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Arte de portada; Oscar Mauricio Corzo
Santa fe de Bogotá, Colombia.
osirislovers@gmail.com | http://ergosumhomoviator.blogspot.com
Presente edición, mayo 22 de 2011

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A modo de prólogo

Las veintiún piezas de este libro fueron escritas durante los años dos mil ocho y
dos mil nueve en mi ciudad natal, Pitalito, durante largas y agobiantes noches
de insomnio. Estas historias demuestran porqué, en aquella época, el
aislamiento y la soledad estaban a punto de volverme loco. Las seleccioné a
regañadientes entre más de ciento sesenta notas que logré salvar de una
pérdida sistemática de datos, así que podría decir, son mis mejores
supervivientes. En aquella pérdida murieron algunas de mis mejores obras, que
no logré reescribir genuinamente a pesar de mi memoria y mi excesivo
entusiasmo. De hecho, el nombre “la galería de lo grotesco” proviene de una
narración ya desaparecida. Creo, fue una de mis mejores y más antiguas fábulas
(si mal no recuerdo, la escribí en el dos mil seis) A pesar de que el titulo
produzca la falsa sensación de despedida, guardo la esperanza de no echar a la
basura aquel buen argumento.

Por aquella historia decidí hace más de cinco años que mi primer libro se
llamaría así; “La galería de lo grotesco” a razón de ser un montón de imágenes
repugnantes exhibidas como arte. Conservé el título por la sensación
desagradable que deja en los labios, y hoy no me parece un crimen demasiado
grave sentir un apego tan sentimental por un recuerdo. Este seudolibro esta
plagado de fantasmas, y en medio de su virulenta agresividad estoy seguro de
que su nombre y sus significados son los menos peligrosos.

Tengo veinticuatro años. Apenas llevo seis escribiendo con seriedad. Soy un
escritor novato. Desde que tengo diecisiete sufrí la angustia de escribir cuentos.
En esta recopilación están mis mejores trabajos. Piezas como Los fugitivos,

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Apocalipsis, una omisión de la memoria y Gallinazos y liberación son la única
evidencia fidedigna que tengo para afirmar con terquedad que mi estilo vale la
pena. Hoy, sólo por aquellos accidentales aciertos insisto en que puedo
dedicarme a escribir.

Llevo un año trabajando en una novela “El llanto de Caín” asfixiada en estas
historias y plagada de manifestaciones políticas. Aunque saldrá inicialmente en
papel, planeo subirla también a distribución abierta en Internet.

Adjunto este prólogo a la versión 0.3 del libro. Nadie ha corregido estos
cuentos. Ignoro si abundan o no los errores gramaticales y ortográficos. Cuando
todas aquellas correcciones sean realizadas el libro estará oficialmente (como el
sorftware) en su etapa 1.0

Oscar Mauricio Corzo

Bogotá. 21 de mayo del 2011

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Los fugitivos

Aquella noche, unas manos fuertes golpearon la puerta de la Familia


Sánchez. Eran las nueve de la noche según el enorme reloj de la pared. No muy
lejos de ahí, el pueblo de San Jerónimo dormía bajo una de las tantas lluvias de
abril. La dueña de la casa, Doña Isabel Perdomo de Sánchez, tardó en
comprender que se trataba de su puerta y de su casa; hilar sentada como una
vieja, en el centro de su sala, a la luz amarillenta y débil de una vela, la había
adormecido. Una enorme carga en el vientre le impidió levantarse cuando lo
deseó. ¿Cuanto tiempo faltará? Se preguntó a si misma, mientras una sonrisa
que afloró en su rostro denunció el placer que le producía la espera. Pensó
inmediatamente en llamar a su criada—en su estado de debilidad y letargo, tan
solo podía pensar—pero recordó de inmediato que se había acostado temprano
por orden suya. Al amanecer llegarían su tío Alfredo y su hermano Marcos.
Ella, como de costumbre, los recibiría con un revitalizante festín. Cordelia—
aquel era el nombre de la Criada—madrugaría a matar dos conejos y dos
Gallinas. Su Tío amaba con locura el guisado de conejo. Debía despertarla.
Ante esa visita inesperada no había alternativa, tenia que llamarle, aunque no
tuviese fuerzas ni ánimos para hacerlo. Gritó un par de ocasiones; fue inútil. El
sueño de aquella niña era tan impenetrable, tan profundo, como la noche que
las envolvía.

El esposo de Isabel estaba en Neiva desde el principio de la semana. Tardaría


más de dos días en llegar. La intención de su viaje era solucionar los problemas
judiciales que, a modo de revancha política, le había causado la diócesis. Isabel,
por lo tanto, estaba sola. Sin embargo no temía. Solo ella conocía los mil y un
eventos que la convirtieron en una mujer obligadamente fuerte; como todas las
de su familia, como todas las de su región. Además, se sentía segura. Nadie en
el pueblo se metería con ella. Su esposo era un dirigente importante, y gozaba
del cariño de todo el liberalismo.

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— ¡Isabel, ábreme, soy Marcos!—gritó el visitante.

Antes de que él hubiese dicho su nombre, ella ya lo había reconocido. Pero


Isabel no podía abrir la puerta. Estaba demasiado débil para siquiera pararse.

— ¡Cordelia! — Gritó de nuevo Isabel— ¡ven y abre la puerta que mi


hermano ha llegado!

Cordelia no respondía; quizás ni siquiera había escuchado. Cargada a sus


diecinueve años con un sueño impenetrable, debido, tal vez, a la cantidad de
trabajo que tenía que asumir en el día, solo podía ser despertada a golpes, o al
menos eso pensaban sus patrones. En una casa tradicional, de arquitectura
colonial, la habitación de la criada siempre esta retirada de la parte visible y
particularmente cerca de la cocina; sabia (o quizás solo se resignaba a saber) que
gritarle de nuevo seria inútil desde su ubicación. Por primera vez, desde la
partida de su esposo, lamentó el hecho de que él no estuviera a su lado.

— ¿Marcos? , mijo, ¿como esta? que gusto saber de vos, pero, ¿por que llegas
a esta hora?

— ¡tiene que ayudarme Isabelita, vienen los pajarracos! —Gritó desde afuera.
Isabel entonces palideció.

En medio de la lluvia, del ruido del viento jugueteando con los árboles y su
respiración, sintió el punzante aullido de un disparo. Su corazón temblaba.
Como la casa era de bareque, le resultaba difícil reconocer la dirección de donde
provenían. La acústica era confusa, pero de algo estaba segura; no era
demasiado lejos.

— ¡Cordelia, por amor a dios, habrá rápido! —Gritó Isabel a su criada.

Cordelia seguía sin responder. Isabel, exhausta por su estado, empezaba a


impacientarse.

— ¿Marcos? — preguntó al visitante, extrañada de su silencio.

— ¿si? —respondió este, levantándose, según el ruido, del suelo.

— Estoy sola, y no puedo abrirte. Pero dale la vuelta a la casa, y te abriré por
la puerta de la leña.

El afán de Marcos por llegar a la puerta la dejo temerosa, y confundida.

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Su esposo había buscado una mujercita para que cuidara de su embarazo
hasta que pasara su debilidad, pero Cordelia, una niña salida dios sabe de
donde, le había resultado completamente incompetente. Era complicado
buscarle un reemplazo, por que poca gente, debido a la influencia de la diócesis
en el pueblo, quería trabajar para liberales. Incluso, los que se ofrecían, tenían
fines oscuros y se excedían en sus atribuciones. En muchas ocasiones robaban
algunas baratijas de la hacienda. En otras, los acusaban frente a la iglesia local a
cambio de dinero. Los cargos variaban de ateísmo a liberalismo, que para la
gente y para los sacerdotes eran términos diferentes para definir lo mismo. El
simple hecho de cuestionar a un sacerdote, si importar su rango, frente a un
criado, podría resultar peligroso. Isabel comprendía que no existía en el mundo
nada tan peligroso como el fanatismo religioso.

Caminó bordeando el jardín central en dirección a la cocina. Habían Ahí dos


accesos que le serian útiles; por un lado la habitación de Cordelia, y por el otro,
la puerta de la leña. Vio a través del umbral que su hermano ya la esperaba, y
también vio al llegar que Cordelia, esa niña desgraciada y desagradable, no
estaba. No tuvo más alternativa que dirigirse en silencio a la puerta, que para su
suerte, se habría tan solo retirando un clavo.

Su hermano entró empapado, y herido en un brazo.

— ¡Escúchame!, no te alteres. Algo sucedió y tenemos que irnos.

Gotas de sangre cayeron al suelo. Isabel estaba horrorizada. En el fondo, esa


también era su sangre, pues marcos era su hermano. Antes de ser siquiera capaz
de reaccionar, fue llevada por él afuera de la casa. Ambos se escondieron en
medio del monte que se habría camino al río, monte que su esposo conservaba
para esa finalidad. Isabel fue lo suficientemente inteligente como para guardar
silencio y esperar, pero no paraba de observar la herida de su hermano, su
creciente debilidad. Vio, desde la oscuridad, como varios hombres entraban a
su casa, armados y guiados por su antigua Criada. El miedo le impidió sentir
odio con cabalidad, hacia esa niña infame, hacia aquellos invasores. Mientras
huían, escucharon los gritos de sus perseguidores, escucharon los muebles
romperse y escucharon las órdenes del hombre majestuoso y frío que guiaba
aquella horda.

— ¡Tráiganla viva!, necesitamos interrogarla.

Pero antes de que pudiera voltearse a buscar un rostro, fue jalada por su
hermano hacia el monte. Los campesinos guiados por el jinete se adentraron
tras ellos. Escucharon con terror como algunos disparaban contra la oscuridad.
Su ropa, que no era otra cosa que un largo camisón pijama, estaba empapada.
Su cuerpo temblaba pero no paraba de correr. La debilidad de un pronto parto

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se había esfumado. El miedo que le producía la posibilidad de caer en desgracia
era más fuerte que su prevención, que su cansancio.

—Espera un instante— le dijo a su hermano— ¿hacia donde vamos?

— Necesitamos salir de aquí.

— Lo entiendo, pero ¿hacia donde?…

No pudo terminar la frase. Una bala por poco y destruye su quijada.

Guardaron silencio. Se agacharon tras unos matorrales. Marcos tomó la


mano de su hermana y la condujo a través del monte. No paso mucho tiempo
para que entendiera que no iban a ninguna parte. Huían, sin meditación, sin
rumbo fijo. La adrenalina dejó paso al miedo y al dolor. Estaba agotada. En su
cintura había un dolor punzante que la desesperaba, como una aguja, como un
desgarre. No había luna. Aún llovía. El poco aire que lograba recoger no era
suficiente. La carga de su enorme vientre presionaba su espalda y aplastaba sus
pulmones. Pensó delicadamente. Estaba demasiado cansada para pedir
explicaciones.

Huir de aquella forma le trajo muchos recuerdos de infancia, y en ellos era


ella la que llevaba a su hermano, tan pequeño, tan frágil. En ese entonces Isabel
no entendía muy bien la guerra, pero de algo estaba segura; era necesario huir.
Había escuchado entre susurros los crímenes de los cazadores de liberales en las
reuniones de sus padres. Lo había escuchado en la plaza de mercado, y con los
niños en la escuela. En multitud de ocasiones le habían tapado la cara al pasar
por un camino debido a los muertos arrojados y mutilados. Algo, repugnante y
terrible, se había grabado en su memoria; el olor de la carne humana, la odiosa
sensación de putrefacción.

Ahora estaba ahí, a su lado. El pequeño Marcos, la criatura inocente que


antes defendía, ahora, herido, era quien la defendía a ella. Con una piel morena
por el sol y unos profundos ojos cafés, respiraba difícilmente, pero se mostraba
fuerte, como un toro, como un salvaje. Fuerte, si, algo idiota, inocente por
omisión y valiente como un soldado. El hombrecito, su hombrecito, el que
siempre, sin importar las circunstancias, la haría sentir orgullosa. Con él, a
pesar de todo, se sentía segura. Sabia que la defendería del mismo modo que
ella lo defendió en su infancia.

Caminaron toda la noche. Se ocultaron a la menor presencia. Temían salir a


una carretera. Los pajarracos estaban al asecho. En los caminos se escuchaban
caballos y huían silenciosos y asustados, asfixiados y débiles, sin importar si
eran amigos o enemigos, sin preguntárselo siquiera.

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—Mataron al Tío Alfredo—dijo Marcos, con las manos en las rodillas,
tratando de respirar. Lo dijo con frialdad, sin comprenderlo, como quien
menciona algo sobre el clima. Isabel sintió que sus piernas temblaban

— ¿Cómo paso?

— Veníamos para acá con algo de anticipación, y un grupo nos salió en la


carretera. Eran, según dijeron, militares. Nos pidieron papeles. El tío se los
mostró, y ellos lo llevaron a donde su superior. Cuando escuchamos el tiro y lo
vimos caer, nosotros disparamos también. Los demás murieron; solo yo
sobreviví

— ¿Pero estaba muerto?

—No lo se, no lo sé, ¡no lo sé! —Gritó Marcos, y luego lloró con timidez,
mientras sus labios temblaban. Su llanto era negligente. Aquel era un hombre
poco acostumbrado a las lagrimas— Quizás lo esté. No lo sé. Como te digo solo
lo vi caer, con su camisa blanca empapada en sangre, con su expresión de
asombro intacta en el rostro.

Isabel quería llorar, con todas sus fuerzas. Solo un poco, para aliviar su
angustia. Lo habría hecho en otras circunstancias, pero ahora no se permitiría
desfallecer. “Fortaleza” se dijo, pero no pudo convencerse de ello como lo
deseaba. Debía darle fortaleza a su hermano. Se arrojó a sus brazos. Lo abrazó
con fuerza, por un largo rato, pero aunque sintió que aquel era el momento
propicio para desahogarse, no logró llorar. Pensó en que jamás vería de nuevo a
su tío favorito, aquel que siempre la había tratado con dulzura, incluso ahora,
casada y casi madre. El llanto de su hermano invadió el silencio, interrumpido
tan solo por el dulce sonido de la llovizna.

—Vámonos—dijo al oído de su hermano. — casi amanece.

— ¿A donde? — Preguntó Marcos, limpiando las lágrimas de su rostro.

— Tranquilo. Tengo una comadre por aquí cerca.

El amanecer fue benigno y mostró un sendero conocido, demasiado inclinado


para que los campesinos de la diócesis decidieran tomarlo a caballo. La niebla
los disfrazaba, y en la distancia, aquel camisón sucio y húmedo ya, parecía solo
una alucinación etérea. Hacia frío. Con la tranquilidad vino el sueño que
debilitó su estado de alerta. Pensó en su esposo, en su tío, en su lastimado hijo;
quizás todos estaban muertos ya. Esa era la guerra silenciosa, el terror. Los
árboles empezaron a danzar al ritmo del viento, y el susurro de las hojas, cada
vez más fuerte, la adormecían. Una paz inquietante invadió su corazón. Tuvo
un amargo presentimiento que no alcanzó a definir, y por eso, tan solo puso

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aun más energía en su caminar. Notó entonces que la debilidad de su hermano
era cada vez más grande, más evidente en su aspecto.

En la distancia, junto al camino, vio la casa de su amiga Carmen. Sintió una


alegría indefinible; la idea de secarse, de acariciar tranquilamente su estomago,
de apoderarse de una cama y de ropa limpia, de remediar su hambre; no pudo
evitar sonreír. Aquella sonrisa desapareció cuando vio el rostro de su hermano.
El desfallecía. Caminaba como halado por el viento.

—No te preocupes; estamos a punto de llegar—murmuró

Con sorpresa, se percató de que la casa estaba en silencio. Allí,


anteriormente, solían vivir muchas personas. Marcos rompió el vidrio de la
puerta y forzó la cerradura. La sala estaba vacía, casi desierta. Un escalofrío
heló la espalda de Isabel, quiso marcharse, pero se contuvo. Escuchó un canto.
Venia de la cocina y era la voz de su amiga Carmen. Cantaba como lo hacen las
mujeres de la región al preparar una sopa, ese canto que acompaña el tiempo
infinito frente a la cocina, cantaba de manera triste, melodiosa. Aquel timbre era
inconfundible. Indudablemente era ella. Era un canto que profundizaba la
sensación de angustia. Quizás los pajarracos habían atacado aquí primero.
Ansiosa, busco la cocina.

Carmen cortaba carne. Danzaba al ritmo lúgubre de su voz, y estaba, de


espaldas, trabajando delicadamente sobre la tabla de picar. Había manchas de
sangre bajo sus pies. Un chal cubría su cabeza, y su ropa estaba sucia. A pesar
de los llamados de Isabel, no respondió, actuaba como si estuviese sorda, como
si decidiera ignorarla. Marcos se había quedado sentado en la sala, en un viejo
sillón. Su palidez era infinita, espectral. La cocina olía a sancocho y a carne
fresca, y por un segundo fugaz, Isabel sintió un escalofrío, recordó sus terribles
presentimientos. Quiso, de nuevo, huir, pero deseaba como nada sentirse
segura. Quiso disipar en una presencia amiga sus malas impresiones. Así que se
animó a tocar el hombro de su amiga.

Carmen volteó al contacto, y dejo ver su rostro, mutilado con crueldad. Sus
ojos habían sido arrancados, y numerosas cortaduras y llagas le cruzaban la
piel. Pese a ello, debajo de su carne y de sus numerosas amputaciones,
continuaba cantando con tranquilidad, pero había algo gangoso en su
murmullo, un sonido que parecía subterráneo. Su voz, salida de unos labios
despedazados y sangrantes, se hizo aterradora. El volumen aumentó hasta casi
convertirse en un grito. Parecía insensible al horror de Isabel. Un solo segundo
estuvo frente a ella, y luego, sin dejar de cantar, volteó su cuerpo, continuó su
trabajo sobre la tabla de picar y siguió cantando, tan tranquila, tan
imperturbable como antes.

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Al ver aquel rostro Isabel comprendió que estaba frente a la muerte. Había
huido de los pajarracos con éxito, pero no había conseguido librarse de aquella
visión. Cansada, incapaz de dar un paso más para huir, vio como su camisón,
en el área de su entrepierna, se teñía de rojo. Embriagada de resignación, liberó
su cuerpo para desentenderse de la vida, y ya en el suelo, al ritmo del canto
lúgubre de su amiga Carmen, se dejó dormir.

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Gallinazos y Liberación.

Don Arsenio me trae sutiles recuerdos. La mano temblorosa y la carne


quemada son símbolos de su existencia. Su vida fue desgraciada, como la de
todos los aquí presentes, pero un final como el suyo, tan pintoresco y macabro,
merece en si un buen intento de historia. Su muerte causó en la gente el
desgano y el desprecio que pocas personas han merecido. Por eso lo recuerdo
con nostalgia, con un pesar distante, carente de compromiso. Ahora, luego de
tantos años, la repugnancia le da algo de aire a la compasión e incluso lamento
el destino que se fabrico a si mismo, y sobre todo, la terquedad con la que
sobrellevó sus equivocaciones. Don Arsenio era realmente, y con orgullo, un
hombre testarudo y egoísta.

Era fácil reconocerle; viejo, arrugado, cabizbajo, nervioso, de mirada tímida,


actitud sospechosa y modales silenciosos, deambulaba por todo el pueblo sin
saludar a nadie. Poco supe de su historia antes de mi nacimiento, salvo su
soltería infranqueable y su excesivo apego por el dinero. En el pueblo se le
conocía como un prestamista moderado, extremadamente avaro, que no perdía
oportunidad para granjearse un deudor. Creo que lo conocí desde siempre,
pues mi mamá solía endeudarse con él constantemente. A veces venia aquí por
una taza de café, y aprovechaba para cenar a cuestas de nosotros. Otras veces
reunía monedas de la más baja denominación y venia a la tienda de mi abuela
por un cigarrillo. Cuando pasaba el dinero, sus manos temblaban.

— ¿si le duele tanto gastar la plata, por que no deja de fumar? — Solía decirle
mi abuela.

Él respondía con un gesto de reproche, mientras su rostro, siempre nervioso,


se adentraba en la paz de la nicotina. Su olor era el de un sudor rancio, incisivo.

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Yo no soportaba estar a su lado, y mi madre desconfiaba de su efusividad para
con los niños. Jamás se le conoció un lío amoroso, ni siquiera una amante.
Algunos lo juzgaban homosexual y otros un pedófilo en potencia, pero nadie
decía nada. Todos, de alguno u otro modo, debíamos su dinero, y el dinero en
aquel lugar estaba siempre por encima de todo, incluidas nuestras palabras,
incluida nuestra infrecuente y desparramada dignidad.

Un día, armado de escalera, cableado y pinzas, decidió robar televisión por


cable, pues no tenía intenciones de seguir pagándola. A duras penas y gastaba
dinero en comida. El suyo era un televisor viejo, que jamás vi
encendido. Aquella noche, los vecinos afirmaron que perdió su acostumbrada
timidez y se comportó como un gato callejero en el tejado. Por primera vez
temerario, por primera vez loco, no tuvo reparo en colgarse, romper, perforar el
cableado, arriesgar su vida, pero cometió un error de cálculo y al pinchar los
cables estrelló su cuerpo contra las cuerdas de energía eléctrica, dejando al
barrio entero sin electricidad. Nadie dijo nada por que todos le debían dinero.
Desde mucho antes había comprado así su silencio. Incluso la policía omitió el
respectivo procedimiento. Don Arsenio no sufrió ninguna quemadura, porque
no tenía contacto con el suelo. Pero en su mirada se reconocía el gesto inevitable
de quien no ha aprendido la lección.

Así que al día siguiente intentó de nuevo su “crimen inocente”, como lo


calificó el comisario municipal de policía. Esta vez consiguió una escalera mas
segura, que ató a las cuerdas que creyó desconectadas. Se equivocaba. Ya
arriba, accidentalmente, toco una, y la energía lo arrojó contra el vacío,
mientras su cuello, sin saber como, se enredó en el cable de la televisión. Murió
ahorcado.

Lo extraño es verlo ahí (recordarlo) mientras el pueblo entero ignoraba su


muerte, su descomposición, e ignoraba a los gallinazos que se arrimaron junto
a su cadáver buscando un buen trozo de carne humana. Todos siguieron, por
muchos días, ignorando su crimen, ignorando su muerte, pues tan
acostumbrados estaban a guardar silencio frente al dinero que no quisieron
molestarse y evidenciar lo que aquel viejo había hecho. Pero el mal olor
aumentó, y con el tiempo se hizo insoportable. Así que decidieron bajarlo varios
días después, pero sólo porque ya estaban asqueados por la hinchazón y los
gallinazos. Lo quemaron, liberados, en el centro del pueblo; la gente bailó y
danzó alrededor del fuego. Utilizaron para encender las llamas, miles de letras,
contratos de deuda, miles de pagarés que ya no tenían ningún sentido.

Era tanto dinero, era tanto el papel, que el fuego duró toda la noche.

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Apocalipsis.

Bajé del autobús y encontré la estación desierta.

El conductor cerró la puerta de su vehículo tras de mi y se apresuró a partir.


Aquel era un día lluvioso de noviembre. El viento era cálido a pesar de las
gruesas partículas de agua que arrastraba en todas direcciones. Algo en el
ambiente traía el pesado olor del asfalto sobrecalentado por un sol reciente, y
quizás por ello me sentí asfixiado. Era como si el aire apretara con dureza mi
garganta.

Atrapados en las corrientes de aire, algunos trozos de basura recorrían los


pasillos deshabitados, como indecisos viajeros fantasmales. Busqué el mapa de
las rutas en mi bolsillo. Debía cruzar la edificación para tomar el siguiente
autobús. No fue difícil pues como ya dije, la estación estaba desierta. El silencio
era tan ensordecedor que llegué a pensar que toda la ciudad había sido
evacuada, pero no era así. Los edificios a mi alrededor parecían cavernas
oscuras y roídas, y de ellos, gente nerviosa y escurridiza buscaba refugio con
pasos torpes y rápidos. Eran sin embargo muy pocos los seres humanos a la
vista, y terminé sintiendo nostalgia por la antigua vitalidad ponzoñosa de
aquella ciudad. Las personas carecían ya de su antigua apariencia mecánica y
grave. Parecían ratas huyendo de la luz del día.

Pese a la impresión inicial ni siquiera estaba solo en la estación. Escuché una


voz tras de mí

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—es un error que usted venga a este lugar. Todos desean irse.

Me hablaba un viejo policía, oculto tras las escaleras. Se inyectaba algo en su


brazo derecho. Era exageradamente viejo, de apariencia débil.

— Lo sé— me limité a responder— yo sólo vengo a buscar a mi abuelo.

— no creo que su abuelo siga con vida, y si lo hace, no creo que este aquí.

Vi como sus ojos se nublaban, y descendían enfermizamente.

—lo esta, no se preocupe—respondí con sequedad— El nunca se iría de este


lugar.

Esperé media hora junto a la señal del autobús. El viejo durmió pesadamente
a algunos metros de mí.

—ningún autobús esta ya en servicio—dijo al despertar, levantándose y


colocando su mano arrugada sobre mi hombro—los conductores, que no son
idiotas, se han ido, llevándose a sus familias.

—Caminaré entonces—respondí en voz media, despidiéndome del anciano


con la mano derecha.

Tome una avenida repleta de basura, que apestaba a putrefacción. Algunos


perros roían trozos de un cadáver. Las aves de rapiña dominaban el lugar. Eran
miles. Observaban mis movimientos con lacónica paciencia y no se asustaban
con mis pasos. “Por fin comprendieron que el mundo les pertenece” pensé. O
quizás estaban demasiado llenas para volar espantadas. Si me atacarán me
destrozarían en seguida; eran demasiadas, pero no lo hicieron. Cruzando el
parque—que era la frontera de su territorio—concluí que daba lo mismo
desaparecer ahí que en cualquier parte. La hierba del parque tenía un tamaño
desproporcionado, y los árboles habían caído. Otros perros devoraban los
cadáveres de algunos niños muertos en los juegos. Sentí una incontrolable
sensación de asco y vomité junto a la acera. No pude evitarlo, lo hice con todas
mis fuerzas.

La calle empezó a hacerse estrecha y conocida. La biblioteca estaba


particularmente intacta. Al fondo una casa de tonos cafés parecía flotar en
medio de una vegetación maltratada. Era la casa de mi abuelo. El cielo
empezaba a despejarse y ya la lluvia arremetía contra el mundo con menos
violencia. Los colores del jardín me conmovieron. Me sentí un poco más
animado.

Llamé a la puerta.

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—Sabia que llegarías—dijo mi abuelo, con la energía que lo caracteriza—
pasa, entra, sécate y ponte cómodo.

Él me paso una toalla grande, con bordados peruanos y regresó a la cocina.

— te gustará el estofado de pollo, ¿sabes que hora es?

— las tres treinta.

Ojeé los retratos familiares. Todo parecía como de costumbre. El olor a


estofado poco a poco embargó la habitación y sentí hambre. La fotografía de la
abuela y de la tía Carmen estaba, como de costumbre, sobre la mesa de estar.

— Ven, toma un plato y sírvete. Yo voy a la terraza. Trae el ajedrez contigo.

Hice lo que me dijo. Tome un plato y serví una porción generosa. Saque una
botella de vino y algunas copas, y me llevé el ajedrez. La terraza estaba
empapada. En los bordes había algunas materas con platas rebosantes de
vitalidad, flores silvestres de todos los colores y tonalidades, que sonreían al
ritmo del viento. Tantos matices enredaban la mirada. Desde arriba, y luego de
la lluvia, el vecindario no se miraba tan desmembrado. Los tonos verdes de la
hierba e incluso el asfalto envejecido parecían revitalizados. El olor ya no
parecía nauseabundo. El cielo empezaba a despejarse. Mi abuelo tenía ya una
mesa y dos sillas dispuestas, que miraban hacia el oriente.

— ¿vez que tenia razón? No debimos confiar nunca en los gobiernos, y mucho
menos en los políticos—dijo mientras acomodaba las fichas blancas en su lado
del tablero.

— Lo sé—respondí con la boca llena de sopa— pero, ¿que podríamos hacer?


Éramos peones solitarios en contra de mayorías.

—a veces me acuso de mediocridad por pensar así. Otros hombres también


fueron peones y sin embargo hicieron algo. Quizás nos sobraba cobardía.

— Lo sé— repetí de nuevo—en los aspectos políticos nunca he sido valiente.

Empezamos a jugar. El estofado estaba delicioso. Mis movimientos fueron


torpes y empecé perdiendo fichas fácilmente. Mi abuelo parecía contrariado.
Trataba de darme movimientos fáciles para atacarlo y complicar las cosas pero
yo los ignoraba.

—Concéntrate— me dijo

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— No puedo—confesé— hay muchas cosas increíbles el día de hoy.
¿Podríamos comer primero? ¿A que horas atacarán?

—A las siete de la noche—dijo encendiendo un habano— Tenemos un palco


de primera. Volvamos a empezar, come y concéntrate. Yo mientras tanto
acomodaré las flores de ahí—dijo señalando las escaleras— parecen un poco
abatidas.

Tomó una regadera y un poco de abono. Su tarea me pareció algo ridícula.


Termine mi estofado con entusiasmo, y me senté a mirar la puesta del sol.

— ¿aun sigues siendo demócrata? —preguntó el viejo con una sonrisa.

— Mas que nunca— respondí— si vas a refunfuñar te advierto que creo que
este gobierno nunca fue una democracia. Fue una dictadura populista.

— ¡va! Sigues siendo tonto. Toda esa utopía llamada democracia no fue más
que una artimaña engaña bobos. Estas a punto de morir y aun no reflexionas

—Si lo hago—me defendí mientras perseguía a su alfil— Pero creo que nos
han engañado, eso es todo. La existencia de un engaño, de algún modo, nos
hace inocentes de lo ocurrido.

—Intentamos darle un sistema de seres racionales a bárbaros ignorantes—dijo


mi abuelo mientras devoraba a mi reina— y ellos lo desbarataron. Lo
manipularon, lo deshicieron. Manosearon la razón y lo destrozaron todo. Creer
que el hombre era una criatura racional fue una omisión inocente y cretina de la
filosofía. ¿Sabes? Pero no puedes culpar a la humanidad sin culparte a ti mismo.
De este naufragio todos somos culpables. Ahora ese orgulloso ser racional
destruirá lo único que queda del mundo; los escombros.

— bueno, si sobrevivimos o si nuestras almas reencarnan—dije mientras


mataba su caballo— habremos aprendido la lección. En mi caso, estoy seguro
que la única forma de rescatar una sociedad es a través del conocimiento. Soy
Espinosista hasta la medula en cuestiones políticas, así que siempre creeré en la
democracia. Por suerte, en la practica soy un desvergonzado anarquista, como
tu.

—Eistein y heinsenberg mataron a Spinoza, y se tragaron su cadáver— dijo al


fin, con una sonrisa— no hay otras vidas, de eso estoy seguro. Seria absurdo.
No quiero vivir de nuevo, quiero descansar. Estoy seguro de que si vivo una
vez más, se me da otra vez por querer salvar a lo insalvable. Y no, no lo
soportaría. Ni siquiera olvidándolo todo lo soportaría. Las flores se salvarán, te
lo aseguro. Serán un legado de mi parte a los seres del futuro. Espero que la

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naturaleza comprenda su error y no vuelva a inventar seres inteligentes. Y si
aparecen, ojala comprenderán su inutilidad y realicen un suicidio colectivo.

—Jaque—dije.

— ¿cuantas veces habrás matado al mismo rey?

—sospecho que no las suficientes.

— ¿será el mismo rey o será otro? —Pregunto mi abuelo, acercando su copa


de vino a la boca.

—nunca se matan suficientes reyes en una vida—dije mientras bebía un poco


de vino— Debimos matar más, y debimos matarlos más rápidamente. Me siento
un poco mareado.

— es el aire; esta viciado—reconoció mi abuelo, arrugando su rostro— Mate.

El cielo empezó a teñirse de rojo. Miramos hacia arriba; no había nada.

— Las estrellas han desaparecido— noté.

—quizás fueron una ilusión, como la democracia—respondió mi abuelo con


una sonrisa. — ¿Lo has comprendido? ¿Has aprendido algo?

— ¿para que diablos quiero aprender algo ahora, o comprender algo? Voy a
morir. No podré practicar nada. Y si existe otra vida…

Me interrumpió una explosión. El cielo empezó a incendiarse. El rugido del


fuego llegaba desde el horizonte, como una tormenta abominable.

— para que no desaparezcas sintiéndote idiota, debes comprender por que


vamos a morir. —Dijo, con la sonrisa de siempre, mientras llenaba de nuevo su
copa de vino— ¿Pero sabes? Empecé a preocuparme, ¿que pasará si existe otra
vida? Estaríamos condenados. Repetiríamos todo este desastre una vez más.
Seriamos los seres más estúpidos del universo. Oscar, lo peor que nos podría
pasar ahora es que todo no acabe con la muerte.

Fue lo último que escuché. Luego, todo fue oscuridad.

18
La Madre Leche

Escuché la historia en uno de mis escasos viajes al sur del país. Retazos y
desfiguraciones habían llegado a mí durante la infancia, pero esta versión—
contada por la protagonista, que desmiente el papel de victima— luce un tanto
menos imposible que las narraciones nocturnas de mi abuelo. Desde luego, no
alcanza a ser del todo ficticia; Matilde cuenta ya los ochenta y ocho años, y pese
a lo que mi escepticismo consideró evidente, al conversar demostró una astuta y
brillante lucidez. Es viuda; pese a ello no se considera afortunada. Estuvo a
punto de desnudar sus senos y mostrarme las cicatrices que le dejó la pitón
pero le aclaré que no serian necesarias pruebas graficas para mi historia; yo le
creía. Y de hecho, mi interés era la historia, no la fiabilidad. Ante su replica, le
dije “solo soy un muchacho que gusta de las viejas narraciones orales, no soy un
periodista.” Ella sonrió. Luego sabré que me tildó de tímido.

Ocurrió justo después del nacimiento de Marcos, su primer hijo. Hoy hombre
maduro y de familia, que trabaja como mayordomo en una hacienda vecina. En
los años cincuenta ella y su esposo administraban sus tierras al sur de un
pueblo cuyo nombre no es importante recordar. Se dedicaban a la ganadería, y
a la agricultura minifundista. Eran honrados como todos los campesinos de
aquella época, que por religiosidad o por inocencia creían arrinconar sus
propios pecados en la más puritana honestidad. Ella tenía para entonces
veintitrés años, y era hermosa; muchos hombres la habían codiciado, pero quien
se había llevado su mano se llamaba Tulio Puentes, y era el hijo mayor del
alcalde. En aquella época lo que mujeres como Matilde comprendían que el
amor era resultado de un escrupuloso sometimiento femenino, así que una
campesina se sabría afortunada si su esposo solo era calificado de ebrio. Bajo
ese parámetro Tulio era un excelente hombre. Matilde, satisfecha con el tiempo

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por una vida cómoda, se consideró enamorada. Tulio tenía sus tierras, que eran
extensas pero no abarcaban la vista, y también tenía trabajadores dedicados y
fieles. Sus tierras eran fértiles. Su ganado era gordo y saludable. Una parte de
sus prados estaban cubiertos de bosque. Pero en un mes de Junio, ante la sequía
y la escasez de pasto, tulio decidió desaparecer aquellos árboles. El proceso
tardaría un par de meses. Al pedir ayuda a sus vecinos, algunos campesinos
alegaron viejas supersticiones pero Tulio, creyéndose progresista, hizo caso
omiso a las advertencias. Su finca necesitaba rentabilidad. El bosque era
demasiado hermético y no permitía el pastoreo. Las fuertes lluvias detuvieron,
por algunas semanas, sus ambiciones de progreso; como el agua volvió
reconsideró sus planes, e incluso, cautivado por la belleza de paisaje, estuvo a
punto de retractarse. Sentado desde el pasillo frente su casa, observando el
atardecer, descubría cada tarde que aquella era una vista placentera; un bosque
denso detenido en medio de la pradera, que se curvaba con los vientos del
temporal, y a veces arrojaba lluvias de hojas sobre los potreros cercanos. Un
bosque con cientos de árboles, de especies diferentes, que se abrazaban
mutuamente, como niños atemorizados, como espantando el frío de la noche,
como deteniendo la noche entre la espesa oscuridad dentro de ellos. Con el
agua la tierra volvió a teñirse de vida, el pasto creció saludable y tierno, las
cosechas fueron fructíferas, pero la idea de expandir los terrenos dedicados a la
ganadería no desaparecía de la mente de Tulio. Decidido ya a aumentar su
capital, planificó el corte del bosque para la siguiente temporada seca. La
misma Matilde, atemorizada por las advertencias de los campesinos, trató de
disuadirle. Pero sólo el dinero habría hecho que aquel hombre cambiase de
opinión. Durante varias noches había hecho un plano de sus tierras, y revisó
cuanto terreno era inútil por el bosque. A su juicio era un porcentaje demasiado
alto. Por eso tratar de convencerle era inútil. El dinero y la rentabilidad de sus
tierras era un argumento implacable que lo opacaba todo.

Actúo guiado por sus instintos. Comenzó los trabajos una vez reunió el
personal necesario. El mismo se armó de un Serrucho y lideró a sus
trabajadores. Dos hombres murieron en el proceso, pero Tulio se sintió
satisfecho al notar que había ganado bastante con la madera. Sin embargo, el
prado arrancado al bosque resultó inservible; pronto y con las lluvias se
trasformó en un pantano espeso y pesado, que carecía de agua potable y tierra
firme. Los campesinos hablaron por primera vez de la pitón cuando las reces
empezaron a morir. Sus explicaciones eran vagas; la pitón se alimentaba de la
leche de los árboles y de los pequeños roedores, pero al morir el bosque solo
encontró la leche vacuna. Algunos creían su cuerpo interminable; otros se
resignaban a reconocerle cinco metros, otros le otorgaban diez. Lo cierto es que
las reces no desaparecían inmediatamente; antes morían sus crías, y luego
morían las madres, consumidas por una enfermiza delgadez, y por las marcas
de muchos e interminables dientes que destrozaban sus ubres. Las vacas
siempre estaban secas; las crías morían de hambre. Cuando el numero de reces
perdidas fue nueve el pantano empezó a expandirse, a moler la tierra y a

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convertirla en fango, a borrar la pradera y desaparecer las cosechas. Entonces
Tulio observó la Pitón.

Era, según su descripción, de unos quince metros de longitud, y poseía un


hermoso color escarlata, salpicado de negro y de tonos arco iris. Las vacas le
prestaban su ubre y le permitían alimentarse sin la menor protesta, y era casi
visible como la serpiente devoraba sus vidas con dolorosa lentitud. Los
campesinos inmediatamente la relacionaron con un diablo legendario
proveniente de tierras semitas. Tulio, ante la imagen grabada en su cabeza, no
tuvo más remedio que corroborar la versión.
Aquel pantano se hizo un asunto público. Los prácticos consiguieron carretas y
arrojaron bultos y bultos de arena que la profundidad devoró
interminablemente. El agua vendita desaparecía y se unía al fango,
desconociendo la potestad casi divina del señor obispo. El pantano se mofaba
de la autoridad, y también desconocía la extensión. Con el tiempo devoró la
finca del Señor Tulio, y empezó a amenazar toda la vereda.

Matilde tenía seis meses de embarazo cuando Tulio decidió acabar con el
bosque. Al desaparecer la hacienda su pequeño contaba con cuatro meses;
Matilde, angustiada, se refugio donde los Cabrera, que tenían un terreno
abierto y eran vecinos, mientras Tulio insistía como los demás vecinos en
encontrar un modo de matar la serpiente y cerrar la expansión del pantano. Su
primer intento tuvo un éxito moderado; alejaron todas las reces varios
kilómetros a la redonda. Ambos demonios, aprisionados, desaparecieron por
un mes. Así creyeron remediar un problema. Creyeron que la serpiente moriría
de hambre, pero se equivocaban.

Matilde soñó con la serpiente un día después del bautizo de su hijo. La soñó
frente a ella, erguida y reflexiva; era una criatura sabia y antigua como la tierra
misma. Su voz era somnolienta y nostálgica. Luego de presentarse, con unos
muy finos modales, la serpiente le contó la historia de un río traslucido y
dorado cubierto por los rayos de sol y bendecido por un universo de peses de
colores, que danzaban al vaivén de la corriente. Le hablo de un bosque
interminable, que resguardaba a miles de animales, y le habló de una lluvia de
mariposas verdes, que se ocultan en los árboles, y que huyen del hombre
escondidas en el viento. También le habló de un pantano sagrado y de la tumba
de viejas matriarcas, que protegían el equilibrio entre lo estéril y lo verde, entre
lo sagrado y lo humano. Equilibrio que su esposo Tulio había destruido. Y ella
solo era una protectora. Antes los árboles le daban alimento, pero ahora, moría
de hambre, y por eso, finalmente, le suplicó comprensión y abrigo. Matilde
sintió compasión y sin titubear le presto su pecho; por alguna razón sintió que
la serpiente parecía más sedienta de amor que de comida. Matilde sintió su
miedo. Al sentirlo sintió repugnancia de su esposo, y de todos los hombres que
le acompañaban, pero no comprendió aquellos sentimientos, solo se limitó a
dejarse llevar, mientras su vida se extinguía lentamente. Acarició, entre sus

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sueños, la cabeza de la serpiente. Amaneció enferma, con fiebre, pero
embriagada de tranquilidad. Ocultó las marcas de su pecho y se negó a recibir
medicinas, pero trató de comer lo mejor que pudo. En la tarde se levanto de la
cama, pese a la resistencia de las criadas. Guardó en su habitación dos canecas
de leche fresca. También algunas carnes, y algunas frutas. Pidió implícitamente
que le dejaran dormir sola. Soñó de nuevo con la serpiente, que lucia un poco
más fuerte, y su voz era más vital; venia a buscarle con algo de timidez. Le
explico algo que Matilde ya sabia; al alimentarla, tal y como sucedió con
aquellas vacas, la estaba matando, y se sentía avergonzada. No podía
abandonar el pantano. Estaba condenada a protegerlo por toda la eternidad.
Matilde le ofreció la leche en las cantinas pero la repudió, argumentando que
por ser una criatura de sangre fría, necesitaba leche tibia. Entonces Matilde le
prestó su pecho de nuevo. Decidió, mientras le alimentaba, preguntarle por el
pantano, y la manera de detenerlo. La Serpiente le dijo que ella y el pantano
eran seres individuales, distantes, y que desconocía la razón por la cual este
crecía de manera incontrolable. Matilde pensó en decirle que desde que los
hombres habían apartado las vacas de su alcance el pantano se detuvo pero
desitió; si la serpiente le ocultaba, o desconocía aquel detalle, seria por una
buena razón. Le pregunto su nombre pero la serpiente guardo silencio. No tenía
nombre. Argumentó que los nombres son creaciones humanas, vejaciones de la
individualidad, pero que en la naturaleza, los seres concientes se sentían e
identificaban como parte de un todo, un todo sin identidad y memoria. Ella era
la naturaleza, así como también lo eran las demás criaturas, incluida Matilde,
incluido tulio. Matilde insistió en darle un nombre.

—Te llamarás Gabriela, como mi madre.

—Es un bonito nombre— dijo la serpiente, mientras se marchaba en dirección al


pantano.

Pero antes de desaparecer recordó, con aires de pesar

—Todo lo que vez, hace muchos años, estaba inundado por el agua. Todas estas
tierras eran una laguna. Los antiguos pobladores me decían Tumah, nombre
impersonal que significa espíritu protector. Como ahora estoy débil, y tú me
proteges, yo debería llamarte así.

A Matilde Tumah le pareció un bonito nombre. A la mañana siguiente fue


incapaz de levantarse. Durante la noche una de las criadas había visto a la
serpiente, el largo y húmedo cuerpo, deslizarse por los pasillos, y por aquella
idea, todos los criados estaban aterrados. El rumor llegó a los oídos de Tulio. La
más vieja de las mujeres, luego del almuerzo, llamo a su patrón a la cocina.

—Es posible—dijo—que la enfermedad de la señora esté relacionada con la


visita de la serpiente. Dígale que le deje ver sus pechos.

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Tulio se sobresaltó.
—Insístale—aseguró—por que tal vez se niegue, pero debe obligarla.
La anciana lo acompañó a la habitación. Matilde estaba tan pálida, tan delgada,
que parecía muerta. Tulio le pidió, en principio con dulzura,
—déjame ver tus senos
Pero Matilde se opuso con todas sus fuerzas. Sin embargo su resistencia no fue
suficiente. Tulio llamó a las demás criadas, que sujetaron con fuerza sus brazos
y piernas, mientras la anciana desnudaba su pecho, y se horrorizaba con las
heridas. Todos sintieron un escalofrío. Matilde tenía los senos casi destrozados.

Esa noche tulio engaño a Matilde, prometiéndole no tomar medidas al respecto


si ella no se lo pedía. Se escondió junto a la puerta, en medio del patio,
acomodado entre las plantas que ella solía cuidar. Tres hombres le
acompañaban. Todos estaban armados de hachas y machetes. Tenían miedo. La
anciana les había dejado claro que solo tenían una oportunidad, un solo intento
para cortar la cabeza de la madre leche. Si fallaban, morirían, y moriría Matilde.
Tulio amaba a su esposa, de una manera ordinal. No deseaba perderla. Había
sido con él una buena mujer. Así que decidió correr el riesgo. A media noche
apareció la serpiente, reflejando en sus escamas la luz de la luna. Sus
compañeros se paralizaron. Matilde la esperaba, con dos baldes de leche tibia,
que la serpiente de nuevo rechazó. El silencio era absoluto. El viento había
cesado. Matilde de nuevo levanto su pijama para permitir que la serpiente
bebiera su leche materna. Su rostro no demostraba el más mínimo sufrimiento.
Tulio sabía que era el momento, pero sus nervios no reaccionaban, sus pies
estaban helados, y sus nervios hechos trizas. Sin embargo, se arrojó contra la
serpiente, con torpeza. Su machete se estrelló una vez contra las escamas, sin
lastimarla, pero volvió a golpear con toda la fuerza de sus brazos. Esta vez
penetró la carne de la criatura, que se volteó hacia él de manera amenazante.
Trató de atacarlo, pero fue detenida por un segundo golpe, hecho por uno de
los trabajadores, esta vez de hacha, que separó la cabeza de su cuerpo. Matilde
estaba en shock. La serpiente sangraba leche; Matilde tardó algunos instantes
en reponerse. Luego, y de choque, sintió tristeza, una infinita, un desgarro
profundo dentro de ella, y por primera vez sintió el dolor de sus senos
destrozados. Su rostro se deshizo en llanto. Se arrodillo junto al cuerpo de la
serpiente, y acarició la cabeza cortada. Lloró y sufrió como si quien muriese
fuese un hijo suyo. Entonces odió a Tulio. Por ello nunca más en su vida le
dirigiría la palabra.

Luego de la muerte de la madre leche el pantano también murió. Murieron los


pastizales. Las aves huyeron. Todas las vacas de la región perecieron de hambre
y sed. Las quebradas se secaron. La finca se convirtió en el desierto más estéril
jamás visto, pero Tulio estaba satisfecho. Había vencido a la naturaleza. Había
vencido y asesinado a la madre leche.

Aquella es la historia del origen del desierto de la tatacoa.

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Ruido de fondo.

Cuando el reloj marcó las tres la gente dejó de gritar, y luego llegaron los
primeros cinco minutos de silencio en toda la noche. El frío inundó la
habitación. Ana y yo nos apretujamos contra la ventana, para ver mejor el
exterior. ¿Tienes miedo? Me preguntó, con una sonrisa temblorosa, mientras se
ocultaba tras la pared. Sus ojos enrojecidos se habían cansado de llorar. Negué
con la cabeza. Quería ayudarla a tranquilizarse, pero todo mi cuerpo
convulsionaba de miedo. Mis lágrimas aun esperaban su turno para ser
derramadas. Pero no podía ni quería llorar frente a ella, no podía alimentar su
miedo, mucho más poderoso que el mío. Por ella recobré un poco de valentía.
Me asomé a la ventana, dispuesto a cubrirme a la primera señal de peligro, pero
solo descubrí las luces distantes de los bombarderos que se retiraban, y de
algunos helicópteros que vagabundeaban buscando entre los escombros, muy
lejos de nosotros y de nuestro edificio. Una y otra vez se escucharon las ráfagas
desde el aire. Luego arremetía el silencio, persistente y agrietado. Los
helicópteros eran como fantasmas, como Ángeles de la muerte. Sus potentes
luces iluminaban las nubes, creando a su alrededor mantos borrosos de luz y
oscuridad. La sirena de la ciudad aún funcionaba, y sonaba de nuevo. Su voz
era ronca y dolorosa, como el aullido lastimero de un animal condenado a
muerte.

Es el sonido de la sirena lo que erizaba mi piel. Sonó por primera vez cuando
se acercaban los bombarderos. Fue la primera y ultima advertencia.

Ana y yo no llegamos a tiempo a los refugios subterráneos, pero nuestro


edificio, por fortuna, no fue incendiado. Estábamos en el piso más alto.
Pudimos, si hubiésemos querido, verlo todo, pero no tuvimos el coraje de

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hacerlo, y nos ocultamos en mi habitación. Acurrucados bajo la cama
parecíamos niños. Nos abrazamos y temblamos juntos hasta que por fin llegó el
silencio, y sólo cuando el silencio llegó nos animamos a salir, aún aterrados, con
la certeza de que no podíamos huir a ningún lugar, de que muchos no
sobrevivirán a todo aquello, de que tal vez no veríamos el amanecer.

Asomados a la ventana vimos un cielo lechoso manchado de luz rojiza. En el


suelo vimos el fuego de los edificios que seguían incendiándose. Las calles
estaban demarcadas por el dorado cálido y borroso de las llamas. Un montón
de cuerpos estaban tirados en las aceras. El silencio parecía absoluto, y sin
embargo, muy en el fondo, escuché susurros. Por su expresión noté que Ana
también los escuchaba. Hay personas, susurró. La conclusión nos alegró; están
muy bien escondidos entre la oscuridad y el chispoteo de las llamas. Aun
aguardan entre los escombros; aguardan la esperanza, la luz del día. El susurro
viene de todos lados, proviene de todos los labios y apretuja cualquier corazón.
Son cientos, miles. ¿Sobrevivimos? Algo me impulsa a dudarlo, es precisamente
el sonido; es tan aterrador y suplicante que pareciese emergen de los muros,
del fondo de la tierra. Al parecer los sobrevivientes lloran y rezan a la vez. Pero
es normal que las personas estén aterradas. Semejante susurro colectivo
sobrecoge, su fusión con el silencio, ahora inquebrantable, con la sensación
penetrante de frío y soledad, penetra los nervios, los envenena.

Hasta hace unos minutos todo era ruido; las explosiones, los helicópteros, el
estruendo, pero ahora solo quedan las voces que se ocultan, que se lamentan.
Suplican sin saber a quien suplicar. ¿Es natural que toda una ciudad se sepa
abandonada por Dios? Me pregunta Ana. Yo no sé que responderle. Escucho a
las personas que sobrevivieron. Sufren. Sufrimos. Y sin embargo Ana y yo aun
conservamos esperanzas. Viviremos, le digo, casi en vos alta, pero una vez
aquella palabra es arrojada al vacío, cambia de significado, y termino sintiendo
que todo lo que diga a la final será inútil y superficial.

El silencio comprime mi pecho, desgarra mis nervios. El silencio se hace cada


vez más y más poderoso. Mi cabeza siente el eco de mis latidos desbordados.
Ana y yo descendemos del edificio buscando los refugios, y descubrimos
decenas de muertos que infestan cada pedazo de suelo en las escaleras del
edificio y la portería. ¿Como murieron? Lo ignoramos. En realidad no nos lo
preguntamos, y no queremos saberlo. A lo lejos, aún el rumor de los
bombarderos estremece el suelo, cada vez más y más quejumbroso. La tierra
tiembla; persiste el recuerdo y el miedo. Un par de horas atrás todo era
diferente. Pero las bombas cayeron. El fuego nació. Los hombres murieron y el
cielo se volvió opaco; las sirenas, gritos distantes que anunciaban la muerte, no
han parado de sonar. O tal vez ya no lo hacen. Ignoro si aun suenan o si su
sonido se congeló en mi memoria. El sonido se hace distante. Es como si yo me
desmayara pausadamente. Es como si perdiera la razón. Pero veo a Ana y
retomo el control de mi mismo. “yo te protegeré” le digo, y ella se aferra a mi

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mano con fuerza, y sonríe, tímidamente, como si en el fondo supiera que me es
imposible cumplir esta promesa, o cualquier otra. Hace frío.

A pesar de que la ciudad entera se incendia el viento es helado.

Junto a nosotros arde una vieja tienda de ropa de etiqueta. El vidrio está roto.
Me acercó a la vitrina exterior y tomo un abrigo que aun cuelga de su maniquí;
no se ha quemado. Con él abrigo a Ana. Ella sonríe y me abraza para disuadir
sus propios temblores. Los susurros persisten. Son cada vez más poderosos. Son
oraciones. Son suplicas que parecen venir de todas partes. No sé si en realidad
los escucho o los imagino. Pero creo que Ana también los escucha. Los susurros
son interrumpidos por una ráfaga de disparos. Hay gritos que no son de dolor;
son de placer. Huimos. Buscamos los susurros, buscamos personas, pero solo
encontramos cadáveres tirados por doquier. Los edificios se incendian. Tras las
llamas se escuchan llantos. De nuevo ignoro si los escucho o los imagino. Le
digo a Ana, para, necesito pensar, necesito respirar, mi mente se nubla, y ella,
sin sorprenderse, se arroja sobre mí, me abraza, y de nuevo, con lágrimas sobre
los ojos, me repite que no me pierda. Su mirada es triste. En sus ojos descubro
que comprende lo evidente; mientras yo finjo protegerla de lo inevitable, es ella
quien me protege a mí de la locura, del pánico, de que devore mi cordura
aquella infinita sensación de irrealidad. Parece bastante fácil volverse loco esta
noche. Ana me besa.

De nuevo sentimos, escuchamos, los susurros. Esta vez parecen más


dolorosos, más cercanos al silencio. En realidad están ocultos tras el silencio.
Son oraciones. Buscamos su dirección. A lo lejos observamos movimientos en el
edificio gubernamental. En su sótano están los refugios antibombas. Le digo a
Ana, con una sonrisa, mi primera sonrisa, hay sobrevivientes. Ella sonríe
también. Es la primera brizna de alegría en aquella tragedia. Ambos corremos
hasta el edificio. La puerta principal esta bloqueada, pero una de las entradas
laterales, que va al parqueadero, está abierta. Entramos. En el edificio aun hay
electricidad, pero las bombillas parpadean. El parqueadero esta vacío e
inundado.

En la distancia se escucha de nuevo la sirena. El aullido. No ha parado de


sonar. Esta vez, tengo la certeza, no la imagino, suena con fuerza, con tristeza, y
rebota en cada muro de la ciudad. Tal vez vuelven. Tal vez han recargado
fuerzas, y vienen a destruir lo que queda de nosotros. Vienen a acabar con
nuestros susurros.

Los susurros vienen del edificio, del fondo, del suelo. En la pared contraria a
la puerta, a unos cien metros, hay una enorme puerta de acero que va al refugio
antibombas. Las oraciones se hacen más y más fuertes. Siento que un escalofrío
recorre mi piel. La sensación de irrealidad lo nubla todo. Los susurros se hacen
más y más fuertes, tanto, que siento el sonido en mis oídos, en mi cabeza.

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Ana camina frente a mí, con prisa. Tan ansiosa como yo, veo en su rostro que
la sobrecogen las esperanzas. La puerta está abierta. Tomo la delantera e
ingreso primero .Lo que veo es realmente sobrecogedor.

Cada centímetro del refugio esta empapado de sangre.

Son cientos de personas. Todas han muerto en posición de oración. Todas


fueron ultimadas a bala. Aquello es una masacre. Nadie ha sobrevivido. En el
sótano no hay nadie. Nadie con vida. Mi voz se quiebra y trato de gritar pero no
puedo. Mi cuerpo entero no para de temblar. A pesar de la muerte los susurros
en aquella habitación son más fuertes. Muertos, aún continúan susurrando,
suplicando, implicando piedad.

Entonces trato de evitar que ana entre a aquella habitación, pero ella no me
permite evitarla. Permanecemos un largo instante allí, observando la
devastación final. Si aquellas personas murieron no hay esperanzas en la
ciudad. Ana, incapaz de comprender, parece consternada, como si hubiese
sentido aquella premonición desde el principio y comprendiera lo que
implicaban mis palabras. Ahora es ella quien toma la decisión fundamental.
Toma mi mano. Huimos buscando algo de ruido en medio de las llamas, en
medio de aquella ciudad en ruinas. Los susurros persisten y aumentan de
volumen. Los susurros dependen del silencio. Los susurros se entierran en la
imaginación a partir del silencio y construyen desde él las palabras que aterran,
las mentiras que siembran la esperanza.

¿Perdimos la razón? Me pregunta ella, temblando, agitada.

Ojala sea así. Respondo, con un susurro, ahogado en ese infinito ruido que
emerge del fondo de todos los edificios.

El cielo ha sido cubierto por el humo. Al parecer no amanecerá. Las voces


que emergen del sótano siguen repitiendo lo mismo, y nosotros huimos,
enterrándonos en la oscuridad de la noche, buscando acallar sus palabras,
buscando paz en el silencio, en cualquier silencio, aguardando sin esperanza el
amanecer.

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La Suicida

A Camila Sánchez Rubio.

La hermética ventana parece flotar en medio de aquella larga y desenfocada


pared de granito. Un cristal amarillento permite observar un indeterminado
fragmento de cielo, que luce blanco y frío, como todos los días en esta ciudad.
Camila observa la ventana, frente a una larga mesa de estudio, rodeada de
varios anaqueles repletos hasta el techo de libros y enciclopedias sobre Arte. En
el pasado acostumbraba a pasar sus tardes leyendo aquellas páginas, y algunas
veces, junto a esa ventana, observaba y dibujaba la ciudad hasta el anochecer.
Frente al edificio hay un largo conjunto de casas antiguas y artificiales; a esta
altura solo sus techos son visibles; tejas de barro cocinado, ladrillos antiguos y
madera, y en el fondo, los edificios de la ciudad. Aquellas casas contradicen el
aire frío y solitario de Bogotá, sustituyéndolo por el sonido acogedor y añejo del
poblado pequeño. A pesar del viento helado, Camila siempre quiso ver esa
ventana abierta, para sacar su cabeza pro ella y observar el amanecer. También
quiso quedarse en las noches dentro aquellas paredes, pero el viejo Carlos,
irrespetuoso con las esperanzas ajenas, nunca olvidó recordarle que debía
marcharse. Sus argumentos eran varios y superficialmente razonables; el sector
luego de determinada hora es peligroso, las reglas no lo permiten, la gente
podría pensar mal… Ella, de algún modo, nunca encontró una forma de evadir
esa despedida. Al principio, el tono de voz de aquella amonestación
demostraba algo molestia y desconfianza, pero luego, con el transcurrir de los
años, se hizo cortés; alguna vez le permitió estar sentada hasta las ocho, y una
vez, debido a la lluvia, hasta las diez. Pronto Camila y el más viejo vigilante
nocturno de la Luís ángel Arango se hicieron amigos; esa amistad, extraña y
ocasional, carecía de palabras significativas. Camila llevaba diez años con
aquella rutina y ya se acercaba a los veintitrés. Guardó durante mucho tiempo
la esperanza de ser olvidada ahí por aquel guardia viejo y gordo pero hoy, al

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enterarse de su muerte, sintió una fuerte nostalgia por aquella esperanza de
evasión. Todo eso es imposible ahora, pensó; las paredes, los libros, y la misma
ciudad le resultaron incompletos e irritantes. ¿Habrá imaginado aquel viejo que
ella le guardaba un modesto y significativo cariño? Con los años sus horas de
visita se hicieron casi imperceptibles, y no han desaparecido, tal vez, por que
para Camila tomaron la forma de un ritual sagrado. Hoy estaba ahí por un
simple arranque de melancolía y la noticia la ha sorprendido desarmada. Quien
se la comunicó fue precisamente aquel individuo encargado de remplazarle.
Cuando ella observaba distraídamente un ejemplar ilustrado de “el hombre
invisible” de G. H Wells, el nuevo guarda, un joven de rostro severo y estatura
militar, le advirtió que el tiempo de visita había finalizado. Esta advertencia fue
seca. Sin tapujos. Camila hizo un ademán que para el desconocido resultó
desagradable. Desapareció tras unos estantes de libros pero regresó, un tanto
agresivo, algunos minutos después. Ella no lo escucha; su Ipod sustituye todo el
sonido que soporta el mundo. Aquel hombre solo es una sombra sin habla, con
una gesticulación exagerada y con la molesta esperanza de ser comprendido. Le
resulta satisfactorio ignorarle; no ha venido aquí para escuchar gritos y
reproches, todo lo contrario, huye de ellos. Aquel individuo pronto se cansa de
los gestos y se acerca a ella, con una expresión incisiva, y sacude su hombro
izquierdo con una indelicada violencia. Camila se quita los audífonos y con un
falso gesto de benevolencia, que a su vez también expresa algo de hipocresía, le
indica que no lo escuchaba.

—Señorita—dice, con un tono de voz impropio de su rostro y su estatura—


el tiempo ha terminado, tiene que irse.

—pero según mi reloj—muestra su muñeca al Guarda de seguridad, pero


este no se digna a observarle—apenas y son las 5:30. La biblioteca siempre
sierra a las siete.

—hoy no será así

— ¿algún motivo en especial?

—todos vamos al entierro del viejo guarda, un compañero que murió hoy.

Camila afirma con la cabeza, ignora aquel enunciado y empieza a recoger las
cosas que ha dejado regadas en la mesa de trabajo. Pasa algo más de un minuto
para que se decida a preguntar, un poco conmovida

— ¿el antiguo guarda de seguridad? ¿Usted se refiere a Carlos, el viejito


gordito?

—Al mismo—responde el nuevo guarda con sequedad.

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— ¿Cuando murió?

—esta mañana, en la clínica “x”. Un paro cardiaco.

El guardia no dice más. Se despide con un gesto seco y apresurado. Al salir


de la biblioteca, Camila respira profundamente y trata de sentirse tranquila,
pero la mentalización jamás funcionó con alguien como ella. Su naturaleza es
demasiado impulsiva. Sabe que será incapaz de reprimir las lágrimas. Afuera
el día no es definitivamente gris, pero una vez pisa la calle, y recorre el cielo con
una mirada que algo tiene de impaciencia, así le parece. Siempre ignoró las
manchas en las paredes, las consignas políticas, los vagabundos en la calle, pero
hoy todo toma un amargo significado; el mundo se niega a sonreír. Ella
necesitaba una sonrisa para animarse, para robarse aquella alegría y hacerla
suya, pero ¿acaso el mundo ha sonreído alguna vez? Interiormente se repite que
es el hombre—recuerda aquella frase de algún patético escritor de tres pesos—
el que ilusamente olvida la amargura, pero esa ilusión siempre será
momentánea, y por lo tanto, dolorosa. Camina por una calle relativamente
oscura y se sienta en un pequeño parque, junto al edificio del Icetex, para fumar
un cigarro. Aquel sector que ha dejado atrás, el interno y recóndito rincón de la
candelaria, es idéntico en forma y aire al viejo poblado de San agustín. Enfrente
se levanta con potestad un cerro completamente verde que revitalizaba la
grisácea alma bogotana. El viento frío proveniente de aquel rincón acaricia su
cabello y de ese modo ella recuerda que debe abrigarse. Su pecho, luego de una
acalorada juventud, no soporta el descuido. No desea volver a casa, necesita
algo para sobrellevar su estado de animo, para estimularlo, quizás para
perderlo; necesita embriagarse. El alcohol—dijo alguna vez un exnovio suyo—
no es la felicidad pero si una bonita alternativa. Eso fue lo que pensó al salir de
la biblioteca. “¿Por qué no pregunté por su entierro?” No sabía nada del viejo,
salvo que se llamaba Carlos y trabajaba (o trabajó) en la biblioteca. Alguna vez
hablo de su hijo, un pequeño soldadito de la patria; seguramente un lamebotas;
Su nombre es (o quizás era) Alberto. Son ya las seis de la tarde. Persiste el frío,
¿a donde ir? Esa pregunta siempre será emocionante, y algo dolorosa. Dos
cuadras abajo hay una cafetería calida, económica, que posee algo de bohemio;
desde ahí puede observarse la candelaria y olvidar la ciudad. Entrar es
agradable; hay un enorme horno que irradia un calor encantador, como un
abrazo materno. Un espejo grande sierra la pared contraria, tiene la altura de
una persona normal y produce una cómoda sensación de espacio. El local, sobra
decir, es muy pequeño. A veces una señora de pelo castaño y mirada seca
atiende al cliente, y en otras ocasiones, un hombre de piel morena, torneada y
brillante corre con esa responsabilidad. Los clientes se sientan en un pequeño
falco superior, con tres mesas mal acomodadas; abunda el tono ocre y la
madera envejecida. Las sillas son cómodas y modestas; el baño queda en el
tercer piso, desde ahí se siente aun más fuerte el olor a san Agustín. La distancia
de la ciudad. Una ventana enfoca el cerro verde que aun está virgen, que aun
está vivo, en medio de la ciudad saturada de asfalto y muerte. El cielo es

30
completamente negro y la ciudad se aglutina por estas diminutas calles de
pueblo que componen la candelaria. Camila camina de vuelta a la biblioteca,
con la esperanza de encontrar a alguien, pero fracasa; todo está vacío. El guarda
de seguridad no se toma la molestia de abrirle; se limita a señalar su reloj y a
indicarle que no abrirá. “es un idiota” dice entre dientes, mientras se resigna a
desaparecer entre las calles. Hay quizás una hora de camino de regreso a casa,
pero seria algo peligroso hacerlo sola. Busca en sus bolsillos; un celular, una
menta, un clic y un pedazo de lápiz; todo el dinero se fue en cigarros y café. Las
calles empiezan a desocuparse y solo queda espacio vital para los vagabundos.
Su bolso no esta vacío. Esconde su mano derecha en él para producir una falsa
señal de amenaza; algo que siempre advierten los indeseados. Camina
apresuradamente, con la mirada baja, con el pelo flameando a su espalda, con el
bolso frente a su cuerpo, notablemente aterrada; no obedece a ninguna señal.
Con un ojo observa el suelo, su regularidad; con el otro, observa los individuos
que quedan en la calle, sus movimientos, sus intenciones; no se fía de nadie. La
calle se reduce, se hace cada vez más solitaria, más angustiante. Un individuo,
que parecía ante sus ojos inadvertido, se para frente a ella y la detiene; sonríe.
Aquella sonrisa es una mueca deforme e incompleta, una abominación que solo
expresa odio y resentimiento. Camila recuerda su deseo de sentir una sonrisa y
maldice su estupidez. Las sonrisas son estúpidas; promete no sonreír de nuevo.
El intento de robo fracasa; el individuo trata entonces de pasar sus manos por el
rostro y Camila emprende la huida. Olvida su bolso. El individuo, más débil
pero veloz, la alcanza y con un pequeño puñal penetra, en repetidas ocasiones,
su espalda y su brazo derecho…

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Una omisión de la memoria

Del cementerio salí como a las cuatro de la tarde, luego de leer las palabras
que alguien me pidió que escribiera para la ocasión. Como la ceremonia fue
bastante concurrida, mi familia se atrincheró alrededor de la bóveda, y en
medio de sollozos, se despidieron trágicamente del cajón de madera. El hecho
en sí fue bastante deplorable, y no resistí la necesidad de desaparecer. Minutos
atrás, leyendo mi pequeño discurso, hice gala de mí exagerado talento para ser
sentimental. Fui tan crédulo como en todos mis encargos anteriores, y tan cursi
como mi dignidad me lo permitía. Para ser sincero, aun no lograba asimilar lo
que acababa de ocurrir. La muerte es una perturbación que para mí sólo se
comprende a futuro. Sólo comprendemos que alguien ha muerto cuando
sentimos el vacío que deja entre nosotros, cuando nos lacera su ausencia. Así
que exhausto, abandoné aquella aglomeración. Busqué aire fresco, pero solo al
pisar la calle recordé que el cementerio carecía de paredes. Decidí largarme,
convencido de que caminar me libraría del sentimiento de vértigo. No esperé a
que los demás salieran (luego me enteraré que todos tomaron mi acto como una
señal de vanidad) De aquella tarde recuerdo además que por perezosa
curiosidad presté atención al sermón sacerdotal. Una par de incongruencias me
perturbaron, pero quise olvidarlas rápidamente. Las treinta y dos cuadras que
me separaban de mi casa me resultaron interminables—quizás lo eran—al
llegar y descubrí que no había nadie a quien soportar, no había nadie que me
cuestionará o me juzgara, y por eso me sentí aliviado. Una vecina me entregó
las llaves y me recordó que debía abrirle a mis tías y a mis demás familiares
cuando llegaran. Encendí el televisor y como autómata pase los canales sin ver
ninguno. Mis primos llegaron media hora después. Por equivocación colocaron
entre mi ropa una chaqueta de mi abuelo, que automáticamente fui a dejar en
su habitación. Al ver que todos (o en realidad, casi todos) regresaban me
encerré para leer. Como a las siete y media mi abuela me llevó la cena, y no
cruzamos ninguna palabra. Como a las once me quedé dormido, y tuve la dulce
esperanza de que aquel día por fin terminase.

Me equivocaba. A una hora indeterminada de la noche (pues no revisé ningún


reloj) escuché ruidos que parecían provenir de la cocina. Me levanté, y lo

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primero que pensé fue en avisarle a mi abuelo y acompañarlo para revisar. Salí
descalzo; eso me permitió ser silencioso. Noté que el viejo ya había advertido lo
sucedido y tal vez investigaba. La luz de su cuarto estaba encendida y la puerta
entre abierta. Entonces, con mi cobardía cohibida por su presencia, fui a
buscarle, pero una impresión me detuvo. Tres sombras en la cocina me
convencieron de que no estaba solo. Dos sombras grandes golpeaban a la
pequeña. Ojeé la casa y vi que la puerta del patio trasero estaba abierta. La
cerradurahabía sido forzada. Quise llamar a mis hermanos, o gritar, o las dos
cosas, pero cegado por una idiotez casi infinita decidí actuar solo.

Me armé con un palo de escoba y enfrenté a los invasores. Uno de ellos


esculcaba a mi abuelo, y el otro, parado junto a la puerta, me enfrentó. Era
enorme. Mi madera se hizo añicos enfrentada a su barra de hierro. De un golpe
me derribó, y al verme indefenso y en el suelo, empezó a patearme con todas
sus fuerzas. Sentí como la punta de su bota hacia crujir mis costillas. Un par de
ocasiones golpeó mi cara. Aquel infierno tardó talvez una treintena de
segundos. Vi que el otro se acercaba y por un hecho netamente temporal, o
quizás por misericordia, le advirtió.

—ya tenemos lo que queremos. Larguémonos que va a amanecer.

Mi verdugo se rehusaba a deshacerse de su victima, pero ya resignado, me


dio un ultimo golpe en el estomago. Fue su despedida. Desaparecieron con
agilidad felina y se llevaron consigo una maleta. Al salir, tuvieron la gentileza
de cerrar la puerta.

En el suelo tardé unos segundos en recobrar el aliento. Tenía algunos huesos


rotos que me impedían cualquier movimiento brusco. Respirar me dolía.
Busque a mi abuelo con la mirada y lo encontré en el suelo, respirando con
dificultad, de espaldas. Se quejaba dolorosamente. Me arrastré hasta él para
socorrerlo, y traté de darle la vuelta para ver el estado de su rostro. Lo que vi
me paralizó de dolor.

El pánico me golpeó inmediatamente. Al ver su mandíbula despedazada, su


piel llena de magulladuras y su cuello roto, que hacia que su cabeza se
descolgara como un péndulo, estuve a punto de enloquecer. Solo sus ojos
parecían vivos, y en ellos reconocía una expresión. Un inconfundible gesto de
dolor, de disculpa, de quien está ansioso por la paz de la muerte, del olvido, de
quien desea morir con tranquilidad. Creo que lamentaba la impresión que me
producía. Quise gritar, y lo hice; fue la única forma que encontré para
despertarme. Al descubrirme sobre mi cama, bañado en sudor y con el corazón
al borde del colapso, me levanté, y fui rápidamente a la habitación de mi
abuelo. Estaba vacía, y la cama estaba intacta. La chaqueta que había colocado
en la tarde permanecía en su sitio. Sólo así recordé que había muerto el día
anterior. Un paro cardiaco terminó con su vida. En la tarde lo habíamos

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enterrado. Aún sobre mi escritorio, sobre una hoja de cuaderno, estaba el
discurso que había preparado para despedirle.

No pude evitar las lágrimas. Era la primera vez que lloraba su muerte. Sólo
entonces comprendí lo que significaba su ausencia.

34
Los Años Dorados De Satanás

Canoso, enfermo y débil, Satanás llegó un martes en la tarde al hospital de la


ciudad, encogido sobre si mismo y apaciguando, con la mano derecha, un ardor
intenso que venia de su corazón. Llegó implorando una piedad que le era del
todo desconocida, frente a la reja de urgencias, marcada con un lúgubre e
insípido anuncio de letras rojas. Que impactante le resultaron esos pasillos, esos
pacientes y aquellas miradas de desprecio que emergían de los funcionarios.
Cuanto dolor descubrió en aquellas almas que, despedazadas, aguardaban su
turno; Satanás tenía la impresión de que llevaban siglos sentados, con los ojos
húmedos y los labios secos, y que en su resignado subconsciente, tenían ya la
seguridad de ser raptados por la muerte mucho antes de ser atendidos. ¡Bella y
gloriosa crueldad! Tanta espera le resultaba poética, tanta desidia, magistral,
toda aquella incertidumbre lo obligó a reír de encanto, acto que ejercía con la
jocosidad de un niño, y su placer era tal que olvidaba, momentáneamente, el
dolor que lo había arrastrado hasta allí. Envidia; eso sentía por la mente artista
que había diseñado ese curioso tormento, respeto, admiración. Mientras
observaba la mohosidad en los techos y las baldosas roídas decía para sí mismo
en voz baja, cuando la tos se lo permitía.

—Hubiese pensado en un lugar así para el infierno…— pero nadie lo


escuchaba. La soledad, desde hace mucho, lo había acostumbrado a hablar solo.

Comparado con aquel lugar su infierno le resultaba un lujoso hotel para


celebridades. Con humildad se avergonzaba, al pensar que ahora un mísero

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director de hospital superaba con creses su antes respetado gusto decorativo.
Satanás lo observaba todo, avanza en la sequedad de la tarde que ya era noche,
y no dejaba de impresionarse; los rostros amargos y desesperados de la gente,
la sequedad del servicio, y lo imposible de cualquier esperanza; si el infierno
fuese suyo, si él fuese su dueño una vez más, ¡haría tantas modificaciones! Se
sentía inspirado. Pero ahora, ¿para que alimentar falsas esperanzas? Sabía que
no saldría vivo de aquel averno en miniatura. Aunque él mismo llegase
caminando no regresaría al mundo exterior. Aquel era su fin. Él no era
inmortal. Su cara pálida y sus ojos exorbitados daban fe su mortalidad. Su
corazón; tan viejo, tan gastado, tan sentimental ¡cuanto había amado, cuanto
había odiado y cuanto había soportado a través de los siglos! Pero la muerte,
incapaz de olvidarle, incapaz de perderle, ahora le reclamaba. Él, tan efímero e
imaginario como cualquiera de nosotros, era ahora propiedad del olvido. Su
senil imagen, arrugada y gastada por los placeres y los vicios, que además
llevaba siglos sin espantar a nadie, poco conmovió al portero.

— ¿tiene usted algún tipo de seguro medico?

Actuaba con arrogancia. Satanás no se impacientó; admiraba esas cualidades en


un hombre.

— ¿no sabe joven que yo inventé la seguridad social de este país?

— Lo sé y por eso no puedo creerle que no tenga un mísero carné—respondió


con sequedad el portero

— no lo tengo por que soy el diablo, y el mundo me pertenece—aseguró con


pomposa dignidad

El portero se echó a reír.

—de nada le sirve hacerse el chistoso, viejo, esto no es un concurso de chistes.

— ¿Puede al menos llamarme al gerente? —suplicó, cuando recordó que apenas


y podía sostenerse en pie.

— no, no puedo. Limítese a esperar, como todos los demás.

Para su suerte, el gerente hizo su aparición tan solo dos horas después. Lo vio
en la distancia. Gritaba a un par de operarios que hacían las veces de camilleros.
Satanás lo reconoció; había sido alumno suyo. Bien sabía que un gusto tan
refinado no podía ser tan distante a él mismo, como supuso inicialmente.

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— ¡Carlos!, ¿Carlos, Matamoros?

—Si, ese soy—respondió el funcionario— ¿quien es usted? —refunfuñó el


gerente de mala gana. Que orgulloso estuvo Satanás, por un instante, de aquel
calvo y envejecido alumno. Este, que como era debido poca atención le brindó
al anciano, pronto reconoció, en el rostro debajo de pelo blanco y barba
alcohólica, a su maestro de ética profesional.

— ¡profesor! Que dicha verle, ¿que hace ud aquí? ¡Vaya! ¿Entonces los rumores
son ciertos? después de la privatización del infierno…

—si, he sido un desgraciado. —Aseguró Satanás con una mirada cansada y


sombría— Mis tierras ahora están llenas de casas minúsculas e inhabitables que
han sido convenientemente vendidas a través del sistema bancario. Es una
imagen violenta, corrosiva, pero no es obra mía. Todos estos nuevos
presidentes, tinterillos de los banqueros, han insistido en jubilarme con
miserias.

—pero yo creía que lo habían remunerado bien

El diablo se hecho a reír

— ¿sabes, Carlos? mis mejores alumnos de derecho trabajan para el estado.

Una sonrisa de orgullo salía del rostro del viejo rojizo.

—pero me aterra que no guarden un poco de respeto hacia usted. —insistió el


funcionario.

— si lo hicieran no serian mis alumnos. ¿No crees?

Carlos sonrió. Era verdad.

—Pero dime ¿toda esta maravilla es obra tuya?

El director se sonrojó. Satanás contestó su vergüenza con una sonrisa.

—hago lo que se puede, con los escasos recursos que me dan…

37
— Déjame decirte; eres todo un artista—sonrió el diablo— en otras
circunstancias esto habría ameritado una copa
Pero un fuerte picazo en el pecho detuvo los elogios, y Satanás, esta vez
sudoroso y a punto de desmayarse, tuvo que apoyarse en los hombros de su
exalumno.

— ¡medico, necesitamos un medico!—Gritó el funcionario a sus empleados,


olvidando, al parecer, que él era medico—Espere, profesor, no se preocupe;
haré lo posible para buscarle un lugar para que descanse.
—muchas gracias Carlos—respondió el diablo, con debilidad.
Una vez se llevaron los camilleros al viejo moribundo, el director ordenó a una
enfermera.

—dígales que lo lleven a las habitaciones para subsidiados.

La enfermera se horrorizó

— ¿no decía usted que había sido su maestro?

El director se encogió de hombros, y ante la expresión de consternación de la


enfermera, se hecho a reír.

—lo fue, y aun lo es. Precisamente por eso lo envío allá. Debería agradecer que
no lo deje morir afuera. Además, si hiciera otra cosa, pensaría mal de mí.

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II

Cada uno de los compañeros de habitación de Satanás—ha excepción de uno,


que al reconocerlo pidió traslado—murieron de pánico en la noche al
escucharlo roncar. Nadie pudo explicar las causas exactas. Ahí estaba pues, el
viejo demonio, solitario en una pequeña habitación, provista de cuatro camas,
sin baño ni televisión, ¡y cuanto se aburría! Las paredes tenían imágenes
difusas, producto de la humedad. Los pisos picaban, y era necesaria una
dolorosa caminata de casi cien metros para llegar a un baño. Era imposible
dormir. Los médicos inspeccionaban cada dos horas para saber quien había
muerto y quien no. Los pacientes de las habitaciones vecinas se quejaban todo
el día y toda la noche. Los suyos eran gritos de condenados genuinos. Todo a su
alrededor le resultaba insoportable. Solo obtuvo una visita, un jueves
cualquiera, en horas de la mañana. Un escándalo afuera era entrecortado por
insultos, y por las bendiciones y la indignación de un sacerdote.

— ¿que sucede afuera? —preguntó Satanás.

Una enfermera, que estaba al lado de la puerta, le contestó.

— un sacerdote dice que viene a exorcizar el hospital para sacarlo.

Satanás sonrío.

—déjenlo pasar.

— ¿esta seguro señor? Debe cuidar su salud.

— no se preocupen, déjenlo pasar

El sacerdote era gordo, calvo, de mirada bonachona. Entró orando, y lanzando


juramentos al aire.

— ¡tú, criatura del infierno, no puedes venir a profanar un sagrado recinto, te lo

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prohíbo!, ¡cierren la puerta! — Ordenó a la enfermera— ¡Expulsaré a la criatura
maligna de aquí!

Los enfermeros observaron expectantes al paciente.

—Cierren la puerta; hagan lo que dice— respondió el diablo, con una sonrisa
desafiante— Estaré bien.

Lo hicieron, pero no se alejaron demasiado.

—Luís, ¿como has estado? —susurró el diablo, una vez estuvieron solos.

—Muy bien, amigo mío—dijo el sacerdote, susurrando también, con una


enorme sonrisa en el rostro—discúlpame el escándalo, tenía que guardar las
apariencias

— ¿me has traído algo? —preguntó, impaciente, el demonio.

— por supuesto, mira, del mejor que encontré en la parroquia. —sacó de su


maleta de exorcismos una enorme botella de vino. Sacó un par de vasos
plásticos, bebieron.

—Así que te vas a morir…—preguntó el sacerdote.

—eso parece—respondió el demonio con una mirada de evasiva

— ¿No te quedan fuerzas ni siquiera para una cruzada más?


Sonrieron de buena gana. El sacerdote se paró y al lado de la puerta y gritó.

— ¡fuera hijo de la oscuridad, en el nombre del señor te lo ordeno!

El grito culminó en una irreprimible carcajada. Luego, respetuoso, regresó al


lado de la cama, y se sentó a los pies del convaleciente.

—Molestos musulmanes—dijo Satanás entre dientes—. Tantas cruzadas y


nunca pudimos exterminarlos como es debido.

—ahhh… pero vaya que nos divertimos, ¿no? Bueno, en realidad, yo no. Mis
antepasados, y los Papas pasados, con tu ayuda, claro esta.

—a propósito Luís, ¿como están tu familia?

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El sacerdote sonrió con orgullo, y observó la ventana.

—mi hijo mayor ya salió a la universidad, y quiere seguir tu ejemplo; insiste en


estudiar derecho. ¡Será un bribón!

— me alegro mucho por ti, Luís. — Respondió el diablo, con una cálida sonrisa
— ¿Sabes?, esperaba que el señor de blanco me visitara. ¡Ese alemán imbécil,
con todo lo que me debe, y todo lo que pasamos juntos! Es todo un ingrato.

El sacerdote notó que la voz del diablo se desquebrajaba, y que los ojos se
hacían vidriosos. Guardo, entonces, una prudente distancia.

—ya mucha gente sabe que estas aquí, seria un escándalo. A él le es difícil pasar
desapercibido. Ya sabes, la fama, las chicas…

— ¿y los demás?

— es muy difícil que un cardenal, con su enorme barriga, pase desapercibido en


un lugar como este. Salvo que se embarace de mujer embarazada, claro está. A
propósito, ¿por que se te dio por morir aquí? ¿Por que no Roma, Italia, Francia,
España, o Inglaterra? En aquellos sitios el servicio medico es mucho mejor.

—la verdad, jamás imaginé que moriría aquí. No lo decidí. Me enfermé en


cualquier lugar.

—el negocio no será igual si ti—dijo el sacerdote, con voz nostálgica

—aun tienen a Jesús.

Ambos rieron de nuevo.

— En fin…— suspiró el sacerdote— puedo ver parte del servicio, pero, ¿que tal
ha sido el resto?

—ni Dante habría podido imaginarlo mejor.

— ¿una copa más?

Conversaron una tarde entera, pues bien sabían que no se volverían a ver. Los
enfermeros que habían estado cerca a la habitación, más por curiosidad que por
servicio, ya se habían ido. Uno que pasaba por ahí, notó que al partir, el
sacerdote caminaba tambaleándose, y llevaba los ojos enrojecidos, no solo por el
licor. Había llorado, y caminaba de mala gana, refunfuñando y cabizbajo.

41
Satanás, ebrio, pensó en el pasado. En otros tiempos fue imponente, tanto que
el mundo entero era incapaz de desafiarle. Era temido, hacía lo que venia en
gana con todo, y siempre era el ganador. Era amigo de poderosos, de artistas, su
nombre producía silencio en pueblos enteros, y ahora, escondido en una triste
habitación de hospital, era nada. Nada. Un viejo decadente muriéndose en un
hospital, un recuerdo borroso en la mente de los niños y de los ancianos, solo
era eso, un recuerdo; por eso, pensaba, bien hacia en morirse. ¡Pero cuanto
amaba la vida! Extrañaría el vino a donde fuera que fuese, extrañaría el viento,
los caminos, la marihuana, las mujeres (si que extrañaría las mujeres) extrañaría
el sonido de un arma, la muerte de un infiel. Extrañaría la música clásica, los
autos, los caballos. Sus años dorados han desaparecido. Muchos hablaban de la
vida, de conocimiento, de horizontes rotos, pero nadie podría hacerlo como él.
Conocía bien a los hombres; su bajeza, su crueldad, su odio. Ellos amaban,
huían, odiaban, pero no como él, nunca como él. Extrañaría—y lo hacia en ese
instante—la absurda convicción de que la muerte era imposible. Hasta los
dioses mueren. Hasta los mitos, con el tiempo, desaparecen.

Cansado, decidió levantarse y sentarse sobre la cama. Sudaba a cantaros. El


vino del padre Luís había llegado a su vejiga, y necesitaba con urgencia visitar
el inodoro, amigo inseparable de todo buen bebedor. Cien metros por recorrer.
Quizás doscientos pasos, quizás mas. Llamó a la enfermera pero nadie acudió.
Decidió entonces hacer el recorrido solo. Después de todo, pensó, algo de ese
orgullo pasado debía quedar. A mitad de camino comprendió que estaba
mareado; el vino verdaderamente lo había golpeado. Después de tantos años,
una botella, una mísera botella—luego de beberse miles de hectáreas de uvas
envejecidas, ahora una sola lo hacía añicos—lo había maltratado. Caminó,
tambaleándose, por el pasillo solitario; había llovido en la mañana, y el piso
estaba húmedo. Sus manos hormigueaban. Le dolían los brazos. Empezaba a
agitarse; le era casi imposible respirar. Pero a mitad de camino sonrío. Ya no
estaba sólo. Tampoco estaba triste. Aparecieron, de repente y alrededor del
pasillo, un montón de rostros amigos. Viejos y sanguinarios Papas. Antiguos
reyes y emperadores. Presidentes y generales. La gente que aún lo apreciaba,
estuviese donde estuviese, la gente que él había querido. Algunos músicos. Un
montón de escritores y poetas. El pasillo, que un minuto atrás había estado solo,
ahora estaba rodeado de personas, sonrientes, amables, queriendo estrechar su
mano, añorando estrecharlo a él con fuerza una ultima ocasión. Y al final del
pasillo estaba una silueta blanca. Un hombre canoso. Era él. Había venido. ¡El
Papa en persona! Había visitado al convaleciente demonio, después de negarlo,
después de arrojarlo al vacío argumentativo. Se sentía conmovido. Lloraba de
emoción y sus manos temblaban. Él era la persona que más quería en todo el
universo. Tanto le alegró verlo que por un instante, nada le dolió. Quería
abrazar a su amigo de parranda, a su compañero de genocidios, a su confidente,
a su hijo. Hacía frío. Lo sintió intensamente, a pesar de la embriaguez. Bastó un
segundo de duda, de incertidumbre y todas las imágenes a su alrededor se

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desvanecieron. Frente a él solo estaba la muerte. Le sonreía. Él, no extraño a
esos juegos, comprendió lo ocurrido; la muerte, antes de arrancarle la vida, le
brindó una última imagen feliz, le arrancó del rostro una última sonrisa, una
ultima lágrima sincera. Al comprender que todo no había sido más un último
engaño, el demonio lloró y aceptó. Nada más puede hacer. Al menos la muerte
por él, conservaba algo de simpatía

—Gracias—le dijo en voz alta, aunque hubiese deseado mantener la ilusión


hasta el final

La muerte asintió, se acercó y tocó su frente. El demonio palideció, y cayó al


suelo. La luz del pasillo, y las lámparas rotas, fueron lo ultimo que observó
antes de morir.

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Deus ex Machina

Personajes:
El escritor
Alter Ego
psiquiatra
enfermeros.

Alter Ego entra a escena, con una mirada fastidiada y los nervios alborotados,
vistiendo un impecable traje de Marinero. Grita y mueve los brazos de manera
amenazante mientras sostiene una paleta de dulce en su mano derecha. Está
furioso. Su rostro ha enrojecido de repente.

Alter Ego—mira que eres idiota, Escritor; comienzas el texto sin saber que decir.
¿Crees que tengo tiempo que perder? A diferencia de vuestra vida rumiante y
empolvada yo tengo mucho que hacer, mucho que decir, mucho por cambiar. Y
que molesto tu papel de imitador de Zola colocándome como un imbécil
admirante Suizo… ¿quieres pelear imbécil? Eres un ser repugnante, ¿me oíste?
¡Repugnante!

Se adentra en el escenario y aparece frente a él una mesa móvil. Sobre ella


reposa un termo metálico y varias tazas para café. Toma una. Sus manos
tiemblan.

Psiquiatra— (sentado a un lado de la mesa, frente al escritor, con expresión


incomoda) discúlpame si soy inoportuno, no sabia que tenias visitas familiares.
Creí que estábamos aquí para una terapia de rutina.

El escritor — (sonriendo) lo estamos amigo, lo estamos. De hecho, él es parte


crucial de nuestra terapia. El marinerito participará e incluirá sus propias
divagaciones. Vera usted, me parecía aburrido escribir una historia con dos
elementos lineales y parcamente comunicativos, como es (debo aceptarlo) mi
obsoleta costumbre. Así que lo introduje a él. No tengo experiencia, así que
entenderá que a eso se deben los diálogos teatrales. Son más sencillos, más
prácticos. Al parecer alguien ya se adentró en el argumento conflictivo…y verá,

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yo en realidad no estoy tan loco. El loco aquí es él. ¿No lo ve? Si usted desea
curarme, debe empezar por él primero.

Alter Ego — no me importa lo que hagas, ¡MUÉRETE SI SE TE DA LA GANA!


¡Yo no soy tu juguete! ¿Comprendiste? ¡Muérete y déjame en paz! ¡Me largo de
aquí! (regresa a su taza de café. Aunque le tiemblan las manos)

El escritor — no puedes irte (se levanta y sonríe con animo burlón) eres un
invento de mi imaginación. Estas condenado a estar donde yo este.

Psiquiatra — (acomodando sus lentes sobre la nariz) este de verdad es un caso


interesante. Así que usted (dirigiéndose al escritor) cree que escribe una historia
ahora mismo en la que el señor y yo somos personajes y él (señalando a alter
ego) se cree un personaje de su trama. ¿Es así o me equivoco? ¿El señor es su
hermano? Tienen un notable parecido.

El escritor — (riendo) podría decirse que es mi gemelo, solo que la molesta tarea
de existir es exclusivamente mía. (Dirigiéndose a alter ego) ¿Podrías servirnos
una taza de Café?

Alter Ego — señor Visitante, disculpe mi falta de hospitalidad ¿el suyo con o sin
arsénico?

Psiquiatra — (riendo de manera insegura) es usted un bromista, ¿señor…?


Preferiría el mío sin arsénico. Si mi memoria no me falla no me ha dicho su
nombre.

Alter Ego — llámeme Alter Ego.

Psiquiatra — (sorprendido) ¿Alter ego?

Alter Ego — si, si, no me mire con esa cara; fue la invención de un humorista
llamado Sigmund freud. Desde entonces no he cambiado de nombre. ¿Sabe?
Soy muy famoso.

Psiquiatra — (secándose el sudor de la frente) sé que es un alter ego.

Alter Ego — por supuesto, usted es psiquiatra, ¿no? Si no lo sabe dudaría de su


titulo y de su inteligencia.

Psiquiatra — sé perfectamente que es un Alter Ego, pero le aseguro que es


imposible que usted sea el alter ego del escritor.

Alter Ego — no crea que me siento orgulloso de ese titulo. Pero lo soy.

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Psiquiatra —para ser el alter ego del escritor, usted tendría que estar dentro de
su cabeza. No afuera, ¿entiende? Él esta ahí sentado y usted esta aquí, hablando
conmigo.

Alter Ego — (riendo a carcajadas) señor siquiatra, usted definitivamente es


tonto. ¿No se da cuenta donde estamos?

Psiquiatra —estamos en la clínica siquiátrica de la ciudad de Neiva, y yo soy el


director. Ustedes dos están internos aquí, bajo mi cuidado, por que tienen ideas
un poco estrafalarias en la cabeza.

Alter Ego — díselo escritor (dirigiéndose al escritor, que bebía café


ruidosamente al otro lado de la habitación mientras se hurgaba los oídos) dile
que él también es un invento de tu imaginación. Dile que escribes esta historia y
que estamos en tu cabeza.

El escritor — ¿me dices algo? Discúlpame. Estaba muy distraído.

Alter Ego — el señor siquiatra no quiere comprender que en realidad nos


inventases a todos. Es incapaz de entender que no existimos.

El escritor — déjalo; yo lo pensé, lo diseñé, con un escepticismo poderoso. El


pobre ni siquiera sabe que en Neiva no hay clínicas siquiátricas. En Neiva, de
hecho, hay solo cuatro casas y una parroquia (Regresa a su café, y a sus oídos)

Psiquiatra — ustedes de verdad son un caso muy particular. (Saca una libreta
de su chaqueta, y toma algunos apuntes)

Alter Ego — se lo probaré. Sé como probárselo. Por favor, asómese a la ventana.

El visitante se dirige a la ventana y ojea el oscuro cielo de una noche despejada.

Alter Ego — ¿que vio afuera?

Psiquiatra — el cielo azul, algunas estrellas, algunos árboles.

Alter Ego — no, tonto, esas no son estrellas, son los agujeritos que dejan los
cabellos de la cabeza cuando se caen. ¿Ve? Por ahí entra luz

El escritor —diablos. Esta noche estrellada demuestra que me estoy quedando


calvo.

Psiquiatra — si usted esta escribiendo esta historia, señor escritor, ¿sabe que
sucederá a continuación?

46
El escritor — no conozco los detalles, pues a pesar de que escriba la historia voy
descubriéndola al tiempo que lo hacen ustedes. Pero tengo una idea de lo que
va a pasar al final.

Alter Ego — si doctor; va a matarlo.

Psiquiatra — ¿a matarme?

El escritor — como escuchó. ¿No le parece extraño que en esta habitación no


haya nada diferente a estas sillas estilo Luis XVII y esa mesa con café? ¿Que
clase de director es usted, al permitir que dos pacientes con una neurosis
evidente beban café a estas horas de la noche?

Psiquiatra — le confieso que no sé que decir, pero eso no implica que…

(El escritor saca un arma de su pijama. Apunta contra el visitante)

Psiquiatra — (nervioso y escudándose detrás de Alter Ego) ¿de donde


demonios sacó esa cosa?

Alter Ego — le dije que estamos en su cabeza. Él puede hacer aquí lo que
quiera.

Psiquiatra — por favor, no pierda el control señor escritor, usted necesita


ayuda, yo puedo ayudarlo, ¡no dispare!

El escritor —no tema, doctor; usted no morirá. Yo dispararé y la bala atravesará


su cuerpo. Pero no morirá. Entonces tendrá que creer en mí.

El escritor dispara, pero falla. En vez de herir al medico, hiere a Alter Ego. Este
cae muerto, instantáneamente.

Psiquiatra — (conmocionado) ¿ve lo que ha hecho? ¡Usted esta loco! ¡Esta


enfermo! ¡Enfermeros, por favor, vengan, apresúrense! (el ruido de un montón
de hombres golpeando la puerta se hace sentir) ¡Este demente ha matado a su
hermano…!

El escritor — (en estado de shock) no, esto es imposible, nada de esto está
pasando… (Apuntando contra el medico) ¡Usted me engaño, maldito farsante!

Psiquiatra —claro que esta pasando, ¡mire lo que ha hecho!, es responsabilidad


suya, yo no lo he engañado. Esta es la realidad, mire la sangre, vea el cuerpo.
Esta muerto. Nunca vivirá de nuevo. Así lo imagine, así pretenda despertarlo,
así se crea un maldito dios de pacotilla. ¡Déme esa maldita arma!

47
Los enfermeros se aglutinan en la entrada de la habitación. Pero ninguno se
atreve a pasar.

El escritor — (sonriendo, como si recordara algo) no se preocupe, doctor, yo sé


como acabar esta historia. Yo sé como hacer que Alter Ego vuelva a vivir de
nuevo.

Psiquiatra — (visiblemente asustado) por favor, ¡no lo haga! Yo puedo


ayudarlo, ¡no dispare!

Pero el escritor no lo escucha. En un segundo toma el arma, introduce el cañón


en su boca y hace fuego. Los enfermeros y el visitante se cubren el rostro de
espanto, pero al descubrirlos, lo ven aun de pie, con el rostro bañado en sangre.

El escritor — (Apenas se entiende lo que dice. Su boca escupe sangre en


cantidades exageradas y la mitad de la mandíbula cuelga de su cara) ¿lo ve
doctor? ¿Ve que tenía razón?

Inmediatamente cae muerto.

48
Fantasmas del 49

Existió un instante en la mañana en el que el frío fue tan intenso que necesité
hacerme el desentendido para poder seguir pintando la pared. Ahora mi boca
tiembla. Decir “tirita” seria negligente, por que lo más cercano a mi gesto es la
convulsión. Pero el frío no es mi único problema. También siento ganas de
vomitar hasta morir. Mi estomago protesta desde hace media hora. Llevo un
largo rato sin comer. Me duele la cabeza, y en algo me atonta el mareo. La
pintura parece un elástico duro que se niega a replegarse sobre el ladrillo.
Aproveché los instantes en los que debí calentarla con un pequeño fogón tras la
escalera para calentar mis manos. Diciembre es un mes que se atrinchera en las
ventanas, rico en decoraciones absurdas que solo tienen sentido en una ciudad
fría como Bogotá. La candelaria huele a café, y a orines tras la pared, a basura
amontonada, y a vagabundos muertos de hipotermia. Se escuchan tangos y
baladas cubanas en los restaurantes vecinos. Huele a humanidad, a sudor
rancio de indigente dormido en el andén. La ventana esta abierta a la calle. Es la
única manera de obtener algo de luz. El hedor de la pared que llevo pintando
una semana no disminuye. La señora de la casa suele pararse tras de mi,
mientras pinto, con el rostro decepcionado, con una expresión de acusatoria
recriminación. “No disminuirá” le dije. “Siga pintando” me responde. Y aunque
en algo la desprecio, siento un alborotado deseo cada vez que me muestra su
rostro amargado. Entonces insisto, para complacerle, inútilmente, porque el
hedor no disminuye. Aunque para ser sincero no debería protestar. Ella me
paga muy bien los días dedicados al muro de su escalera, pero mi trabajo no va
a ningún sitio, y eso me desespera. A almorzar salgo a la tienda de doña Karla,
donde una changua vale 3o pesos, y el café en leche no sabe a ratón. De la calle
descienden los universitarios del rosario. El medio día es opaco, el cielo carece
de vitalidad, es lechoso azulado. La lluvia es una amenaza en espera. Un río de
colegiales choca contra la multitud ascendente y se deslizan a sus costados,
entretejiendo sus uniformes rojos con la oscuridad recurrente de los bogotanos
de civil. Sonrisas histriónicas. Chistes inútiles. Tanto movimiento parece alejar,

49
por un instante, el mal olor de la escalera. Incluso las moscas desaparecen por
algunos minutos. Pero la pintura se acaba y ellas vuelven, a zumbar entre mis
oídos, buscando el festín que deberían comprender, hasta donde sé, inexistente.
El olor es tan fuerte que pierdo el apetito, y me río solo, como si perdiera el
sentido de la realidad. Veo a la escalera palidecer y moverse, adentrarse en
formas que violan su geometría perpetua. Solo estoy algo trabado, pienso, el
hedor de la pintura es fuerte. Sigo pintando y evito la risa. Y la pared sigo
moviéndose. Y el quejumbroso piso de madera parece hablar bajo mis pies. La
tarde se extingue con rapidez entre mis brochazos, entre mis dedos, y el tiempo
avanza. Afuera los caminantes disminuyen. Ya no hay sonrisas, y ahora los
pasos son atragantados y rápidos. Ella, la dueña de la casa, se acerca para
seguir reprochándome la ineficiencia de su idea, para entregarme mi jornal,
para coquetear un poco conmigo y decirme que venga al día siguiente
temprano, pero su coqueteo es extraño, en ella hay algo extraño cada noche, la
suya es una invitación temerosa, una soledad avergonzada, pues pareciera
querer retenerme, y a la vez pareciera que desea la compañía de cualquiera
menos la mía. Tiene miedo. Vive sola en una casa gigantesca y vieja. Es una
amargada cuarentona. No es nada fea. Seguramente lo que alejó a los hombres
fue su carácter reprochante. Su voz y su mirada parecen reclamos permanentes.
Se viste con un exquisito mal gusto, y se maquilla con exageración. Su rostro
tiene la peculiaridad de querer expresar a la vez vergüenza, coquetería y
orgullo. Aunque me agrada físicamente, no soporto escucharla hablar. Me
fastidia su voz, su irritante comportamiento nervioso. Siempre que estoy a su
lado comprendo que tiene miedo, y odio los miedos prestados. Hoy más que
ninguna otra noche. Ella coquetea de nuevo. Se niega a pagarme con evasiones
demasiado frívolas, con excusas que quisiera desentender. Mis manos
forzosamente pintadas aceptan su taza de café. Estoy cansado. Ella ignora el
reproche en mis ojos. Ignora mi extenuación. Decide invitarme a su sala, con
viejos cuadros amarillentos, con muebles de cuero falso y grasoso, para
hablarme de su juventud, de su desgastada juventud, de su inevitable soltería,
de sus pretendientes imaginarios y ricos, y a la final toma mi mano. La esconde
entre las suyas. Me pide con voz tenebrosa que la acompañe. Y por vergüenza y
caballerosidad, asiento. ¿A que le teme? Me lleva a su cuarto, una caverna de
cortinas cerradas, una habitación congelada en el tiempo, con retratos de un
solo hombre que contaminan cada centímetro de pared. Y aquel hombre
misteriosamente se parece a mí. Hay una foto de aquel hombre junto a Jorge
Eliécer Gaitán. Es joven. Reconozco su rostro. Fue su asesino. Ignoraba que
antes de aquel terrible nueve de abril se conocieran. La siguiente fotografía es
de él con una joven, idéntica a mi patrona. Ella sonríe. Y me dice, “quien está
enterrado abajo, tras la escalera, es él. La familia lo enterró aquí. Temían que los
liberales desenterraran el cadáver y lo profanarán aun más. Pero ahora, cuando
seguramente la muerte le deparó el fiasco de su propia muerte, es un alma en
pena. Gime y se lamenta cada nueve de abril. Es un fantasma atemorizado y
enfermizo” guarda silencio de repente. Sonríe al ver mi expresión de
escepticismo, “¿quieres quedarte a averiguarlo?” Me pregunta, y yo le

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respondo, “tengo familia”. Ella se acerca. Me besa. Sus labios son dulces, pero
salados. Siento inmediatamente que algo misterioso me quema, algo que no
sentía desde mi adolescencia, algo similar, idéntico al vértigo de la primera vez.
Se me alborotan las sensaciones eléctricas en el estomago. Comprendo en su
rostro el hastío de una mujer atormentada y eso me fascina. La deseo
demasiado. Decido olvidar a mi familia por una noche. Soy un cretino incapaz
de evitar sus propios instintos. Ella me dice, susurrando a mi oído “a aquel
pobre bastardo lo chantajearon secuestrando a mi madre, que ya para entonces
estaba embarazada. Yo solo era un renacuajo en su vientre. Lo que no sabia, lo
que nunca supo, es que yo no era hija suya. ¡Nunca lo supo! Murió el mismo día
en que mató a Gaitán. Cumplió su función y resignado, se dejó matar. Era el
trato. O mi madre y yo moriríamos. Él amaba a mi madre. ¿Puedes creerlo? No
se sabía engañado. Aun me produce lastima aquel individuo. Y lo gracioso es
que soy la menos indicada para compadecerle. Soy consecuencia de aquel
engaño. Si él hubiese sabido, si se hubiese decepcionado a tiempo, habría
salvado su vida, y yo, yo nunca habría nacido” Ella sonríe. Su sonrisa en un
instante se trasforma en una sonora carcajada, desesperada y ruin, que tiene
mucho de demencia, y así comprendo que de algún modo, atrapada aquí, ha
enloquecido. Pero su locura no me parece despreciable. Lo único que hago, lo
único que me importa hacer, es desnudarla. ¿Hace cuanto deseo hacerlo? Lo
ignoro. Tiene un cuerpo precioso debajo de su feo vestido, y yo resguardo
dentro de mi pantalón un falo encendido que quema la piel de mi entrepierna.
No soy dueño de mí, y la idea no me molesta. La empujo a la cama. No pienso y
no quiero hacerlo. Me embriaga un vértigo irracional y frío. Siento por un
instante que ella me controla, pero al observarla, entiendo que está tan fuera de
sí como yo. De repente, se escucha el llanto de un hombre en el piso inferior, un
llanto doloroso, amplificado por la acústica de la madera. La habitación se
enfría a mí alrededor. El frío alimenta mi erección. Ella esta desnuda y yo estoy
sobre ella, mordisqueando su cuello. Tratando de limitarle con mis manos.
Siento que voy a enloquecer, siento que la piel me estorba, que me muero por
atragantarme con su carne y con sus huesos. Tiemblo. Ella gime cuando mis
dientes se entierran en su piel, cuando su sangre fluye por mis mejillas. Y al
igual, lo hace también el hombre en el primer piso, pero su gemido es
horroroso. Pareciera como si aun lo amancillaran, aun le dispararan, aun no
hubiese muerto y pudiese experimentar dolor, o sencillamente hubiese quedado
atrapado en el último instante de la muerte, y lo asfixiara la espera, la infinita e
insoportable espera. Escucho golpes en las paredes, y bajo el suelo. La casa
entera se contorsiona, se ahoga en si misma, pero yo solo quiero penetrarla,
bombearla de sudor y rabia. Su vagina está exageradamente húmeda. La
penetro con rabia, con desesperación, por que la odio e ignoro porqué, y
pienso, tal vez ella también ha perdido su identidad. Ella sonríe, gime, grita, y
me observa con provocación, desafiando, exasperando mi violencia. Y abajo el
hombre atormentado, aquel fantasma, aquel despojo grita “¡NO MÁS!” y la
casa entera se estremece, se ahoga, y el hedor pestilente se extiende, se adentra
en la habitación y siento unas terribles ganas de vomitar que reprimo. Los

51
golpes en el suelo aumentan, se hacen más fuertes, tiembla, y el fantasma no
deja de gritar, mi amante tampoco, se estremece de placer, de desprecio, y gime
gritando, ríe y entierra sus uñas en mi espalda. Llega en mis brazos. Su
orgasmo es intenso y la obliga a contorsionarse, lo hace sin dejar de reírse. El
aire se enrarece. La luz se hace débil. Aun ríe. Ríe tanto que se ahoga. Ríe tanto
que no puede respirar. Entonces se levanta de la cama. Baja la escalera. Golpea
la pared. Está ebria, está fuera de sí. Empieza a insultar El aire está demasiado
viciado. Ella tose y se revuelca un instante, termina escupiendo sangre, el aire
se le termina, su rostro palidece, y por fin noto en ella algo de tranquilidad, algo
de sumisa extenuación. Ella y la casa dejan de moverse. Ha muerto. Mi semen
está dentro de ella, y mi sangre está en su boca. ¿Que hacer? Para ocultar su
cadáver, decido abrir la pared de la escalera. Que mejor manera de conservar la
tradición. Para mi sorpresa no encuentro ningún cadáver. No hay nada allí. Solo
el hedor de la pintura, que aun me marea. Bajo la escalera hay un pequeño
espacio vacío que no da a ninguna parte. La coloco sentada, y la abrigo con sus
sabanas, aun húmedas. A la madrugada ya he terminado de armar un muro
nuevo, impecablemente pintado. El hedor ha desaparecido.

Ella aun permanece ahí. El hedor y los gritos cada nueve de abril
desaparecieron. Como la conozco—o creo conocerla— sé que es demasiado
temerosa, demasiado cobarde para asustar a alguien. Seguramente aguardará la
eternidad en silencio, cabizbaja y asustada, esperando una paz que jamás
conocerá.

52
Las horas negras.

En esta pequeña habitación, la pared izquierda desaparece para dar paso a las
montañas. Una gran manta de paño negro cubre el cristal y pocos muebles
moldean el vacío. Estoy sentado frente a la cama, en una mesa pequeña que
sostiene algunos libros y el computador. La luz de uno de los carros de la
policía llega desde la carretera. Pasan sin prisa. Huele a plástico quemado, a
pólvora y a sudor. Parece que en este pequeño pueblo pasan cosas
emocionantes cada vez que se da un anochecer. Desde hace dos horas estoy
aquí, solo. He alquilado este lugar para pasar algunas horas de soledad y
libertad; sin embargo, todo ha sido imposible. Suena el teléfono.

— ¿donde estas?—pregunta una muy conocida voz femenina

— ¿crees que llegué hasta aquí solo para decírtelo?

—no creas que me importa tu suerte, imbécil, mi mama te necesita—dice con


sequedad. Su cordialidad inicial ha desaparecido

Guardo silencio. Ese argumento es irrefutable y sin duda, me obligará a


regresar.

— ¿y para que?

—el sistema esta muerto de nuevo.

Ambos guardamos silencio. Ella espera mi respuesta.

—dile a tu mama que viajo mañana para remendar su equipo.

53
—es urgente, viaja ahora mismo. Te pagará muy bien.

—no tengo intenciones de viajar hoy.

—Mira—dice entonces, con un hilo de voz bastante alterado—no me apareceré


en la oficina, te lo prometo; no tendrás que verme. ¿De acuerdo? Viaja ahora
mismo.

— ¿y como crees que soporte la oficina si no estas?

Ella ríe. A pesar de que su acento es dulce algo de fastidiosa tiene su risa.

— ¿al fin que? ¿Estas molesto conmigo, si o no?

Trago saliva. Pienso un par de groserías que responderían más claramente esa
pregunta pero a la final respondo.

— ¿Como voy a estar enojado contigo? Eso significaría que me importas

Ríe de nuevo. Esta vez, además de incomodarme, logra ofenderme.

—eres un niño oscar, ¿sabias? Nunca imaginé que fueses tan sentimental—
guarda silencio un instante y luego agrega—Dime, ¿te importo o no?

— ¿para que coños quieres saber eso?

—responde. No seas cobarde.

—Si no me importaras no estaría aquí.

Sonríe complacida.

—Dime—agrego, con algo de incomodidad— ¿por que no me contaste lo de…?

— ¿Peter?—responde sin dejarme preguntar— No creí que le dieras


importancia al asunto.

—si, que poco importante, ¿verdad? ¿Como iba a importarme que tuvieses
novio?

Ríe de nuevo.

—oscar, discúlpame. ¿Pero como iba yo a saber que te estabas tomando tan en
serio…?

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—Si—interrumpo yo—. Quizás me falta…

—No—me corta, con un tono de cordialidad ficticia— En ese caso a la que le


falta madurar es a mí. Me acostumbre demasiado pronto a que los chicos de tu
edad sean frívolos y superficiales. Tú necesitas otra clase de chica. Ahora, a mi
solo me importa… ¿disfrutar? Jugaremos todo lo que quieras, me encanta estar
contigo y esas cosas pero… olvida los compromisos. Odio los compromisos.

—ah, vi a tu noviecito con Marcela. Es un tipo bonito.

—si, pero es un bobo.

—vaya. Entonces, ¿soy el tipo feo e inteligente?

Ríe de nuevo, mas animada.

—nunca dije eso, pero mira que si los pudiera unir a ustedes dos…uff; harían al
tipo perfecto. Además, ¿que crees que piensa mi ma si te presento como mi
novio?

—de hecho, fue ella quien me contó sobre tu queridísimo Peter. Lo hizo de una
manera bastante…territorial. Creo que sospecha un poco.

—nop, soy el angelito de mama—ríe; trato de recordar si alguna vez odie la risa
de alguien— De pronto cree que te quieres sobrepasar conmigo, pero no creo
que crea que me gustas.

—lo olvidaba, soy el tipo feo e inteligente que compensa a la cara bonita y al
cerebro vacío.

— ¿tanto te duele? —Sonríe de nuevo— Mira, de verdad siento que te hayas


enamorado de mí, pero de verdad; solo era un juego. Pensé que estabas
acostumbrado a eso.

—malinterpretas; no estoy enamorado de ti.

—Admítelo. Debes superarlo—dice con seriedad

—En serio, si estuviese enamorado de ti estaría, no sé, en otro lugar, no te


hablaría, de no ser para decirte que te odio y esas cosas…no volvería a jugar
contigo; te lanzaría lejos, sin importar donde caigas. Ahora me siento…
ofendido. No me siento a gusto siendo tu “querida”

—Sabes que solo tú dices querida o querido en vez de “ser tu mozo” incluso los
más civilizados dicen “amante” pero suena tan...Mal, ¿no crees? En cambio me

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encanta como dices querida. Suena gracioso, casi inocente… ¡pero tan bonito!
Cuando lo dices así me siento un poco masculina, y no me siento culpable.

—para mi es algo nuevo que tengas conciencia—digo mientras estiro mi cuerpo


sobre la cama— Y si, quizás trate de ser superficialmente un Hume pero
sentimentalmente no soy mas que un vulgar Victor Hugo.

— ¿sentimentalmente? —Dice divertida— ¿vez? No puedes negar que te


enamoraste de mí…

—ahh… piensa lo que quieras… ¿sabes que son las horas negras?

Maúlla fingiendo pensar.

— ¿es una canción nueva? ¿Me la dedicas?

—No. Es como algunos llaman a sus ratos de ansiedad y desesperación. Yo las


llamo Tag pero desde que leí el titulo que les da Capote decidí llamarlas horas
negras. Suena mas trágico que el termino siquiátrico. A mi me atacan cuando
paso demasiado tiempo encerrado, cuando la vida se vuelve insoportable y
necesito un cambio.

—entiendo, a veces me pasa…

—pero tu tienes tus pastillitas mágicas.

—siempre serás para mi el idiota que va al odontólogo de la vida e impide que


le anestesien la boca. Dime una cosa ¿que no entiendes que soy tu anestesia?

— una frase demasiado inteligente para una niña superficial. ¿Que pasará—
digo, levantándome y acercándome a la ventana— si me hago adicto a ti?

— ¿entonces extrañaras los dolores que sentías antes de conocerme…?

—exacto—digo—ahora déjame dormir.

—nunca duermes antes de las tres de la mañana

—fíjate, hoy lo haré-

Cuelgo, apago el celular y me dedico a observar por la ventana, esperando el


amanecer.

56
The End Is Here

Caminé por la ciudad desierta hasta el restaurante de la cuarta con séptima, y


me dirigí luego al parque de los periodistas. Había poco tráfico. Un par de
personas estaban sentadas en una de las bancas, y hablaban pausadamente.
Eran pareja; observé a la chica un largo instante. Bonita, delicada,
perfectamente torneada, y quizás algo orgullosa. Creí que me miraba, y lo hacia,
pero con una punzante desconfianza. El hombre que la acompañaba me
observó también, e hizo una señal a la chica con la mano izquierda. Al verme
ambos habían contraído sus rostros y desde entonces controlaron con
incomodidad sus palabras. Se levantaron y desaparecieron en una esquina al
otro lado de la calle. Los observé mientras cruzaban y sentí algo de desprecio.
Después sentí lastima. Un perro se acercó a mi e hizo popo junto a la fuente del
parque (le agradecí con la mirada el buen acto de distraer mi desprecio) Era
blanco, con manchas cafés; tenia una herida en la oreja, y sus ojos eran algo
tristes. Su pelo se movía al ritmo del viento que nos golpeaba. Un ligero vértigo
me sorprendió al observar como los árboles más grandes eran inclinados por
ese mismo movimiento de aire; numerosas hojas eran arrastradas por la
corriente y se arremolinaban a mí alrededor. Gracias al desprecio social de la
pareja tenía un parque para mí solo; un pequeño huracán de escombros
orgánicos, y un pequeñísimo montón de popó de perro. Un cuerpo de órganos
oxidados. Un perro herido y una tarde fría y a la vez cálida. No había razón
para quejarme. También tenía una cabeza llena de abrumadoras obsesiones. Me
sentí asqueado. Me sentí poseído por esa nostalgia, por ese sentimiento de
estupidez hormonal, producto quizás de aquella escena desoladora, y
tímidamente emotiva que me rodeaba. O quizás solo era el brandy; que sé yo.
Lamenté no tener en mis manos una cámara fotográfica. Lamenté que nadie
más comprendiera o presenciara mi diminuto acto de comunión espiritual, lejos
del mundo, lejos de mis propias ambiciones.

Algunas ocasiones tus pensamientos son tan absorbentes que la realidad te


abofetea cuando los abandonas. Eso me sucedió la primera vez que estuve ahí.
Despiertas atontado, absorbido, y sientes que tus recuerdos no son demasiado

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diferentes a lo que te rodea. Entonces imaginas que los recuerdos y la realidad
son sensaciones familiares, y tímidamente dudas de la realidad. Las conexiones
cerebrales en un segundo se reactivan y nace un dejabú. Tal vez también sea un
sueño. En casa, desde la llegada de mi hermano, me era difícil pensar con
tranquilidad. Nos maltrataba el silencio; sencillamente, no nos llevábamos bien,
y a pesar de que no habláramos, nuestro mutismo lo denunciaba. Una total
ausencia de comunicación y un olor a tensión hacían imposible la soledad que
siempre había construido en mi vida. “no se quedará mucho” había dicho
mamá, desde hace más de cuatro meses. Ya ni siquiera respondía mis llamadas
de reproche. Con el correr de los días pasé más tiempo a diario en aquel parque;
algunas veces llevaba libros, y otras ocasiones solo llevaba mi cuerpo. Dormía
en casa y desaparecía pasadas las ocho; cuando alguien preguntaba por mi
domicilio, no sabia que responder. “En realidad vivo en el parque, pero las
cuentas llegan a esta dirección” dije alguna vez a un funcionario de la
universidad, que tomó mi expresión como una broma chocante ante su cargo.
Tras la llegada de las vacaciones estudiantiles el parque empezó a burlarse de
mi vejez, atrayendo a niños para que jugaran a mí alrededor. El ruido que
hacían y su incontenible felicidad terminaron ahuyentándome; cada día me
adentraba más—hasta las zonas menos tramitadas—y por fin, ya en el último
rincón del lugar, me descubrí solo. Por fin solo. Proseguí mis lecturas
tranquilamente en un lugar donde podría olvidar visualmente la ciudad. Pero
alguien me acompañaba. Tardé varios minutos en advertirlo.

Era un indigente bastante descuidado, parado en el último tramo de la vía


peatonal del parque, con una barba mugrosa, y la piel curtida por el sol. No
comprendí hacia donde se dirigía el otro extremo de la vía, pues no conocía
completamente la ciudad. Estaba parado justo en el centro, y se mantenía en pie
con dificultad. En su pecho sostenía un cartel viejo escrito quizás con un carbón
que decía

“el final esta aquí”

Más abajo continuaba, con un tipo de letra diferente.

“dios es una maquina de juguetes; la salida está aquí”

Tras él un conjunto de árboles rodeaban el camino, y su ramaje era tan denso


que la oscuridad en su interior resultaba irracional.

La frase no parecía del todo religiosa, a pesar de que el hombre tenía la


apariencia de ser uno de aquellos profetas de la demencia que abogaban por el
Apocalipsis. Me acerqué un poco. A unos seis metros sentí un aroma putrefacto,
una sensación de muerte fermentada y multiplicada por mil años (tal vez más)
que literalmente destruían el aire. El individuo ni siquiera se movió;
permaneció inmóvil. Creo que ni notaba mi presencia. Di la vuelta y regresé a

58
casa. Busqué en algunos textos lo que otros habían dicho sobre el fin; ignoré
intencionalmente a la filosofía helenística y a la teología, porque su paranoia
existencial me fastidiaba. Me dediqué a la ciencia. Los únicos divulgadotes
científicos que había leído en mi vida eran Carl Sagan y Sthepen hawkings.
Nada significativo. La astrofísica de los últimos 120 años revelaba la finitud y la
mortalidad del universo. Algunos sospechaban una infinitud de universos que
nacían y se destruían infinitamente. La muerte de lo existente podría generarse
por una contracción o por un colapso gravitacional luego de la total expansión.
Una explosión. Einstein siempre defendió el universo eterno y alterable de la
física clásica, a pesar de que su teoría de la relatividad fuese la piedra angular
de la mortalidad.

“el fin está aquí”

Un meteorito puede matarnos, pero también puede matarnos un automóvil,


una aspirina, una relación amorosa irresponsable, somos frágiles. Dios es una
maquina de juguetes. George Berkeley (contradictor de Locke) enseñó como
convertir al empirismo en un idealismo teológico; Considero que los hermanos
Wachowski se inspiraron en su filosofía y que Berkeley habría gustado de la
Matrix. El mundo es una falacia. En realidad todos estamos engañados. No
conocemos los objetos, solo lo que percibimos de ellos. Eso dicen los idealistas.
Pero ¡imbeciles! El secreto está en el lenguaje, en lo comunicativo, y si solo las
características del objeto pueden ser comunicables, solo existen en el lenguaje.
Esa noche, luego de volver del parque, dibujé los cultivos de seres humanos,
sentados frente al televisor, estimulados por información falsa y excitados por
la pornografía de los medios. Todos habían arrojado a la basura sus cerebros
porque odiaban la obligación de pensar. Todos sentían lo que la maquina les
ordenaba sentir. Acepto que mi sueño es un ridículo cliché;
contemporáneamente predecible, pero eso no le redujo lo perturbador de mis
obsoletas conclusiones visuales. Todos se masturbaban con maquinas en forma
de órganos sexuales y mataban por diversión, pero en realidad, no le hacían
daño a nadie. Solo eran felices. Todos Vivian en capsulas de bienestar ilimitado.
Me desperté asustado, y sudando a cantaros. La libertad es dolorosa, pero
ineludible. Mi boca tenía un asfixiante sabor a sangre. Eran las tres de la
mañana.

Múrcíélágó—decía el reloj electrónico.

No comprendí la palabra, ni su intencionalidad.

Me vestí y bajé hacia el parque. La ciudad estaba desierta. A lo lejos se


escuchaba la música posesiva y monótona de los antros; las mujeres de vida
interesante paseaban por toda la ciudad cada veinte minutos en un auto
diferente. Todo parecía perfecto. Todo parecía cotidiano. Escasas tres horas
separaban a la noche del amanecer. Llegué en veinte minutos al lugar que

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buscaba. Crucé el parque que reposaba bajo una sospechosa tranquilidad.
Todas las hojas inmóviles; tuve la sensación de caminar en una fotografía.

“el fin está aquí”

Vi el cartel del hombre, gracias a la luz de un alumbrado extrañamente


funcional. El hombre continuaba inmóvil en el lugar de siempre, observando en
silencio mi curiosidad. Mi corazón se aceleró.

—soñé que los hombres se engañaban— le dije; comenzaba a creerlo un guía


espiritual lleno de respuestas ambiguas e inimaginables— con sensaciones y
emociones externas, y que dependían de las maquinas para recibir placer.
Olvidaban la amistad, las relaciones humanas, el amor, y se encerraban en si
mismos

— si un hombre se engaña, todos lo hacen. —respondió el indigente, con voz


cansada. — No habría ninguna diferencia técnica entre el hombre que penetra a
una mujer buscando un orgasmo y el que se inyecta heroína. No hay diferencia
entre el religioso que recurre al fanatismo para ignorar su soledad y entre el
ebrio que luego de perder la razón olvida que está solo. Si uno no es libre,
ninguno lo es. Si alguno es libre, todos lo son.

— ¿que quieres decir con que el fin está aquí?

—simplemente el fin está aquí.

— ¿el mundo se acabará? —Pregunto de nuevo, cargado de escepticismo, para


conocer que tan basta es su coherencia y que tan argumentativa era su locura

—No. Simplemente el fin esta aquí.

Observo el túnel, está oscuro tal y como lo fue en la mañana

—Al fin y al cabo, solo somos cerebros, recompensados por nuestros genes con
sensaciones hormonales—digo, para entrar en discusión, y buscando
igualmente liberar su habla— En realidad no somos libres. Nuestra única
libertad corresponde a cumplir una predestinación genética.

—“somos maquinas diseñadas por los genes para perpetuarse


indefinidamente” ese es el sentido de la amistad, de la biología, de la filosofía,
de la religión, del amor. Todo se define así—dijo él—solo hay una salida; huir
del universo.

— ¿ese túnel es una salida del universo?

60
—simplemente el fin está aquí. El universo es limitado, pero infinitamente
curvo.

Los astrofisicos Martin Rees y John Barrow postularon una teoria que afirma
que el universo es una emulación de computadora (un juego) cuyo sistema
incluye una representación ilimitada de espacio. Cada detalle habría sido
diseñado por una raza superior para estudiar el raro fenómeno de la conciencia.
Si alguna vez el hombre logra procrear la I.A entenderá ( propone Barrow) por
acto reflejo, que en algún punto podría existir a su vez un creador que lo hizo a
él. Es la lógica borgeana… si el universo es una emulación podría tener
defectos; espacios que no concuerdan con las leyes físicas que controlan las
reglas de los demás estamentos, puertas que van a ningún lado, gravedades
contradictorias; todo era posible, incluso un agujero en el universo. Una salida.

— ¿te molesta si hecho un vistazo?

—el fin está aquí. Es tu elección.

Pase a su lado; el hombre se moría de putrefacción en vida. Pensé que era su


forma de advertir un infortunio, o de incrementar su apariencia de loco; era un
egoísta que no deseaba mostrar los demás una maravilla; una salida al
universo. En la distancia la luz del sol empezaba a distinguirse. Sentí frío.
Caminé dos o tres pasos dentro del enramado de árboles, y sentí que algo me
absorbía desde adentro. Me sentí infinitamente triste. Traté de voltear atrás,
pensé en mi madre, en mi hermano, entendí que cometía una locura, pero ya
era demasiado tarde; el suelo, el hombre, y la luz de afuera habían
desaparecido.

61
El Tostador que quería Ser pollito.

A— ¿que clase de titulo es ese? Suena muy tonto. ¿Sabes? Empiezo a


preocuparme por tu falta de imaginación

B —no lo sé; solo quería ser creativo. Y no es mi imaginación; solo sucede que
con el tiempo te has hecho un niño muy exigente.

A— Es una historia tonta, ¡ba!, un pollito tostador, desde ya me aburre, pero te


escucho; mira, estoy aburrido. Trata de no decepcionarme de nuevo.

B—Ok, préstame atención; habían una vez, un tostador que quería ser pollito…

A (interrumpiendo) —ZzZzZzZzZzZ

B— ¿me dejarás continuar?

A—desde ya sé que vas mal. “Érase una vez” no necesito ser un genio para
notar tu completa falta de imaginación. ¿Sabes que? Empieza por el nudo…de
pronto así me convences de escucharte.

B—diablos, me fastidias, pero escucha; el pollito tostador, liberado de su prisión


de hielo, voló hasta el tejado, y de ahí, en medio de una furiosa tempestad,
pudo llegar hasta el balcón de la casa. Era una diminuta manchita gris en la
inmensidad de lozas de barro y pedazos de tronco mohoso; su energía era

62
crítica. La oscuridad devoraba aquella vieja casa. Ingresó por una ventana rota
que daba al desván. Una vez bajó al pasillo principal, sintió una fuerte opresión,
resultado de estrellarse con un lugar desconocido. Aunque aquella era la casa
donde había nacido, ya todo era diferente, pues mucho tiempo había pasado, de
eso se dio cuenta al percibir los calendarios de la cocina y la densa capa de
polvo en el estudio. Habían robado algunos libros. El modelo de diseño que le
dio vida había desaparecido. Buscó en cada una de las habitaciones, pero el
doctor no estaba; se había ido, al parecer, hace mucho, y eso desorientó
totalmente sus objetivos. ¿Quien más podría ayudarle? ¿A quien podría acudir?
Se vio al espejo y no pudo más que sentir desprecio por si mimo. Nada se
parecía a él. Él era una abominación. Se sentía terriblemente desorientado.
Todo estaba destruido. La energía se agotó, y el pollito se instaló en medio de la
sala, con su convertidor de materia encendido, y sus circuitos desconectados.
Pensó; si el doctor llega, me verá aquí y me reparará, pero eso nunca pasó.
Decidió dormir para extender la energía que alimentaba su conciencia todo el
tiempo posible, pero su muerte estaba ya predicha. Sin embargo, mucho antes
de que su energía se agotara completamente, un gato se acercó. Tenía muy
malas intenciones. El convertidor de energía se activo justo en el momento en el
cual el gato trató de devorarlo. El convertidor de materia reaccionó con la carne
del gato y su forma metálica se unió a la estructura muscular del felino,
fusionándolos en una monstruosa y anormal criatura. Un gato mecánico, con
ojos brillantes, que desde el tejado decía “pio, pio” y devoraba carne, y vivía en
lo alto de la casa abandonada, algunos lo vieron mordiendo las cuerdas de la
energía eléctrica, y chirriando como si se comiera la energía.

Pronto la gente se reunió, alarmada por tan extraña criatura…

A— ¿y que paso después?

B— no sé, ¿sabes? Me voy a dormir. Hasta mañana; duérmete rápido.

A— ¡por favor, cuéntame!

B— ¿no decías que era una mala historia? Mejor me iré a dormir. (Fingiendo
sueño) ZzZzZzZzZz

A— ¡cuéntameeeeeeeeeeeeee!

63
Lista de sueños raros.

Acabo de soñar que mi hermana y yo sosteníamos una guerra mortal. Nuestro


ejército estaba compuesto por pequeños guerreros hechos con pedazos de
dedos de los pies. Eran verdes y montaban caballos de juguete tan salvajes
como caballos reales. Nuestro escenario de batalla era el pesebre de navidad de
la casa de la abuela. Nunca comprendí el sentido de aquella guerra, pero tenia
completamente metida en la cabeza la idea de ganar. Los guerreros de ambos
bandos eran fuertes, los controlábamos con la escoba, dando toques en el
pesebre como se controlan los guerreros de Warcraft. Cuando estaba a punto de
derrotarla, pues ella nunca ha sido buena para la estrategia, el pesebre entero se
levanto contra mí, e incluso el niño Jesús blandió una diminuta espada en sus
manos de infante contra mis hombres. Fui derrotado, y me acorralaron una
vaca y un buey hasta el desfiladero de la mesa. Pero no caí. El abismo entre las
mesas de la sala de mi casa desde mi pequeña perspectiva parecía infinito. Un
Rey mago me persiguió, uno que en la batalla comandó con valentía e ingenio
un ejército de ovejas plásticas sedientas de sangre, y al verme, ya exhausto y
desarmado, me decapitó, entregándole el triunfo a mí hermana. Recuerdo haber
llorado, viendo los pedacitos de dedos de los pies que en antaño fueron mis
soldados, regados por las casitas de cartón y los lagos hechos de papel seda…

Anterior a ese sueño me vi a mí haciendo cola en un hospital, en donde todas


las personas que conozco debían ser revisadas por un doctor Grande, moreno y
de mirada sospechosa. Por un instante tuve una espantosa sensación de peligro,
pero al ver que muchos conocidos entraban y salían sonrientes me despreocupe.
Pronto llegó mi turno. El medico me puso en una camilla de dentista, y me
pidió que abriera la boca. Lo hice. Al hacerlo introdujo una maquina que
descoció una parte de mi piel, y adentro, introdujo una enorme sonrisa de
silicona. Luego de un tortuoso ejercicio de ajuste, y de afligirme cosiendo la
silicona a mi carne, me dijo “no te preocupes; no te quejarás nunca más” asentí.
Lo más aterrador de todo fue que al salir, quise gritar, pero al igual que a los
otros, todos me vieron sonreír silenciosamente, mientras corría hacia cualquier

64
lugar de la ciudad, desesperado por encontrar una navaja para destrozarme la
boca.

Hace una semana soñé que mi abuelo había sido secretamente actor de
Broadway. Había huido al campo buscando una vida tranquila, confundiendo
tanto a las personas participes de su nueva y su antigua vida. Esa era la razón
por la cual un campesino de su temple había tenido entre sus cosas una
gigantesca colección de clásicos de la literatura universal. Un cazador de talento
siguió su rastro durante años—eso también explico los repentinos cambios de
domicilio de la familia—y solo pudo encontrarlo póstumamente. Me propuso
seguir sus pasos y acepté, pero fracasé en mi primer intento, por mi
desmesurada timidez.

—No te preocupes—me dijo— tu falta de talento quizás tenga otra explicación,


¿has pensado por ejemplo, que quizás eres adoptado?

—Eso explicaría muchas cosas—dije, desapareciendo por una carretera que


mezclaba algo de New York y algo de Bogotá, y que seguramente me llevaría a
casa.

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Una Hoja vacía

Tenemos un terrible problema con una hoja a la que le encanta sentirse vacía. Es
mi primer enfrentamiento de la noche, mucho antes que los asesinos o los
Cthulhu, mucho antes incluso que los dioses que flotan sobre la superficie del
primer océano. ¿A donde podríamos huir? La hoja vacía no cree en la
inspiración. Dio a luz a hijos obsoletos y deformes, para arrojarlos luego al frío,
y olvidarlos con descaro, pasado un tiempo razonable. A su modo es un dios
rencoroso y exigente; hoy en especial se ha encerrado en el capricho. ¿Me
permitirás nacer? gritan algunas escuálidas abominaciones, encerradas como
sospechas, en la redentora imaginación. La hoja es inclemente; responde al
silencio, que no todas las formas merecen el privilegio de vivir. Su voz nace de
la nada, baña las montañas y solo su eco llega hasta mis labios. Nadie jamás ha
debatido o cuestionado su autoridad.

Tenemos un problema con esta hoja vacía—que es el nombre más común que le
otorgamos a la nada—pero el asesinato, la extorsión o la mutilación no son una
salida viable con algo carente de propiedades. Ya que esta hoja tiene como
costumbre contradecir a Zenón, ¿por que no acabar con ella y con todo en este
instante? ¿Por que no matar al mundo, ya que opone resistencia, con un simple
y sincero Apocalipsis? A ella no le molesta; por el contrario, le complace.
Ardería Moscú bajo el incendio más espantoso del universo, y Haití se
congelaría en un cero absoluto. Una ola gigante barrería el oriente medio, y un
terremoto feroz despedazaría Europa. (Colombia seguiría intacta; no necesita
ayuda para destruirse) ¿A quien le importa lo que diga esta página, perdida en
medio de la mundana infinidad de deshonestidades humanas? Mientras todo
desaparece, estas paredes, y estas excusas, siguen ineludibles.

66
Hibernación

Soñé despertando en el consultorio de una antigua compañera de colegio,


llamada Ana Maria, que por ahora estudia psicología en la Universidad
Nacional. En mi sueño se veía muchos años mayor, y me observaba
desconcertada, detrás de unos bonitos lentes de marco dorado. Estábamos en su
consultorio, una oficina en una ciudad cuyo nombre intencionalmente olvidé.
Yo estaba conectado a un suero espeso y viscoso que se adentraba por las venas
de mi brazo derecho.

— ¿que hago aquí? —Le pregunté

— ¿no recuerdas nada?

—en realidad no—respondí

Ella se levanto de su escritorio, y acercándose a una biblioteca, extrajo un


pesado libro de cubierta en cuero.

—sufres de un extraño trastorno cerebral, llamado hibernación crónica.


¿Recuerdas eso?

— No. Lo ultimo que recuerdo fue que estaba en mi casa, acostado, durmiendo.

—eso no fue lo ultimo que te sucedió, pero ven, siéntate; tengo que explicarte
en que consiste tu problema.

Armada con un video, me mostró que llevaba veinte años durmiendo.

—Tu trastorno hace que pases diez años sumido en un inexplicable estado de
coma, y que solo puedas despertar un día pasado este lapso. La ocasión

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anterior, al enterarte, sufriste un ataque de pánico. Por eso me han pedido que
te asista, para que asimiles las cosas mejor.

— ¿por que sufrí ese ataque?

— por te dijeron que gran parte de tu familia y de tus amigos habían muerto
durante el tiempo que pasaste dormido.

—que raro—respondí—ahora no me traumatiza tanto como para llegar a esos


extremos…

—quizás te reprimes. Dime, ¿deseas hacer algo este día? Es mejor que lo
disfrutes, ¿no crees?

Amablemente me acompaño al cine, a las tiendas de electrodomésticos y a los


supermercados. Quería verlo todo. Al medio día me invitó a almorzar a su casa;
una bonita y gigantesca cabaña a las afueras de la ciudad. El día era dorado,
brillante y fresco. Ana estaba casada con un arquitecto, y tenia dos hijos. Uno de
ellos era una niña de cabello liso y sonrisa contagiosa, y el otro un niño
silencioso de inteligencia notable y modales distantes para hablar.

— ¿estudiaste con mama, verdad?

—Si, así fue—le respondí a su hija, de nombre Karla, que me preguntaba


mientras rebanaba su carne con un diminuto cuchillo eléctrico.

— ¿y era buena estudiante?

—Claro, era muy lista—volví a responder— siempre se mantenía al margen de


los mejores de la clase. Eso recuerdo. Además era muy responsable.

— ¿y usted era buen estudiante, señor oscar? —preguntó el niño.

Ana Maria, que bebía un baso de jugo de Lulo, no logró contener una sonrisa.

—Era…bueno—respondió por mí, cubriendo su boca aún con el baso de jugo—


algo irresponsable, pero bueno.

— y si eras buena, mamá, ¿por que eras amiga de un estudiante irresponsable?


—preguntó el niño de nuevo, con una mueca que demostraba contradicción.

Inevitablemente me sonrojé. Ana parecía contrariada.

—Anteriormente teníamos un valor diferente para la amistad; no había


limitaciones—explicó ella—estudié varios años con Oscar.

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—me encantaría que cambiáramos de tema—susurré.

— ¿usted pasó veinte años de su vida dormido, no? —preguntó de nuevo el


chico.

—si, así fue. Eso creo. La verdad aún no estoy seguro.

— ¿soñó algo? ¿Recuerda lo que soñó?

—soñé todo el tiempo, ahora que lo recuerdo. Aún conservo muchas imágenes
de mis sueños. En mi cabeza no pasaron solo diez años, pasaron miles y miles…
construí y destruí civilizaciones mientras dormía.

— ¿es eso posible, mamá?

— Lo es—respondió ella, observándome con confusión— no conocemos mucho


de su enfermedad. Además, los sueños no son exactamente historias lineales,
con un tiempo definido. Dormido diez años, debió soñar. Es muy probable.

— ¿puede contarme algo de lo que soñó, señor Oscar? —preguntó el niño.

—al principio, cuando me percaté de que el tiempo transcurría y no lograba


despertar, empecé a recordar cosas. Deberes. Empecé a imaginar situaciones
que seguían la línea de mi vida real, pero poco a poco, todo se hizo pintoresco,
excedido y grotesco.

—No comprendo—dijo la niña.

— mi imaginación obedecía a mis caprichos. Pero pronto me aburrí; no es la


gran cosa ser todopoderoso en tu propia cabeza. Empecé a soñar que
despertaba. Sentía una nostalgia desmedida y desagradable por mi vida real.
Veía a mi abuela, a mi familia; traté de recrear en sueños lo que era mi vida
antes de dormir. Pero mi imaginación me traicionaba; y la irracionalidad
devoraba mis sueños. Volvía a despertar cuando me defraudaba una versión
del universo…fue como girar en un carrusel, en un laberinto desquiciado.
Cuando llegué a una versión adecuada me quede ahí.

— ¿y como era esa versión, señor oscar? —preguntó el niño.

—era tal y como fue mi vida hace veinte años. Un muchacho sin nombre, atado
a una habitación, pasando su eterno aburrimiento escribiendo para nadie. De
día tenia una vida normal, y de noche era un creador.

— ¿soñabas que escribías? —Preguntó la niña

69
—Soñaba que soñaba— dijo el niño, en un irremediable tono de burla—eso
suena muy estúpido.

—debe serlo, pero de todas las posibilidades, solo esa comprendí.

Ana me permitió ver los noticieros, y ver todos los cambios del mundo. Su
esposo, llamado “…” me enseño los mayores proyectos arquitectónicos de la
humanidad, y los últimos aciertos tecnológicos. El día pronto se escurrió y volví
a sentir mi cuerpo pesado y adolorido. Me sentía maravillado por ese
incomprensible “futuro” que momentáneamente era mi presente y sin embargo,
mi enfermedad me reclamaba. Mis parpados se cerraban pesadamente.

—No te preocupes; nos veremos en diez años—dijo Ana, mientras


caminábamos al hospital—para ti solo será una noche.

—para entonces quizás tengamos un robot que sirva la cerveza y otro que corte
la pizza por nosotros— dijo “…”

Sonreí.

— me siento desconcertado—susurré— en realidad, siento como si solo me


quedaran dos o tres días de vida.

—Técnicamente es así, pero no te sientas mal—dijo “…” dándole a mi espalda


un par de palmadas— Verás a la humanidad avanzar como nadie, y no tendrás
que esperar. De un día para otro, para ti, desaparecerá tecnología, todo será
nuevo, los sistemas cambiaran, se caerán y mejorarán. Serán como viajes
momentáneos al futuro. No te desesperes. Nosotros estaremos aquí y te
actualizaremos.

Llegamos al hospital. Dos enfermeras me conectaron a mi antigua maquina y


dormí profundamente pasados pocos minutos. Lo último que vi fue a mis dos
amigos momentáneos, despidiéndose con la mano. Sus miradas me reanimaron.
Luego, perdí el control de mi imaginación. Para describir todo lo que soñé,
serian necesarias más páginas de las que estoy dispuesto a escribir. En la lasitud
del sueño, recuerdo en una de mis tantas versiones de un despertar, encontré
una imagen vagamente conocida frente a mí.

— ¿Ana? —susurré, en un hilo de voz.

—No—dijo la imagen, con una voz mucho más aguda y joven que la de mi
amiga, mientras sonreía acomodando su largo pelo negro—soy Karla, la hija de
Ana, ¿me recuerdas? Feliz despertar, señor Oscar.

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— ¿Dónde esta tu madre, y tu padre? Claro que te recuerdo, pequeña, como si
hubiese sido “ayer” —sonreí— ¿Porque tus padres no han venido a saludar a
este viejo amigo?

El rostro de Karla se oscureció.

—siento decirlo de una manera tan poco almidonada, pero ellos murieron hace
ya tres años.

Karla volteó hacia el baño, llenó un jarrón de plástico con agua y colocó unas
flores sobre él. Las flores eran artificiales. Guarde silencio un instante, y pasé
mis ojos por la ventana. El vidrio era espantosamente grueso. Afuera, el cielo
lucia rojo y ceniciento, como debe lucir el remolino de un huracán de fuego.
Aviones militares lo cruzaban constantemente. Volteé mi mirada a la joven
Karla, que silenciosamente me observaba

—Este no es un futuro agradable—dije, con un hilo de envejecida voz.

— Lo sé—respondió ella, colocando sobre mi cama una bandeja de alimentos


sintéticos— La guerra nos ha robado la esperanza. ¡Pero animo!, mira, he
venido yo a cumplir el compromiso de mis padres—se secó con sus largas
manos las lagrimas que atravesaban su rostro— ¿que deseas hacer? Esta vez yo
te acompañaré. Hay muchas cosas agradables para ver.

Le observé detenidamente, y mis ojos se humedecieron. Traté de que mi mirada


expresara todo el agradecimiento que fuese posible expresar.

—Lo siento, pequeña, pero creo que prefiero dormir—dije, mientras observaba
su sorprendido rostro— dile alguno de los médicos que me traiga un sedante.
No quiero salir de aquí.

— ¿estas seguro? Mira, los médicos me dicen que podría ser tu último
despertar. De hecho, podría ser el de todos— su voz se quebró—extraño a
mamá, no imaginas cuanto. Pensé que en tu compañía podría recordarla mejor.

Su silencio fue doloroso. Una especie de avión abismal sobrevoló el edificio, he


hizo temblar la habitación. Comprendí en ese instante el porque de los vidrios
gruesos. Volví a ver a Karla; estaba sentada junto a mi cama, con un bonito
vestido azul. De nuevo sus lágrimas y su voz ahogada me conmovieron.

—Si vuelvo a dormir, quizás vea a tu padre, a tu madre y a mis amigos. —Dije,
con una cansada voz prematuramente envejecida— No imaginas cuanto
necesito verlos a todos; para mí, que hace solo tres días perdí mi universo, todo
esto es irreal. Sé perfectamente que mi tiempo escasea. Podrás llamarme

71
cobarde y no me sentiré ofendido. Este momento y esta realidad, para mi, no
existen; solo estoy soñando. Tú no has nacido. Dormir es lo que deseo hacer
ahora. Quiero volver con las personas que extraño.

Ella comprendió. Tardó unos minutos y regresó con una pastilla verde que
sabia a cereza. Al tragarla toda la imagen se nubló, sentí un extraño sabor en mi
boca y me mareé.

Lo último que vi fue el rostro de Karla, que sonreía desde la puerta de aquella
habitación.

72
El retorno a la nada.

El fatigado hombre sintió la calidez de un techo y el abrigo de una cama, cientos


de pasos antes de llegar frente a la casa en ruinas que sobresalía en la llanura.
En la distancia la creyó habitada, pero aquella idea (necia en los tiempos que
sufría) se fue desvaneciendo una vez se acercó a la puerta principal. Encontró a
sus pies vidrios rotos de las ventanas, y fragmentos del techo que se habían
derrumbado por las lluvias. Solo bastó un suave empujón para entrar y
enceguecerse con la húmeda oscuridad. Algo tímido, respiró profundamente,
confundiendo la pestilencia con el olor de un hogar; confundiéndole con el
olor a moho pútrido que se hundía en su nariz. Descargó su maleta en lo que
algún día fue una sala, y busco un lugar cómodo para dormir y recuperarse. En
el piso de arriba encontró un colchón que aun podía inspirar sueño. Había
ropas tiradas en el suelo, ropas de niño empalagadas de polvo y resequedad. En
el centro de la sala, una mancha carmesí. Sangre, pensó. Sangre antigua de tono
sepia.

Junto a la cama, se tiró al colchón de espaldas, como sumergiéndose en el agua.


Como tantas otras veces, durmió con su uniforme puesto, y colocó amarrado a
sus brazos el fusil. Tuvo un sueño corto, atiborrado de pesadillas. Lo despertó a
media noche el inhumano sonido del viento, posesionándose de la casa desde el
primer piso. Desde entonces, y sumido en una habitual paranoia, no pudo
conciliar de nuevo su sueño. Espero el amanecer en silencio, junto a la ventana.
En la espera, confundió aquel instante con la guardia militar; recuerdos difusos,
cercanos, enredados por el olvido.

Sin embargo, el amanecer no llegó. En vez de él nubes oscuras, asfixiadas de


lluvia, invadieron el cielo. Los relámpagos se derramaban sobre la pradera.
Campo seco, cargado de maleza, que seguramente alguna vez fue un maizal.
¿Como se llamaba aquel lugar? No lo sabía. Había caminando por días enteros,
durmiendo en agujeros, uniformándose de noche oscura. Era un desertor que
huía. Había tenido suerte; solo encontró campo desolado. Nadie lo denunciaría.
Sin embargo eso no lo tranquilizaba. En realidad, no tenía a donde ir. Poseer la

73
libertad de elegir un destino (por insustancial que fuese) le aterraba. Por ahora,
aquella casa, a pesar de los muros mohosos, el polvo y el olor a mugre, tenia
algo de acogedor. Necesitaba pensar, descansar y dormir.

La lluvia fue desde un principio torrencial. Desde un principio, la oscuridad no


dio salida. Solo los relámpagos le demostraron que aun existía un mundo
exterior. El hombre entonces busco en su maleta algunos artificios, y se dedicó a
reparar lo que aun fuese útil en la casa. Arrancó una puerta en la cocina y la
llevo hasta la entrada principal, cuidándose de que los detalles no descuidaran
la sensación de abandono. Por aquella pradera, inevitablemente, pasarían
brigadas militares, que le fusilarían a la primera oportunidad. Curó algunas
goteras con tablas y clavos, y sacudió con tablas el empolvado colchón de la
cama que eligió. Ya en la lluvia, tuvo confianza para dormir a sus anchas.
Pero las pesadillas asechaban. Fueron inevitables los recuerdos, la vida misma,
en la distancia imprecisa de la niñez, cuando se escondió tras un antifaz de
pesadilla. Soldados armados destruían la puerta, golpeando, llamando a los
hombres, separando a las mujeres. La voz espeluznante que dominaba la noche,
la voz del fuego. Pesadillas que en realidad eran recuerdos, y que el sueño
revivía con la crueldad de un verdugo enpalador. Él sólo era un niño escondido
en la habitación diminuta, temeroso por las sombras de la ventana, atiborrado
por las voces. Ya le habían dicho, con detalle, donde debía esconderse, pero en
el instante en el que escucho las voces y los disparos, lo hizo todo con tal
torpeza que estuvo a punto de hacerse escuchar. Refugiado, y en silencio,
espero un milagro. Tuvo la esperanza de que alguien salvara a los suyos. Por
desgracia nadie llegó. Cuando la masacre terminó comprendió que el silencio es
miles de veces más espantoso que los llantos. Silencios precedidos de disparos;
gritos en la distancia, y la horrible sensación de haber sobrevivido solo para
ahogarse en la locura. Con sus propias manos, al amanecer, enterró a sus
padres. Lo hizo sin pensar, mecánicamente, librándose de la tristeza con la
indiferencia de un idiota, para luego llorar días enteros sobre las tumbas
frescas. Cuando el bando contrario lo encontró, apenas respiraba. Lo
alimentaron y lo llevaron a un pueblo vecino. El odio hizo que él, rápidamente,
asumiera como suya una ideología paterna, extraña e impersonal siempre, que
hasta entonces le fue indiferente. Así se hizo soldado.

Hoy, abandonado, era un desertor. Un hombre cargado de recuerdos, incapaz


de llorar.

En aquellos días, en la distancia de su niñez, conoció pueblos, mercados, y


hombres vivaces, que cultivaban la tierra y dominaban la llanura. Hoy solo
quedan escombros, y el inagotable olor a sangre seca.

**********************

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Camino durante la noche, hasta las puertas de un pueblo desconocido. Un
grupo de soldados dormitaba sobre las ruinas de una iglesia, así que los evitó
durante su recorrido. A medida que avanzaba el aire se enrarecía. Bajo sus pies,
el frío verde de la hierva se hacia mas vivaz.

El pueblo entero era un fantasma estancado en la montaña. Pocas casas se


mantenían en pie, y casi todas las vías empezaban a convertirse en ríos de
hierba. El bosque reclamaba la tierra que un día fue suya; la humanidad huía
entre las armas, matándose y abonando la tierra con su carne. El hombre pensó
que aquel era un destino inevitable, y no juzgó más allá de lo superficial. Él
también había matado a otros, cobrando una venganza que siempre fue
insípida.

Terminó escondiéndose a las afueras, en algo que parecía una pesebrera. Ahí
observó como los militares (no reconoció el bando) partían por donde él
llegaba. Su paso fue lento porque abundaban los heridos, y porque sus rostros
apestaban a muerte. La desesperanza les consumía. Por un instante, sintió
compasión de ellos, pero semejante idiotez (castigada entre las filas del ejército
que abandonaba) se desvaneció de su memoria. Solo él era digno de compasión.
Todos los demás, obligadamente, merecían la muerte.

Espero un día escondido, sin moverse. Lo despertó de nuevo el espantoso


rumor del viento, el frío del anochecer. Estaba desorientado, sintiendo a cada
paso un hambre intensa y los labios amargados. Observo todas las direcciones,
incapaz de decidir por una. Su mirada, al fin, se detuvo en el potente humo que
emergía del pueblo que había creído abandonado. Escuchó el ruido grumoso e
indefinible de una multitud. Algo de alegría lo embargó. Aun había gente. Tal
vez se escondían como él, huyendo de la guerra.

Olvido la prudencia, y sus pasos, emotivos, olvidaron la sutileza que guardaron


durante la huida. Su corazón palpitaba con violencia, su estomago, por primera
vez, sintió la cercanía de un suculento plato cocido. El hombre no evito
confesarse que moría de alegría. Habían otros. Había esperanza. Reconoció la
multitud mucho antes de adentrarse en ella; giraban en torno al fuego, en una
celebración indescifrable. Aquellos hombres, de apariencia torpe, parecían
maquinas confusas que giraban sin sentido. Notó inmediatamente que algo
andaba mal con ellos. Un susurro suave emergía de sus bocas. Un lamento
doloroso, cargado de apatía, parecía su voz. Su propio nerviosismo, su pesada
respiración, lo delataron como un extraño.

No tardó en comprenderlo, al ver la blancura de sus rostros, la huesuda


inexistencia de sus ojos, la ausencia de aliento o respiración. Todos estaban
muertos.

— ¡Largo de aquí!—gritó una voz— ¡no eres bienvenido!

75
“debo estar soñando otra vez” pensó el hombre, aunque sabia que se
equivocaba.

La multitud se acercaba, armándose con piedras y palos que había por doquier.
Gritaban enfurecidos por su presencia, con la expresión pudorosa de esqueletos
desnudos, avergonzados y violentos.

— ¡ha visto nuestra celebración! — Gritó uno desde una ventana, que poseía
voz de mujer— deben matarle ¡atrápenlo!

El hombre fatigado, distanciándose del pánico, no espero más tiempo y empezó


a correr. Tras él, esqueletos furiosos le perseguían armados con piedras, palos y
machetes oxidados. La suya era una diferencia irreconciliable, que solo podría
resolverse con la muerte. La vida los había hecho peones y cómplices de bandos
diferentes, pero la muerte, siempre justa, los había hecho iguales. Los muertos
defenderían esa igualdad con violencia, tal y como defendieron, en vida, causas
aun más superficiales. Por eso, el extraño debía morir.

Por su parte, el hombre fatigado corría, esquivando los troncos y evitando las
piedras. Una vez más, perseguido por la muerte, se adentraba en la oscuridad
de la noche, buscando la protección de los bosques y las praderas, en dirección
a la nada.

76
La Suicida II

La dignísima institución educativa San Bartolomé, a la cual pertenezco desde


hace veinte minutos, queda un poco retirada del sector urbano de San agustín.
Posee fama de mediocre y de aburrida, aunque también es relativamente fea. Su
edificio principal posee tres plantas repletas de habitaciones, corredores y salas
de servicio (la ultima es una biblioteca, donde también están los dormitorios
femeninos). De largo mide como trescientos o cuatrocientos metros, y de altura
no supera los cuarenta, incluyendo la biblioteca. Sus paredes están levemente
torcidas, y para completar, fueron pintadas de colores horribles. Algunas
formas amorfas, dibujadas en todas las paredes, podrían estropear la mirada del
observador si este se aventurase a observarlas desde un Angulo inadecuado
(piensas inmediatamente que aquella abominación corrió por cuenta de los
niños castigados, siguiendo los modelos mentales de algún profesor imbécil)
Muchos chicos de edades diferentes pasean por todas partes, y lo primero que
te muestran—como si fuera un fenómeno turístico de importancia—es un
sendero que atraviesa el boscoso alrededor del colegio. El sendero es bonito,
pero me da lo mismo. Frente al edificio hay una cancha de baloncesto y otra de
voleibol, y al lado derecho de las canchas hay una edificación de guadúa. Los
salones, que se distribuyen alrededor de la cancha de baloncesto, no son
habitaciones, son quioscos con las puertas abiertas a los mosquitos. Todo esto
será interesante, imagino con pesimismo. La señora que me guía (su nombre es
Maria) me dice que es hora de conocer mi habitación. Subimos por una escalera
lateral al segundo piso, que carece de reja, y que esta hecha de cemento. Ante
nosotros se abre un pasillo oscuro, que termina cien metros al fondo en un

77
espejo encorvado. La puerta es una reja oxidada, pero impenetrable sin llave
“aquí viviré los siguientes dos años de mi vida” sentencia ese lago de mi
conciencia que goza castigándome. Agarro mi maleta y mi guitarra. Siento un
leve escalofrío al sentir tantos olores diferentes y desagradables, y el ruido de
un montón de mocosos desconocidos.

Ya es demasiado tarde. No es posible dar marcha atrás.


—Esta será su habitación—dice la señora Maria—dormirá con otros cinco
chicos. Todos son muy buenos muchachos; estudian mucho. Se los presentaré
en el comedor.

Coloco mis maletas sobre una de las camas de arriba. Está en tablas. En una
habitación lateral hay un montón de colchones viejos.

— ¿trae candado? —me pregunta Maria

— no—respondo—nadie me dijo…

— no se preocupe, yo le prestaré uno—saca de su bolsillo uno diminuto, con


una llave, mientras esboza una rara sonrisa— pero dígale a doña Karla que para
que conserves las cositas de uso personal es necesario, asi que debes comprarlo,
aquí se necesita porque usted sabe, estos muchachos son un tanto
“indelicados”…

sus diminutivos son quisquillosos, y generan una desagradable sensación de


indigestión
Las habitaciones son pequeñas, y tienen tres camarotes. En un lado de la pared,
el que esta a la derecha de la puerta, hay seis cajones metálicos, con aberturas en
forma de oreja para introducir un candado. Suficientes para seis muchachos en
total. El ambiente no parece demasiado hostil. Los baños son al fondo; en total
somos veintitrés hombres, distribuidos en seis habitaciones. Las ventanas son
amplias; cubren la mitad de una pared, e igualmente están enrejadas, pero no
alcanzan a producir claustrofobia. Los chicos del colegio pasean en todas las
direcciones de manera perezosa, esperando las clases de la tarde. Las señoritas
no se ven apetecibles (salvo un par de casos) ellas duermen en el tercer piso. No
conozco a nadie. Llevo horas usando inútilmente mi mejor expresión de
simpatía. Vi ya a mis compañeros de clase; ojeamos superficialmente las
materias de la mañana, pero no me interesé demasiado por comunicarme. Es
decir, no fue intencional, pero no logré hablar con nadie, a pesar de que lo
intenté un par de ocasiones. Las clases fueron largas, introductorias y aburridas;
como nuevo, tuve que presentarme tres veces. Tome apuntes sobre la mayoría
de primeras impresiones que recibí de los individuos que observé; hay dos o
tres, de aquellos que parecen detestables por herencia genética, con los cuales

78
(creo) debo guardar distancia. Tengo la vaga impresión de conocer a uno de
ellos. Su nombre es Carlos. Su cara me es conocida de algún otro colegio de
infancia.

—Las clases de la tarde comienzan a las dos—dice Maria, luego de entregarme


mis sabanas y desempolvar mi cajón de la ropa— Debes llevar ropa deportiva.

— ¿ropa deportiva?

—si, si, ropa deportiva mijito, ¿nadie le dijo?— levanta levemente un pie y me
muestra sus zapatos; son tenis blancos— Por la tarde tenemos clubs de deporte.

—Muchas gracias—Le digo. Cierro la puerta. Me subo a mi cama, aun en tablas


y de mi bolso de mano saco un libro de mi colección familiar. David
Copperfield, de Dickens.

Cargo conmigo un paquete pequeño de discos compactos y un discman de una


marca japonesa. El disco que suena ahora es una copia revuelta del Adore de
los Smashing Pumkins. Un sonido deprimente, nostálgico. Me dedico también a
terminar mi lectura; la música me tranquiliza, aunque el libro pretenda hacer lo
contrario.

(…Los hombres inteligentes son tan escasos, y cuando los conoces, resultan tan
odiosos…)

Salgo algunos minutos antes de las dos, vestido con una sudadera de color
negro. Pasé media hora en la habitación, y ninguno de mis compañeros se
apareció por ninguna parte. He dejado el discman y las cosas de valor bajo
llave, usando el candado de la señora Maria. Los chicos hablan formando
grupos de seis o siete en diferentes lugares y en diferentes circunstancias; todos
visten de manera relajada, deportiva, pero yo no dejo de sentirme postizo.
Alcanzo a percibir una estratificación socio sicológica según el deporte elegido;
los mejor vestidos, por ejemplo, los más grandes y fuertes, juegan baloncesto.
Las chicas silenciosas están en voleibol. Los raros y extravagantes en atletismo:
Los niños pequeños, en patinaje. Los basquetbolistas llevan también zapatillas
costosas y ropa americana; son los chicos afortunados del colegio. En atletistas
están los más sencillos; llevan toallas, maletines ligeros, zapatos cómodos y
baratos. El sol está sobre nosotros aún; aunque es bastante brillante, no logra ser
incómodo. El viento inclina los árboles que están a nuestro alrededor y refresca
la piel, con cierta delicadeza. Es un bonito día.

El profesor de educación física y filosofía que dicta en décimo se llama Manuel,


es moreno, de estatura baja, con una extraña mirada de agudeza. Su voz es
perspicaz y autoritaria, pero no del todo desagradable. Me lo encuentro camino
a los baños. Me saluda con cordialidad y me pregunta algo inentendible (el

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ruido que hacen los chicos de primaria es intenso) a lo que respondo
afirmativamente. Los baños del primer piso están llenos de hombres-simio
pertenecientes a la escuela de baloncesto (en definitiva, abundan; todo será
interesante, repito…) todos tratan de decorarse y reparar sus peinados, hablan
ruidosamente y alardean de todo lo que puede alardearse; dos de ellos
pertenecen a mi grado. A veces, por el hecho de verlos silenciosos y engreídos,
cometo el error de otorgarles cierta agudeza, que desaparece cuando abren la
boca. Son en su mayoría imbéciles o tarados que fingen muy bien actitud. A mi
derecha uno habla de tatuarse el “chulo” que identifica a una marca de tenis en
su brazo derecho. Su voz es espantosa; grotesca como la armonía de un cuervo.
Guardo silencio, pero íntimamente me río de su adicción a la moda. Es un
compañero de clase; tanto peor. Me miran, me observan como los machos alfa
pueden observar a un extraño, pero no me determinan; l oque a la final me
agrada. Si las cosas siguen asi, sobreviviré sin desentenderme de nada.

Al salir me encuentro de nuevo al profesor Manuel.

— ¡Gómez, Gómez, venga para acá! —Dice, indicándome a su vez con la mano
— me dijeron que usted es un gran jugador de ajedrez. Este es el muchacho del
que le hablé; con él debe jugar.

Sonrío. ¿Jugar?

—Mucho gusto—digo, estirándole la mano— mi nombre es Jorge.

—David Martínez—dice el hombre, es pálido, con ojos pequeños y mirada de


niño, casi de mi altura, pero un tanto más fuerte— ¿una partida?

—si, si, él ya dijo que si; le pregunté en el baño—aclara el profesor, antes de que
yo responda—Me hablaron de él; es bueno. Este será su trabajo de la tarde
muchachos— chasquea los dedos con la orden, se despide con la mano y
desaparece tras el pasillo, dejándonos para encargarse de su club de atletas.

—Eso no es cierto—respondo, con la más mínima modestia, cuando nos


quedamos solos— en realidad no juego desde los once años.

Usé el titulo de ajedrecista intencionalmente para impresionar al profesor que


me entrevistó. Nunca pensé que se tomarían la molestia de investigar hasta
donde llegaba mi falta de honestidad. Afortunadamente si he leído a Daniel
Defoe, a Morrist West y a Sthephen King y distingo la diferencia entre Billy
Corgan y Paul Banks. Sé quien es Camille Desmoulins y he leído a Mikail
Bakunin; de ellos dos he tomado mi seudónimo literario. Me apasiona el
liberalismo francés y la democracia participativa. Siento simpatía por la
anarquía. Toco guitarra, leo de veinte a treinta libros al año, no soy del todo un

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farsante. Solo exageré en aquello de que juego bien el ajedrez, y lo dije con el
ánimo de parecer un poco más intelectual.

— no se preocupes, ¿Jorge? —Agrega David, sacudiéndose la camisa— yo soy


bastante malo.

Veo que sonríe, pero no comprenderé esa expresión hasta después de finalizado
el juego. Me permite las fichas blancas; guardo silencio, empiezo
predeciblemente con mis caballos. El inicia con sus peones y alfiles. Nuestros
movimientos diferencian muchísimo nuestras jugadas, por ejemplo; mientras
que yo me tardo un par de segundos en responder, él se toma su tiempo, a
veces un par de minutos. Es un hombre tranquilo. Yo juego desordenadamente,
y una a una mis fichas mueren. ¿No es un momento exageradamente borgeano?
Trato de concentrarme; ojeo las posibilidades, las formas de ataque, los lugares
desde donde puede matarme. Llaman a la probabilidad militar estrategia.
Pienso en blue, una computadora capaz de competir con el complicado cerebro
humano, pienso en Gasparov y sus doce sicólogos tratando de lidiar con su
locura ¿comprenderá el alfil que solo es un instrumento?—Preguntó Borges, en
uno de sus poemas—eso me pregunto de mi mismo a veces. En días como este,
acostumbro a cometer la desfachatez más humana de todas; creerme importante
en el universo…

—Mate—dice David. Se levanta y estira los brazos. Fue rápido.

Tardo en asimilar mi rápida derrota.

David sonríe.

— ¿revancha? —pregunto, con una muy cobarde humildad.

—Desde luego—responde, con una tímida sonrisa.

Me gana seis veces seguidas en una tarde. Al final se aburre, y yo empiezo a


buscar alguna ventaja. Le hablo de un montón de cosas para distraerlo—él, sin
embargo, no pierde la concentración— llega su hermano menor y se sienta a mi
lado, se llama francisco, y es idéntico a él salvo algunos detalles
morfológicamente graciosos. Se dedica a observar. Descubro un poco tarde que
mi rival es arrogante hasta la medula, y que indudablemente es un hombre
talentoso. Me impresiona. Me resulta imposible no sentir por él algo de
simpatía.

— ¿el profesor debe enterarse de esta escandalosa derrota? —digo, y no puedo


evitar sonrojarme; mi voz se quiebra en las últimas silabas.

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—Desde luego; de ella depende la nota— responde con sequedad, aun
atendiendo a tablero.

Por un leve instante levanta la mirada, me observa y sonríe.

—No se preocupe, don jorge—dice al fin— guardaremos el secreto.

Bueno, no es un autista; sufre de la molesta empatia. Podremos ser amigos.


Jugamos una partida más, que termina en tablas. Ya no se esfuerza, juega
desorganizadamente y sin pensar (como lo hago yo) bosteza varias veces. Lo
aburro. Luego se despide apresuradamente, y desaparece tras la abertura hacia
los baños. Hace parte de la escuela de atletismo; su ropa es cómoda,
descuidada; mi teoría es acertada. Su hermano viste con un poco más de
delicadeza.

— ¿un juego?

—Claro—responde también.

Él es un poco más considerado; solo me gana una vez y se retira. Casi son las
cuatro de la tarde. Recojo el tablero y me quedo sentado observando, los chicos
realizan sus últimos juegos y sus energías ya no son las mismas. Los de
baloncesto sudan como caballos, los bicicleteros de las chicas de voleibol están
aun más ajustados, y los niños de patinaje están sentados, riendo y bromeando.
En voleibol hay una chica de rostro agradable; su imagen me recuerda a cierta
“pintura” perteneciente al arte del Mellon Collie And The Infinite Sandness. Su
expresión produce una larga e indefinible tristeza, una sensación de letargo, de
dulzura. Es un poco gruesa, parece ingenua y torpe, pero hay algo profundo y
ensordecedor en su mirada, que no alcanzó a definir.

Que iba a saber yo que ese mismo día ella trataría de quitarse la vida.

A las cuatro los chicos toman sus maletas y se dirigen al autobús. Otros se van
en bicicleta. La chica del rostro triste no se va, y por el contrario sube al tercer
piso; es interna, como yo; vivimos en el mismo edificio. Yo hago lo mismo, me
dirijo a la escalera de cemento que conduce a las habitaciones masculinas. Los
chicos que encuentro son mis compañeros de habitación. Uno de ellos es
moreno, alto, fuerte, su nombre es Marcos; dice conocer a alguien de mi familia,
su acento es extraño y habla apresuradamente. Es un campesino del sur del
departamento, es muy amable, casi hospitalario. El otro es rubio, y tiene los ojos
verdes, es exageradamente delgado, y tiene el pelo relativamente largo, su
nombre es Mauricio. Ahorra muchísimo las palabras, y de algún modo prefiere
los gestos. Hay otro chico, notablemente fuerte, rubio también y con ojos claros,
de mandíbula prominente, y cerebro precario; su nombre es Alejandro. Hay un
chico pequeño, moreno, y solo escuché que lo llaman ratón. Otro de ellos es

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pequeño también, pero de rostro molesto, quisquilloso, se nombre es camilo, y
resulta bastante notable su postura de niño problema. No habló y no se
presentó en esa ocasión.

Marcos se presenta y presenta a los demás, hablamos un rato de nuestros


orígenes, de nuestras preferencias. Consideran extraño—y hasta molesto—que
alguien abandone las comodidades de su casa para esconderse en un lugar así.
Detestan este colegio; todos somos de cuna campesina, provenientes de familias
rurales (en realidad soy mitad campesino, mitad militar, por parte de padre; no
es algo de lo que me sienta orgulloso) Les gusta mi guitarra y todos la toman
para hacerla sonar de manera torpe, sacudiendo las cuerdas sin marcar ninguna
nota; es una conducta inevitable en los muchachos de su edad. Ratón dice que
es la primera vez en su vida que ve una guitarra eléctrica; su emoción me obliga
a sonreír. Mauricio dice ser parte de mi clase, pero no recuerdo haber visto su
rostro en la mañana. Son agradables; pero somos algo diferentes. Visité mejores
colegios que ellos, me indujeron a la lectura y conozco un poco más de
información, diría, ingenuamente, un poco más de mundo. Nuestros gustos
musicales chocan, pero por otro lado, ya que nacimos y nos desarrollamos en
los mismos ambientes, somos muy similares (lo sé; suena contradictorio)
Mauricio es un muchacho silencioso y algo depresivo; lo noté con el tiempo. Se
ha ganado varios reconocimientos por ser un alumno estrella. Su edad—calculo
—debe estar entre los dieciséis años y los diecisiete. Marcos es un chico alegre,
simpático y diplomático. A pesar de que apenas y nos conocemos no se guarda
nada para él, me pregunta por mi familia, por mis gustos y mis actividades, y
me pregunta la razón por la cual abandoné el colegio Nacional. Le miento,
como le mentí a todo el mundo. Desde afuera aparece la señora Maria:

— ¡a la huerta! ¡Chicos, a la huerta! —grita, ingresando a su habitación, que


queda al fondo, junto a los baños. El llamado es largo, perezoso. Solo grita un
par de ocasiones.

Su voz hace que todos se cambien de ropa, se armen con instrumentos de


trabajo y salgan en fila hacia la parte trasera del colegio. Al otro lado, por el
pasillo que atraviesa el edificio, junto a los baños, van las chicas también. No
visualizo a la damita de la mirada triste. Un profesor nos acompaña, es la única
cara conocida desde que llegue aquí; fue él quien me realizo la entrevista.

— ¡que tal jorge!, ¿a gusto? ¿Si era el espacio que buscabas?

Le sonrío. ¡Si las miradas pudiesen expresar toda la profundidad de una


decepción! Aquel profesor me simpatizó desde un principio. Es un hombre alto,
de gustos refinados y ciertas inclinaciones intelectuales. Se llama Diego
Cardoso. Nos entendimos en gustos literarios y musicales; también sentimos
cierta atracción por algunos fragmentos del esoterismo europeo… para colmo

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de males, posee cuatro trabajos de los Smashing Pumpkins y gusta de Sonic
Youth; en definitiva, todo un personaje.

—Me acostumbraré—respondo—no será tan difícil. Ellos no parecen demasiado


frustrados.

El profesor afirma con la cabeza, se adelanta y saca una llave de su chaqueta


que jira al ritmo de sus silbidos. Una de las puertas de la granja se abre; hay un
montón de azadones, de palas, de machetes y herramientas de trabajo. Algunos
de los chicos no los necesitan; tienen los propios. Alrededor hay seis cocheras
donde se instalan enormes cerdos de ceba que producen un montón
desmesurado de estiércol y de moscas. Frente a la casa del Granjero—un señor
de nombre Julio—hay una jaula para pajaritos, y algunos cajones y gallinas de
campo. Al fondo hay una habitación dedicada a los conejos, y otra a los pollos;
don julio pasea por la granja sosteniendo siempre un machete o un montón de
hierba o cañas de azúcar; es moreno, con un bigote apenas pronunciado sobre
su labio derecho, usa un sombrero de paja, una camisa vieja y manchada,
recogida sobre las mangas y abierta en el pecho. Son visibles sus músculos,
torneados pero pequeños (característica de gran parte de los campesinos de la
región) Hierba y caña es lo que comen algunos animales. Los cerdos comen
lavaza, las gallinas granos, y los conejos (¿?) El barro en el suelo es intenso, a
veces maloliente; la noche anterior fue lluviosa. No tengo botas plásticas; todos
las tienen. El área de la granja que le pertenece a don Julio como espacio
personal es tranquilo; algunas sillas de madera, un radio junto a un almanaque,
algunos sombreros colgados en las paredes, una hamaca, un televisor, un
cuadro. Su esposa está sentada en una de las sillas de madera; saluda a algunos
de los muchachos internos, luego, cruzamos hacia el lado de los cultivos.

—este es el área que les pertenece a ustedes, los internos—dice, enterrando su


pala en la tierra— Para los que no lo saben, trabajan una hora al día aquí.

Alegremente me pasa una barra metálica, me sonríe y me señala el suelo seco.


Yo ni siquiera sé como se llama esa cosa, y mucho menos para que sirve.

—Marcela, ¿puedes decirme donde está Isabel? —Pregunta luego de


entregarme la barra, a una chica que está a un par de metros a mi derecha

—me dijo que se sentía enferma; no pudo bajar

Cardoso cambia su expresión, y desaparece de vuelta al colegio. Al otro lado


del grupo, Alejandro tiene una barra idéntica a la mía; golpea el suelo con ella,
rompiendo la dureza que ha adquirido en vacaciones. El trabajo es ese; romper
la coraza de una tierra seca. Los otros chicos remueven los terrones irrompibles,
los mojan, los machacan, para hacerlos tierra suave; veo a Alejandro e intento
imitar su movimiento. Logro hacerlo una vez, pero mis manos se lastiman.

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Nunca antes en mi vida había hecho el más mínimo esfuerzo físico, al menos no
de esta naturaleza, y por eso, mis manos siempre habían sido suaves, casi
femeninas

— ¿algún problema? —Mauricio se acerco a mí, casi bañado en sudor,


sosteniendo una pica similar a la que usan los mineros en las caricaturas. Ha
hecho en diez minutos su trabajo de una hora.

Oculto mis manos.

— No te preocupes, compañero; ninguno—respondo— solo no sé como usar


esta cosa.

—ah, ¡fresco muchacho!—dice jovialmente, arrojando un par de palmaditas


sobre mi espalda— ¡todos fuimos nuevos alguna vez!

Él toma mi barra metálica, y con una destreza increíble, rompe el suelo varias
veces. Íntimamente me siento un poco avergonzado. Observo su cuerpo; los
músculos que trabajan y entregan la fuerza al impacto son los de la espalda y el
antebrazo; los comparo con los míos; los suyos son tres o cuatro veces más
grandes.

— ¿miró como se hace? ¿Entendió la mecánica? Debe utilizar el peso de la


herramienta a favor del golpe; dejar que este se abra, la herramienta en realidad
lo hace sola.

Afirmo con la cabeza. Él esta convencido de su teoría, pero si yo tuviera sus


bíceps…

Él regresa a su trabajo, y yo recupero mi barra. Ejecuto el ejercicio una y otra


vez contra el suelo, pero no logro gran profundidad. Mis músculos se
adormecen. Con el tiempo olvido que mis manos se están desgarrando, que la
piel no soporta la fricción de una barra metálica oxidada de veinte libras, y que
soy débil. Todos me lo han dicho. Cuando dije “quiero cambiarme de colegio”
todos concluyeron que lo hacia porque quería librarme de la carga académica,
pero en realidad el colegio ni me importaba. Jamás he conocido el esfuerzo.
Aquí estaba yo, rompiéndome las manos y dándole la razón a la gente que se
sentía irritada con mi existencia, solo para alejarme de una mujer. Soy
inevitablemente débil.

Por la puerta del colegio, a unos quinientos metros de donde estábamos


nosotros, apareció una ambulancia. Todos dejaron sus trabajos e inmóviles,
observaron como el vehiculo blanco cruzaba el camino rodeado de árboles que
llevaba hasta el parqueadero. Cuarenta árboles en total (los conté al entrar) los
rostros se comprimieron, las miradas fueron furtivamente angustiantes. Logre

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captar la idea que rondaba todas las cabezas. No se como, pero lo supe. Las
chicas arrojaron sus herramientas al suelo y corrieron en dirección al colegio.
Hice lo mismo. Fui el único hombre que abandonó su trabajo, pero no me
importó; quería saber que había sucedido, y quería una justificación para arrojar
lejos esa barra; la ambulancia era un mal augurio. Aunque en realidad no
conocía a nadie en ese colegio y por lo tanto nadie me importaba, no soportaba
la incertidumbre.

Llegué a tiempo para ver a la damita de la mirada triste pasear en una camilla
con respiración artificial. Tenía las muñecas agujereadas diagonalmente por
algún accidente emocional. Aun había sangre en su traje deportista. Dos
enfermeros y un profesor subieron su camilla a la ambulancia, con la delicadeza
que debe usarse al levantar una joya quebradiza. Su rostro estaba pálido y era
exageradamente hermoso; sus ojos estaban cerrados, y lucían afligidos, algo
lastimados. Un escalofrío recorrió mi espalda; me quedé inmóvil, observando,
incapaz de mover un dedo. Las chicas a mi lado poseían una rara expresión que
mezclaba el pesar y la resignación; ese algo en sus rostros me daba a entender
que lo esperaban, que algo así había sido inevitable. Yo no me equivocaba;
había una tristeza insoportable que aquellos ojos ocultaban, y muchos la
conocían. Ocultar una pena la hace aun más insoportable, y la fisonomía tiende
a representar el papel que las palabras se niegan a otorgar. En aquellos casos el
suicidio es un intento de liberación, un intento desesperado por frenar una
pena, pero en realidad, nadie puede reconocer hasta que punto es un intento
válido. La gente de esta región acostumbra ahogarse en océanos de dolores
inútiles que carecen de profundidad. La muerte no soluciona nada sentimental,
ni remienda egos dañados. Ni siquiera en el caso hipotético e imposible de que
exista otra vida un suicidio sentimental tendría sentido.

El profesor Cardoso se acercó a nosotros. Estaba pálido. Noté que sus dedos
temblaban.

— ¡a trabajar! Vamos, vamos, ¡a trabajar! —gritó, con una voz que se quebraba,
por una emoción que le era difícil explicar de otra manera…

Di vuelta atrás y busqué el baño. Mis manos sangraban también, pero por
causas diferentes. Me quede algunos minutos ahí, observando la sangre que
desaparecía diluida en agua, luego de manchar levemente la blanca porcelana
del lavamanos.

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Abominación

A Isabel Cristina

Los pedazos de la criatura que imaginé se esparcieron por toda la habitación.


Como Isis, decidí buscarlos y enmendar mi mal acto con algo de hilo y colbón.
El hilo fue fácil de conseguir, ya que abunda en las densas selvas de la
habitación de mi madre; crece en los árboles y en los tendidos viejos, y
pertenece a quien se anime a arrancarlo. El pegante, en cambio, fue más
problemático; solo surge en el desierto, donde miles de yahoos greñudos y
agresivos lo usan como desinfectante nasal. Salvo los cuernos, las alas y las
agallas, mi criatura parece un gato, pero también tiene algo de simio. Lo
primero que encontré fue su corazón, que estaba roto. Los ojos de un águila—
nunca supe si eran o no de mi criatura—me observaban desde la parte alta de
mi armario; los tomé. Eran grandes y fríos como el vidrio. Su boca estaba bajo
mi cama, y su cerebro se ocultaba tras el lado oscuro de la puerta. Mientras su
boca estaba contraída en una poco natural sonrisa, su cerebro dormitaba,
acongojado y comprimido. Incluso parecía triste.

Como no podía dejarlo así, tan indefenso y tan incapaz de reconocerse, siendo
solo unos ojos que veían y un corazón roto que solo podría sentir dolor, decidí
imaginar otros animales, despedazarlos y luego unirlos a mi Criatura por un
exótico sentimiento que fusionaba el amor y la repulsión. Alguien llamó a mi
invento una selva de abominaciones. Me divertí muchísimo armándolos como
si fueran un rompecabezas. Nacieron un montón de criaturas hijas del azar, y
todas, tan incapaces de mostrarse al mundo por la vergüenza, se ocultaron bajo
seudónimos y capas de seda roída.

Aquel era el pueblo del amanecer, monstruos unidos por mi y que trataban de
reparar sus cuerpos dañados y sus coseduras disparejas. Pero algo sucedió con
mi criatura. Estaba completa, funcional, y casi era perfecta, pero algo dentro de
su alma era diferente.

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El odio embargaba su actos, era necio, pero potente, tan poderoso como el
impacto de un planeta; la rabia emergía de sus labios como un volcán en
erupción, y sus ojos se convirtieron en símbolos de desprecio y del tormento.
Un desprecio tan adhesivo que contaminaba cuanto caía en sus manos…un
desprecio que lo ahogaba y lo seducía como la lujuria del amor, conduciéndolo
hasta los limites más inusuales de la locura.

Los Juicios fueron inútiles. Mi criatura alega que tiene derecho a ser como es; la
mitad de su corazón esta roto, y es tan necio, que supone ese un buen
argumento para joder al mundo. Su cuerpo fue remendado con trozos de león y
trozos de caballo, algo de reptil y algo de leopardo, algo de oso, algo de águila,
incluso algo de mí mismo. Ha olvidado completamente lo que era antes de ser
un monstruo. Sus iguales le dan lastima. La mitad de su corazón ha sido
olvidada. Incluso me odia a mi, porque se odia también a si mismo.

Por alguna razón los campesinos llamaron a mi criatura Quimera. Lo acusan de


matar vacas y devorar corderos…sigo creyendo que es un gato incomprendido.
Un grupo de campesinos bravucones me advierten que la próxima vez que él
mate vendrán y lo matarán y de paso acabaran conmigo. No me asustan sus
amenazas, porque moriré por mi propia mano muy pronto. Me siento cansado. El
nombre Quimera, en definitiva, me parece una ausencia total de imaginación.

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Naturaleza muerta.

Perro duerme junto al gallinero, arrullado por el viento del atardecer. Su amo,
que a pesar de las arrugas posee la vitalidad de un muchacho, trae para perro
una taza con arroz, lentejas y huesos semidesnudos. Perro reconoce la taza
desde que el hombre sale de la caza y responde siempre con ladridos de alegría
y movimientos ansiosos; perro agradece con la cola, se levanta
hiperactivamente y come como hambriento; tiene sarna, pero aun puede ser
acariciado. El hombre le observa comer, con una mueca de satisfacción. Luego
entra a buscar sus gallinas, que parecen gordos manojos de plumas cacareantes.
Perro, sumisamente, espera en la puerta, pues su presencia perturba a las
residentes. Además su platón lo mantiene ocupado mientras su amo extrae los
huevos y los lleva hasta la cocina. Perro lo sigue hasta la casa, y cuando lo ve
sentado junto a la mecedora de la puerta principal, coloca su cabeza
semidesnuda junto a las rodillas de su amo, y se hecha a sus pies. Así pasan las
tardes despejadas y tranquilas de abril.

En las noches perro cuida el gallinero, cuyos ladrillos, dorados y cálidos como
el pan, guardan algo del abrigo del sol. Al oeste de la casa del hombre hay un
bosque, donde abundan los animales silvestres. Perro escucha los ruidos
misteriosos, los quejidos y ladridos distantes, con algo de temor. No le teme a
los cacareos, pues las aves no son rival para un can. Pero hay ruidos que son
imposibles de definir. Ruidos feroces, que parecen el quejido de árboles
gigantes, arrastrándose por bastos pedregales mohosos. Perro entonces deja de
ladrar. Guarda silencio. A veces quisiera no estar atado a un lazo pero sabe que
junto al gallinero estará mas seguro. Siempre que el sol falte y el hombre
duerma perro permanece alerta. Siempre que siente la calidez del sol o escucha
la voz del hombre lo embarga la tranquilidad, esa paz interior que solos los
hogares humanos niegan y a su vez conocen como ningún otro lugar. Ante los
problemas, observa y espera que sus ladridos alerten. Esa esperanza lo
tranquiliza. Ha reconocido en el hombre una impaciencia inevitable y un sueño
delicado.

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Una noche de abril perro despierta sintiendo una respiración extraña. Se
descubre a si mismo adormecido, hipnotizado por una nauseabunda sensación
de vértigo. Perro sueña. Nunca lo hace de noche. Hay un perro, similar a él,
aunque más grande, con una gallina entre los dientes. Sus ojos exhiben un
salvajismo y una furia que estremecen los huesos del amansado. Trata de huir
pero el lazo que lo amarra a la puerta le ahorca. No sabe por donde, aquel
salvaje, aquella bestia devoradora ha entrado por una gallina y ahora la devora
frente a sus ojos. Sin saber por que se deshace, ahogado, adormecido por un
caprichoso agotamiento, se desmaya, sin emitir el más mínimo ladrido.
Perro despierta. Su amo le empuja con la bota. Tiene una herida en el cuello; su
sangre palpita aun, viva por el sol. La mañana fría irrita sus ojos. No recuerda
los hechos, pero capta el mal carácter de su amo. No fue un sueño. El intruso
destrozó una de las ventanas y se robó una gallina gorda.

—Por poco te estrangulas—dice el amo a perro, soltándole el lazo

Ahora perro estará suelto. Tendrá más posibilidades de defenderse.


El día pasa insustancialmente. El amo pone sobre las heridas de su perro viejas
plantas que huelen a putrefacción, perro habría preferido lamerse, pero las
plantas se unen a su costra y perro olvida quitarlas. El viento cálido trae el
olvido, pero la noche viene cargada de malos presentimientos. El primero fue el
silencio. No se escucho nada en la primera parte de la noche. Perro extrañó el
sonido de los perros lejanos, el revoloteo de las aves, de los búhos; nada. El
silencio absoluto devoraba lo que antes era ruido y vitalidad.

El silencio donde antes dominaba el ruido es un mal presagio. Perro se acuesta


junto a la casa, y no pega el ojo. Observa sin vacilar, y con el miedo pegado a su
medula, observa el bosque que ahora parece un lugar muerto. Podría decirse
que extraña el júbilo y la inquietud nocturna que antes lo atormentaban. Viento
helado. Los árboles fueron los único en interrumpir la quietud. Perro sintió sus
escasos pelos estremecerse y empezó a aullar.

Sus aullidos deambularon por el valle, golpeando las montañas cada vez más
distantes. En el fondo, más allá del río, un perro contesta su aullido lastimero, lo
contesta con la furia de una fiera a la que se le ha invadido su territorio. Es el
asesino de su sueño, de su realidad adormecida por el ahogamiento.
Perro se esconde tras unos matorrales, guarda silencio pero no puede evitar que
un chillido ahogado huya de sus dientes. La noche avanzaba y el enemigo no
aparece. Perro olfatea el ambiente; siente inmediatamente el aroma del extraño.
Olor a lodo, a sudor, a sangre seca. El aire esta impregnado del depredador.
Perro, impulsado por un ataque incomprensible de territorialismo, sale de su
escondite y ladra en todas direcciones. Ladra sin ningún resultado. Otra vez el

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vértigo lo seduce. Con sus ultimas fuerzas, hecha a correr hacia la puerta,
golpeándose duramente con la madera de una de las barandas. El ruido alerta
al hombre. Cuando sale, armado con un machete, observa al depredador.

Es un perro oscuro, enorme, mas cercano a los demonios o a los lobos que a
algún ser domesticable. Lleva de nuevo una gallina entre los dientes, muerta. La
sangre se derrama por sus fauces oscuras y sus dientes brillantes. Perro,
recuperado, y empujado por la compañía de su amo, ataca.

El depredador huye. Perro lo sigue. Se adentran en la espesa oscuridad del


bosque, saltando obstáculos y troncos caídos, esquivando zanjas y terrenos
imposibles. Perro sabe que su amo corre tras de él. Eso lo hace valiente. Si el
extraño lo atacase un balazo o un machete lo librarían de su hocico. El hombre
va ayudado por una linterna. Pero su caminar es torpe, lento, y poco a poco,
perro va quedando a solas con la oscuridad.

A lo lejos, escucha el grito de su amo, pero el eco, constante e indefinido, lo


desorienta. Ya no distingue direcciones, y los olores se desfiguran con la lluvia
que empieza a derramarse sobre el bosque. Solo, desprotegido, perro recuerda
el miedo.

Camina desorientado, liberando un chillido esporádico cada vez que un camino


se acaba. Busca entre los árboles. Busca entre los senderos. Su nariz se choca con
un olor familiar, multiplicado por la lluvia. Olor a Gallina. Perro siente vértigo
ante la familiaridad, pero los recuerdos inmediatos lo ponen en alerta. También
huele a sangre. La gallina, sin duda alguna, yace muerta. Perro la toma entre los
dientes. Solo así ve al asesino, que acecha desde la parte oculta de un árbol,
dispuesto a arrojarse sobre él.

El combate es imposible, así que perro emprende la huida. Pero la bestia es


fuerte, y también rápida. En medio de un árbol su enorme quijada atrapa las
patas traseras de perro, y lo arrastra con violencia contra uno de los árboles.
Perro, indefenso, solo patalea, y con la suerte de un milagro, una de sus uñas
lastima un ojo de su contrincante. El asesino se dirige a la gallina, la agarra
entre los dientes y la jala con violencia. Su ojo sangra pero no ha chillado. Perro
se niega a soltarla y escucha, como sordamente, los huesos del cuello se
desgarran. La gallina se arranca. El cuerpo se ha dividido en dos y cada perro
tiene su parte del botín. El Asesino huye con medio pollo rasgado, y
estupefacto, perro se queda en silencio, incapaz de sentir incluso sus heridas. El
cuello, la cabeza y una parte del ala están en su boca. El estomago y los
intestinos de la gallina se han derramado sobre el suelo, impregnando el

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ambiente con un húmedo olor baboso, marino, algo pestilente, que recuerda a
las sopas amanecidas.

El olor, y la sangre que se derrama por su boca lo han golpeado. El pasado, de


repente, desaparece. Perro ha cambiado.

La sangre y la carne han tocado su lengua. Carne fresca, con olor a saliva ajena,
pero al fin y al cabo carne. Algo muy adentro despierta con violencia, un apetito
fugaz que desde siempre sintió adormecido. Su corazón empieza, y antes de
reaccionar, antes de siquiera desearlo, empieza a devorar. Lejos del hombre,
perro descubre (recuerda) el orden natural. Descubre que pese al hombre el
nació para matar y comer. Recuerda que lejos de la propiedad del hombre, las
gallinas son alimento. Los fuertes prevalecen. Bajo la lluvia devora lo que queda
de la gallina rota. Luego volverá a casa. El hombre lo verá herido y lo curará.
Las tardes tranquilas volverán y el volverá a los pies del amo, hasta que ambos
envejezcan en mutua decrepitud. Olvidará este pecado. Olvidará este lapso de
deseo y todo volverá a la normalidad.

Pero algo ha cambiado, y nota que ante el gesto protector del amo, su primera
reacción ha sido la vacilación. Ya no logra confiar en aquella figura que antes le
resultaba tan apacible y familiar. El hombre ve las marcas de sangre, ve las
plumas, pero no comprende, o tal vez no desea comprender. El amo no lo
acaricia, y se limita a caminar en silencio. Perro lo sigue. Ya no mueve la cola
con jovialidad, ahora es suspicaz, silencioso, observa como esperando un
momento especifico, un momento para liberarse a si mismo de nuevo. Sabe que
su alimentación depende de que tan bien pueda engañar al hombre, pero ignora
que hasta el más mínimo de sus gestos es diferente, y el hombre lo ha notado.

******************************************

Para el hombre lo sucedido no fue un misterio, y supo a que atenerse desde que
encontró a sarnoso en el bosque, cubierto de sangre y con la mirada de espectro
que implicaba una transformación. La primera señal definitiva fue su apetito
selectivo; los frijoles, el arroz, las lentejas, y la comida que antes devoraba ahora
no le apetecía. Sin embargo tardó dos semanas para decidirse a cazar. Contrario
al perro salvaje que devoró las dos gallinas, la inexperiencia de perro, su apetito
torpe y novato lo hizo escandaloso. Como aquel que lo inicio, cazó de noche. Su
torpeza lo colocó en evidencia; despertó a todo el gallinero. El hombre lo
amarró con facilidad, aunque sarnoso, que ya desconocía la obediencia que le
debía a su dueño, se reveló inicialmente.

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—No hay solución para ese problema—sentenció la esposa del hombre— perro
que prueba la carne se transforma en cazador. Si no lo haces tú, lo hará
cualquier vecino.

—Lo preferiría—respondió el hombre, con una voz llena de amargura— no me


gusta la idea de matar a mi propio perro.

La mujer le miro sin ninguna emoción evidente, limpió sus manos con un
limpión envejecido y se adentró en la casa. Volvió ante el hombre con una
escopeta, y dos balas.

—Al menos tú lo matarás con compasión—respondió casi en un susurro, que


pretendía ser comprensivo. Luego, continúo enjuagando la losa de su cocina.
Sirvió algo de café que el hombre bebió tímidamente, sin apartar la vista de la
mesa.

El hombre salió de la cocina con una escopeta en las manos, tal y como antes lo
hacia con el tazón de comida. Perro ni siquiera notó la diferencia; se dedico a
observar en silencio, indiferente. El hombre lo vio una vez más para recordar lo
sucedido, acaricio su cabeza pero perro ya no apetecía el contacto humano; se
había trasformado. Sus ojos ya no eran apacibles, su cola ya no se movía con
alegría. Algo en su mirada era diferente y sin embargo, seguía siendo el mismo
perro que había cuidado desde cachorro. Cargo el arma. Perro pareció
inquietarse por el ruido familiar de la munición pero no se movió. La sangre
había borrado el miedo de su memoria. Parecía expectativo.

—Perdóname—susurro el hombre, mientras apretaba el gatillo.

El trueno del disparo revoloteo por las mismas montañas que antes recorría el
eco los ladridos, para siempre silenciados.

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Una Carta

Hace exactamente cuatro años papá viajó a argentina, y desde entonces, pocas
ocasiones volví a saber de él. En la última imagen que conservo, está frente a su
cama, con la gorra que prefería usar para sus viajes, confundido e incapaz de
escoger la ropa adecuada para un clima que desconocía. Prometió no olvidarse
de mi y no puedo decir que haya faltado a su promesa; su cheque llegó siempre
el dos de cada mes y nunca se retrazó, ni siquiera después de su nuevo
matrimonio. Un par de veces me llamó para mi cumpleaños; fue divertido,
porque trató de cantar el happy birthday y en su amable intento atropelló
numerosas veces la letra, que hasta entonces creí imposible de olvidar. Descubrí
ese día, por primera vez, su irremediable contagio; un acento que no le
pertenecía emanaba de su boca. Supe de ese modo que nunca regresaría, pues
había hecho un hogar lejos de aquí y parecía feliz. A juzgar por sus palabras,
argentina parecía el lugar que siempre había soñado. Hoy, luego de leer una
bonita carta en letra cursiva que tenía mal escrito mi nombre, entiendo que pese
a mis esperanzas, no me equivoqué; él planeó durante dos años enviarme
dinero para visitarlo en el diciembre que viene pero al parecer, ya no será
necesario. Ahora la distancia que nos separa es infranqueable, mientras yo me
mantenga con vida.

Este es un medio día espantosamente cálido, y el sol, que nada en un cielo


completamente azul, parece indestronable; no hay nubes ni brisa. Mi padre
siempre quiso ser gracioso, y cuando estábamos al teléfono, algo me obligaba a
pensar que el tiempo no había pasado; parecíamos los mismos…Sigo creyendo
que aún somos los mismos. Empieza a soplar la brisa del norte, lo siento en el
rostro; los árboles se mueven; mi tío Marcos suda espantosamente y un par de
gotas de su transparente fluido han caído en la carta de mi madrastra. Aquello
de los cheques fue su forma de ayudarme con la universidad. A veces no fue
suficiente, pero pude sobrevivir a mi manera. La carta dice que fue un ataque
cardiaco, ¿habrá sufrido? Pienso que lo único importante es que todo sucediese
rápido. Una iguana ha saltado desde el frondoso y multicolor árbol del patio y
ha caído pesadamente en el jardín de mi tía Clara; arruinará algunas flores, eso

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lo sé, pero ni mi tío ni yo nos movemos; seguramente se irá pronto. Algunas
veces trabajé, y ello implicó aplazar dos semestres, en distintos lugares, para
sobrevivir a las deudas. La idea nunca le gustó a papá. Debí ocultárselo para
que no se molestara demasiado. A veces mi tío Marcos me sacaba de apuros con
préstamos esporádicos y yo devolvía el favor trabajando en el taller. Gracias a
ello aprendí algo de mecánica, cosa que quizás sea útil algún día. Como están
las cosas ahora, nunca se sabe cuando puede ser útil cualquier conocimiento
extra que llegue. Tengo planeado en las siguientes vacaciones, ya que no
visitaré al viejo, aprender a cocinar.

Esta mañana llegó la carta de mi madrastra, y luego de leerla, se la llevé a mi tío


Marcos. Aun pienso que habría sido más ética o más emocional una llamada,
pero supongo que la debilitaba la cobardía; no soy el adecuado para juzgarla,
habría sido directo, en estos instantes, afirman, soy abusivamente
inmisericorde. Cuando mi tío terminó de leerla guardamos silencio, durante
casi quince minutos. El sol continuaba con su política de ser insoportable; ya
casi era la una de la tarde y el clima parecía no querer apiadarse de nosotros.
Con un perezoso esfuerzo mi tío se levantó del comedor, caminó hasta su
alacena y sacó una botella de aguardiente; cosa extraña, pensé, pues rara vez
bebe. Seguramente la noticia lo afectó, y su seudorigidez le impide cualquier
gesto de desconsuelo. Sirvió una copa gigantesca para él y me pasó una similar
a mí, que por costumbre, rechacé.

— ¿ni siquiera por tu taita, Arturo?

—La verdad no se que pensar—respondí

De nuevo caímos en el irrefutable silencio, le recibí la copa y me la tomé; fue


hostigante, insípida. Beber algo tan desagradable en un día tan caluroso no es
buena idea, y por alguna razón, ni él ni yo pensamos en ir hasta la nevera por
hielo. Para mi desgracia no fue la única vez que la copa se deshizo en mis
labios; caí rápidamente en ese estado de inconciencia emocional que los
hombres aprovechan para la cobardía y la omisión. Que recuerde, siempre me
fue inútil beber y delirar, nunca me sentí mejor y por el contrario, mis
fantasmas se convierten en demonios penetrantes y acosadores si no estoy
sobrio. Despierto puedes fingir que nada ha pasado y distraer tu mente con
cualquier cosa, pero ebrio… Esa tarde desaparecieron bajo nuestras gargantas
siete botellas de aguardiente y una de ron, y la tarde también se escurrió, y por
poco desaparece la noche, y no nos dimos cuenta de nada; ni siquiera del
anochecer. El día en el cual me enteré que mi padre había muerto se había
escurrido inútilmente entre mis dedos y no tuve nada que decir. Terminé ebrio,
cantando con mi tío, y llorando al ritmo de unas rancheras de Vicente
Fernández, que detesto en la sobriedad. Hice el ridículo. Al recordar aquello
agradecí que fuese mi tío y no mis compañeros de universidad los testigos de

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tal depravación. Recordé, justo cuando me levantaba al día siguiente, una frase
que Camila decía constantemente.

“Que hermoso seria el licor si nos evitara la penosa tarea de traicionarnos a


nosotros mismos”

Creo que de mi vida lamento muchas cosas, entre ellas, no ser un romántico
como Rimbaud. De chico odie estos momentos; los familiares se reúnen y
empiezan a hablar, comentan sus anécdotas, sus chistes, y su conversación
empieza a volverse intrascendente a la medida que el alcohol se aglutina en sus
venas. Su mirada se nubla, sus movimientos se hacen torpes y su rostro se tiñe
de rojo. Hablan sin coherencia, insultan sin consecuencia, pelean por que si y
luego se abrazan sedientos de compañía; en el peor de los casos se ponen
sentimentales de una manera insoportable. Odié incluso a mi padre en esos
momentos. A pesar de que lo deseas, estás atrapado, pues temes la reacción del
ebrio, no puedes huir. A Veces se embriagan a tal punto que pierden la
capacidad de ser consecuentes con el dinero; a veces sales favorecido en esos
instantes, pero no pasa muy a menudo. Lo indudable es que te aburres, a menos
claro, que bebas y los acompañes. Entonces serás tan detestable como ellos, pero
no te darás cuenta de nada hasta el día siguiente.

No le dijimos nada a la tía Clara, pero cuando fue a levantarnos, a eso de la


media noche, encontró la Carta; Prudentemente guardó silencio. Creo que fue la
única borrachera justificada de mi vida. Cuando me llevó hasta mi cama, me
vomité; su bonito vestido azul recibió gran parte de mi almuerzo. Luego
escuché a mi tío llorar y escuché a Clara decirle cosas cursis y bonitas, como las
que acostumbran a consolarte en los malos momentos.

Envidié a mi tío en ese instante. Debe ser agradable no estar solo.

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La Parábola de los niños Tristes

Sin temor a sonar despiadado, podría decir que mis hermanos, primos y sobrinos son lo
suficientemente insoportables como para ser la atracción de un circo.
Lamentablemente para mí, solo han ido como espectadores. Hoy la tía Claudia,
que es algo así como una colegiala enloquecida cercana a los treinta, les
brindará un merecido rato de libertad. Ella es la artífice del plan de fuga.
Llevarlos al circo de la mano de desconocidos, le dije mientras vestía a Sofía, es
una imprudencia, pero ignoró mi comentario. No posee un cerebro calculador.
Creo que todo lo que imagina esta desvirtuado e idealizado por su una
exagerada soltería y una insoportable inocencia más infantil que emocional. En
aquella época—hablo de hace dos, o tres horas—los desafortunados que la
acompañaban, un tipo alto y delgado de mirada arrogante llamado Alfredo, y
otro individuo algo mas grueso y bajo de nombre Martín, parecían complacidos
con la mirada enternecedora de mis primos. En esta especie, perteneciente a las
ramas mas elevadas de la evolución, una dama debe demostrar habilidades
maternales para poder ser vista con ánimos reproductivos. Sin embargo adivino
con facilidad que aquellos caballeros no están muy relacionados con los niños y
que poco interés tiene en ser padres, de otro modo, creo, todo habría sido
diferente. Quizás habrían huido despavoridos olvidando por completo su deseo
de echarse a la tía Claudia. La simpática cara demoníaca de mi sobrino Daniel
tiene ese efecto en los hombres inteligentes.

Al verlos empacados, calidos y animados, me alegró su salida. Estaban felices.


Los tres me miraban con la sonrisa algo odiosa que tienen cuando saben que
saldrán y no los acompañarás. Sé que en realidad odian los circos, pero aman

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como nada ojear la ciudad en las noches, como hacen los grandes, justo antes de
regresar a casa ebrios y desordenados. Mi tía me advirtió que no quería
desastres en la casa y que podría preparar mi comida con lo que había del
almuerzo en la nevera. Luego, lavaría mi losa. Nada me hizo sentir tan
complacido como esta soledad. Una vez cruzaron la puerta, tomé mi guitarra, y
salí a la parte alta de la casa para tratar de componer. Olvidé completamente
que debía cenar. Me sentía tan excitado como cuando por primera vez tuve un
rato de intimidad y amor con aquella chica X; me azotaba un silencioso
cosquilleo en el pecho, una debilidad ambigua recorría mi espalda y mi cara
parecía contraída por una toxina. Vi a mi guitarra, por un segundo, como se
debe ver a una amante. Pero luego de un rato, luego de arpegiar y buscar algo
de creatividad en el azar, luego de tanta emoción, tanta soledad y tanta
hormona suelta, comprendí que carecía de inspiración. No tuve otra alternativa
más que devolverme a mi cuarto, apagar la luz de básicamente toda la casa y
colocar algo de música para pensar. Incluso acostado olvidé que debía cenar.
Este es mi oficio favorito; En mis tiempos libres, habría sido un excelente árbol.
Ese papel me habría sentado mejor en la obra de teatro. Quizás por ello muchos
me consideran un completo inútil.

Mis amigos presentaron una obra teatral, de la que se supone soy parte. No sé
como se la habrán arreglado para suplir mi función. Mi celular timbró un
millón de veces pero no se me dio la gana contestar. Estaba cansado, sigo
cansado y seguiré estándolo el resto de mi vida. Odio el teatro. No quiero
pensar en nada diferente a la todopoderosa lírica de Maynard y de Smith.

Encendí la luz pasadas las nueve y busque un libro para distraer mi apetito
mental. Encontré a Le Clézio y leí hasta casi la una de la mañana. No se me hizo
extraño que Claudia y los niños no llegaran porque no me percaté del
transcurrir del tiempo. Creo que pasé tanto inmóvil que mi cuerpo se durmió
sin que yo me diese cuenta. Al terminar, vi el reloj y pensé que todo lo
respectivo al teatro había terminado en mi vida. De hecho, había terminado
cinco horas atrás. Tardé casi una hora en recordar a Claudia y al resto de mini
personas que ya deberían estar en casa.

Llamé a su celular. Contestó inmediatamente.

—estoy en el hospital—dijo en un hilo de voz—Daniel sufrió un accidente.

— ¿que diablos pasó?

—Alfredo lo tenia de la mano, pero algo le molestó y…—su voz se alargó y


sentí que su frente se contraía, en una expresión casi equivalente al llanto—…se

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soltó para hacer un espantoso berrinche. Cuando él lo fue a cargar de nuevo,
Daniel salió corriendo y se metió en una de las carpas.

— ¿…y? —dije, en tono de impaciencia.

—una motocicleta lo golpeó.

— ¿dentro de una carpa? —pregunte con un sarcástico asombro

— ¡si, ya vez! Soy una estúpida. Eran los chicos del globo terráqueo.

— ¿estas segura que eso sucedió en el circo, Clau?

— ¿que clase de persona crees que soy? —Dijo, indignada— todo eso sucedió
en el circo. Sabes que yo no traía mucho dinero. Ellos armaron un escándalo
porque no podía comprarles algodón de azúcar.

—Lo sé, pero para cuidar a cuatro niños, debes tenerlos en casa, o debes tener
ocho manos—respondí en medio de un bostezo nervioso— ¿donde están Karla
y José? Deben madrugar para estudiar mañana.

—están aquí, despiertos de la preocupación.

—voy por ellos

— ¿me harías ese favor?

—a ti no; se lo haré a ellos. ¿Tu noviecito te dejó sola?

Mi padre fue uno de esos idealistas distraídos que se dejaron convencer por un
chiste llamado patria y murieron por ello. Mi madre apenas y la recuerdo; por
eso me siento identificado con mis primos. Crecí como un hijo de todos en casa
de los abuelos. Mis primos ven a sus padres los fines de semana. Yo los soporto
la semana entera y sus padres solo dos días. Aun así se atreven a llamarlos
insoportables. Es algo difícil de relatar; aprendí a concentrarme viéndolos
destruir la casa, aprendí a consolar sus lágrimas mientras pienso en mis trabajos
en el colegio. Ellos en realidad no son tan malos, solo se sienten solos, abatidos.
Ya no me sorprende ver a un niño de tres años diciendo que está aburrido y que
nadie lo aprecia. Ya no me sorprende verlos peleando y aun así reconciliándose
dos minutos después. Esa imagen, de hecho, es algo bastante cotidiana. Los

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niños del futuro, y del presente, crecen solos. Pelean y sin embargo se necesitan.
Lo mínimo que desean en esos instantes es destruir la casa. Destrozarlo todo, no
solo para liberar energías, si no para comprender además que no pueden hacer
algo, y ese algo afecta su entorno. Eso hacen ellos. Por eso son primos míos.

La calle esta desierta y el aire es casi ártico. Los parques están inmóviles y las
casas felices parecen solitarias. Todos duermen. Mi cabeza aun no asimila la
hora, mis ojos empiezan a inclinarse ebrios de necedad y empiezo a ver las
bancas como lugares calidos y apacibles. Parece cosa de otro mundo que todos
los hombres se pongan deacuerdo para dormir. Solo el hospital parece alerta,
como en una expectativa enfermiza y constante. Su luz blanca es un símbolo del
mal agüero. La sala de espera de urgencias siempre estará habitada por rostros
largos y ojos lacrimosos. No es un buen lugar para niños tan pequeños y
nerviosos como mis primos.

No es un trauma severo e irremediable crecer solos, pero vivir acompañado


durante tu niñez te ayuda a sobrevivir con una mentalidad diferente la
madurez. Te da esperanzas, ideas ilustres y te hace un ser capaz de reconocer
los sentimientos cálidos. Esas ideas, sin embargo, deben desaparecer una vez
eres adulto. Los niños no sobreviven en el mundo frío y solitario de los grandes.
Por eso se esfuerzan por madurar, se hacen políticos, farsantes, asesinos, en
otras palabras, consecuentes con su supervivencia individual. Por eso nos
conmueve la inocencia, y nos alegra la niñez. Hicimos un cambio y nos
conmueve lo que perdimos. La vida es una secuencia inevitable de canjes y
pérdidas irremediables.

Entro a la sala de espera. El anuncio rojo de urgencias está encendido. Tomo a


los niños, que están acostados pesadamente sobre una silla larga, y me voy sin
decir palabra. La sala esta en silencio, y Claudia no pronuncia palabra; sabe que
estoy molesto. Al menos trato de hacerlo, trato de reclamar, de gritar, de
sermonear, porque me detiene el estado de Daniel. Sin embargo sé que no
podré verlo y nada cambiará lo sucedido, no podré entrar porque esta
prohibido. Debe estar dormido. Estos dos monstruos deben dormir en sus
camas también. Ambos están adormecidos, y tienen los ojos abiertos solo por
protocolo. Creo que Claudia lloró (de vergüenza, o de culpa, no sé) la verdad
no me importa.

Es difícil caminar con cada uno de los monstruos adormecido en mis hombros.
Cruzamos las mismas calles que antes cruce solo, cruzamos la casa y los
abandono a su suerte, bajos sus cobijas y sus camas. Ahora estoy tranquilo.
Busco mi cama igualmente, y me abandono a mí. Son las cuatro de la mañana.
Lo más adecuado es que no vayan a estudiar mañana. Trato de dormir pero no

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puedo. Pienso en Daniel. Nunca ha estado solo. Nunca ha dormido en una
habitación diferente a la suya. Quizás cambie para siempre, y dentro de veinte
años, recuerde como fue su primera experiencia de soledad verdadera. Ahora
debe estar aterrado, y debe observar las sombras, los rincones y a los
enfermeros con desconfianza. Me duermo pensando en ello. Esta sensación de
soledad y angustia alimentará mis pesadillas.

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