharmas, se pres-
cinde de un yo sustancial. Platón ayuda a fijar la
idea de yo en occidente, y las diversas formas de
pensar (de sentir) en la actualidad dependen del
desarrollo de la idea moderna de sujeto. En los
últimos tiempos (por ejemplo, con las teorías de la
mente que parten de un modelo informático), el yo
desaparece nuevamente. En consecuencia, bien po-
demos pensar que ese concepto es más una inven-
ción cultural que una realidad previamente dada a
la que hay que describir. ¿Qué pasa con la filosofía?
¿Hay una definición ‘verdadera’? ¿Con qué la con-
15
trastamos (qué observamos)? ¿Con la historia de la
filosofía (y presuponemos el concepto que está en
juego)? ¿Con la conducta de aquellos que, por con-
senso, se consideran ‘grandes filósofos’ (y de nuevo
presuponemos lo que se discute)? La filosofía no es
algo que se pueda señalar con el dedo, como se hace
con un reloj, o, quizá, con el mismo Dios. Y lo que
se dice del concepto de filosofía, vale también para
el concepto de técnica. Éste no se construye (sola-
mente) a partir de una descripción, porque la técni-
ca, ante todo, es una propuesta de acción.
Muchas tesis de la filosofía griega han sido
abandonadas. Pero algunas de sus exigencias (con
otros rostros) permanecen. Si bien el esencialismo
no tiene peso en la actualidad, sigue presente la
idea de que hay que buscar un atributo determinan-
te en aquello que se quiere explicar. Las pretensio-
nes de definir la filosofía o la técnica son un buen
ejemplo de lo que quiero decir. Nos preguntamos (y
lo seguiremos haciendo) qué es la filosofía, y las
respuestas −como siempre sucede en este terreno−
son diversas y contradictorias. Todos, en mayor o
menor medida, tenemos nuestra idea de lo que es la
filosofía. Aun así (y esto es lo extraño), admitimos,
en la discusión sobre el tema, posiciones radical-
mente opuestas a las nuestras (esto es, las recono-
cemos como posiciones filosóficas). Lo digo de otro
modo. Al leer una historia de la filosofía, nos encon-
tramos con una diversidad de posiciones. Tomismo,
positivismo lógico, existencialismo, marxismo, histo-
ricismo, etc. coexisten en esta historia. Y nada tie-
nen en común (mucho menos la noción de filosofía).
Pero no nos sorprende que todas estén juntas en un
mismo volumen. Ahora bien, si esto es así, el presu-
puesto de que debe haber algo (cualidad objetiva,
actitud, etc.) en común (que hace que tal actividad
sea filosofía y no otra cosa) desaparece.
Obviamente, podemos reagrupar las distintas
corrientes filosóficas en función de tales o cuales
criterios (problemas, intereses, etc.). Pero nunca
llegamos a una propiedad general. Lo que sostengo
es esto: históricamente −a la hora de establecer qué
es la filosofía− se han señalado ciertas notas deter-
minantes. Éstas, efectivamente, identifican a la filo-
sofía. Pero no hay una única característica, sino
varias (y el número no es preciso). Más aún: estas
características, muchas veces, se contradicen. Por
16
ejemplo, se dice que la filosofía apunta a las pregun-
tas últimas; que es una explicación de la totalidad;
que utiliza argumentos (y no pruebas); que esclarece
conceptos (y carece de contenidos); que no interpre-
ta la realidad, sino que la transforma; que es activi-
dad liberadora (terapéutica), etc. Y, de hecho, admi-
timos como filosófica una actividad que cumpla con
una, dos o tres de estas características. Aunque no
se reduce a ninguna de ellas. Así, no hay una no-
ción de filosofía que se asiente enteramente en una
descripción (por ejemplo, de lo que ha sucedido en
la historia de la disciplina). A la larga, toda concep-
ción de la filosofía es normativa. Y todo filósofo (en
especial los creadores de escuelas) establece una
metodología, un criterio de verdad, valoraciones
últimas, etc. En suma, la ambivalencia, la vaguedad
−el carácter problemático del asunto− se cortan por
un acto de voluntad. Y algo parecido pasa con la
noción de técnica.
Habitualmente, los filósofos establecen los
fundamentos y la justificación de un sistema de
pensamiento al comienzo del mismo. Y la acción
queda subordinada a verdades teóricas previas. El
dogmatismo no es sólo productivo en la teoría (las
tesis se siguen unas a otras), sino también en la
práctica. La tesis mencionada, a su vez, presupone
otra: el ser precede a la acción. La filosofía, en gene-
ral, parte de una concepción óptica del conocimien-
to, y la teoría se concibe como representación de la
realidad. Lo real, en este caso, es objeto de pensa-
miento. Pero no es esto lo que sucede con la técnica.
La tradición, durante siglos, afirmó el carácter ra-
cional del hombre. A partir de este rasgo, estableció
la preeminencia de la vida teórica. Pero no hay na-
da, en la naturaleza de las cosas, que justifique esta
afirmación. O, en todo caso, hay tantas razones (o
tan pocas) a favor de una vida teórica como de una
vida dedicada a la acción. La realidad técnica (y me
limito aquí a las artes mecánicas) se mueve por un
impulso interno, y la filosofía va por detrás (a veces,
va muy atrás). La técnica prescinde de la filosofía;
pero la filosofía, si piensa lo real, no puede dejar de
pensar la técnica. Ésta –o la interpretación técnica
del mundo– entra por la fuerza en la discusión fi-
losófica. Repetimos: la técnica es acción. Y la acción
(agregamos) es afirmación. Si lo que queremos, a la
hora de definir la técnica, es describir un estado de
17
cosas (incluyendo el pasado), nos encontramos (al
igual que con el concepto de filosofía) con la diversi-
dad y las contradicciones. Y la historia provee los
elementos −pruebas, casos, etc.− que las distintas
posturas necesitan para sostenerse. Más arriba pu-
simos un ejemplo: si preguntamos por el tipo de
relación que hay entre la ciencia y la técnica, damos
con cuatro posibles respuestas. Y cada una cuenta
con argumentos, datos históricos, etc. a favor. A
pesar de esto (o sea, aun cuando haya posiciones
justificadas que, por ejemplo, sostengan que la
técnica está subordinada a la ciencia), afirmamos
que la técnica es autónoma. Y lo es, decimos ahora,
en tanto modo de acción. O sea (y siguiendo con el
ejemplo de la relación entre ciencia y técnica), más
allá de que a veces la técnica no es otra cosa que
aplicación del conocimiento científico (prioridad del
conocimiento teórico), como propuesta de acción la
técnica establece como norma (base de su
autonomía) el uso de la ciencia para los propios fi-
nes de dominio o control. Y por eso no importa su
subordinación accidental a la religión, a la ciencia, a
la política, o a cualquier otra actividad humana:
como modo de acción, no está subordinada a nada.
La acción, en gran medida, es simplificación,
y, a diferencia del teórico escéptico, el hombre activo
no se detiene en detalles inútiles. A la larga, esos
detalles se quedan fuera de lo que se considera real.
Y si algunas aporías no se pueden evitar, la técnica,
en tanto proyecto de acción, pasa por encima de la
complejidad (diversidad, contradicciones) de lo real.
La unidad de la técnica es unidad de acción. Lo que
quiero decir es esto: la técnica tiene su propio ori-
gen: quiere cambiar la realidad. Y este propósito
inicial, con su lógica, determina el modo de percibir
lo real (hay categorías técnicas de percepción del
mundo), genera un mecanismo de construcción de
conceptos, establece un modelo de inteligibilidad
(pienso en el modelo máquina, o en el artefacto),
introduce metáforas, métodos... Y, con el tiempo,
surge una interpretación del mundo. Es decir, una
explicación de lo real (que incluye valores y fines)
que no siempre se expone de manera explícita, y
que la filosofía tiene que desarrollar a partir de los
supuestos y consecuencias de la práctica técnica.
Cuando hablábamos del punto de partida del
filosofar, dijimos que el propósito originario de la
18
técnica era actuar sobre la realidad. Elegimos ese
concepto porque permitía orientar nuestra mirada
en una determinada dirección (sobre todo, si
oponíamos la intervención al propósito teórico de la
filosofía clásica o de la ciencia pura). Pero lo elegi-
mos también por su generalidad, pues con él abar-
camos los distintos modos de la acción técnica
(siempre desde una visión instrumental). La técnica,
habitualmente, se ocupa de crear (producir) algo
que no existe, de transformar lo existente, o de con-
trolar lo que existe o lo que ella misma produce. En
todos los casos, hay una planificación previa, y la
acción recae sobre entes, sistemas o procesos. Estos
modos de la acción técnica, a su vez, son −en tanto
resultados de una planificación− conscientes y deli-
berados. Pero hay también, en la técnica actual, un
propósito (estoy tentado a llamarlo ‘último’) más
general. Es arriesgado hablar de conciencia o deli-
beración en este caso. Aun así, es resultado de la
acción técnica a escala planetaria. Me refiero al pro-
ceso de sustitución de lo natural por lo artificial. O,
si se quiere, al de la creación de un universo artifi-
cial autónomo. Si esto, de hecho, es así, entonces
podemos definir la técnica como esa modalidad de la
acción humana que tiene por objeto la creación de
un universo artificial; universo que, a la larga, ter-
mina reemplazando a esa realidad que llamamos
naturaleza8.
20
do en cuanto dado: las cosas por sí mismas no le
interesan. En lo dado ve lo que la cosa puede ser.
Ve, por decirlo de algún modo, las posibilidades de
lo dado a partir de la propia intervención. En cuanto
acción, la técnica moderna no está subordinada a la
teoría. No depende de un contenido teórico en parti-
cular, ni de valoraciones que tengan su origen en
una verdad teórica. Entre otras cosas, esto quiere
decir que la técnica no se rige por los criterios o las
exigencias de la teoría. Y se puede pensar que hay
una contradicción en la expresión «instrumentalis-
mo autónomo»: si la técnica es un instrumento, en-
tonces depende de algo exterior (es decir, no es
autónoma). Ahora bien, que el instrumentalismo sea
independiente de la teoría no significa que no nece-
site de un contenido teórico en sus aplicaciones. En
realidad, quiere decir que no depende de una verdad
concreta; o, mejor, que no está subordinada a la
‘teoría verdadera’. En suma, el instrumentalismo
puro (y en esto se funda la diferencia con las posi-
ciones heterónomas) no se asienta en el ser.
Además, no reconoce ninguna mediación práctica
(por ejemplo, política). Así, la técnica es exterior a
cualquier verdad, y su relación con el ser es pura-
mente circunstancial. En este sentido, podemos
hablar de instrumentalismo, y, al mismo tiempo, de
autonomía.
9 Novun Organum, I, 3.
21
do, y se prescinde de todas sus cualidades no técni-
cas. Dicho de manera positiva, el objeto queda re-
ducido al conjunto de propiedades útiles al sistema
técnico. Así, el instrumentalismo convierte en ins-
trumental cualquier contenido. Es decir, un conte-
nido no vale por la verdad que hay en él, sino por el
papel o la utilidad dentro del sistema: todo conteni-
do es un medio. Por último, mencionamos una ter-
cera característica: la eficiencia como valor. No hay
acción sin un criterio de acción, y la eficiencia (to-
mada como búsqueda de la optimización en la rela-
ción entre medios y fines) es el valor fundamental
del instrumentalismo puro. De hecho, y al adoptar
distintas formas con las distintas técnicas, la efi-
ciencia, en sí misma, es un valor instrumental (o, lo
que es lo mismo, un valor vacío).
22
la historia y la práctica técnicas. Es decir, todas son
verdaderas10. Desde fuera (y sin buscar el conflicto
con otras interpretaciones de la técnica), el instru-
mentalismo puro se podría justificar históricamente
(se podría mencionar el carácter originariamente
práctico de la técnica, y, en el plano psicológico, se
pondría el acento en la afirmación de sí a partir de
la autoconciencia y la autoconfianza; en fin, se
podría mencionar ese proceso ascético de despren-
dimiento de todo contenido que, entre otras cosas,
es un proceso de preparación espiritual), pero, des-
de el interior, este instrumentalismo se vacía tam-
bién de la historia. El instrumentalismo se piensa
sólo a partir de sí mismo. De esta manera, lo que es
importante para las posiciones heterónomas (el ser,
el bien, la historia) no actúa aquí como referencia.
El instrumentalismo, entonces, se mueve en el te-
rreno de lo normativo. O, si se quiere, en el de la
voluntad. Y con esto volvemos a la pregunta con la
que iniciamos la presente sección: ¿en qué funda el
instrumentalista su elección del instrumentalismo?
O, con otras palabras, si ninguna verdad sostiene el
instrumentalismo puro, ¿qué compromete la con-
ducta del técnico? Al final, queda la pura interven-
ción en la realidad. Es la intervención por la inter-
vención misma; sin valores no instrumentales, sin
finalidad externa. El instrumentalismo es un puro
querer la técnica por la técnica misma. Es una afir-
mación (a través de la acción) irracional y dogmática
de la técnica en cuanto técnica. En este sentido, se
dice que ninguna ley natural rige la técnica (ningu-
na, agregamos, salvo las leyes psicológicas que dan
cuenta de la voluntad del hombre).
LA NOCIÓN DE LO ARTIFICIAL
24
que acabamos de afirmar no varía demasiado de la
mayoría de las definiciones de técnica (aun de las
definiciones de aquellos autores que no defienden
una postura instrumentalista). Pero lo importante
en esta idea es que la acción va en una sola direc-
ción: el hombre, con vistas a un fin, actúa sobre la
realidad utilizando la técnica. De aquí que el arte-
facto –en cuanto instrumento– sea el ejemplo más
acabado de una realidad artificial. Se afirma que lo
artificial −por oposición a lo natural− es lo hecho por
el hombre. Lo artificial, aquí, se define a partir de su
origen. No hacemos lo mismo con la naturaleza. No
decimos «naturaleza es lo creado por Dios»; o, en
todo caso, que es lo increado. Buscamos sus deter-
minaciones en otra parte; concretamente, buscamos
sus propiedades intrínsecas u objetivas11. Pero, ¿por
qué no hacer lo mismo con las creaciones de la
técnica? ¿Es posible definir lo artificial recurriendo
solamente a sus propiedades intrínsecas, objetivas,
sin hacer referencia a la intervención humana? Pen-
samos, por ejemplo, en criterios empíricos y geomé-
tricos, como la regularidad o la repetitividad
(Monod); o en criterios metafísicos, como la comple-
jidad o la sencillez, o el carácter accidental o esen-
cial de la unidad (Leibniz).
Se entiende que la ciencia intente dar cuenta
teóricamente de la naturaleza evitando las proyec-
ciones humanas (antropomorfismo, animismo, etc.)
y las explicaciones teleológicas (ya que, si la teleo-
logía supone una conciencia planificadora, sólo ac-
cediendo a esta conciencia –cosa difícil de lograr– se
puede conocer el plan). Ahora, más allá de que los
objetos artificiales tengan características intrínsecas
que se puedan describir sin apelar a la intencionali-
dad humana, es ésta la que determina lo más im-
portante de tales objetos. Dicho de otra manera, la
descripción del artefacto incluye, como propiedad
objetiva, la intención del autor. Y, como se puede
26
ámbito de lo físico (y de las leyes de la naturaleza)12.
Como sostenía Hume: los valores y el sentido de la
acción no se encuentran en el mundo de los hechos.
Por ello, la pretensión de algunos de dar cuenta teó-
ricamente de lo artificial a partir de elementos pu-
ramente descriptivos (y sin referencia a lo intencio-
nal) yerran en lo que más importa. De esta manera,
podemos decir que, en el terreno de la técnica, la
intención es la función manipulable establecida por
el hombre. Y «establecida por el hombre» (siempre
desde la perspectiva instrumental) significa estable-
cida por el diseñador y/o el uso. Y con esto repeti-
mos −aunque con una terminología muy diferente−
la vieja idea de Aristóteles: la función es exterior al
objeto técnico.
La funcionalidad, a su vez, nos remite a otra
característica: el control. En el terreno de la técnica,
funcional quiere decir operacional, y con operacio-
nal nos referimos a una relación causal manipula-
ble13. Aquí aparece la idea de conocimiento instala-
da por Bacon: conocemos cuando podemos (mate-
rialmente) reproducir (o producir) los procesos natu-
28
es la eficiencia. En segundo lugar, todo fin estable-
cido para un objeto técnico implica la materializa-
ción de un valor: la salud para un aparato médico;
el conocimiento, el poder, el prestigio, etc. para un
robot que se envía a Marte.
B. Cuando se pregunta si la ética es inheren-
te a la práctica técnica, se puede responder, como
se señaló arriba, que los artefactos (por ejemplo, un
cuchillo) no son buenos ni malos. El juicio moral, a
lo sumo, recae sobre aquel que usa el cuchillo, pero
no sobre el artefacto mismo. En el peor de los casos,
se podría decir que el desarrollo técnico es moral-
mente ambiguo. La radiación, por tomar uno de los
ejemplos más frecuentes, tiene un uso correcto (me-
dicina) y uno incorrecto (guerra). En otros tiempos,
se discutía si la ciencia era moralmente neutra.
Había argumentos fuertes para defender esa neutra-
lidad, sobre todo si pensamos en la ciencia pura.
Con la ciencia aplicada es más difícil. Pero la técni-
ca es otra cosa. En el caso de los artefactos, la fina-
lidad (el uso) está presente en el momento mismo de
la invención. Hay hachas que se diseñan para cortar
leña; y otras, para cortar cabezas. Es cierto que el
hacha para cortar leña se puede utilizar para des-
cabezar personas (del mismo modo que se puede
usar una silla para subir a un paredón, o una esca-
lera para sentarse), pero no fue hecha para eso. El
diseño de un hacha para cortar cabezas es, en sí
mismo, un acto moral y político. El técnico, en este
caso, no se puede desentender del uso (trasladando
la responsabilidad al verdugo o al juez), pues el uso
está en el diseño. Y lo que vale para un cuchillo o
un hacha, vale, en mayor medida, para creaciones
más complejas14.
C. Los artefactos (sistemas técnicos, etc.),
materializan, independientemente de su finalidad,
cualidades de distinta naturaleza. En un lenguaje
blando, «materializar» se relaciona con «posibilitar»;
en un lenguaje duro, con «determinar». En uno u
otro caso, al artefacto o a los sistemas les son in-
herentes propiedades (modos de conocimiento, for-
mas de poder, organización socio−política) que pro-
vocan importantes transformaciones.
14 Junto a esto, hay también una gran cantidad de arte-
1993.
30
modelo teórico en la investigación de la mente
humana, y la teoría de la mente se construye con-
juntamente con el objeto técnico que se produce.
Entramos, por último, en el terreno socio-
político. El urbanismo −si consideramos esta disci-
plina como una técnica− ofrece buenos ejemplos
para lo que queremos mostrar. Un caso extremo de
construcción urbanística con propósito de control o
vigilancia nos lo cuenta Michael Prawdin en su his-
toria de los mongoles17. El autor habla de una ciu-
dad (Yen-king) de la época del Kublai Kan. Se trata
de una ciudad rebelde que, en lo que a su desarrollo
urbanístico se refiere, es irregular, asimétrica, la-
beríntica. Es, en fin, un lugar donde los opositores
al poder se pueden ocultar con relativa facilidad. En
consecuencia, el Kan hace construir otra ciudad
(geométrica, cuadrada, fácil de vigilar), y ahí trasla-
da al millón de habitantes de la ‘vieja’ Yen-king. No
sólo por razones prácticas se realizan construccio-
nes o modificaciones urbanísticas. También cuentan
los elementos simbólicos. En el simbolismo arqui-
tectónico, lo eterno se manifiesta en lo temporal
(templo como espacio sagrado, cúpula como bóveda
celeste, etc.). Pero también las formas políticas y la
organización social quedan avaladas por lo eterno
en sus disposiciones simbólicas. En América, las
ciudades levantadas por los españoles tomaban el
edificio de la iglesia como punto de referencia, y se
destruían las aldeas que, en términos urbanísticos,
encarnaban formas políticas, teológicas, etc. no cris-
tianas. Podríamos agregar otros puntos (por ejem-
plo, la relación entre las fuentes energéticas y la
organización social; la extensión a ámbitos no técni-
cos de la eficiencia y la productividad como criterios
de acción; o la apertura de posibilidades socio-
culturales a partir del desarrollo técnico), pero, con
lo dicho (que no es más que una breve enumera-
ción18), es suficiente para mostrar la falsedad de las
tesis acerca de la neutralidad moral o política de la
técnica.
D. Para nuestros fines, este punto −que trata
de la valoración de fondo de lo natural o lo artificial−
36
que, desde el concepto, se determina qué es lo arti-
ficial. O sea, esta noción, en principio, surge por
estipulación. Lo que quiero decir es que la realidad
a definir no tiene una cualidad objetiva sobresalien-
te que se impone a nuestro entendimiento. Por el
contrario, es excesivamente amplia. Por ello, requie-
re de un acto de voluntad (justificado) que establez-
ca sus límites. Lo mismo pasa con la noción de na-
turaleza.
37
nivel», etc. De esta manera, el universo orgánico tie-
ne −con respecto a lo inorgánico− una autonomía
relativa (porque hay leyes que son propias de lo
orgánico), pero no absoluta. El universo inorgánico,
en cambio, es absolutamente autónomo en su rela-
ción con lo orgánico, ya que prescinde completa-
mente de las leyes de este último. Volviendo a nues-
tro tema, decimos que la naturaleza, en el comienzo
de los tiempos, era absolutamente autónoma con
respecto al hombre. Pero la historia de la cultura es,
en gran medida, la historia de la intromisión del
hombre en el universo natural. Y esta intromisión,
en las últimas décadas, ha cambiado cualitativa-
mente.
Si tenemos en cuenta, en primer lugar, lo que
hemos dicho sobre la noción de autonomía; y, en
segundo lugar, el permanente retroceso de lo natu-
ral frente a lo artificial, podemos (siempre desde la
perspectiva de la técnica) delimitar (por definición) el
concepto de naturaleza. Esta tiene que ser una defi-
nición dura, mínima e inamovible hacia atrás. En
este escrito vamos a llamar natural a ese modo de
ser que, de manera absoluta, es autónomo con res-
pecto al hombre. O sea, es esa parte de la realidad
que, por sus características intrínsecas, se sustrae
−también en el terreno de lo posible− a la acción
humana. Sobre esta definición mínima, lo artificial
ya no puede avanzar (por eso decíamos arriba que
es inamovible hacia atrás). Pero esta es una defini-
ción abstracta (vacía; metafísica, incluso), y hay que
llenarla con algo (y aquí empiezan las dificultades).
Las leyes físicas, o la materia primera que la técnica
toma (o ha tomado) para sus construcciones artifi-
ciales, cumplen con este requisito mínimo. Y es cier-
to que la técnica puede objetar la inclusión de esas
leyes o de la materia en nuestra definición. Pero
esas objeciones no tocan las razones de fondo por
las cuales tales leyes (o esa ‘materia primera’) están
aquí.
38
ejemplares en la mente divina, etc. Con el tiempo el
realismo es cuestionado, arrinconado, sustituido...
Ya en la antigüedad, y aun cuando presuponen el
realismo, la sofística y el escepticismo establecen las
bases de la crítica a esa posición. Tomemos al se-
gundo como ejemplo. En la epistemología escéptica
se hace una importante distinción: las apariencias
no son lo mismo que el ser. En un sentido estricto,
el único saber admitido por el dogmático es el que
se relaciona con el último. Una proposición filosófica
es verdadera sólo si lo que dice con respecto a una
cosa se corresponde con el ser de la misma. O sea,
se admite que la razón humana aprehende directa-
mente el ser (o, en el peor de los casos, accede a él
de modo indirecto). El escéptico introduce otro ele-
mento en esa relación: las apariencias. Y con ello
pretende mostrarle al dogmático que no hay una
relación directa con el ser, sino que esa relación
está mediatizada por lo que aparece. (El escéptico va
más allá todavía: dice que estamos encerrados en
un mundo de apariencias). La ciencia recae sobre el
ser. De las apariencias no hay ciencia. En principio,
nadie duda de lo que se le aparece, y cualquiera
puede hacer una descripción de aquello que le es
dado directamente. Aunque al hacer esto no debería
tener pretensiones de verdad. Y, si las tuviere,
tendría que hacer algo más que una ‘crónica de sus
apariencias’: debería probar que ellas se correspon-
den con las cosas mismas. El escéptico, entonces,
mantiene la idea de verdad como correspondencia,
pero ya no como una relación entre el individuo que
conoce y el ser, sino entre la apariencia y el ser.
El escepticismo establece el modelo de los
argumentos posteriores. Los idealistas Locke y
Hume se preguntan cómo salir del universo de las
ideas para tocar la realidad exterior, y Kant nos
habla de la imposibilidad de ir más allá de los fenó-
menos para apresar la cosa en sí. En el fondo, se
trata siempre de lo mismo: hay algo (apariencias,
ideas, fenómenos) que se interpone entre el hombre
y el ser. Y en este mundo (como lo sabían los escép-
ticos) está encerrado el ser humano. Ahora bien, en
relación con este tema, Herbert Spencer defendía
una tesis muy particular (a la cual me adhiero, si le
hacemos algunas modificaciones). De acuerdo con
Kant, conocemos sólo lo que se amolda a la natura-
leza del entendimiento humano. La cosa en sí no se
39
puede conocer, pero la idea de cosa en sí es correla-
tiva a la de fenómeno. En consecuencia, no pode-
mos dejar de postular su existencia. Leemos en
Spencer: «The Noumenon, everywhere named as the
antithesis to the Phenomenon, is necessarily
thought of as an actuality. It is impossible to con-
ceive that our knowledge of Appearances only with-
out at the same time assuming a Reality of which
they are appearances; for appearance without reali-
ty is unthinkable. (...) To realize in thought any one
of the propositions of which the argument consists,
the Unconditioned must be represented as positive
and not negative»23. Obviamente, Spencer admite
que esta afirmación se mueve en un nivel psicológi-
co (y no en el plano del conocimiento). Lo que dice
es que no podemos pensar (concebir) la idea de
fenómeno, sin presuponer, al mismo tiempo, esa
realidad positiva que es el ser o la cosa en sí. Esto, a
mi juicio, se relaciona con la evolución temporal de
los conceptos. Lo que quiero decir es que estos tie-
nen su historia, y la idea de fenómeno se construye
sobre el fondo del realismo («sobre el fondo» significa
también «por oposición a»). De esta manera, es difícil
que algunos conceptos puedan desprenderse de ese
fondo (lógico e histórico) sin desaparecer ellos mis-
mos.
La tradición que se convierte en el eje de la
historia de la filosofía (me refiero a la tradición
socrática) se va a ocupar de señalar las deficiencias
epistemológicas de las apariencias o de los fenóme-
nos. Sobre las apariencias, se dijo, no hay ciencia. Y
no la hay porque este es el terreno de lo variable, de
lo diverso, de lo circunstancial, de lo idiosincrási-
co... Los tropos escépticos constituyen el inventario
24
A pesar de la mediación de la técnica, o de la perturba-
ción que todo observador introduce en la observación.
41
Una ontología que presupone la novedad, lo hace,
obviamente, por oposición a las ontologías cerradas
de la filosofía clásica. En la antigüedad, lo eterno (lo
fijo, lo permanente) es más valioso que lo mutable o
lo contingente. Los fines, en la naturaleza, pertene-
cen a esta esfera. El movimiento es posible, pero
siempre dentro de ciertos límites, y límites estable-
cidos por las formas o las esencias. Y está claro que
no hablamos aquí de novedad absoluta, a la manera
de la creatio ex nihilo de la teología cristiana. La no-
vedad que nos interesa es relativa a una realidad
que existe previamente, y, en este terreno, los ante-
cedentes son el emergentismo evolucionista y la on-
tología fenomenológica de Nicolai Hartmann. En el
primer caso tenemos una ontología del devenir,
donde las novedades surgen de modo espontáneo o
azaroso. En el segundo, nos encontramos con una
descripción estática de un estado de cosas, donde la
génesis de lo nuevo queda sin explicar.
En lo que toca a la novedad técnica, conoce-
mos la causa de la misma: el técnico. Y esto se ex-
presa, de manera clara y precisa, en la idea de co-
nocimiento como poder que se origina con Bacon:
uno conoce cuando puede (re)producir los procesos
de la naturaleza. Bacon afirma que la ciencia del
hombre es la medida de su poder. Ignorar la causa,
dice, es no poder producir el efecto25. Desde una
perspectiva teórica, se piensa que, mientras uno
más conoce –mientras más se adentra uno en una
verdad−, más poder tiene (el obrar, incluido el obrar
técnico, sigue al ser). El técnico percibe funcional-
mente lo real. Esto, entre otras cosas, no sólo signi-
fica que percibe en términos de procesos, sino tam-
bién (y muy especialmente), en términos de procesos
manipulables. Desde una perspectiva técnica, la
frase de Bacon se lee desde la noción de poder. Es
decir, conozco en cuanto puedo (y puedo de manera
real, material, operacional) producir (reproducir,
crear, controlar) un proceso natural. El poder, en
este caso, es la pauta o el criterio del conocimiento.
Dicho de otra manera, conocer no es algo distinto y
superior al hacer, sino –para expresarlo de manera
extrema– idéntico a él. Y esto lo vemos en la frase de
Bacon que sigue casi inmediatamente a la anterior:
lo que en la especulación lleva el nombre de causa,
43
nentes orgánicos e inorgánicos (virus que se asocian
a soluciones químicas para producir materiales se-
miconductores); b. interacción ser vivo-máquina:
piezas, artefactos, etc. que funcionan conjuntamen-
te con lo natural: corazón artificial, brazos o manos
electrónicos, etc.
e. Sustitución de un nivel ontológico: lo artifi-
cial reemplaza a lo natural.
44
terés teórico para la filosofía. Pero la técnica se ex-
pande cuantitativamente, y aquí vale la idea que
dice que los cambios cuantitativos importantes ge-
neran cambios cualitativos. En la actualidad, el
planeta tierra −casi en su totalidad− es objeto de
planificación: regiones polares, selvas, mares, clima,
especies animales y vegetales, el hombre... Pero así
como se producen cambios materiales, hay también
cambios teóricos: la técnica piensa lo real desde lo
artificial. En la teoría surgen diversas ontologías
particulares (propias de cada técnica), una ontología
general (común a todas las técnicas), y una univer-
sal (de la realidad como totalidad, elaborada desde
la práctica técnica). Al hablar de ontología −espe-
cialmente de la universal, que es la que nos inter-
esa− pensamos en conceptos (supuestos y conse-
cuencias filosóficos de la acción técnica) y en un
marco teórico, en los sentimientos (valores) últimos
acerca de lo real, en las categorías técnicas de la
percepción de la realidad... Y uno está tentado a
decir que, estrictamente hablando, lo novedoso se
da en el mundo de los hechos. Pero todo cambio
material radical va acompañado de transformacio-
nes espirituales (interpretaciones) que le dan un
sentido.
Así, entre los cambios reales, tenemos:
45
Se dijo que la novedad tiene sentido sobre el
fondo de ontologías no técnicas. Lo nuevo (no sólo
en el ámbito material, sino también en el de las
ideas) se comprende en relación con lo viejo. Una
especie vegetal que incluye genes animales (introdu-
cidos por la mano del hombre), es una novedad si se
la pone sobre el fondo de lo natural. Esto es, si se la
contrasta con un estado de cosas (naturaleza) en
donde esa especie no incluía genes de otra especie,
y mucho menos de otro genero. Lo mismo sucede
con el proceso general. Éste se percibe como nove-
dad si la idea de naturaleza está detrás. Pero la
técnica, constante y sistemáticamente, avanza (tan-
to en el plano material como en el espiritual) sobre
ámbitos no técnicos. Por ejemplo, muchas
ontologías no técnicas admiten jerarquías. Las je-
rarquías expresan niveles de lo real. Los niveles, en
general, presuponen diferencias cualitativas. Encon-
tramos jerarquías elaboradas desde el cristianismo,
desde las ciencias, desde la fenomenología... Par-
tiendo de la base de que lo imperfecto se subordina
a lo perfecto (o lo contingente a lo absoluto) el cris-
tianismo establece, en la realidad, un orden que va
de lo inorgánico a Dios, pasando por lo orgánico, el
hombre y los ángeles. La alegoría de la línea, por su
parte, constituye un buen ejemplo de la jerarquía de
lo real para Platón. Otros autores (muy diferentes
entre sí, y desde las perspectivas más diversas) han
propuesto distintos modos de organizar lo real (San-
tayana, Hartmann, Bunge). En nuestro caso, hici-
mos una separación elemental entre las realidades
físicas, lo orgánico y lo artificial. Luego, nos queda-
mos con la distinción de base entre lo natural y lo
artificial. Ahora bien, estas diferencias cualitativas
desaparecen bajo el proceso unificador de la técnica.
Lo vimos, por ejemplo, en el esquema presentado en
la sección anterior, donde los límites entre especies,
géneros o niveles ontológicos empiezan a diluirse, y
lo real queda reducido a una única visión totaliza-
dora. De esta manera, lo artificial se convierte:
46
Es decir, la técnica, de modo efectivo, impone
su lógica, y las categorías que dan forma a la reali-
dad. Y en esta filosofía desaparecen las novedades,
pues no hay cambios cualitativos en un pensamien-
to que lo explica todo en los mismos términos y con
los mismos principios.
47
El mecanicismo elimina las interpretaciones finalis-
tas y cualquier tipo de causalidad esencialista, ex-
cluye el animismo, el organicismo, etc. En lo que
hace a la epistemología, se atiene a los hechos. Más
aún: a lo que se puede cuantificar. Intenta también
eliminar –o por lo menos neutralizar– al observador.
Pero, más allá de estas características negativas y
estas pautas metodológicas, compara al hombre con
una máquina, y lo estudia y lo interpreta a partir de
una analogía con esta última. Así, al hablar de la
salud y de la enfermedad, Descartes escribe: «Y así
como un reloj, compuesto de engranajes y contrape-
sos, no observa menos exactamente todas las leyes
de la naturaleza cuando está mal fabricado y no
indica bien las horas sino cuando satisface entera-
mente el deseo del obrero, igualmente si considero
al cuerpo del hombre como una máquina construida
de tal modo y compuesta de huesos, nervios,
músculos, venas, sangre y piel, que aun sin conte-
ner espíritu alguno, no dejaría de moverse del mis-
mo modo que ahora, cuando se mueve sin ser diri-
gido por la voluntad y, por consiguiente, sin ayuda
de espíritu alguno, sino solamente por la disposi-
ción de sus órganos...»28. El cuerpo humano y toda
50
cia) de acuerdo con el mejor o peor funcionamiento
del artefacto.
La noción de inteligencia, en gran medida,
surge por analogía con la inteligencia humana,
aunque, obviamente, no hay una transposición di-
recta de un ámbito a otro. Y no la hay por varias
razones; entre otras, por la diversidad de teorías que
intentan explicar la mente del hombre. La simplici-
dad (lo simple, por oposición a lo compuesto) era un
rasgo metafísico del alma (mente) en Platón, Descar-
tes, y otros. La informática no puede aceptar el su-
puesto de la simplicidad, y no lo puede hacer −inde-
pendientemente de su verdad o falsedad− porque no
es viable técnicamente. Parte, por el contrario, del
supuesto de la complejidad; esto es, de la idea de
que la inteligencia es efecto de la confluencia de
muchos elementos –y aquí habría que describir toda
una ontología de la informática, ontología que no es
otra cosa que resultado de postulados pragmáticos–,
que, estructurados de tal o cual modo, generan la
función buscada. Conjuntamente con esto –y, en
principio, también por razones técnicas o pragmáti-
cas– tenemos la desaparición de la idea de yo (no-
ción fundamental en las psicologías humanas) a la
hora de definir la inteligencia. De este modo, y aun
cuando sólo hemos esbozado un camino, vemos que
la técnica, desde su propia práctica, desarrolla una
idea teórica (filosófica incluso) de inteligencia (a lo
dicho, y siempre en relación con el mismo tema,
habría que agregar ‘hipótesis’ más puntuales, como
las referidas a los sistemas de símbolos físicos, a la
búsqueda heurística, al conexionismo, etc. que se
construyen de la misma manera que la idea general
de inteligencia). Y lo que se acaba de decir sobre la
construcción de conceptos en disciplinas concretas,
vale para los conceptos últimos de la técnica; o sea,
para aquellos que conforman la interpretación
técnica de lo real.
51
técnica era elaborada por aquellos que establecieron
las bases de la tradición contemplativa. Así, durante
siglos, teoría y técnica fueron por caminos separa-
dos. Recién a partir del renacimiento, y muy lenta-
mente, comenzaron a unirse. Y hay que esperar
hasta el siglo XIX para que aparezca una profesión
donde ciencia y técnica trabajan juntas: la
ingeniería.
Para la tradición que se inicia con los griegos
–y que llega a nuestros días– el ocio es el ‘lugar
esencial’ de la existencia humana. El trabajo o la
acción productiva son, por decirlo de alguna mane-
ra, no naturales (en cuanto no esenciales). Aristóte-
les dice que trabajamos con vistas al ocio: éste es
necesario (y utilizo ahora un término no aristotélico)
para que el ser humano se ‘realice’. Y no sólo el co-
nocimiento –como sucede con los griegos y con dis-
tintos movimientos filosóficos de la actualidad– se
busca por sí mismo. También el arte –en el sentido
de bellas artes– tiene una finalidad intrínseca. Y lo
mismo podemos decir del juego, pues éste, por na-
turaleza, no apunta a nada exterior. En suma, ni el
conocimiento, ni el arte, ni el juego valen aquí por lo
que producen. En líneas generales (siguiendo la filo-
sofía griega), podemos hablar de técnicas políticas y
productivas. Las primeras apuntan a la acción
esencial, a la realización de lo superior del ser
humano; las segundas buscan el dominio de la na-
turaleza (o de otros seres humanos, como en el caso
de la sofística). Y lo que ha sucedido, históricamente
hablando, es que las segundas comenzaron a impo-
nerse a las primeras. Y esto es como decir que la
técnica se constituyó en modelo de interpretación de
lo real. Y una de las maneras de pensar técnicamen-
te la realidad, es a partir de un método y de un tipo
de racionalidad.
Hay distintas teorías con respecto al modo de
relación entre ciencia y técnica, pero, en general,
hay acuerdo en que cada una tiene propósitos dife-
rentes. La ciencia quiere conocer la realidad, y se la
evalúa en función de la verdad que hay en ella. La
técnica busca transformar lo real, y el criterio de
evaluación es la eficiencia. Vista desde una posición
extrema, la verdad, por sí misma, no es importante
para la técnica. En todo caso, la verdad vale por su
utilidad; o sea, en cuanto sirve a los propósitos de la
técnica. Y esto incide en el tipo de racionalidad que
52
entra en juego. Si el criterio último de la técnica es
la eficiencia, la razón (por ejemplo, la de los griegos)
que tiene por objeto la verdad, pasa a ocupar un
lugar secundario, y la racionalidad que realmente
cuenta es la instrumental. N. Rescher, siguiendo
esta línea de pensamiento, dice que la racionalidad
«consiste en el uso apropiado de la razón para elegir
de la mejor manera posible. Comportarse racional-
mente es hacer uso de nuestra inteligencia para cal-
cular qué hacer en ciertas circunstancias de la me-
jor manera. Se trata, entonces, de hacer delibera-
damente lo mejor que uno puede con los medios a
nuestra disposición y esforzarse para alcanzar los
mejores resultados que uno puede esperar dentro
del alcance de nuestros recursos, que comprenden
específicamente nuestros recursos intelectuales. La
optimización de lo que uno piensa, hace y evalúa es
el centro de la racionalidad»30. La razón es cálculo.
La optimización (eficiencia) es el criterio de juicio, y
recae sobre el pensamiento, la acción y los valores.
Y no habría demasiados problemas si este tipo de
racionalidad quedara restringida al ámbito de la
técnica productiva, pero se la universaliza. Es decir,
se intenta abarcar con ella la totalidad de la reali-
dad, incluido el mundo humano (la política, la eco-
nomía, la ética, etc.). Y aquí aparece el conflicto en-
tre los técnicos (o los ‘tecnócratas’) y los ‘humanis-
tas’. Lo que señalan estos últimos es que el hombre,
en un sistema técnico, ha dejado de ser un fin en sí
mismo, y se ha convertido en una variable o en un
medio más en la búsqueda de eficiencia en todo
ámbito posible. J. Ellul, uno de los críticos más du-
ros de ese tipo de racionalidad, escribe: «Ninguna
técnica es posible cuando los hombres son libres
(...) La técnica requiere posibilidad de predicción y,
no menos, exactitud de predicción. Por tanto, es
necesario que la técnica predomine por sobre el ser
humano. Para la técnica, esto es asunto de vida o
muerte. La técnica debe reducir al hombre a un
animal técnico, el rey de los esclavos de la técnica.
El capricho humano se derrumba ante esta necesi-
dad; no puede haber ninguna autonomía humana
ante la autonomía técnica. El individuo debe ser
amoldado por técnicas, negativamente (por las
55
sabio de los animales, tiene manos»32. Pero la tesis
metafísica aristotélica ya no pesa en la actualidad, y
–a partir de la teoría de la evolución– se admite que
lo superior puede surgir de lo inferior. Así, la discu-
sión planteada al comienzo de esta sección continúa
en la actualidad con el evolucionismo como fondo.
Distintas teorías han visto en distintos aspec-
tos del ser humano el rasgo que lo define esencial-
mente y que lo distingue de los otros seres vivos.
Así, se habla de la razón (en el sentido griego) como
diferencia específica, de la capacidad simbólica, de
la posibilidad de hacerse a sí mismo, etc. También
tenemos la idea del homo faber. Max Scheler, por
ejemplo, en su libro sobre el hombre y la historia33,
sostiene (cuando expone esta posición) que no hay
una diferencia esencial entre el hombre y los anima-
les. El ser humano, antes que nada −y en esto es
igual a los otros seres vivos− es un animal de ins-
trumentos. El hombre crea herramientas para adap-
tarse al medio, y para dominarlo. La verdad es lo
útil; lo falso, lo que no lleva al éxito. Incluso el len-
guaje es herramienta. De este modo, el hombre se
define por su capacidad para crear artificios útiles.
Otra posición −siempre dentro de esta inter-
pretación pragmática− invierte la relación hombre-
técnica: no es el hombre, se sostiene34, el que creó
los instrumentos: son estos los que ‘construyeron’ al
ser humano. Dicho de otro modo: cierto antropoide
comenzó a crear herramientas, y por ello el hombre
es lo que es. Partiendo de un trasfondo evolucionis-
ta (suponiendo una base biológica: bipedalismo,
mano prensil, encefalización y desarrollo de la es-
tructura cerebral), C. Sagan escribe: «Es casi seguro
que durante el plioceno y el pleistoceno existió una
intensa rivalidad entre muchas formas antropoides,
de las que sólo sobrevivió un tronco: el de los que
dominaban el uso de útiles y herramientas, el tron-
co que desemboca en el hombre actual»35. Y tam-
bién: «Es muy probable que los avances culturales y
la evolución de aquellos rasgos fisiológicos que con-
1980, p. 117.
56
sideramos privativos del hombre hayan venido lite-
ralmente de la mano: cuanto mejores sean nuestras
predisposiciones genéticas a la carrera, la comuni-
cación social y la manipulación instrumental, mayo-
res serán también las probabilidades de que des-
arrollemos útiles y estrategias de caza efectivas;
cuanto mayor sea la adaptabilidad de dichos útiles y
estrategias, mayores serán las posibilidades de su-
pervivencia de nuestra dotación genética caracterís-
tica»36. Y esta idea queda ratificada por las siguien-
tes citas: «A partir de las pruebas que se acumulan
con rapidez, hoy es posible especular con cierta con-
fianza acerca de cómo la modalidad de existencia
posibilitada por herramientas cambió las presiones
de la selección natural y con ello cambió la estruc-
tura del hombre». Pues «…fue el éxito de las herra-
mientas más simples lo que inició toda la tendencia
de evolución humana y condujo a las civilizaciones
actuales»37. Hay quien va más lejos (Washburn): las
herramientas son incluso anteriores al bipedalismo.
Éste es consecuencia de aquéllas. Fue la necesidad
de transportar y utilizar herramientas lo que hizo
que esos antropoides se pusieran en dos pies. Así,
no hablamos de un hombre ya ‘hecho’ (y tal como lo
conocemos ahora) que fabrica instrumentos38, sino
de un antropoide que podía producirlos, y que efec-
tivamente los fabricó. Y precisamente por eso la evo-
lución se orientó en una determinada dirección. En
suma, la mano (como dijo Anaxágoras) hizo al hom-
bre.
Autores como L. White39 o L. Mumford40, por
el contrario, entienden que la técnica, estrictamente
hablando, ha tenido un papel secundario en el pro-
ceso de hominización. Es la aparición del elemento
simbólico, dicen, lo que provoca el salto evolutivo, y,
con ello, el desarrollo de la técnica. Mumford escri-
36 Ibídem, p. 125.
37 S. L. Washburn, citado por Mazlish, B., en «La cuarta
discontinuidad» en Kranzberg, M. y Davenport, W. H.
(eds.), Tecnología y cultura, Barcelona, Gustavo Gilli,
1972, p. 180.
38 Esto es lo que parece suponer Scheler.
39 Leslie White, La ciencia de la cultura, Bs. As., Paidós,
1962.
40 Lewis Mumford, «La técnica y la naturaleza del hom-
CONSIDERACIONES FINALES
60
Dicho de otro modo, las características de la técnica
del siglo XXI −o lo que se consideran sus caracterís-
ticas− se proyectan hacia atrás, y se presupone que
en el pasado ya estaban (en germen o en potencia)
la dirección o los avances técnicos posteriores. Una
de las objeciones más fuertes a una postura monis-
ta apunta al carácter abstracto de la tesis principal.
Esta tesis, decimos, no puede abarcar la diversidad
de niveles, ramificaciones, consecuencias, etc. del
fenómeno que se estudia. Se presenta aquí −en rela-
ción con la técnica− uno de los problemas que más
a ocupado a los filósofos en los últimos siglos. Me
refiero a aquél que trata sobre el límite de los obje-
tos y de las palabras. En la experiencia cotidiana
encontramos semejanzas en las cosas, y también
desemejanzas. Sin semejanzas no habría conceptos
(universales), sin diferencias tampoco (no tendría-
mos nombres propios). La pregunta es esta: ¿en qué
lugar (mejor: con qué criterio) establecemos el límite
entre lo distinto y lo parecido? Dicho de otro modo:
¿cómo justificamos el universal? Los griegos, desde
el momento en que admitían la realidad de las esen-
cias, tenían, en gran medida, resuelto el problema.
Con el nominalismo es más difícil. Locke, por men-
cionar un caso, entendía que los límites se
establecían por razones prácticas. Por ejemplo, la
rapidez y la comodidad45.
En los escritos que intentan definir la técnica,
leemos, habitualmente, que la misma se muestra de
distintas maneras. Por ello, la teoría que se desarro-
lla, en gran medida, depende de la característica
que se acentúa. Se habla de la técnica como volun-
tad (de supervivencia, de dominio, de orden, de li-
bertad, etc.); o como conocimiento (hay enfoques
analíticos, genéticos, sociales, etc.). Se suelen acen-
tuar también la parte material (y se toma a la técni-
ca como una esfera ontológica separada conformada
por artefactos, mecanismos físicos, etc.); o la activi-
dad (instrumentalidad, diseño, etc.). A estos aspec-
tos les podemos agregar otros, o introducir otra cla-
sificación. Pero lo importante es esto: cuando se
pone el acento en una característica, las otras se
dejan de lado, o quedan en un segundo plano (su-
bordinadas al aspecto principal). En este escrito
45
Locke, J., An essay concerning human understanding,
III, iii, § 10.
61
hemos tomado a la técnica como una interpretación
del mundo. Y esto, en el fondo, es otra manera de
decir metafísica.
62
labras, ninguna posición metafísica puede salvar las
objeciones planteadas por el escéptico Agripa en su
conocido trilema46. Aun así, necesitamos principios.
Es decir, elementos organizadores de nuestras
creencias. Sobre todo, los necesitamos en el terreno
de lo práctico. Le sucede incluso a la filosofía que
más provecho ha sacado de la invención de Agripa:
el escepticismo. De esta manera, decimos que la
metafísica, en tanto marco general (conceptos, valo-
res, fines) del quehacer filosófico, es indemostrable,
y, al mismo tiempo, inevitable. Esta es la más radi-
cal de las aporías filosóficas, y la filosofía (o la me-
tafísica) de origen técnico no escapa a ella.
46
Frente a las pretensiones de acceder a un principio
metafísico sólo hay tres posibilidades –regreso al infinito,
punto de partida absoluto y círculo vicioso–, y ninguno es
racionalmente aceptable. Las posibles opciones son nega-
tivas: sólo podemos elegir entre caminos inviables.
63
APÉNDICE HISTÓRICO I: FRANCIS BACON (1561-
1626) Y EL CONOCIMIENTO COMO PODER
47
Jenófanes, Económico, IV, 203.
48
Aristóteles, Política, III, 4.
49
«Vida de Marcello», en Vidas Paralelas, XVII.
64
sobresalir en aquellas cosas que llevan consigo lo
noble y lo excelente, sin mezcla de nada servil, di-
versas y separadas de las demás, pero que hacen
que se entable contienda entre la demostración y la
materia...».
Ahora bien, en Atenas había una ley que
prohibía burlarse del oficio de un ciudadano, y esto,
a mi juicio, prueba al menos dos cosas: por un lado
confirma la actitud despreciativa de la aristocracia
ante el trabajo de las manos; pero, por el otro, nos
hace ver que los artesanos, campesinos, comercian-
tes, etc. eran lo suficientemente fuertes como para
obligar al dictado de esta ley. Además (siempre en
Atenas), otra ley liberaba a un hijo de alimentar a
su padre si éste no le había hecho aprender un ofi-
cio50. Y también (a pesar de Aristóteles), el hecho de
que un ciudadano trabajara con las manos no le
impedía tener los mismos derechos que los otros
miembros de la Asamblea. Los estudios de Mondolfo
nos muestran, a partir de una gran cantidad de ma-
terial bibliográfico, que la valoración del trabajo
manual y la idea de progreso estaban presentes en
los griegos (especialmente en los jonios, en algunos
sofistas, en la tradición hipocrática, en Demócrito,
etc.). Y cualquier estudio sobre la historia de la
técnica prueba que, más allá de la valoración o el
peso teórico que el trabajo de las manos pudiera
tener para los filósofos, la técnica progresaba. Y lo
hacía, generalmente, por un camino distinto al de
los grandes sistemas filosóficos que se impusieron
en la historia (caminos que raramente se tocaron).
Así, en estos sistemas, lo esencial en el hombre pa-
saba por la vida teorética, religiosa, política, etc. y
nunca por la actividad de las manos. Pero el desa-
rrollo técnico, en algún momento, se hizo sentir, y
algunos sistemas filosóficos cambiaron.
67
se toma como principio explicativo, como la causa
de algo) siempre se resuelve en elementos naturales;
o sea, en experimentos (que, en cuanto intervención
del hombre en los procesos de la naturaleza, son
centrales en el tipo de investigación propuesto por
Bacon), y en el dominio de la realidad. Y con esto ya
tenemos suficientes elementos como para pasar a
una de las tesis básicas de la teoría baconiana; con-
cretamente, a la que afirma que el conocimiento es
poder.
52
Novum Organum, I, 2
53
Ibídem, I, 3
68
utilidad, se busca por sí mismo). Bacon, en cambio,
invierte el proceso de evaluación, y considera que
sólo lo útil −en cuanto aporte al progreso material−
es valioso. Así, examinando la historia del pensa-
miento, encontraba que el tipo de filosofía que des-
arrollaban los aristotélicos (a diferencia de lo que
sucedía en la tradición técnica) no progresaba. Dice,
por ejemplo, que las ciencias (especulativas) «...se
quedan casi inmóviles, sin recibir aumentos dignos
de la raza humana; hasta tal punto que a menudo
no sólo lo que fue afirmado una vez sigue siendo
afirmado, sino que lo que una vez fue problema,
sigue siéndolo, y en vez de resolverse mediante la
discusión, sólo se fija y se alimenta. Toda la tradi-
ción y la sucesión de escuelas sigue siendo una se-
rie de maestros y alumnos y no de inventores y de
aquellos que perfeccionan aún más los inventos»54.
Y, siguiendo con el párrafo del comienzo, leemos que
la mano y el espíritu, por sí solos, «no tienen gran
potencia». Y aquí establece el criterio para juzgar las
ciencias y las técnicas, y también el propósito de las
mismas: el poder. Las ciencias y las técnicas, hasta
ese momento, no otorgaban poder (y, por ello, no
eran útiles). Y no lo hacían porque se habían movido
separadamente. Después agrega: «para realizar la
obra [es decir, para alcanzar el conocimiento y el
poder] se necesitan instrumentos y auxilios». Y en
esta afirmación piensa Bacon en el método, y, es-
pecíficamente, en el que desarrolla en el Novum Or-
ganum. El método, en cuanto tal, se convierte en el
objeto de reflexión: busca un modelo abstracto de
método que se pueda aplicar en cualquier investiga-
ción. Y a esto se refiere al final de la frase, cuando
dice que se necesitan también instrumentos intelec-
tuales que faciliten o disciplinen el curso del espíri-
tu.
El segundo párrafo es más duro y directo.
Comienza afirmando que la ciencia del hombre es la
medida de su poder. No está diciendo solamente
que, mientras más conoce, más puede. En realidad,
está estableciendo una equivalencia entre conoci-
miento y poder. Y esto queda mucho más claro en la
segunda parte de la oración, donde fundamenta la
primera parte, y dice que ignorar la causa es no po-
der producir el efecto. La verdad, para Aristóteles,
54
Instauratio Magna, Prefacio.
69
es la correspondencia entre el intelecto y el mundo.
Para Bacon, la verdad está en la capacidad (el po-
der) de producir un efecto: uno se da cuenta que
sabe, cuando puede (producir el efecto). De este
modo, el poder es el criterio y la finalidad del cono-
cimiento. Y el párrafo continúa: «no se vence a la
naturaleza, sino obedeciéndola». En primer lugar,
habla de vencer a la naturaleza, es decir, de domi-
narla. Y este es un proyecto eminentemente técnico,
no contemplativo. Pero hace una aclaración: para
vencer a la naturaleza, hay que obedecerla. O sea,
hay que conocer sus leyes, y acatarlas. Para dar un
ejemplo actual, podemos decir que un avión no vue-
la en contra de las leyes de la gravedad. Se conocen
esas leyes, se las aprovecha, y se las usa para el
propio beneficio. Por último, el párrafo dice: «lo que
en la especulación lleva el nombre de causa, se con-
vierte en regla en la práctica». De nuevo la equiva-
lencia entre teoría y acción. Conocer algo es conocer
la causa de ese algo; es decir, lo que lo produce (y
estamos hablando de causa mecánica o eficiente, no
de causa final). Ahora, si uno sabe qué y cómo se
produce algo, y se parte de la base de que conoci-
miento y poder son lo mismo (conozco en cuanto
puedo producir), entonces se entiende por qué Ba-
con dice que, en la práctica, la causa se denomina
regla, ya que las reglas son las que nos dicen cómo
hacer las cosas. En fin, tenemos aquí una teoría del
conocimiento claramente técnica.
70
bién la técnica, desde posiciones autónomas, ha
estado relacionada con la virtud.
La virtud es la perfección de una realidad. En
la filosofía tradicional el hombre virtuoso es aquel
que tiende a realizar su esencia. El esencialismo, en
su forma más estricta, entiende que hay una sola
característica que distingue a un ente, y todo lo de-
más le está subordinado. «Todo hombre, por natura-
leza, desea conocer», escribe Aristóteles. «Por natu-
raleza» equivale a «por esencia», y por esencia busca
el hombre desarrollar aquella característica que lo
separa cualitativamente de los demás seres. Hay
otra forma menos rigurosa de virtuosismo. En este
caso, se admite que el hombre se puede desenvolver
en ámbitos diversos: religión, filosofía, ciencia, arte,
técnica. La perfección aquí, tiene diferentes cami-
nos. Ahora bien, en la actualidad predominan valo-
res económicos y utilitarios (donde la eficiencia es el
criterio); también intervienen, en la creación técnica,
valores estéticos y existenciales: sentimiento de po-
der ante el dominio material, sentido de la grandeza
humana al trasponer límites considerados antes
inalcanzables, etc. En una concepción virtuosa de la
técnica, la acción técnica no se diferencia de la ac-
ción esencial (o auténtica) del hombre. Dicho de otro
modo, el hombre tiene determinadas características
(el acento en uno u otro aspecto varía con la con-
cepción antropológica): subjetividad, interioridad,
individualidad, libertad... En suma, espiritualidad.
En una concepción que exponemos en esta sección,
esas características alcanzan su máximo desarrollo
−su perfección, podríamos decir− con la acción
técnica.
La concepción virtuosa −esa que entiende que
el hombre realiza lo más íntimo y propio de sí en la
acción productiva−, y también las distintas formas
de esencialismo, piensan lo técnico de modo ins-
trumental. El presupuesto más importante de la
concepción instrumental es el de la trascendencia
del hombre con respecto a la técnica. Esta trascen-
dencia se muestra −por lo menos− de dos modos: el
hombre domina a la técnica, y establece sus fines.
Podemos hablar de progreso espiritual o de progreso
material. Habría un progreso espiritual cuando se
avanza hacia lo que es más o mejor en el ámbito de
lo moral. Se busca aquí el desarrollo (perfecciona-
miento) de las cualidades interiores del hombre, y el
71
progreso se mide en términos de virtud, felicidad,
tranquilidad, etc. En cuanto al progreso material, es
un avance hacia lo que es más o mejor en lo que al
conocimiento del mundo se refiere, y, generalmente,
este conocimiento se refleja en un mayor dominio de
la naturaleza. No siempre estos dos modos de con-
cebir el progreso han ido juntos (a veces se exclu-
yen). En la concepción virtuosa expuesta arriba se
unifican en la acción técnica.
También en el proyecto técnico moderno el
progreso espiritual va de la mano del progreso mate-
rial. Descartes y Bacon −en este sentido, las dos
figuras más importantes en los comienzos de la mo-
dernidad− proponen utilizar la ciencia para que el
hombre se haga «dueño y poseedor de la naturale-
za». Aun cuando el lenguaje religioso impregna el
discurso de Bacon, Dios poco y nada tiene que
hacer en el mundo del hombre. Explícitamente −y
por oposición al reino de los cielos−, Bacon habla de
establecer un reino del hombre en la tierra55. Esto se
logra por el imperio (poder) del ser humano sobre
las cosas56. El camino es la técnica. Por ello, la ac-
ción técnica es el modo más valioso de la acción
humana. Para alguien como Sócrates, la técnica se
mide con criterios ético-políticos. En Bacon, la rela-
ción se invierte. La caída del género humano es con-
secuencia de un deseo arrogante e inmoderado por
conocer el bien y el mal (conocimiento moral)57. El
conocimiento de las ciencias naturales (guiado por
la caridad) es el que Dios ofrece a los hombres. So-
bre este conocimiento práctico se construyen la in-
terpretación última de la naturaleza y los principios
del estado58.
Hay distintos momentos en la historia (edad
antigua, griegos y romanos, modernidad) y hay
acontecimientos relevantes (invenciones de la im-
prenta, de la pólvora, de la brújula). Así como la
iglesia tiene sus santos y las ciudades sus héroes, la
sociedad pensada por Bacon tiene sus figuras ejem-
plares en los inventores59. La idea de progreso como
55
Novum organum, I, 68.
56
Ibídem, I, 129.
57
Prefacio a Instauratia magna.
58
Esto es lo que nos propone en la New Atlantis.
59
«For our ordinances and rites we have two very long
and fair galleries. In one of these we place patterns and
samples of all manner of the more rare and excellent in-
72
dominio de la naturaleza comienza a forjarse con
este autor. Es un dominio gradual, laborioso... La
meta está en el tiempo; en el futuro, y no en la eter-
nidad. El conocimiento se inicia en las manos, y la
acción técnica es liberadora. (Más aún, redentora.
Bacon, al hablar de la técnica, utiliza el lenguaje
religioso de la época). En tanto es eficaz a la hora de
disminuir los sufrimientos del hombre, es la más
bella de las acciones humanas60. La naturaleza, por
su parte, ya no tiene derechos, y está a disposición
del hombre (es un laboratorio experimental, y, si es
necesario, se la puede torturar para extraerle sus
secretos). Si se la conoce, es para dominarla (para
hacerla a la medida del hombre). Se inicia así el
choque de fuerzas entre el técnico y una naturaleza
que ha perdido sus cualidades intrínsecas (causas
finales).
En síntesis, nos interesa resaltar tres tesis
con relación a Bacon:
61
En lo que se refiere a los fines humanos impuestos a la
técnica (en el instrumentalismo), recordemos lo dicho en
la sección dedicada al artefacto.
62
En: http://www.levity.com/alchemy/spanish.html
63
Ibídem.
74
nos dicen: «En efecto, he estimado que no podía dar-
te testimonio más claro que el manifestarte, con
candidez, sin ninguna parábola y sin oscuros juegos
de palabras, toda la práctica de la verdadera prepa-
ración de la Piedra de los Sabios, donde se encuen-
tra la mejor y más alta Ciencia de toda la naturaleza
entera». Quiero recalcar lo de «técnico» al hablar de
conocimiento práctico, porque ese es el aspecto so-
bre el que elaboro esta interpretación de la alqui-
mia. Las filosofías post aristotélicas, por ejemplo,
eran prácticas, por cuanto la preocupación de fondo
se refería a cómo se debía vivir. O sea, eran
filosofías morales. Y también entre los alquimistas
la condición moral –o el grado de desarrollo espiri-
tual– era importante: una tarea sagrada (en una
concepción sagrada del universo) exigía el estado
interior adecuado. Pero la tarea seguía siendo de
tipo técnica: actuar sobre la realidad para transfor-
marla. Y, volviendo a la Ciencia escrita de todo el
arte hermético, en el punto quinto, vemos que los
conocimientos que podemos llamar últimos se refie-
ren a procesos de la naturaleza: «Pero es difícil en
tanto y cuanto nos descubre todos los misterios de
esa sabia obrera, haciéndonos confidentes de sus
resortes ocultos». Y, más adelante, luego de enume-
rar los pasos del proceso alquímico y de decirnos
qué se puede lograr con esta ciencia, concluye: «Es
así, como dice Hermes, que Dios creó el mundo». La
idea de que el conocimiento es poder viene de la al-
quimia. Pero, «poder» no quiere decir dominio, o im-
posición de la voluntad humana a la naturaleza;
sino «ser capaz de...», o «posibilidad de...». Concre-
tamente, es la posibilidad de reproducir los pasos de
la creación, o, en los casos más modestos, los pro-
cesos de la naturaleza. Y, en este sentido, el alqui-
mista es como Dios –es, si se puede hablar de esta
manera, la variante activa del místico–, y por eso su
conocimiento es el más alto y el más profundo.
El carácter superior del saber hacer aparece
también en el cristianismo. El párrafo central que
habitualmente se tiene en cuenta cuando se busca
fundamentar la actitud cristiana ante la técnica,
está en Gn 1: 26-30. Allí leemos: «Y dijo Dios:
«Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como
semejanza nuestra, y manden en los peces del mar
y en las aves del cielo, y en las bestias y en todas las
alimañas terrestres, y en todas las sierpes que ser-
75
pean por la tierra». Creó, pues, Dios al ser humano
a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y
hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: «Sed
fecundo y multiplicaos y henchid la tierra y some-
tedla; mandad en los peces del mar y en las aves del
cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra».
Dijo Dios: «Ved que os he dado toda hierba de semi-
lla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como
todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros
será de alimento. Y a todo animal terrestre, y a toda
ave de los cielos y a toda sierpe de sobre la tierra,
animada de vida, toda la hierba verde les doy de
alimento». Y así fue».
Aquí se establecen al menos dos puntos cen-
trales: a) que el hombre es creado a imagen y seme-
janza de Dios; y b) que Dios autoriza –e incluso or-
dena– al hombre a someter la tierra y mandar sobre
los seres vivos.
Pero, ¿qué se entiende en estos párrafos por
«imagen y semejanza», o por «mandar» o «dominar»?
Las interpretaciones al respecto han sido diversas, y
cada interpretación condiciona o determina la con-
cepción antropológica y la idea de técnica. En lo que
sigue, se presenta una línea de interpretación. Y lo
primero que hay que hacer notar es que en el cris-
tianismo en general, y en el mencionado párrafo en
particular, hay una estructuración o una jerarquía
de lo real: en el nivel inferior está la naturaleza (la
tierra y los animales), luego el hombre, y finalmente
Dios. Este ordenamiento es básicamente moral, y no
sólo es estático, sino dinámico, pues marca la direc-
ción (la finalidad) que deben tomar el tiempo o la
historia (o, sencillamente, la acción). Esto, por poner
un ejemplo, queda expresado en el siguiente párra-
fo: «Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues
todo es vuestro: ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mun-
do, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es
vuestro; y vosotros, de Cristo, y Cristo de Dios»64.
En segundo lugar encontramos que hay una
esencia humana, y relacionamos este punto con lo
64
1 Cor 3: 22-23. Hay que decir que hay dos grandes
tradiciones en el cristianismo: una, fuertemente teocén-
trica; y otra más antropocéntrica, donde se considera que
la naturaleza adquiere significado y se realiza en el hom-
bre. Por lo tanto (y sin perder de vista a Dios) es el hom-
bre el que carga con la responsabilidad de todos los seres
vivos.
76
de «imagen y semejanza» con Dios. Pero, ¿qué as-
pecto de la Divinidad se tiene en cuenta aquí?, ¿en
qué sentido el hombre es semejante a Dios? Las
respuestas son muchas, pero la técnica obliga a ele-
gir una: la del Dios Creador. Así, el hombre se ase-
meja a Dios en cuanto es capaz de crear; o, si se
quiere, de recrear a partir de la materia dada.
En tercer lugar, hay que recalcar que el as-
pecto espiritual está siempre por encima del mate-
rial. Por un lado, y al dominar la naturaleza, el
hombre se eleva por encima de ella, y se libera de la
servidumbre de la materia; y, por otro lado (invir-
tiendo la dirección del punto anterior), la técnica es
el instrumento o el medio que utiliza el hombre para
imponer a la naturaleza las formas creadas en su
intelecto. Así, en ese acto de dominación, el hombre
se expresa y se desarrolla en lo esencial65.
Podemos hablar también de los ritos y de
ciertas formas de la mitología. Villoro, en su artículo
sobre el conocimiento tecnológico66, menciona varios
tipos de reglas, y distingue, entre otras, las reglas
técnicas de las rituales. Estas últimas, como sucede
con las demás, prescribe algún tipo de acción. Con-
cretamente, son reglas de transformación, pero de
transformaciones simbólicas. En la práctica, esto
significa que pretenden alterar un estado de cosas,
pero no lo hacen. Y esta es la diferencia con las re-
70
Ibídem, pp. 56-7.
71
Ibídem, p. 55.
79
textos de la mayoría de los autores de la tradición
mágico-alquímica –a quienes, desde la tesis de Villo-
ro, se les podría hacer la misma objeción que a los
mineros de Eliade– consiste generalmente en la
enumeración (en muchos casos minuciosa) de los
pasos a seguir para modificar algún aspecto de lo
real. Y, al leerlos, uno se da cuenta de que ellos
consideran que, a partir de los pasos prescritos, se
obtiene lo que allí se promete. En conclusión: a dife-
rencia de lo que sucedió después con Bacon y otros,
la utilidad no es un motivo o un criterio de peso en
estas tradiciones; ni –como pasa en la actualidad
con la tecnología– la eficiencia (la búsqueda del ma-
yor control posible de la realidad) es el criterio últi-
mo de valoración; pero, a pesar de esto, el éxito, en
el sentido de hacer efectivo, concretar, realizar ma-
terialmente..., se convierte en la culminación –no
sólo en cuanto término o final, sino también en
cuanto realización o perfección– del conocimiento o
la actividad propios de la concepción activa.
80
to: aquí hay un comportamiento animista. Lo mismo
pasa con el salvaje que, en su canoa, pinta los ojos
y la boca (abierta, y mostrando los dientes) del ti-
burón, para que el poder del animal se traslade al
objeto. También podemos recordar a los bayeka, a
los aborígenes de Haití o a los herreros de Tangani-
ka de los que nos habla Mircea Eliade: en todos los
casos se elaboraban rituales para obtener la apro-
bación de los espíritus de la tierra o de las minas.
Y muy ligado a esto está la percepción sexua-
lizada del mundo; es decir, la idea de que el mundo
no sólo tiene vida, sino que los procesos de cambio
se explican en términos sexuales. Por ejemplo, en el
Tratado sobre la materia de la piedra de los filósofos
en general, leemos: »La naturaleza opera de la mis-
ma manera en todos los animales: primero se ali-
mentan, después crecen, y, finalmente, engendran.
Y si esto es cierto en los hombres, en los animales y
en las plantas, de lo que no cabe ninguna duda,
sería necesario estar ciego para no ver que la misma
cosa sucede en los minerales». Y en la Instrucción
de un padre a su hijo acerca del árbol solar, encon-
tramos (entre muchos otros que son parecidos) el
siguiente párrafo: Así [el espíritu elemental del mer-
curio] «se une naturalmente con todos los espíritus
superiores de los metales, a veces con uno, a veces
con otro, de igual manera que el hombre con la mu-
jer...». En la última cita, además del carácter sexual
de los minerales, está presente explícitamente el
animismo de la época, pues se entiende que cada
metal tiene su ‘espíritu’. Y, como lo muestra Mircea
Eliade, la concepción sexualizada de la realidad no
se reduce a la tradición mágico-alquímica, sino que
también está en las creencias, en los mitos, en los
ritos, etc. de muchas otras culturas. Y hasta tal
punto se había extendido la idea de que el universo
era un gran organismo, que sólo una metáfora
igualmente profunda y poderosa la podía reempla-
zar. Esta metáfora apareció, y, como sabemos, es la
que concibe al universo como una gran máquina.
Pero sobre esto hablaremos en el próximo capítulo.
El otro punto a tratar es la interpretación mo-
ral y sobrenatural de la realidad. Actualmente se
hace una distinción entre lo natural y lo sobrenatu-
ral, y se hace aun cuando no se crea en esto último.
Pero no sucedía lo mismo en otros tiempos: lo natu-
ral y lo sobrenatural iban juntos. Más todavía: lo
81
segundo explicaba a lo primero. Durante mucho
tiempo, los prodigios y los milagros eran permanen-
tes, y la gente creía en toda clase de maravillas. Si el
pasto crecía más verde y con más abundancia en
determinado lugar era porque un hombre santo
había muerto allí72. La sequía, o la aparición de la
peste, o los terremotos eran explicados como casti-
gos divinos por los pecados del hombre. En La ciu-
dad de Dios, San Agustín discute las causas de la
caída de Roma en poder de los bárbaros. Los paga-
nos sostienen que Roma es destruida porque sus
habitantes han olvidado los antiguos dioses y han
comenzado a adorar al dios cristiano. San Agustín,
por su parte, sostiene que toda la historia, incluida
la caída de Roma, es una lucha moral entre los que
se eligen a sí mismos o a las criaturas y los que eli-
gen a Dios. En fin, no se explica el acontecimiento
en términos de impulsos guerreros, venganzas,
búsqueda de nuevos territorios, etc., sino a partir de
conflictos morales y teológicos. Y quizá uno de los
mejores ejemplos de lo que aquí se quiere decir lo
encontramos en El puente de San Luis Rey, la nove-
la de Thornton Wilder. La historia transcurre en
Lima, en el siglo XVIII. Sobre un abismo hay un
puente colgante, y el puente se cae cuando cinco
personas lo atraviesan. Un fraile observa, y se pre-
gunta por la causa del acontecimiento. Concreta-
mente, la pregunta es: ¿por qué ocurrió esto con
estas cinco personas? El fraile responde: dada la
condición moral de esos individuos, y del tipo de
72
En la Vida de San Juan de la Cruz, escrita por Fray
Crisógono de Jesús Sacramentado (Madrid, BAC, 1978),
se supone, siguiendo testimonios de la época, que la con-
dición moral (santidad) de San Juan de la Cruz, producía
cambios cualitativos en la materia (por ejemplo, en su
misma carne, que se echaba a perder por una enferme-
dad). Leemos: «La carne [de San Juan de la Cruz] se va
deshaciendo en materia, que mana constante y abundan-
temente. Tazas enteras se llenan de pus, dos o tres por la
mañana y otras tantas por la tarde. Pero huele bien, un
olor parecido al almizcle. Tan bien huele, que el hermano
Diego de Jesús no siente repugnancia en llevarla hasta
los labios.
El mismo olor delicioso tienen las vendas, hilas y
paños con que le curan, y que quedan empapados en
materia (...) ...les parecen a las dos jóvenes [que estaban
allí] que, más que paños empapados en pus, están mano-
seando rosas» (pp. 318-9).
82
vida que han llevado (y teniendo en cuenta que «la
rotura del puente de San Luis Rey es una obra o
acto evidente de Dios»), ellos, y sólo ellos, debían (en
el sentido moral de la palabra) estar allí en ese mo-
mento. Un ingeniero, en la actualidad, y a la hora de
explicar la caída del puente, se hubiera preguntado
por el deterioro de los materiales, por el manteni-
miento que se le hacía, por la velocidad del viento,
etc. O sea, buscaría causas materiales (o naturales,
para utilizar nuestra terminología). En cambio, la
causalidad que busca el fraile es de tipo sobrenatu-
ral, o moral. Y son estas explicaciones las que no
ayudan al desarrollo de la técnica (y las que comien-
zan a dejarse a un lado a partir del siglo XVII). Di-
cho de otra manera, el mundo natural comienza a
explicarse por lo natural, y la concepción mecánico-
matemática de la realidad es la máxima expresión
de esta tendencia.
73
Galileo Galilei, Diálogo sobre los dos máximos sistemas
tolemaico y copernicano. Primera jornada.
83
párrafo. Tanto en el ámbito del conocimiento como
en el de la ontología, la tradición contemplativa
clásica privilegia lo eterno, lo inmutable... Galileo,
por el contrario, se pone del lado del tiempo; o, co-
mo él dice, de la tierra. Y piensa que ésta es »muy
noble y admirable», y lo es porque en ella se dan los
cambios. O sea, de ser una condición degradada de
lo real y causa de rechazo en el ámbito de la teoría,
lo contingente ahora dignifica el ser. Y si Galileo,
que era científico –y que, en consecuencia, buscaba
conocer la realidad– hizo esa elección metafísica,
mucho más razonable es la reafirmación de lo con-
tingente desde la tradición activa, puesto que el
cambio, hay que decirlo, es el lugar natural de la
técnica.
Y Galileo toma una decisión ante la oposición
inmutabilidad-movimiento. En la tradición clásica,
como sabemos, lo inmutable va ligado a lo universal
y lo necesario. En la ciencia, desde la Modernidad,
el movimiento ya no se menosprecia, pero la univer-
salidad sigue siendo un requisito del conocimiento
científico, y la necesidad un ideal (sobre todo, en la
tradición que inicia Galileo). Y esto queda claro si
tenemos en cuenta el valor de las matemáticas en la
explicación de la naturaleza. Pero antes de entrar en
este tema, conviene hablar de las cualidades prima-
rias y secundarias.
84
azul? ¿Cómo sería nuestro vocabulario? Porque,
obviamente, si hay palabras como «azul», «verde» o
«amarillo» es porque tenemos sentidos para captar
esos colores. Así, las cosas que hay en el mundo,
con sus características –un determinado color, cier-
to sabor, tal grado de solidez– se perciben por los
sentidos. La pregunta que se hace el sofista (y tam-
bién el escéptico, y otros más) es si aquello que se
percibe es realmente tal cual se percibe. Es decir, si
en sí misma, tal cosa tiene ese color, ese sabor, ese
grado de dureza. O si sólo se nos aparece así, sin
que podamos saber cómo es en realidad. Por otra
parte, hay que tener en cuenta las circunstancias;
por ejemplo, si la cosa se nos presenta a todos de la
misma manera; e incluso si el mismo individuo la
percibe todo el tiempo igual, o si la percepción está
condicionada por la luz, la edad, etc. A partir de este
planteo inicial, y teniendo en cuenta las diferencias
físicas y culturales entre los hombres, la diversidad
de opiniones y la experiencia del error, los sofistas y
los escépticos (en la antigüedad) van a cuestionar la
posible respuesta afirmativa a la pregunta que se
hizo acerca de si tenemos acceso al ser de la cosa.
Se entiende, entonces, por apariencia, a la cosa tal
como se le presenta a alguien en un determinado
momento. ¿Estamos autorizados a decir que el libro
es azul? ¿O sólo podemos afirmar que se nos apare-
ce azul? Este es el problema, y sofistas y escépticos
eligen la segunda respuesta.
Podemos decir, para empezar, que saber algo
es aceptar que ese algo es verdadero. Claro que con
esto no avanzamos mucho, porque queda en pie la
pregunta acerca de qué significa «verdadero». En la
epistemología escéptica –como lo había hecho la
sofística– se hace una importante distinción: las
apariencias no son lo mismo que el ser. En un sen-
tido estricto, el único saber admitido por el dogmáti-
co –esto es, que puede ser considerado filosofía o
ciencia– es aquel que está relacionado con el ser. De
esta manera, una proposición filosófica es verdadera
sólo si lo que dice con respecto al ser de la cosa se
corresponde con el ser de esa cosa. O sea, se presu-
pone que la razón humana puede tener una apre-
hensión directa del ser, o, si no directa, por lo me-
nos acceder a él de modo indirecto. A pesar de todo,
lo principal es que se entienda que, para el dogmáti-
co, el conocimiento se toma como relación entre al-
85
guien que quiere conocer y el ser de la cosa. Y digo
esto porque uno de los recursos fundamentales del
escepticismo consiste en introducir un elemento
más en esa relación: las apariencias. El escéptico
pretende mostrarle al dogmático que no hay una
relación directa con el ser, sino que esa relación
está mediatizada por las apariencias. E incluso se
puede ir más allá, y decir, desde el escepticismo,
que estamos encerrados en un mundo de aparien-
cias.
La ciencia recae sobre el ser. De las aparien-
cias, no hay ciencia. Así pensaban Platón y Aristóte-
les. Pero, una vez que el escéptico introduce el con-
cepto de apariencia, las exigencias para la verdad
cambian. Había hecho una pregunta: ¿cómo sabe-
mos que el color que vemos de un libro es realmente
el de ese libro? El dogmático, según la interpreta-
ción escéptica, piensa que, de una manera u otra,
tiene un contacto con la cosa, de allí que su verdad
sea la relación individuo-cosa (ser). En la relación
escéptica los elementos son tres: individuo cognos-
cente, apariencia y ser. Pero quien conoce no tiene
un contacto directo con el ser, sólo tiene un contac-
to directo con las apariencias. Así, en principio, na-
die tendría dudas o dificultades con respecto a lo
que se le aparece, y cualquiera, si así lo quisiera,
podría hacer una descripción de todo aquello (apa-
riencias) que le es dado directamente. Aunque, al
hacerlo, no debería tener pretensiones de verdad. Y,
si las tuviere, debería hacer algo más que una
«crónica de sus apariencias»: debería probar que
ellas se corresponden con las cosas mismas. Es de-
cir, desde esta nueva perspectiva –o en esta nueva
exigencia del escéptico para con el dogmático–, se
mantiene la idea de verdad como correspondencia,
pero ésta ya no es más la relación individuo cognos-
cente y ser, sino apariencia y ser. Y en este lugar es
oportuno utilizar el ejemplo del retrato de Sócrates.
¿Cómo podemos saber si se parece mucho o poco –
si hay mayor o menor verosimilitud– a Sócrates si
nunca hemos visto a éste personalmente? Pero, por
supuesto, esta crítica sólo tiene sentido si se admite
una concepción de la verdad como correspondencia
entre el individuo que conoce y el ser. O, en todo
caso, si se exige que el conocimiento sea una rela-
ción de este tipo. De aquí que, a juicio de los escép-
ticos, los dogmáticos tienen las dificultades que tie-
86
nen. Y como el escéptico sabe que su nueva exigen-
cia epistemológica con respecto a la verdad no se
puede satisfacer, implícitamente, y en lo que se
podría denominar la ética escéptica del conocimien-
to, se establece una regla: no se debe transgredir el
ámbito de las apariencias; o, si de hecho esto es
imposible, no se debe continuar con los intentos de
transgredir ese ámbito, pues de aquí vienen muchos
de los males del hombre
En suma, el escéptico sostiene que no sabe-
mos si las cualidades que percibimos son (o existen)
en los objetos tal cual las percibimos. Pero nunca
dudan de que los objetos poseen cualidades de esa
naturaleza (como colores u olores). Y es esto lo que
se niega en la física de Descartes (o de Galileo). Por-
que en la modernidad, el problema se va a plantear
de un modo muy diferente, y este planteamiento es
el que nos interesa aquí. Al respecto, escribe Des-
cartes: «Se pasa ligeramente una pluma sobre los
labios de un niño que se adormece y él siente que
uno le hace cosquillas; ¿piensan que la idea de cos-
quilleo que concibe se parece a algo de lo que está
en esta pluma?74. Tiempo antes, Galileo había pues-
to el mismo ejemplo: ¿Pero primero quiero hacer un
examen de lo que llamamos “calor”, cuya idea co-
rriente según mi opinión, dista mucho de la verdad,
pues se supone que es un accidente, afección y cua-
lidad verdadera que se halla realmente en la cosa
que percibimos como caliente. Afirmo, sin embargo,
que me siento efectivamente constreñido a pensar
que un pedazo de materia o sustancia corpórea está
por naturaleza limitado y tiene una figura determi-
nada, que con relación a otros es grande o pequeño,
que está en este o en aquel lugar, ahora o después,
que está en movimiento o en reposo, que está o no
en contacto con otro cuerpo, que es simple o com-
puesto. En suma, la imaginación no puede separar
al cuerpo de estas condiciones. Pero mi espíritu no
se ve forzado a reconocer que el cuerpo está necesa-
riamente acompañado por condiciones tales como
blanco o rojo, amargo o dulce, sonoro o mudo, agra-
dable o desagradable. Así, si los sentidos no lo
acompañaran, tal vez la razón o la imaginación por
sí mismas nunca habrían llegado a ellas. Por eso
pienso que, por el lado del objeto en que parecen
74
El mundo, o tratado de la luz, AT, XI, 407.
87
existir, estos sabores, olores, colores no son nada
más que meros nombres. Estas cualidades se en-
cuentran únicamente en el cuerpo [que percibe, o
que tiene la sensación], de manera que si desapare-
ciera el animal quedarían aniquiladas y abolidas.
Sin embargo, cuando les ponemos nombres particu-
lares, diferentes a los que corresponden a los acci-
dentes reales y primarios, tenemos la propensión a
creer que existen tan real y verdaderamente como
éstos. (...) Si se frota con un pedazo de papel o una
pluma una parte cualquiera de nuestro cuerpo se
tiene en ambos casos la misma operación, esto es
movimiento y contacto, pero si el contacto se produ-
ce entre los ojos, en la nariz o bajo su ventana pro-
voca un cosquilleo intolerable, aunque en otra parte
sea difícil sentirlo. Ahora bien, el cosquilleo está en
nosotros y no en la pluma, de forma que si desapa-
reciera el cuerpo animado y sensitivo no sería nada
más que un mero nombre. Estas cualidades –sabor,
color, olor, etc.− atribuidas a los cuerpos naturales
no poseen, en mi opinión, otra existencia que es-
ta»75.
Lo que Galileo y Descartes están diciendo,
entonces, es que hay ciertas cualidades como el
olor, el color, la suavidad, etc. que no tienen exis-
tencia real (fuera de nuestra conciencia), o que no
están en los objetos. Estas cualidades que sólo
están en nosotros, en cuanto somos seres sensibles,
se llaman secundarias o subjetivas. En cambio, hay
otras –denominadas primarias u objetivas– que, a
juicio de Descartes (o de Galileo), están en los obje-
tos, y son las propiedades geométrico-mecánicas:
figura, posición, movimiento, número, etc. Todo
cuerpo ocupa un lugar en el espacio, tiene límites,
está en movimiento (o en reposo)... En fin, estas
cualidades conforman lo que podríamos llamar la
constitución general de la corporeidad; o sea, aque-
llo que tienen en común todos los cuerpos. Pero, al
mismo tiempo, las cualidades primarias tienen una
característica: son cuantificables: se pueden medir,
contar, pesar, etc.
En un párrafo muy conocido, que está al co-
mienzo de Il saggiatore, Galileo expresa la corres-
75
Texto extraído de Burtt, E., Los fundamentos metafísi-
cos de la ciencia natural moderna, Bs. As., Hachette,
1960, pp. 91-2.
88
pondencia entre las matemáticas y la realidad obje-
tiva. Dice: «La filosofía está escrita en este gran li-
bro, el Universo, que permanece continuamente
abierto ante nuestra mirada. Pero el libro no puede
comprenderse a menos que aprendamos antes a
entender el idioma y a leer las letras de que está
compuesto. Está escrito en el idioma de las ma-
temáticas, y sus caracteres son triángulos, círculos
y otras figuras geométricas, sin las cuales es huma-
namente imposible entender una sola palabra; sin
éstas, deambulamos como en un negro laberinto».
De este modo, las matemáticas se conciben como la
expresión más adecuada de la realidad; es decir,
son ontológicamente verdaderas. Pero también tie-
nen un valor metodológico: sólo ellas nos dan la cer-
teza, y nos permiten nuevos descubrimientos. En
cuanto a Descartes, considera que los principios de
su física son verdaderos porque se deducen de los
principios metafísicos (dualismo metafísico, materia
como extensión y movimiento, Dios como garantía
de la verdad). También la física es verdadera, y por
las mismas razones: por la naturaleza de su objeto
(extensión), y porque continúa aplicando el método
matemático-deductivo.
89
desarrollo de las plantas tiende a una finalidad; la
hoja, por ejemplo, crece para hacer sombra al fruto.
Y es por la naturaleza y por la finalidad que la go-
londrina hace su nido y la araña su tejido; y en las
plantas crecen las hojas por causa del fruto, y
echan raíces en busca de alimento; y es este tipo de
causa la que opera en las cosas que llegan a ser o
que son. En consecuencia, “naturaleza” significa dos
cosas, la materia y la forma, y la última es la finali-
dad, y lo demás es por causa de ese fin. La forma es
la causa en el sentido de que es “aquello en función
de lo cual”»76. Y, en el fondo, es como si Aristóteles,
para explicar el universo físico, le estuviera atribu-
yendo intencionalidad a la naturaleza. Otros autores
hablarían de una tendencia interior, o de voluntad
divina, o de los espíritus de los antepasados... Pero
no es así como procedieron los mecanicistas. Para
éstos no hay causa final, y el «para qué» ya no cuen-
ta. Lo que importa, ahora, es el cómo. Y si el univer-
so físico (y todo lo que hay en él) es una máquina,
las preguntas son acerca de cómo operan o se pro-
ducen los entes. La causa, entonces, es causa efi-
ciente (o mecánica) −aquella que, por su acción físi-
ca, produce el efecto−, y la explicación se reduce a
establecer los movimientos de los cuerpos en el es-
pacio y el tiempo.
Descartes define el movimiento como «el tras-
lado de una parte de la materia o del cuerpo, desde
la cercanía de los cuerpos que están en contacto
inmediato con él y que se los considera en reposo, a
la cercanía de otros»77. Si entendemos que los con-
ceptos de extensión y movimiento son claros y dis-
tintos, las consecuencias lógicas que se sacan de
ellos son verdades a priori. Entre esas consecuen-
cias tenemos las leyes del movimiento. Aquí expo-
nemos brevemente las dos primeras leyes cartesia-
nas, para mostrar las diferencias con la física y la
metafísica aristotélicas. La primera, que sintetiza el
principio de inercia, dice que «toda parte de la mate-
ria, individualmente, continúa siempre existiendo
en un mismo estado, mientras que el encuentro con
las otras no la obligue a cambiarlo». La segunda ley
(principio de la conservación de la cantidad de mo-
vimiento) dice que «cuando un cuerpo empuja a
76
Física, II, 8.
77
Principios de la filosofía, II, 25.
90
otro, no puede darle ningún movimiento si no pier-
de, al mismo tiempo, proporcionalmente, el suyo; ni
quitárselo sin que el suyo aumente otro tanto»78.
Como vemos, la causa es concebida como choque, y
se puede cuantificar.
Y es precisamente esta causa la que posibilita
el dominio de la naturaleza, y a ella se refiere Des-
cartes cuando reafirma el carácter técnico o práctico
del conocimiento científico. En la sexta parte del
Discurso del método nos dice: «Pues ellas [está
hablando de las nociones generales de la física] me
han hecho ver que es posible llegar a conocimientos
que sean muy útiles para la vida, y que en lugar de
esta filosofía especulativa que se enseña en las es-
cuelas, es posible encontrar una práctica por la cual
conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del
agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos
los demás cuerpos que nos rodean, tan distintamen-
te como conocemos los oficios de nuestros artesa-
nos, los podemos emplear de la misma manera para
todos los usos a que sean apropiados, y así hacer-
nos como dueños y poseedores de la naturaleza». Y
un poco después, hablando de la medicina, agrega:
«...nos podríamos liberar de una infinidad de enfer-
medades, tanto del cuerpo como del espíritu e in-
cluso también del debilitamiento de la vejez, si tu-
viéramos un conocimiento suficiente de sus causas
y de todos los remedios de que la naturaleza nos ha
provisto»79. En fin, se inicia aquí (y sólo se inicia) ese
proceso que va a desembocar en una de las tesis
más importantes de la tradición técnica: conocemos
(en el sentido fuerte de la palabra) lo que hacemos (o
producimos).
78
El mundo, o tratado de la luz, AT, XI, 435-438.
79
AT, VI, 62-63.
91
ÍNDICE
92