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A modo de prólogo
Las veintiún piezas de este libro fueron escritas durante los años dos mil ocho y
dos mil nueve en mi ciudad natal, Pitalito, durante largas y agobiantes noches
de insomnio. Estas historias demuestran porqué, en aquella época, el
aislamiento y la soledad estaban a punto de volverme loco. Las seleccioné a
regañadientes entre más de ciento sesenta notas que logré salvar de una
pérdida sistemática de datos, así que podría decir, son mis mejores
supervivientes. En aquella pérdida murieron algunas de mis mejores obras, que
no logré reescribir genuinamente a pesar de mi memoria y mi excesivo
entusiasmo. De hecho, el nombre “la galería de lo grotesco” proviene de una
narración ya desaparecida. Creo, fue una de mis mejores y más antiguas fábulas
(si mal no recuerdo, la escribí en el dos mil seis) A pesar de que el titulo
produzca la falsa sensación de despedida, guardo la esperanza de no echar a la
basura aquel buen argumento.
Por aquella historia decidí hace más de cinco años que mi primer libro se
llamaría así; “La galería de lo grotesco” a razón de ser un montón de imágenes
repugnantes exhibidas como arte. Conservé el título por la sensación
desagradable que deja en los labios, y hoy no me parece un crimen demasiado
grave sentir un apego tan sentimental por un recuerdo. Este seudolibro esta
plagado de fantasmas, y en medio de su virulenta agresividad estoy seguro de
que su nombre y sus significados son los menos peligrosos.
Tengo veinticuatro años. Apenas llevo seis escribiendo con seriedad. Soy un
escritor novato. Desde que tengo diecisiete sufrí la angustia de escribir cuentos.
En esta recopilación están mis mejores trabajos. Piezas como Los fugitivos,
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Apocalipsis, una omisión de la memoria y Gallinazos y liberación son la única
evidencia fidedigna que tengo para afirmar con terquedad que mi estilo vale la
pena. Hoy, sólo por aquellos accidentales aciertos insisto en que puedo
dedicarme a escribir.
Llevo un año trabajando en una novela “El llanto de Caín” asfixiada en estas
historias y plagada de manifestaciones políticas. Aunque saldrá inicialmente en
papel, planeo subirla también a distribución abierta en Internet.
Adjunto este prólogo a la versión 0.3 del libro. Nadie ha corregido estos
cuentos. Ignoro si abundan o no los errores gramaticales y ortográficos. Cuando
todas aquellas correcciones sean realizadas el libro estará oficialmente (como el
sorftware) en su etapa 1.0
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Los fugitivos
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— ¡Isabel, ábreme, soy Marcos!—gritó el visitante.
— ¿Marcos? , mijo, ¿como esta? que gusto saber de vos, pero, ¿por que llegas
a esta hora?
— ¡tiene que ayudarme Isabelita, vienen los pajarracos! —Gritó desde afuera.
Isabel entonces palideció.
En medio de la lluvia, del ruido del viento jugueteando con los árboles y su
respiración, sintió el punzante aullido de un disparo. Su corazón temblaba.
Como la casa era de bareque, le resultaba difícil reconocer la dirección de donde
provenían. La acústica era confusa, pero de algo estaba segura; no era
demasiado lejos.
— Estoy sola, y no puedo abrirte. Pero dale la vuelta a la casa, y te abriré por
la puerta de la leña.
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Su esposo había buscado una mujercita para que cuidara de su embarazo
hasta que pasara su debilidad, pero Cordelia, una niña salida dios sabe de
donde, le había resultado completamente incompetente. Era complicado
buscarle un reemplazo, por que poca gente, debido a la influencia de la diócesis
en el pueblo, quería trabajar para liberales. Incluso, los que se ofrecían, tenían
fines oscuros y se excedían en sus atribuciones. En muchas ocasiones robaban
algunas baratijas de la hacienda. En otras, los acusaban frente a la iglesia local a
cambio de dinero. Los cargos variaban de ateísmo a liberalismo, que para la
gente y para los sacerdotes eran términos diferentes para definir lo mismo. El
simple hecho de cuestionar a un sacerdote, si importar su rango, frente a un
criado, podría resultar peligroso. Isabel comprendía que no existía en el mundo
nada tan peligroso como el fanatismo religioso.
Pero antes de que pudiera voltearse a buscar un rostro, fue jalada por su
hermano hacia el monte. Los campesinos guiados por el jinete se adentraron
tras ellos. Escucharon con terror como algunos disparaban contra la oscuridad.
Su ropa, que no era otra cosa que un largo camisón pijama, estaba empapada.
Su cuerpo temblaba pero no paraba de correr. La debilidad de un pronto parto
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se había esfumado. El miedo que le producía la posibilidad de caer en desgracia
era más fuerte que su prevención, que su cansancio.
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—Mataron al Tío Alfredo—dijo Marcos, con las manos en las rodillas,
tratando de respirar. Lo dijo con frialdad, sin comprenderlo, como quien
menciona algo sobre el clima. Isabel sintió que sus piernas temblaban
— ¿Cómo paso?
—No lo se, no lo sé, ¡no lo sé! —Gritó Marcos, y luego lloró con timidez,
mientras sus labios temblaban. Su llanto era negligente. Aquel era un hombre
poco acostumbrado a las lagrimas— Quizás lo esté. No lo sé. Como te digo solo
lo vi caer, con su camisa blanca empapada en sangre, con su expresión de
asombro intacta en el rostro.
Isabel quería llorar, con todas sus fuerzas. Solo un poco, para aliviar su
angustia. Lo habría hecho en otras circunstancias, pero ahora no se permitiría
desfallecer. “Fortaleza” se dijo, pero no pudo convencerse de ello como lo
deseaba. Debía darle fortaleza a su hermano. Se arrojó a sus brazos. Lo abrazó
con fuerza, por un largo rato, pero aunque sintió que aquel era el momento
propicio para desahogarse, no logró llorar. Pensó en que jamás vería de nuevo a
su tío favorito, aquel que siempre la había tratado con dulzura, incluso ahora,
casada y casi madre. El llanto de su hermano invadió el silencio, interrumpido
tan solo por el dulce sonido de la llovizna.
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aun más energía en su caminar. Notó entonces que la debilidad de su hermano
era cada vez más grande, más evidente en su aspecto.
Carmen volteó al contacto, y dejo ver su rostro, mutilado con crueldad. Sus
ojos habían sido arrancados, y numerosas cortaduras y llagas le cruzaban la
piel. Pese a ello, debajo de su carne y de sus numerosas amputaciones,
continuaba cantando con tranquilidad, pero había algo gangoso en su
murmullo, un sonido que parecía subterráneo. Su voz, salida de unos labios
despedazados y sangrantes, se hizo aterradora. El volumen aumentó hasta casi
convertirse en un grito. Parecía insensible al horror de Isabel. Un solo segundo
estuvo frente a ella, y luego, sin dejar de cantar, volteó su cuerpo, continuó su
trabajo sobre la tabla de picar y siguió cantando, tan tranquila, tan
imperturbable como antes.
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Al ver aquel rostro Isabel comprendió que estaba frente a la muerte. Había
huido de los pajarracos con éxito, pero no había conseguido librarse de aquella
visión. Cansada, incapaz de dar un paso más para huir, vio como su camisón,
en el área de su entrepierna, se teñía de rojo. Embriagada de resignación, liberó
su cuerpo para desentenderse de la vida, y ya en el suelo, al ritmo del canto
lúgubre de su amiga Carmen, se dejó dormir.
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Gallinazos y Liberación.
— ¿si le duele tanto gastar la plata, por que no deja de fumar? — Solía decirle
mi abuela.
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Yo no soportaba estar a su lado, y mi madre desconfiaba de su efusividad para
con los niños. Jamás se le conoció un lío amoroso, ni siquiera una amante.
Algunos lo juzgaban homosexual y otros un pedófilo en potencia, pero nadie
decía nada. Todos, de alguno u otro modo, debíamos su dinero, y el dinero en
aquel lugar estaba siempre por encima de todo, incluidas nuestras palabras,
incluida nuestra infrecuente y desparramada dignidad.
Era tanto dinero, era tanto el papel, que el fuego duró toda la noche.
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Apocalipsis.
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—es un error que usted venga a este lugar. Todos desean irse.
— no creo que su abuelo siga con vida, y si lo hace, no creo que este aquí.
Esperé media hora junto a la señal del autobús. El viejo durmió pesadamente
a algunos metros de mí.
Llamé a la puerta.
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—Sabia que llegarías—dijo mi abuelo, con la energía que lo caracteriza—
pasa, entra, sécate y ponte cómodo.
Hice lo que me dijo. Tome un plato y serví una porción generosa. Saque una
botella de vino y algunas copas, y me llevé el ajedrez. La terraza estaba
empapada. En los bordes había algunas materas con platas rebosantes de
vitalidad, flores silvestres de todos los colores y tonalidades, que sonreían al
ritmo del viento. Tantos matices enredaban la mirada. Desde arriba, y luego de
la lluvia, el vecindario no se miraba tan desmembrado. Los tonos verdes de la
hierba e incluso el asfalto envejecido parecían revitalizados. El olor ya no
parecía nauseabundo. El cielo empezaba a despejarse. Mi abuelo tenía ya una
mesa y dos sillas dispuestas, que miraban hacia el oriente.
— ¿vez que tenia razón? No debimos confiar nunca en los gobiernos, y mucho
menos en los políticos—dijo mientras acomodaba las fichas blancas en su lado
del tablero.
—Concéntrate— me dijo
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— No puedo—confesé— hay muchas cosas increíbles el día de hoy.
¿Podríamos comer primero? ¿A que horas atacarán?
— Mas que nunca— respondí— si vas a refunfuñar te advierto que creo que
este gobierno nunca fue una democracia. Fue una dictadura populista.
— ¡va! Sigues siendo tonto. Toda esa utopía llamada democracia no fue más
que una artimaña engaña bobos. Estas a punto de morir y aun no reflexionas
—Si lo hago—me defendí mientras perseguía a su alfil— Pero creo que nos
han engañado, eso es todo. La existencia de un engaño, de algún modo, nos
hace inocentes de lo ocurrido.
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naturaleza comprenda su error y no vuelva a inventar seres inteligentes. Y si
aparecen, ojala comprenderán su inutilidad y realicen un suicidio colectivo.
—Jaque—dije.
— ¿para que diablos quiero aprender algo ahora, o comprender algo? Voy a
morir. No podré practicar nada. Y si existe otra vida…
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La Madre Leche
Escuché la historia en uno de mis escasos viajes al sur del país. Retazos y
desfiguraciones habían llegado a mí durante la infancia, pero esta versión—
contada por la protagonista, que desmiente el papel de victima— luce un tanto
menos imposible que las narraciones nocturnas de mi abuelo. Desde luego, no
alcanza a ser del todo ficticia; Matilde cuenta ya los ochenta y ocho años, y pese
a lo que mi escepticismo consideró evidente, al conversar demostró una astuta y
brillante lucidez. Es viuda; pese a ello no se considera afortunada. Estuvo a
punto de desnudar sus senos y mostrarme las cicatrices que le dejó la pitón
pero le aclaré que no serian necesarias pruebas graficas para mi historia; yo le
creía. Y de hecho, mi interés era la historia, no la fiabilidad. Ante su replica, le
dije “solo soy un muchacho que gusta de las viejas narraciones orales, no soy un
periodista.” Ella sonrió. Luego sabré que me tildó de tímido.
Ocurrió justo después del nacimiento de Marcos, su primer hijo. Hoy hombre
maduro y de familia, que trabaja como mayordomo en una hacienda vecina. En
los años cincuenta ella y su esposo administraban sus tierras al sur de un
pueblo cuyo nombre no es importante recordar. Se dedicaban a la ganadería, y
a la agricultura minifundista. Eran honrados como todos los campesinos de
aquella época, que por religiosidad o por inocencia creían arrinconar sus
propios pecados en la más puritana honestidad. Ella tenía para entonces
veintitrés años, y era hermosa; muchos hombres la habían codiciado, pero quien
se había llevado su mano se llamaba Tulio Puentes, y era el hijo mayor del
alcalde. En aquella época lo que mujeres como Matilde comprendían que el
amor era resultado de un escrupuloso sometimiento femenino, así que una
campesina se sabría afortunada si su esposo solo era calificado de ebrio. Bajo
ese parámetro Tulio era un excelente hombre. Matilde, satisfecha con el tiempo
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por una vida cómoda, se consideró enamorada. Tulio tenía sus tierras, que eran
extensas pero no abarcaban la vista, y también tenía trabajadores dedicados y
fieles. Sus tierras eran fértiles. Su ganado era gordo y saludable. Una parte de
sus prados estaban cubiertos de bosque. Pero en un mes de Junio, ante la sequía
y la escasez de pasto, tulio decidió desaparecer aquellos árboles. El proceso
tardaría un par de meses. Al pedir ayuda a sus vecinos, algunos campesinos
alegaron viejas supersticiones pero Tulio, creyéndose progresista, hizo caso
omiso a las advertencias. Su finca necesitaba rentabilidad. El bosque era
demasiado hermético y no permitía el pastoreo. Las fuertes lluvias detuvieron,
por algunas semanas, sus ambiciones de progreso; como el agua volvió
reconsideró sus planes, e incluso, cautivado por la belleza de paisaje, estuvo a
punto de retractarse. Sentado desde el pasillo frente su casa, observando el
atardecer, descubría cada tarde que aquella era una vista placentera; un bosque
denso detenido en medio de la pradera, que se curvaba con los vientos del
temporal, y a veces arrojaba lluvias de hojas sobre los potreros cercanos. Un
bosque con cientos de árboles, de especies diferentes, que se abrazaban
mutuamente, como niños atemorizados, como espantando el frío de la noche,
como deteniendo la noche entre la espesa oscuridad dentro de ellos. Con el
agua la tierra volvió a teñirse de vida, el pasto creció saludable y tierno, las
cosechas fueron fructíferas, pero la idea de expandir los terrenos dedicados a la
ganadería no desaparecía de la mente de Tulio. Decidido ya a aumentar su
capital, planificó el corte del bosque para la siguiente temporada seca. La
misma Matilde, atemorizada por las advertencias de los campesinos, trató de
disuadirle. Pero sólo el dinero habría hecho que aquel hombre cambiase de
opinión. Durante varias noches había hecho un plano de sus tierras, y revisó
cuanto terreno era inútil por el bosque. A su juicio era un porcentaje demasiado
alto. Por eso tratar de convencerle era inútil. El dinero y la rentabilidad de sus
tierras era un argumento implacable que lo opacaba todo.
Actúo guiado por sus instintos. Comenzó los trabajos una vez reunió el
personal necesario. El mismo se armó de un Serrucho y lideró a sus
trabajadores. Dos hombres murieron en el proceso, pero Tulio se sintió
satisfecho al notar que había ganado bastante con la madera. Sin embargo, el
prado arrancado al bosque resultó inservible; pronto y con las lluvias se
trasformó en un pantano espeso y pesado, que carecía de agua potable y tierra
firme. Los campesinos hablaron por primera vez de la pitón cuando las reces
empezaron a morir. Sus explicaciones eran vagas; la pitón se alimentaba de la
leche de los árboles y de los pequeños roedores, pero al morir el bosque solo
encontró la leche vacuna. Algunos creían su cuerpo interminable; otros se
resignaban a reconocerle cinco metros, otros le otorgaban diez. Lo cierto es que
las reces no desaparecían inmediatamente; antes morían sus crías, y luego
morían las madres, consumidas por una enfermiza delgadez, y por las marcas
de muchos e interminables dientes que destrozaban sus ubres. Las vacas
siempre estaban secas; las crías morían de hambre. Cuando el numero de reces
perdidas fue nueve el pantano empezó a expandirse, a moler la tierra y a
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convertirla en fango, a borrar la pradera y desaparecer las cosechas. Entonces
Tulio observó la Pitón.
Matilde tenía seis meses de embarazo cuando Tulio decidió acabar con el
bosque. Al desaparecer la hacienda su pequeño contaba con cuatro meses;
Matilde, angustiada, se refugio donde los Cabrera, que tenían un terreno
abierto y eran vecinos, mientras Tulio insistía como los demás vecinos en
encontrar un modo de matar la serpiente y cerrar la expansión del pantano. Su
primer intento tuvo un éxito moderado; alejaron todas las reces varios
kilómetros a la redonda. Ambos demonios, aprisionados, desaparecieron por
un mes. Así creyeron remediar un problema. Creyeron que la serpiente moriría
de hambre, pero se equivocaban.
Matilde soñó con la serpiente un día después del bautizo de su hijo. La soñó
frente a ella, erguida y reflexiva; era una criatura sabia y antigua como la tierra
misma. Su voz era somnolienta y nostálgica. Luego de presentarse, con unos
muy finos modales, la serpiente le contó la historia de un río traslucido y
dorado cubierto por los rayos de sol y bendecido por un universo de peses de
colores, que danzaban al vaivén de la corriente. Le hablo de un bosque
interminable, que resguardaba a miles de animales, y le habló de una lluvia de
mariposas verdes, que se ocultan en los árboles, y que huyen del hombre
escondidas en el viento. También le habló de un pantano sagrado y de la tumba
de viejas matriarcas, que protegían el equilibrio entre lo estéril y lo verde, entre
lo sagrado y lo humano. Equilibrio que su esposo Tulio había destruido. Y ella
solo era una protectora. Antes los árboles le daban alimento, pero ahora, moría
de hambre, y por eso, finalmente, le suplicó comprensión y abrigo. Matilde
sintió compasión y sin titubear le presto su pecho; por alguna razón sintió que
la serpiente parecía más sedienta de amor que de comida. Matilde sintió su
miedo. Al sentirlo sintió repugnancia de su esposo, y de todos los hombres que
le acompañaban, pero no comprendió aquellos sentimientos, solo se limitó a
dejarse llevar, mientras su vida se extinguía lentamente. Acarició, entre sus
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sueños, la cabeza de la serpiente. Amaneció enferma, con fiebre, pero
embriagada de tranquilidad. Ocultó las marcas de su pecho y se negó a recibir
medicinas, pero trató de comer lo mejor que pudo. En la tarde se levanto de la
cama, pese a la resistencia de las criadas. Guardó en su habitación dos canecas
de leche fresca. También algunas carnes, y algunas frutas. Pidió implícitamente
que le dejaran dormir sola. Soñó de nuevo con la serpiente, que lucia un poco
más fuerte, y su voz era más vital; venia a buscarle con algo de timidez. Le
explico algo que Matilde ya sabia; al alimentarla, tal y como sucedió con
aquellas vacas, la estaba matando, y se sentía avergonzada. No podía
abandonar el pantano. Estaba condenada a protegerlo por toda la eternidad.
Matilde le ofreció la leche en las cantinas pero la repudió, argumentando que
por ser una criatura de sangre fría, necesitaba leche tibia. Entonces Matilde le
prestó su pecho de nuevo. Decidió, mientras le alimentaba, preguntarle por el
pantano, y la manera de detenerlo. La Serpiente le dijo que ella y el pantano
eran seres individuales, distantes, y que desconocía la razón por la cual este
crecía de manera incontrolable. Matilde pensó en decirle que desde que los
hombres habían apartado las vacas de su alcance el pantano se detuvo pero
desitió; si la serpiente le ocultaba, o desconocía aquel detalle, seria por una
buena razón. Le pregunto su nombre pero la serpiente guardo silencio. No tenía
nombre. Argumentó que los nombres son creaciones humanas, vejaciones de la
individualidad, pero que en la naturaleza, los seres concientes se sentían e
identificaban como parte de un todo, un todo sin identidad y memoria. Ella era
la naturaleza, así como también lo eran las demás criaturas, incluida Matilde,
incluido tulio. Matilde insistió en darle un nombre.
—Todo lo que vez, hace muchos años, estaba inundado por el agua. Todas estas
tierras eran una laguna. Los antiguos pobladores me decían Tumah, nombre
impersonal que significa espíritu protector. Como ahora estoy débil, y tú me
proteges, yo debería llamarte así.
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Tulio se sobresaltó.
—Insístale—aseguró—por que tal vez se niegue, pero debe obligarla.
La anciana lo acompañó a la habitación. Matilde estaba tan pálida, tan delgada,
que parecía muerta. Tulio le pidió, en principio con dulzura,
—déjame ver tus senos
Pero Matilde se opuso con todas sus fuerzas. Sin embargo su resistencia no fue
suficiente. Tulio llamó a las demás criadas, que sujetaron con fuerza sus brazos
y piernas, mientras la anciana desnudaba su pecho, y se horrorizaba con las
heridas. Todos sintieron un escalofrío. Matilde tenía los senos casi destrozados.
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Ruido de fondo.
Cuando el reloj marcó las tres la gente dejó de gritar, y luego llegaron los
primeros cinco minutos de silencio en toda la noche. El frío inundó la
habitación. Ana y yo nos apretujamos contra la ventana, para ver mejor el
exterior. ¿Tienes miedo? Me preguntó, con una sonrisa temblorosa, mientras se
ocultaba tras la pared. Sus ojos enrojecidos se habían cansado de llorar. Negué
con la cabeza. Quería ayudarla a tranquilizarse, pero todo mi cuerpo
convulsionaba de miedo. Mis lágrimas aun esperaban su turno para ser
derramadas. Pero no podía ni quería llorar frente a ella, no podía alimentar su
miedo, mucho más poderoso que el mío. Por ella recobré un poco de valentía.
Me asomé a la ventana, dispuesto a cubrirme a la primera señal de peligro, pero
solo descubrí las luces distantes de los bombarderos que se retiraban, y de
algunos helicópteros que vagabundeaban buscando entre los escombros, muy
lejos de nosotros y de nuestro edificio. Una y otra vez se escucharon las ráfagas
desde el aire. Luego arremetía el silencio, persistente y agrietado. Los
helicópteros eran como fantasmas, como Ángeles de la muerte. Sus potentes
luces iluminaban las nubes, creando a su alrededor mantos borrosos de luz y
oscuridad. La sirena de la ciudad aún funcionaba, y sonaba de nuevo. Su voz
era ronca y dolorosa, como el aullido lastimero de un animal condenado a
muerte.
Es el sonido de la sirena lo que erizaba mi piel. Sonó por primera vez cuando
se acercaban los bombarderos. Fue la primera y ultima advertencia.
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hacerlo, y nos ocultamos en mi habitación. Acurrucados bajo la cama
parecíamos niños. Nos abrazamos y temblamos juntos hasta que por fin llegó el
silencio, y sólo cuando el silencio llegó nos animamos a salir, aún aterrados, con
la certeza de que no podíamos huir a ningún lugar, de que muchos no
sobrevivirán a todo aquello, de que tal vez no veríamos el amanecer.
Hasta hace unos minutos todo era ruido; las explosiones, los helicópteros, el
estruendo, pero ahora solo quedan las voces que se ocultan, que se lamentan.
Suplican sin saber a quien suplicar. ¿Es natural que toda una ciudad se sepa
abandonada por Dios? Me pregunta Ana. Yo no sé que responderle. Escucho a
las personas que sobrevivieron. Sufren. Sufrimos. Y sin embargo Ana y yo aun
conservamos esperanzas. Viviremos, le digo, casi en vos alta, pero una vez
aquella palabra es arrojada al vacío, cambia de significado, y termino sintiendo
que todo lo que diga a la final será inútil y superficial.
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mano con fuerza, y sonríe, tímidamente, como si en el fondo supiera que me es
imposible cumplir esta promesa, o cualquier otra. Hace frío.
Junto a nosotros arde una vieja tienda de ropa de etiqueta. El vidrio está roto.
Me acercó a la vitrina exterior y tomo un abrigo que aun cuelga de su maniquí;
no se ha quemado. Con él abrigo a Ana. Ella sonríe y me abraza para disuadir
sus propios temblores. Los susurros persisten. Son cada vez más poderosos. Son
oraciones. Son suplicas que parecen venir de todas partes. No sé si en realidad
los escucho o los imagino. Pero creo que Ana también los escucha. Los susurros
son interrumpidos por una ráfaga de disparos. Hay gritos que no son de dolor;
son de placer. Huimos. Buscamos los susurros, buscamos personas, pero solo
encontramos cadáveres tirados por doquier. Los edificios se incendian. Tras las
llamas se escuchan llantos. De nuevo ignoro si los escucho o los imagino. Le
digo a Ana, para, necesito pensar, necesito respirar, mi mente se nubla, y ella,
sin sorprenderse, se arroja sobre mí, me abraza, y de nuevo, con lágrimas sobre
los ojos, me repite que no me pierda. Su mirada es triste. En sus ojos descubro
que comprende lo evidente; mientras yo finjo protegerla de lo inevitable, es ella
quien me protege a mí de la locura, del pánico, de que devore mi cordura
aquella infinita sensación de irrealidad. Parece bastante fácil volverse loco esta
noche. Ana me besa.
Los susurros vienen del edificio, del fondo, del suelo. En la pared contraria a
la puerta, a unos cien metros, hay una enorme puerta de acero que va al refugio
antibombas. Las oraciones se hacen más y más fuertes. Siento que un escalofrío
recorre mi piel. La sensación de irrealidad lo nubla todo. Los susurros se hacen
más y más fuertes, tanto, que siento el sonido en mis oídos, en mi cabeza.
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Ana camina frente a mí, con prisa. Tan ansiosa como yo, veo en su rostro que
la sobrecogen las esperanzas. La puerta está abierta. Tomo la delantera e
ingreso primero .Lo que veo es realmente sobrecogedor.
Entonces trato de evitar que ana entre a aquella habitación, pero ella no me
permite evitarla. Permanecemos un largo instante allí, observando la
devastación final. Si aquellas personas murieron no hay esperanzas en la
ciudad. Ana, incapaz de comprender, parece consternada, como si hubiese
sentido aquella premonición desde el principio y comprendiera lo que
implicaban mis palabras. Ahora es ella quien toma la decisión fundamental.
Toma mi mano. Huimos buscando algo de ruido en medio de las llamas, en
medio de aquella ciudad en ruinas. Los susurros persisten y aumentan de
volumen. Los susurros dependen del silencio. Los susurros se entierran en la
imaginación a partir del silencio y construyen desde él las palabras que aterran,
las mentiras que siembran la esperanza.
Ojala sea así. Respondo, con un susurro, ahogado en ese infinito ruido que
emerge del fondo de todos los edificios.
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La Suicida
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enterarse de su muerte, sintió una fuerte nostalgia por aquella esperanza de
evasión. Todo eso es imposible ahora, pensó; las paredes, los libros, y la misma
ciudad le resultaron incompletos e irritantes. ¿Habrá imaginado aquel viejo que
ella le guardaba un modesto y significativo cariño? Con los años sus horas de
visita se hicieron casi imperceptibles, y no han desaparecido, tal vez, por que
para Camila tomaron la forma de un ritual sagrado. Hoy estaba ahí por un
simple arranque de melancolía y la noticia la ha sorprendido desarmada. Quien
se la comunicó fue precisamente aquel individuo encargado de remplazarle.
Cuando ella observaba distraídamente un ejemplar ilustrado de “el hombre
invisible” de G. H Wells, el nuevo guarda, un joven de rostro severo y estatura
militar, le advirtió que el tiempo de visita había finalizado. Esta advertencia fue
seca. Sin tapujos. Camila hizo un ademán que para el desconocido resultó
desagradable. Desapareció tras unos estantes de libros pero regresó, un tanto
agresivo, algunos minutos después. Ella no lo escucha; su Ipod sustituye todo el
sonido que soporta el mundo. Aquel hombre solo es una sombra sin habla, con
una gesticulación exagerada y con la molesta esperanza de ser comprendido. Le
resulta satisfactorio ignorarle; no ha venido aquí para escuchar gritos y
reproches, todo lo contrario, huye de ellos. Aquel individuo pronto se cansa de
los gestos y se acerca a ella, con una expresión incisiva, y sacude su hombro
izquierdo con una indelicada violencia. Camila se quita los audífonos y con un
falso gesto de benevolencia, que a su vez también expresa algo de hipocresía, le
indica que no lo escuchaba.
—todos vamos al entierro del viejo guarda, un compañero que murió hoy.
Camila afirma con la cabeza, ignora aquel enunciado y empieza a recoger las
cosas que ha dejado regadas en la mesa de trabajo. Pasa algo más de un minuto
para que se decida a preguntar, un poco conmovida
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— ¿Cuando murió?
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completamente negro y la ciudad se aglutina por estas diminutas calles de
pueblo que componen la candelaria. Camila camina de vuelta a la biblioteca,
con la esperanza de encontrar a alguien, pero fracasa; todo está vacío. El guarda
de seguridad no se toma la molestia de abrirle; se limita a señalar su reloj y a
indicarle que no abrirá. “es un idiota” dice entre dientes, mientras se resigna a
desaparecer entre las calles. Hay quizás una hora de camino de regreso a casa,
pero seria algo peligroso hacerlo sola. Busca en sus bolsillos; un celular, una
menta, un clic y un pedazo de lápiz; todo el dinero se fue en cigarros y café. Las
calles empiezan a desocuparse y solo queda espacio vital para los vagabundos.
Su bolso no esta vacío. Esconde su mano derecha en él para producir una falsa
señal de amenaza; algo que siempre advierten los indeseados. Camina
apresuradamente, con la mirada baja, con el pelo flameando a su espalda, con el
bolso frente a su cuerpo, notablemente aterrada; no obedece a ninguna señal.
Con un ojo observa el suelo, su regularidad; con el otro, observa los individuos
que quedan en la calle, sus movimientos, sus intenciones; no se fía de nadie. La
calle se reduce, se hace cada vez más solitaria, más angustiante. Un individuo,
que parecía ante sus ojos inadvertido, se para frente a ella y la detiene; sonríe.
Aquella sonrisa es una mueca deforme e incompleta, una abominación que solo
expresa odio y resentimiento. Camila recuerda su deseo de sentir una sonrisa y
maldice su estupidez. Las sonrisas son estúpidas; promete no sonreír de nuevo.
El intento de robo fracasa; el individuo trata entonces de pasar sus manos por el
rostro y Camila emprende la huida. Olvida su bolso. El individuo, más débil
pero veloz, la alcanza y con un pequeño puñal penetra, en repetidas ocasiones,
su espalda y su brazo derecho…
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Una omisión de la memoria
Del cementerio salí como a las cuatro de la tarde, luego de leer las palabras
que alguien me pidió que escribiera para la ocasión. Como la ceremonia fue
bastante concurrida, mi familia se atrincheró alrededor de la bóveda, y en
medio de sollozos, se despidieron trágicamente del cajón de madera. El hecho
en sí fue bastante deplorable, y no resistí la necesidad de desaparecer. Minutos
atrás, leyendo mi pequeño discurso, hice gala de mí exagerado talento para ser
sentimental. Fui tan crédulo como en todos mis encargos anteriores, y tan cursi
como mi dignidad me lo permitía. Para ser sincero, aun no lograba asimilar lo
que acababa de ocurrir. La muerte es una perturbación que para mí sólo se
comprende a futuro. Sólo comprendemos que alguien ha muerto cuando
sentimos el vacío que deja entre nosotros, cuando nos lacera su ausencia. Así
que exhausto, abandoné aquella aglomeración. Busqué aire fresco, pero solo al
pisar la calle recordé que el cementerio carecía de paredes. Decidí largarme,
convencido de que caminar me libraría del sentimiento de vértigo. No esperé a
que los demás salieran (luego me enteraré que todos tomaron mi acto como una
señal de vanidad) De aquella tarde recuerdo además que por perezosa
curiosidad presté atención al sermón sacerdotal. Una par de incongruencias me
perturbaron, pero quise olvidarlas rápidamente. Las treinta y dos cuadras que
me separaban de mi casa me resultaron interminables—quizás lo eran—al
llegar y descubrí que no había nadie a quien soportar, no había nadie que me
cuestionará o me juzgara, y por eso me sentí aliviado. Una vecina me entregó
las llaves y me recordó que debía abrirle a mis tías y a mis demás familiares
cuando llegaran. Encendí el televisor y como autómata pase los canales sin ver
ninguno. Mis primos llegaron media hora después. Por equivocación colocaron
entre mi ropa una chaqueta de mi abuelo, que automáticamente fui a dejar en
su habitación. Al ver que todos (o en realidad, casi todos) regresaban me
encerré para leer. Como a las siete y media mi abuela me llevó la cena, y no
cruzamos ninguna palabra. Como a las once me quedé dormido, y tuve la dulce
esperanza de que aquel día por fin terminase.
32
primero que pensé fue en avisarle a mi abuelo y acompañarlo para revisar. Salí
descalzo; eso me permitió ser silencioso. Noté que el viejo ya había advertido lo
sucedido y tal vez investigaba. La luz de su cuarto estaba encendida y la puerta
entre abierta. Entonces, con mi cobardía cohibida por su presencia, fui a
buscarle, pero una impresión me detuvo. Tres sombras en la cocina me
convencieron de que no estaba solo. Dos sombras grandes golpeaban a la
pequeña. Ojeé la casa y vi que la puerta del patio trasero estaba abierta. La
cerradurahabía sido forzada. Quise llamar a mis hermanos, o gritar, o las dos
cosas, pero cegado por una idiotez casi infinita decidí actuar solo.
33
enterrado. Aún sobre mi escritorio, sobre una hoja de cuaderno, estaba el
discurso que había preparado para despedirle.
No pude evitar las lágrimas. Era la primera vez que lloraba su muerte. Sólo
entonces comprendí lo que significaba su ausencia.
34
Los Años Dorados De Satanás
35
director de hospital superaba con creses su antes respetado gusto decorativo.
Satanás lo observaba todo, avanza en la sequedad de la tarde que ya era noche,
y no dejaba de impresionarse; los rostros amargos y desesperados de la gente,
la sequedad del servicio, y lo imposible de cualquier esperanza; si el infierno
fuese suyo, si él fuese su dueño una vez más, ¡haría tantas modificaciones! Se
sentía inspirado. Pero ahora, ¿para que alimentar falsas esperanzas? Sabía que
no saldría vivo de aquel averno en miniatura. Aunque él mismo llegase
caminando no regresaría al mundo exterior. Aquel era su fin. Él no era
inmortal. Su cara pálida y sus ojos exorbitados daban fe su mortalidad. Su
corazón; tan viejo, tan gastado, tan sentimental ¡cuanto había amado, cuanto
había odiado y cuanto había soportado a través de los siglos! Pero la muerte,
incapaz de olvidarle, incapaz de perderle, ahora le reclamaba. Él, tan efímero e
imaginario como cualquiera de nosotros, era ahora propiedad del olvido. Su
senil imagen, arrugada y gastada por los placeres y los vicios, que además
llevaba siglos sin espantar a nadie, poco conmovió al portero.
Para su suerte, el gerente hizo su aparición tan solo dos horas después. Lo vio
en la distancia. Gritaba a un par de operarios que hacían las veces de camilleros.
Satanás lo reconoció; había sido alumno suyo. Bien sabía que un gusto tan
refinado no podía ser tan distante a él mismo, como supuso inicialmente.
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— ¡Carlos!, ¿Carlos, Matamoros?
— ¡profesor! Que dicha verle, ¿que hace ud aquí? ¡Vaya! ¿Entonces los rumores
son ciertos? después de la privatización del infierno…
37
— Déjame decirte; eres todo un artista—sonrió el diablo— en otras
circunstancias esto habría ameritado una copa
Pero un fuerte picazo en el pecho detuvo los elogios, y Satanás, esta vez
sudoroso y a punto de desmayarse, tuvo que apoyarse en los hombros de su
exalumno.
La enfermera se horrorizó
—lo fue, y aun lo es. Precisamente por eso lo envío allá. Debería agradecer que
no lo deje morir afuera. Además, si hiciera otra cosa, pensaría mal de mí.
38
II
Satanás sonrío.
—déjenlo pasar.
39
prohíbo!, ¡cierren la puerta! — Ordenó a la enfermera— ¡Expulsaré a la criatura
maligna de aquí!
—Cierren la puerta; hagan lo que dice— respondió el diablo, con una sonrisa
desafiante— Estaré bien.
—Luís, ¿como has estado? —susurró el diablo, una vez estuvieron solos.
—ahhh… pero vaya que nos divertimos, ¿no? Bueno, en realidad, yo no. Mis
antepasados, y los Papas pasados, con tu ayuda, claro esta.
40
El sacerdote sonrió con orgullo, y observó la ventana.
— me alegro mucho por ti, Luís. — Respondió el diablo, con una cálida sonrisa
— ¿Sabes?, esperaba que el señor de blanco me visitara. ¡Ese alemán imbécil,
con todo lo que me debe, y todo lo que pasamos juntos! Es todo un ingrato.
El sacerdote notó que la voz del diablo se desquebrajaba, y que los ojos se
hacían vidriosos. Guardo, entonces, una prudente distancia.
—ya mucha gente sabe que estas aquí, seria un escándalo. A él le es difícil pasar
desapercibido. Ya sabes, la fama, las chicas…
— ¿y los demás?
— En fin…— suspiró el sacerdote— puedo ver parte del servicio, pero, ¿que tal
ha sido el resto?
Conversaron una tarde entera, pues bien sabían que no se volverían a ver. Los
enfermeros que habían estado cerca a la habitación, más por curiosidad que por
servicio, ya se habían ido. Uno que pasaba por ahí, notó que al partir, el
sacerdote caminaba tambaleándose, y llevaba los ojos enrojecidos, no solo por el
licor. Había llorado, y caminaba de mala gana, refunfuñando y cabizbajo.
41
Satanás, ebrio, pensó en el pasado. En otros tiempos fue imponente, tanto que
el mundo entero era incapaz de desafiarle. Era temido, hacía lo que venia en
gana con todo, y siempre era el ganador. Era amigo de poderosos, de artistas, su
nombre producía silencio en pueblos enteros, y ahora, escondido en una triste
habitación de hospital, era nada. Nada. Un viejo decadente muriéndose en un
hospital, un recuerdo borroso en la mente de los niños y de los ancianos, solo
era eso, un recuerdo; por eso, pensaba, bien hacia en morirse. ¡Pero cuanto
amaba la vida! Extrañaría el vino a donde fuera que fuese, extrañaría el viento,
los caminos, la marihuana, las mujeres (si que extrañaría las mujeres) extrañaría
el sonido de un arma, la muerte de un infiel. Extrañaría la música clásica, los
autos, los caballos. Sus años dorados han desaparecido. Muchos hablaban de la
vida, de conocimiento, de horizontes rotos, pero nadie podría hacerlo como él.
Conocía bien a los hombres; su bajeza, su crueldad, su odio. Ellos amaban,
huían, odiaban, pero no como él, nunca como él. Extrañaría—y lo hacia en ese
instante—la absurda convicción de que la muerte era imposible. Hasta los
dioses mueren. Hasta los mitos, con el tiempo, desaparecen.
42
desvanecieron. Frente a él solo estaba la muerte. Le sonreía. Él, no extraño a
esos juegos, comprendió lo ocurrido; la muerte, antes de arrancarle la vida, le
brindó una última imagen feliz, le arrancó del rostro una última sonrisa, una
ultima lágrima sincera. Al comprender que todo no había sido más un último
engaño, el demonio lloró y aceptó. Nada más puede hacer. Al menos la muerte
por él, conservaba algo de simpatía
43
Deus ex Machina
Personajes:
El escritor
Alter Ego
psiquiatra
enfermeros.
Alter Ego entra a escena, con una mirada fastidiada y los nervios alborotados,
vistiendo un impecable traje de Marinero. Grita y mueve los brazos de manera
amenazante mientras sostiene una paleta de dulce en su mano derecha. Está
furioso. Su rostro ha enrojecido de repente.
Alter Ego—mira que eres idiota, Escritor; comienzas el texto sin saber que decir.
¿Crees que tengo tiempo que perder? A diferencia de vuestra vida rumiante y
empolvada yo tengo mucho que hacer, mucho que decir, mucho por cambiar. Y
que molesto tu papel de imitador de Zola colocándome como un imbécil
admirante Suizo… ¿quieres pelear imbécil? Eres un ser repugnante, ¿me oíste?
¡Repugnante!
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yo en realidad no estoy tan loco. El loco aquí es él. ¿No lo ve? Si usted desea
curarme, debe empezar por él primero.
El escritor — no puedes irte (se levanta y sonríe con animo burlón) eres un
invento de mi imaginación. Estas condenado a estar donde yo este.
El escritor — (riendo) podría decirse que es mi gemelo, solo que la molesta tarea
de existir es exclusivamente mía. (Dirigiéndose a alter ego) ¿Podrías servirnos
una taza de Café?
Alter Ego — señor Visitante, disculpe mi falta de hospitalidad ¿el suyo con o sin
arsénico?
Alter Ego — si, si, no me mire con esa cara; fue la invención de un humorista
llamado Sigmund freud. Desde entonces no he cambiado de nombre. ¿Sabe?
Soy muy famoso.
Alter Ego — no crea que me siento orgulloso de ese titulo. Pero lo soy.
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Psiquiatra —para ser el alter ego del escritor, usted tendría que estar dentro de
su cabeza. No afuera, ¿entiende? Él esta ahí sentado y usted esta aquí, hablando
conmigo.
Psiquiatra — ustedes de verdad son un caso muy particular. (Saca una libreta
de su chaqueta, y toma algunos apuntes)
Alter Ego — no, tonto, esas no son estrellas, son los agujeritos que dejan los
cabellos de la cabeza cuando se caen. ¿Ve? Por ahí entra luz
Psiquiatra — si usted esta escribiendo esta historia, señor escritor, ¿sabe que
sucederá a continuación?
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El escritor — no conozco los detalles, pues a pesar de que escriba la historia voy
descubriéndola al tiempo que lo hacen ustedes. Pero tengo una idea de lo que
va a pasar al final.
Psiquiatra — ¿a matarme?
Alter Ego — le dije que estamos en su cabeza. Él puede hacer aquí lo que
quiera.
El escritor dispara, pero falla. En vez de herir al medico, hiere a Alter Ego. Este
cae muerto, instantáneamente.
El escritor — (en estado de shock) no, esto es imposible, nada de esto está
pasando… (Apuntando contra el medico) ¡Usted me engaño, maldito farsante!
47
Los enfermeros se aglutinan en la entrada de la habitación. Pero ninguno se
atreve a pasar.
48
Fantasmas del 49
Existió un instante en la mañana en el que el frío fue tan intenso que necesité
hacerme el desentendido para poder seguir pintando la pared. Ahora mi boca
tiembla. Decir “tirita” seria negligente, por que lo más cercano a mi gesto es la
convulsión. Pero el frío no es mi único problema. También siento ganas de
vomitar hasta morir. Mi estomago protesta desde hace media hora. Llevo un
largo rato sin comer. Me duele la cabeza, y en algo me atonta el mareo. La
pintura parece un elástico duro que se niega a replegarse sobre el ladrillo.
Aproveché los instantes en los que debí calentarla con un pequeño fogón tras la
escalera para calentar mis manos. Diciembre es un mes que se atrinchera en las
ventanas, rico en decoraciones absurdas que solo tienen sentido en una ciudad
fría como Bogotá. La candelaria huele a café, y a orines tras la pared, a basura
amontonada, y a vagabundos muertos de hipotermia. Se escuchan tangos y
baladas cubanas en los restaurantes vecinos. Huele a humanidad, a sudor
rancio de indigente dormido en el andén. La ventana esta abierta a la calle. Es la
única manera de obtener algo de luz. El hedor de la pared que llevo pintando
una semana no disminuye. La señora de la casa suele pararse tras de mi,
mientras pinto, con el rostro decepcionado, con una expresión de acusatoria
recriminación. “No disminuirá” le dije. “Siga pintando” me responde. Y aunque
en algo la desprecio, siento un alborotado deseo cada vez que me muestra su
rostro amargado. Entonces insisto, para complacerle, inútilmente, porque el
hedor no disminuye. Aunque para ser sincero no debería protestar. Ella me
paga muy bien los días dedicados al muro de su escalera, pero mi trabajo no va
a ningún sitio, y eso me desespera. A almorzar salgo a la tienda de doña Karla,
donde una changua vale 3o pesos, y el café en leche no sabe a ratón. De la calle
descienden los universitarios del rosario. El medio día es opaco, el cielo carece
de vitalidad, es lechoso azulado. La lluvia es una amenaza en espera. Un río de
colegiales choca contra la multitud ascendente y se deslizan a sus costados,
entretejiendo sus uniformes rojos con la oscuridad recurrente de los bogotanos
de civil. Sonrisas histriónicas. Chistes inútiles. Tanto movimiento parece alejar,
49
por un instante, el mal olor de la escalera. Incluso las moscas desaparecen por
algunos minutos. Pero la pintura se acaba y ellas vuelven, a zumbar entre mis
oídos, buscando el festín que deberían comprender, hasta donde sé, inexistente.
El olor es tan fuerte que pierdo el apetito, y me río solo, como si perdiera el
sentido de la realidad. Veo a la escalera palidecer y moverse, adentrarse en
formas que violan su geometría perpetua. Solo estoy algo trabado, pienso, el
hedor de la pintura es fuerte. Sigo pintando y evito la risa. Y la pared sigo
moviéndose. Y el quejumbroso piso de madera parece hablar bajo mis pies. La
tarde se extingue con rapidez entre mis brochazos, entre mis dedos, y el tiempo
avanza. Afuera los caminantes disminuyen. Ya no hay sonrisas, y ahora los
pasos son atragantados y rápidos. Ella, la dueña de la casa, se acerca para
seguir reprochándome la ineficiencia de su idea, para entregarme mi jornal,
para coquetear un poco conmigo y decirme que venga al día siguiente
temprano, pero su coqueteo es extraño, en ella hay algo extraño cada noche, la
suya es una invitación temerosa, una soledad avergonzada, pues pareciera
querer retenerme, y a la vez pareciera que desea la compañía de cualquiera
menos la mía. Tiene miedo. Vive sola en una casa gigantesca y vieja. Es una
amargada cuarentona. No es nada fea. Seguramente lo que alejó a los hombres
fue su carácter reprochante. Su voz y su mirada parecen reclamos permanentes.
Se viste con un exquisito mal gusto, y se maquilla con exageración. Su rostro
tiene la peculiaridad de querer expresar a la vez vergüenza, coquetería y
orgullo. Aunque me agrada físicamente, no soporto escucharla hablar. Me
fastidia su voz, su irritante comportamiento nervioso. Siempre que estoy a su
lado comprendo que tiene miedo, y odio los miedos prestados. Hoy más que
ninguna otra noche. Ella coquetea de nuevo. Se niega a pagarme con evasiones
demasiado frívolas, con excusas que quisiera desentender. Mis manos
forzosamente pintadas aceptan su taza de café. Estoy cansado. Ella ignora el
reproche en mis ojos. Ignora mi extenuación. Decide invitarme a su sala, con
viejos cuadros amarillentos, con muebles de cuero falso y grasoso, para
hablarme de su juventud, de su desgastada juventud, de su inevitable soltería,
de sus pretendientes imaginarios y ricos, y a la final toma mi mano. La esconde
entre las suyas. Me pide con voz tenebrosa que la acompañe. Y por vergüenza y
caballerosidad, asiento. ¿A que le teme? Me lleva a su cuarto, una caverna de
cortinas cerradas, una habitación congelada en el tiempo, con retratos de un
solo hombre que contaminan cada centímetro de pared. Y aquel hombre
misteriosamente se parece a mí. Hay una foto de aquel hombre junto a Jorge
Eliécer Gaitán. Es joven. Reconozco su rostro. Fue su asesino. Ignoraba que
antes de aquel terrible nueve de abril se conocieran. La siguiente fotografía es
de él con una joven, idéntica a mi patrona. Ella sonríe. Y me dice, “quien está
enterrado abajo, tras la escalera, es él. La familia lo enterró aquí. Temían que los
liberales desenterraran el cadáver y lo profanarán aun más. Pero ahora, cuando
seguramente la muerte le deparó el fiasco de su propia muerte, es un alma en
pena. Gime y se lamenta cada nueve de abril. Es un fantasma atemorizado y
enfermizo” guarda silencio de repente. Sonríe al ver mi expresión de
escepticismo, “¿quieres quedarte a averiguarlo?” Me pregunta, y yo le
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respondo, “tengo familia”. Ella se acerca. Me besa. Sus labios son dulces, pero
salados. Siento inmediatamente que algo misterioso me quema, algo que no
sentía desde mi adolescencia, algo similar, idéntico al vértigo de la primera vez.
Se me alborotan las sensaciones eléctricas en el estomago. Comprendo en su
rostro el hastío de una mujer atormentada y eso me fascina. La deseo
demasiado. Decido olvidar a mi familia por una noche. Soy un cretino incapaz
de evitar sus propios instintos. Ella me dice, susurrando a mi oído “a aquel
pobre bastardo lo chantajearon secuestrando a mi madre, que ya para entonces
estaba embarazada. Yo solo era un renacuajo en su vientre. Lo que no sabia, lo
que nunca supo, es que yo no era hija suya. ¡Nunca lo supo! Murió el mismo día
en que mató a Gaitán. Cumplió su función y resignado, se dejó matar. Era el
trato. O mi madre y yo moriríamos. Él amaba a mi madre. ¿Puedes creerlo? No
se sabía engañado. Aun me produce lastima aquel individuo. Y lo gracioso es
que soy la menos indicada para compadecerle. Soy consecuencia de aquel
engaño. Si él hubiese sabido, si se hubiese decepcionado a tiempo, habría
salvado su vida, y yo, yo nunca habría nacido” Ella sonríe. Su sonrisa en un
instante se trasforma en una sonora carcajada, desesperada y ruin, que tiene
mucho de demencia, y así comprendo que de algún modo, atrapada aquí, ha
enloquecido. Pero su locura no me parece despreciable. Lo único que hago, lo
único que me importa hacer, es desnudarla. ¿Hace cuanto deseo hacerlo? Lo
ignoro. Tiene un cuerpo precioso debajo de su feo vestido, y yo resguardo
dentro de mi pantalón un falo encendido que quema la piel de mi entrepierna.
No soy dueño de mí, y la idea no me molesta. La empujo a la cama. No pienso y
no quiero hacerlo. Me embriaga un vértigo irracional y frío. Siento por un
instante que ella me controla, pero al observarla, entiendo que está tan fuera de
sí como yo. De repente, se escucha el llanto de un hombre en el piso inferior, un
llanto doloroso, amplificado por la acústica de la madera. La habitación se
enfría a mí alrededor. El frío alimenta mi erección. Ella esta desnuda y yo estoy
sobre ella, mordisqueando su cuello. Tratando de limitarle con mis manos.
Siento que voy a enloquecer, siento que la piel me estorba, que me muero por
atragantarme con su carne y con sus huesos. Tiemblo. Ella gime cuando mis
dientes se entierran en su piel, cuando su sangre fluye por mis mejillas. Y al
igual, lo hace también el hombre en el primer piso, pero su gemido es
horroroso. Pareciera como si aun lo amancillaran, aun le dispararan, aun no
hubiese muerto y pudiese experimentar dolor, o sencillamente hubiese quedado
atrapado en el último instante de la muerte, y lo asfixiara la espera, la infinita e
insoportable espera. Escucho golpes en las paredes, y bajo el suelo. La casa
entera se contorsiona, se ahoga en si misma, pero yo solo quiero penetrarla,
bombearla de sudor y rabia. Su vagina está exageradamente húmeda. La
penetro con rabia, con desesperación, por que la odio e ignoro porqué, y
pienso, tal vez ella también ha perdido su identidad. Ella sonríe, gime, grita, y
me observa con provocación, desafiando, exasperando mi violencia. Y abajo el
hombre atormentado, aquel fantasma, aquel despojo grita “¡NO MÁS!” y la
casa entera se estremece, se ahoga, y el hedor pestilente se extiende, se adentra
en la habitación y siento unas terribles ganas de vomitar que reprimo. Los
51
golpes en el suelo aumentan, se hacen más fuertes, tiembla, y el fantasma no
deja de gritar, mi amante tampoco, se estremece de placer, de desprecio, y gime
gritando, ríe y entierra sus uñas en mi espalda. Llega en mis brazos. Su
orgasmo es intenso y la obliga a contorsionarse, lo hace sin dejar de reírse. El
aire se enrarece. La luz se hace débil. Aun ríe. Ríe tanto que se ahoga. Ríe tanto
que no puede respirar. Entonces se levanta de la cama. Baja la escalera. Golpea
la pared. Está ebria, está fuera de sí. Empieza a insultar El aire está demasiado
viciado. Ella tose y se revuelca un instante, termina escupiendo sangre, el aire
se le termina, su rostro palidece, y por fin noto en ella algo de tranquilidad, algo
de sumisa extenuación. Ella y la casa dejan de moverse. Ha muerto. Mi semen
está dentro de ella, y mi sangre está en su boca. ¿Que hacer? Para ocultar su
cadáver, decido abrir la pared de la escalera. Que mejor manera de conservar la
tradición. Para mi sorpresa no encuentro ningún cadáver. No hay nada allí. Solo
el hedor de la pintura, que aun me marea. Bajo la escalera hay un pequeño
espacio vacío que no da a ninguna parte. La coloco sentada, y la abrigo con sus
sabanas, aun húmedas. A la madrugada ya he terminado de armar un muro
nuevo, impecablemente pintado. El hedor ha desaparecido.
Ella aun permanece ahí. El hedor y los gritos cada nueve de abril
desaparecieron. Como la conozco—o creo conocerla— sé que es demasiado
temerosa, demasiado cobarde para asustar a alguien. Seguramente aguardará la
eternidad en silencio, cabizbaja y asustada, esperando una paz que jamás
conocerá.
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Las horas negras.
En esta pequeña habitación, la pared izquierda desaparece para dar paso a las
montañas. Una gran manta de paño negro cubre el cristal y pocos muebles
moldean el vacío. Estoy sentado frente a la cama, en una mesa pequeña que
sostiene algunos libros y el computador. La luz de uno de los carros de la
policía llega desde la carretera. Pasan sin prisa. Huele a plástico quemado, a
pólvora y a sudor. Parece que en este pequeño pueblo pasan cosas
emocionantes cada vez que se da un anochecer. Desde hace dos horas estoy
aquí, solo. He alquilado este lugar para pasar algunas horas de soledad y
libertad; sin embargo, todo ha sido imposible. Suena el teléfono.
— ¿y para que?
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—es urgente, viaja ahora mismo. Te pagará muy bien.
Ella ríe. A pesar de que su acento es dulce algo de fastidiosa tiene su risa.
Trago saliva. Pienso un par de groserías que responderían más claramente esa
pregunta pero a la final respondo.
—eres un niño oscar, ¿sabias? Nunca imaginé que fueses tan sentimental—
guarda silencio un instante y luego agrega—Dime, ¿te importo o no?
Sonríe complacida.
—si, que poco importante, ¿verdad? ¿Como iba a importarme que tuvieses
novio?
Ríe de nuevo.
—oscar, discúlpame. ¿Pero como iba yo a saber que te estabas tomando tan en
serio…?
54
—Si—interrumpo yo—. Quizás me falta…
—nunca dije eso, pero mira que si los pudiera unir a ustedes dos…uff; harían al
tipo perfecto. Además, ¿que crees que piensa mi ma si te presento como mi
novio?
—de hecho, fue ella quien me contó sobre tu queridísimo Peter. Lo hizo de una
manera bastante…territorial. Creo que sospecha un poco.
—nop, soy el angelito de mama—ríe; trato de recordar si alguna vez odie la risa
de alguien— De pronto cree que te quieres sobrepasar conmigo, pero no creo
que crea que me gustas.
—lo olvidaba, soy el tipo feo e inteligente que compensa a la cara bonita y al
cerebro vacío.
—Sabes que solo tú dices querida o querido en vez de “ser tu mozo” incluso los
más civilizados dicen “amante” pero suena tan...Mal, ¿no crees? En cambio me
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encanta como dices querida. Suena gracioso, casi inocente… ¡pero tan bonito!
Cuando lo dices así me siento un poco masculina, y no me siento culpable.
—ahh… piensa lo que quieras… ¿sabes que son las horas negras?
— una frase demasiado inteligente para una niña superficial. ¿Que pasará—
digo, levantándome y acercándome a la ventana— si me hago adicto a ti?
56
The End Is Here
57
diferentes a lo que te rodea. Entonces imaginas que los recuerdos y la realidad
son sensaciones familiares, y tímidamente dudas de la realidad. Las conexiones
cerebrales en un segundo se reactivan y nace un dejabú. Tal vez también sea un
sueño. En casa, desde la llegada de mi hermano, me era difícil pensar con
tranquilidad. Nos maltrataba el silencio; sencillamente, no nos llevábamos bien,
y a pesar de que no habláramos, nuestro mutismo lo denunciaba. Una total
ausencia de comunicación y un olor a tensión hacían imposible la soledad que
siempre había construido en mi vida. “no se quedará mucho” había dicho
mamá, desde hace más de cuatro meses. Ya ni siquiera respondía mis llamadas
de reproche. Con el correr de los días pasé más tiempo a diario en aquel parque;
algunas veces llevaba libros, y otras ocasiones solo llevaba mi cuerpo. Dormía
en casa y desaparecía pasadas las ocho; cuando alguien preguntaba por mi
domicilio, no sabia que responder. “En realidad vivo en el parque, pero las
cuentas llegan a esta dirección” dije alguna vez a un funcionario de la
universidad, que tomó mi expresión como una broma chocante ante su cargo.
Tras la llegada de las vacaciones estudiantiles el parque empezó a burlarse de
mi vejez, atrayendo a niños para que jugaran a mí alrededor. El ruido que
hacían y su incontenible felicidad terminaron ahuyentándome; cada día me
adentraba más—hasta las zonas menos tramitadas—y por fin, ya en el último
rincón del lugar, me descubrí solo. Por fin solo. Proseguí mis lecturas
tranquilamente en un lugar donde podría olvidar visualmente la ciudad. Pero
alguien me acompañaba. Tardé varios minutos en advertirlo.
58
casa. Busqué en algunos textos lo que otros habían dicho sobre el fin; ignoré
intencionalmente a la filosofía helenística y a la teología, porque su paranoia
existencial me fastidiaba. Me dediqué a la ciencia. Los únicos divulgadotes
científicos que había leído en mi vida eran Carl Sagan y Sthepen hawkings.
Nada significativo. La astrofísica de los últimos 120 años revelaba la finitud y la
mortalidad del universo. Algunos sospechaban una infinitud de universos que
nacían y se destruían infinitamente. La muerte de lo existente podría generarse
por una contracción o por un colapso gravitacional luego de la total expansión.
Una explosión. Einstein siempre defendió el universo eterno y alterable de la
física clásica, a pesar de que su teoría de la relatividad fuese la piedra angular
de la mortalidad.
59
buscaba. Crucé el parque que reposaba bajo una sospechosa tranquilidad.
Todas las hojas inmóviles; tuve la sensación de caminar en una fotografía.
—Al fin y al cabo, solo somos cerebros, recompensados por nuestros genes con
sensaciones hormonales—digo, para entrar en discusión, y buscando
igualmente liberar su habla— En realidad no somos libres. Nuestra única
libertad corresponde a cumplir una predestinación genética.
60
—simplemente el fin está aquí. El universo es limitado, pero infinitamente
curvo.
Los astrofisicos Martin Rees y John Barrow postularon una teoria que afirma
que el universo es una emulación de computadora (un juego) cuyo sistema
incluye una representación ilimitada de espacio. Cada detalle habría sido
diseñado por una raza superior para estudiar el raro fenómeno de la conciencia.
Si alguna vez el hombre logra procrear la I.A entenderá ( propone Barrow) por
acto reflejo, que en algún punto podría existir a su vez un creador que lo hizo a
él. Es la lógica borgeana… si el universo es una emulación podría tener
defectos; espacios que no concuerdan con las leyes físicas que controlan las
reglas de los demás estamentos, puertas que van a ningún lado, gravedades
contradictorias; todo era posible, incluso un agujero en el universo. Una salida.
61
El Tostador que quería Ser pollito.
B —no lo sé; solo quería ser creativo. Y no es mi imaginación; solo sucede que
con el tiempo te has hecho un niño muy exigente.
B—Ok, préstame atención; habían una vez, un tostador que quería ser pollito…
A (interrumpiendo) —ZzZzZzZzZzZ
A—desde ya sé que vas mal. “Érase una vez” no necesito ser un genio para
notar tu completa falta de imaginación. ¿Sabes que? Empieza por el nudo…de
pronto así me convences de escucharte.
62
crítica. La oscuridad devoraba aquella vieja casa. Ingresó por una ventana rota
que daba al desván. Una vez bajó al pasillo principal, sintió una fuerte opresión,
resultado de estrellarse con un lugar desconocido. Aunque aquella era la casa
donde había nacido, ya todo era diferente, pues mucho tiempo había pasado, de
eso se dio cuenta al percibir los calendarios de la cocina y la densa capa de
polvo en el estudio. Habían robado algunos libros. El modelo de diseño que le
dio vida había desaparecido. Buscó en cada una de las habitaciones, pero el
doctor no estaba; se había ido, al parecer, hace mucho, y eso desorientó
totalmente sus objetivos. ¿Quien más podría ayudarle? ¿A quien podría acudir?
Se vio al espejo y no pudo más que sentir desprecio por si mimo. Nada se
parecía a él. Él era una abominación. Se sentía terriblemente desorientado.
Todo estaba destruido. La energía se agotó, y el pollito se instaló en medio de la
sala, con su convertidor de materia encendido, y sus circuitos desconectados.
Pensó; si el doctor llega, me verá aquí y me reparará, pero eso nunca pasó.
Decidió dormir para extender la energía que alimentaba su conciencia todo el
tiempo posible, pero su muerte estaba ya predicha. Sin embargo, mucho antes
de que su energía se agotara completamente, un gato se acercó. Tenía muy
malas intenciones. El convertidor de energía se activo justo en el momento en el
cual el gato trató de devorarlo. El convertidor de materia reaccionó con la carne
del gato y su forma metálica se unió a la estructura muscular del felino,
fusionándolos en una monstruosa y anormal criatura. Un gato mecánico, con
ojos brillantes, que desde el tejado decía “pio, pio” y devoraba carne, y vivía en
lo alto de la casa abandonada, algunos lo vieron mordiendo las cuerdas de la
energía eléctrica, y chirriando como si se comiera la energía.
B— ¿no decías que era una mala historia? Mejor me iré a dormir. (Fingiendo
sueño) ZzZzZzZzZz
A— ¡cuéntameeeeeeeeeeeeee!
63
Lista de sueños raros.
64
lugar de la ciudad, desesperado por encontrar una navaja para destrozarme la
boca.
Hace una semana soñé que mi abuelo había sido secretamente actor de
Broadway. Había huido al campo buscando una vida tranquila, confundiendo
tanto a las personas participes de su nueva y su antigua vida. Esa era la razón
por la cual un campesino de su temple había tenido entre sus cosas una
gigantesca colección de clásicos de la literatura universal. Un cazador de talento
siguió su rastro durante años—eso también explico los repentinos cambios de
domicilio de la familia—y solo pudo encontrarlo póstumamente. Me propuso
seguir sus pasos y acepté, pero fracasé en mi primer intento, por mi
desmesurada timidez.
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Una Hoja vacía
Tenemos un terrible problema con una hoja a la que le encanta sentirse vacía. Es
mi primer enfrentamiento de la noche, mucho antes que los asesinos o los
Cthulhu, mucho antes incluso que los dioses que flotan sobre la superficie del
primer océano. ¿A donde podríamos huir? La hoja vacía no cree en la
inspiración. Dio a luz a hijos obsoletos y deformes, para arrojarlos luego al frío,
y olvidarlos con descaro, pasado un tiempo razonable. A su modo es un dios
rencoroso y exigente; hoy en especial se ha encerrado en el capricho. ¿Me
permitirás nacer? gritan algunas escuálidas abominaciones, encerradas como
sospechas, en la redentora imaginación. La hoja es inclemente; responde al
silencio, que no todas las formas merecen el privilegio de vivir. Su voz nace de
la nada, baña las montañas y solo su eco llega hasta mis labios. Nadie jamás ha
debatido o cuestionado su autoridad.
Tenemos un problema con esta hoja vacía—que es el nombre más común que le
otorgamos a la nada—pero el asesinato, la extorsión o la mutilación no son una
salida viable con algo carente de propiedades. Ya que esta hoja tiene como
costumbre contradecir a Zenón, ¿por que no acabar con ella y con todo en este
instante? ¿Por que no matar al mundo, ya que opone resistencia, con un simple
y sincero Apocalipsis? A ella no le molesta; por el contrario, le complace.
Ardería Moscú bajo el incendio más espantoso del universo, y Haití se
congelaría en un cero absoluto. Una ola gigante barrería el oriente medio, y un
terremoto feroz despedazaría Europa. (Colombia seguiría intacta; no necesita
ayuda para destruirse) ¿A quien le importa lo que diga esta página, perdida en
medio de la mundana infinidad de deshonestidades humanas? Mientras todo
desaparece, estas paredes, y estas excusas, siguen ineludibles.
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Hibernación
— No. Lo ultimo que recuerdo fue que estaba en mi casa, acostado, durmiendo.
—eso no fue lo ultimo que te sucedió, pero ven, siéntate; tengo que explicarte
en que consiste tu problema.
—Tu trastorno hace que pases diez años sumido en un inexplicable estado de
coma, y que solo puedas despertar un día pasado este lapso. La ocasión
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anterior, al enterarte, sufriste un ataque de pánico. Por eso me han pedido que
te asista, para que asimiles las cosas mejor.
— por te dijeron que gran parte de tu familia y de tus amigos habían muerto
durante el tiempo que pasaste dormido.
—quizás te reprimes. Dime, ¿deseas hacer algo este día? Es mejor que lo
disfrutes, ¿no crees?
Ana Maria, que bebía un baso de jugo de Lulo, no logró contener una sonrisa.
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—me encantaría que cambiáramos de tema—susurré.
—soñé todo el tiempo, ahora que lo recuerdo. Aún conservo muchas imágenes
de mis sueños. En mi cabeza no pasaron solo diez años, pasaron miles y miles…
construí y destruí civilizaciones mientras dormía.
—era tal y como fue mi vida hace veinte años. Un muchacho sin nombre, atado
a una habitación, pasando su eterno aburrimiento escribiendo para nadie. De
día tenia una vida normal, y de noche era un creador.
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—Soñaba que soñaba— dijo el niño, en un irremediable tono de burla—eso
suena muy estúpido.
Ana me permitió ver los noticieros, y ver todos los cambios del mundo. Su
esposo, llamado “…” me enseño los mayores proyectos arquitectónicos de la
humanidad, y los últimos aciertos tecnológicos. El día pronto se escurrió y volví
a sentir mi cuerpo pesado y adolorido. Me sentía maravillado por ese
incomprensible “futuro” que momentáneamente era mi presente y sin embargo,
mi enfermedad me reclamaba. Mis parpados se cerraban pesadamente.
—para entonces quizás tengamos un robot que sirva la cerveza y otro que corte
la pizza por nosotros— dijo “…”
Sonreí.
—No—dijo la imagen, con una voz mucho más aguda y joven que la de mi
amiga, mientras sonreía acomodando su largo pelo negro—soy Karla, la hija de
Ana, ¿me recuerdas? Feliz despertar, señor Oscar.
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— ¿Dónde esta tu madre, y tu padre? Claro que te recuerdo, pequeña, como si
hubiese sido “ayer” —sonreí— ¿Porque tus padres no han venido a saludar a
este viejo amigo?
—siento decirlo de una manera tan poco almidonada, pero ellos murieron hace
ya tres años.
Karla volteó hacia el baño, llenó un jarrón de plástico con agua y colocó unas
flores sobre él. Las flores eran artificiales. Guarde silencio un instante, y pasé
mis ojos por la ventana. El vidrio era espantosamente grueso. Afuera, el cielo
lucia rojo y ceniciento, como debe lucir el remolino de un huracán de fuego.
Aviones militares lo cruzaban constantemente. Volteé mi mirada a la joven
Karla, que silenciosamente me observaba
—Lo siento, pequeña, pero creo que prefiero dormir—dije, mientras observaba
su sorprendido rostro— dile alguno de los médicos que me traiga un sedante.
No quiero salir de aquí.
— ¿estas seguro? Mira, los médicos me dicen que podría ser tu último
despertar. De hecho, podría ser el de todos— su voz se quebró—extraño a
mamá, no imaginas cuanto. Pensé que en tu compañía podría recordarla mejor.
—Si vuelvo a dormir, quizás vea a tu padre, a tu madre y a mis amigos. —Dije,
con una cansada voz prematuramente envejecida— No imaginas cuanto
necesito verlos a todos; para mí, que hace solo tres días perdí mi universo, todo
esto es irreal. Sé perfectamente que mi tiempo escasea. Podrás llamarme
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cobarde y no me sentiré ofendido. Este momento y esta realidad, para mi, no
existen; solo estoy soñando. Tú no has nacido. Dormir es lo que deseo hacer
ahora. Quiero volver con las personas que extraño.
Ella comprendió. Tardó unos minutos y regresó con una pastilla verde que
sabia a cereza. Al tragarla toda la imagen se nubló, sentí un extraño sabor en mi
boca y me mareé.
Lo último que vi fue el rostro de Karla, que sonreía desde la puerta de aquella
habitación.
72
El retorno a la nada.
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libertad de elegir un destino (por insustancial que fuese) le aterraba. Por ahora,
aquella casa, a pesar de los muros mohosos, el polvo y el olor a mugre, tenia
algo de acogedor. Necesitaba pensar, descansar y dormir.
**********************
74
Camino durante la noche, hasta las puertas de un pueblo desconocido. Un
grupo de soldados dormitaba sobre las ruinas de una iglesia, así que los evitó
durante su recorrido. A medida que avanzaba el aire se enrarecía. Bajo sus pies,
el frío verde de la hierva se hacia mas vivaz.
Terminó escondiéndose a las afueras, en algo que parecía una pesebrera. Ahí
observó como los militares (no reconoció el bando) partían por donde él
llegaba. Su paso fue lento porque abundaban los heridos, y porque sus rostros
apestaban a muerte. La desesperanza les consumía. Por un instante, sintió
compasión de ellos, pero semejante idiotez (castigada entre las filas del ejército
que abandonaba) se desvaneció de su memoria. Solo él era digno de compasión.
Todos los demás, obligadamente, merecían la muerte.
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“debo estar soñando otra vez” pensó el hombre, aunque sabia que se
equivocaba.
La multitud se acercaba, armándose con piedras y palos que había por doquier.
Gritaban enfurecidos por su presencia, con la expresión pudorosa de esqueletos
desnudos, avergonzados y violentos.
— ¡ha visto nuestra celebración! — Gritó uno desde una ventana, que poseía
voz de mujer— deben matarle ¡atrápenlo!
Por su parte, el hombre fatigado corría, esquivando los troncos y evitando las
piedras. Una vez más, perseguido por la muerte, se adentraba en la oscuridad
de la noche, buscando la protección de los bosques y las praderas, en dirección
a la nada.
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La Suicida II
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espejo encorvado. La puerta es una reja oxidada, pero impenetrable sin llave
“aquí viviré los siguientes dos años de mi vida” sentencia ese lago de mi
conciencia que goza castigándome. Agarro mi maleta y mi guitarra. Siento un
leve escalofrío al sentir tantos olores diferentes y desagradables, y el ruido de
un montón de mocosos desconocidos.
Coloco mis maletas sobre una de las camas de arriba. Está en tablas. En una
habitación lateral hay un montón de colchones viejos.
— no—respondo—nadie me dijo…
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(creo) debo guardar distancia. Tengo la vaga impresión de conocer a uno de
ellos. Su nombre es Carlos. Su cara me es conocida de algún otro colegio de
infancia.
— ¿ropa deportiva?
—si, si, ropa deportiva mijito, ¿nadie le dijo?— levanta levemente un pie y me
muestra sus zapatos; son tenis blancos— Por la tarde tenemos clubs de deporte.
(…Los hombres inteligentes son tan escasos, y cuando los conoces, resultan tan
odiosos…)
Salgo algunos minutos antes de las dos, vestido con una sudadera de color
negro. Pasé media hora en la habitación, y ninguno de mis compañeros se
apareció por ninguna parte. He dejado el discman y las cosas de valor bajo
llave, usando el candado de la señora Maria. Los chicos hablan formando
grupos de seis o siete en diferentes lugares y en diferentes circunstancias; todos
visten de manera relajada, deportiva, pero yo no dejo de sentirme postizo.
Alcanzo a percibir una estratificación socio sicológica según el deporte elegido;
los mejor vestidos, por ejemplo, los más grandes y fuertes, juegan baloncesto.
Las chicas silenciosas están en voleibol. Los raros y extravagantes en atletismo:
Los niños pequeños, en patinaje. Los basquetbolistas llevan también zapatillas
costosas y ropa americana; son los chicos afortunados del colegio. En atletistas
están los más sencillos; llevan toallas, maletines ligeros, zapatos cómodos y
baratos. El sol está sobre nosotros aún; aunque es bastante brillante, no logra ser
incómodo. El viento inclina los árboles que están a nuestro alrededor y refresca
la piel, con cierta delicadeza. Es un bonito día.
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ruido que hacen los chicos de primaria es intenso) a lo que respondo
afirmativamente. Los baños del primer piso están llenos de hombres-simio
pertenecientes a la escuela de baloncesto (en definitiva, abundan; todo será
interesante, repito…) todos tratan de decorarse y reparar sus peinados, hablan
ruidosamente y alardean de todo lo que puede alardearse; dos de ellos
pertenecen a mi grado. A veces, por el hecho de verlos silenciosos y engreídos,
cometo el error de otorgarles cierta agudeza, que desaparece cuando abren la
boca. Son en su mayoría imbéciles o tarados que fingen muy bien actitud. A mi
derecha uno habla de tatuarse el “chulo” que identifica a una marca de tenis en
su brazo derecho. Su voz es espantosa; grotesca como la armonía de un cuervo.
Guardo silencio, pero íntimamente me río de su adicción a la moda. Es un
compañero de clase; tanto peor. Me miran, me observan como los machos alfa
pueden observar a un extraño, pero no me determinan; l oque a la final me
agrada. Si las cosas siguen asi, sobreviviré sin desentenderme de nada.
— ¡Gómez, Gómez, venga para acá! —Dice, indicándome a su vez con la mano
— me dijeron que usted es un gran jugador de ajedrez. Este es el muchacho del
que le hablé; con él debe jugar.
Sonrío. ¿Jugar?
—si, si, él ya dijo que si; le pregunté en el baño—aclara el profesor, antes de que
yo responda—Me hablaron de él; es bueno. Este será su trabajo de la tarde
muchachos— chasquea los dedos con la orden, se despide con la mano y
desaparece tras el pasillo, dejándonos para encargarse de su club de atletas.
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farsante. Solo exageré en aquello de que juego bien el ajedrez, y lo dije con el
ánimo de parecer un poco más intelectual.
Veo que sonríe, pero no comprenderé esa expresión hasta después de finalizado
el juego. Me permite las fichas blancas; guardo silencio, empiezo
predeciblemente con mis caballos. El inicia con sus peones y alfiles. Nuestros
movimientos diferencian muchísimo nuestras jugadas, por ejemplo; mientras
que yo me tardo un par de segundos en responder, él se toma su tiempo, a
veces un par de minutos. Es un hombre tranquilo. Yo juego desordenadamente,
y una a una mis fichas mueren. ¿No es un momento exageradamente borgeano?
Trato de concentrarme; ojeo las posibilidades, las formas de ataque, los lugares
desde donde puede matarme. Llaman a la probabilidad militar estrategia.
Pienso en blue, una computadora capaz de competir con el complicado cerebro
humano, pienso en Gasparov y sus doce sicólogos tratando de lidiar con su
locura ¿comprenderá el alfil que solo es un instrumento?—Preguntó Borges, en
uno de sus poemas—eso me pregunto de mi mismo a veces. En días como este,
acostumbro a cometer la desfachatez más humana de todas; creerme importante
en el universo…
David sonríe.
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—Desde luego; de ella depende la nota— responde con sequedad, aun
atendiendo a tablero.
— ¿un juego?
—Claro—responde también.
Él es un poco más considerado; solo me gana una vez y se retira. Casi son las
cuatro de la tarde. Recojo el tablero y me quedo sentado observando, los chicos
realizan sus últimos juegos y sus energías ya no son las mismas. Los de
baloncesto sudan como caballos, los bicicleteros de las chicas de voleibol están
aun más ajustados, y los niños de patinaje están sentados, riendo y bromeando.
En voleibol hay una chica de rostro agradable; su imagen me recuerda a cierta
“pintura” perteneciente al arte del Mellon Collie And The Infinite Sandness. Su
expresión produce una larga e indefinible tristeza, una sensación de letargo, de
dulzura. Es un poco gruesa, parece ingenua y torpe, pero hay algo profundo y
ensordecedor en su mirada, que no alcanzó a definir.
Que iba a saber yo que ese mismo día ella trataría de quitarse la vida.
A las cuatro los chicos toman sus maletas y se dirigen al autobús. Otros se van
en bicicleta. La chica del rostro triste no se va, y por el contrario sube al tercer
piso; es interna, como yo; vivimos en el mismo edificio. Yo hago lo mismo, me
dirijo a la escalera de cemento que conduce a las habitaciones masculinas. Los
chicos que encuentro son mis compañeros de habitación. Uno de ellos es
moreno, alto, fuerte, su nombre es Marcos; dice conocer a alguien de mi familia,
su acento es extraño y habla apresuradamente. Es un campesino del sur del
departamento, es muy amable, casi hospitalario. El otro es rubio, y tiene los ojos
verdes, es exageradamente delgado, y tiene el pelo relativamente largo, su
nombre es Mauricio. Ahorra muchísimo las palabras, y de algún modo prefiere
los gestos. Hay otro chico, notablemente fuerte, rubio también y con ojos claros,
de mandíbula prominente, y cerebro precario; su nombre es Alejandro. Hay un
chico pequeño, moreno, y solo escuché que lo llaman ratón. Otro de ellos es
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pequeño también, pero de rostro molesto, quisquilloso, se nombre es camilo, y
resulta bastante notable su postura de niño problema. No habló y no se
presentó en esa ocasión.
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de males, posee cuatro trabajos de los Smashing Pumpkins y gusta de Sonic
Youth; en definitiva, todo un personaje.
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Nunca antes en mi vida había hecho el más mínimo esfuerzo físico, al menos no
de esta naturaleza, y por eso, mis manos siempre habían sido suaves, casi
femeninas
Él toma mi barra metálica, y con una destreza increíble, rompe el suelo varias
veces. Íntimamente me siento un poco avergonzado. Observo su cuerpo; los
músculos que trabajan y entregan la fuerza al impacto son los de la espalda y el
antebrazo; los comparo con los míos; los suyos son tres o cuatro veces más
grandes.
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captar la idea que rondaba todas las cabezas. No se como, pero lo supe. Las
chicas arrojaron sus herramientas al suelo y corrieron en dirección al colegio.
Hice lo mismo. Fui el único hombre que abandonó su trabajo, pero no me
importó; quería saber que había sucedido, y quería una justificación para arrojar
lejos esa barra; la ambulancia era un mal augurio. Aunque en realidad no
conocía a nadie en ese colegio y por lo tanto nadie me importaba, no soportaba
la incertidumbre.
Llegué a tiempo para ver a la damita de la mirada triste pasear en una camilla
con respiración artificial. Tenía las muñecas agujereadas diagonalmente por
algún accidente emocional. Aun había sangre en su traje deportista. Dos
enfermeros y un profesor subieron su camilla a la ambulancia, con la delicadeza
que debe usarse al levantar una joya quebradiza. Su rostro estaba pálido y era
exageradamente hermoso; sus ojos estaban cerrados, y lucían afligidos, algo
lastimados. Un escalofrío recorrió mi espalda; me quedé inmóvil, observando,
incapaz de mover un dedo. Las chicas a mi lado poseían una rara expresión que
mezclaba el pesar y la resignación; ese algo en sus rostros me daba a entender
que lo esperaban, que algo así había sido inevitable. Yo no me equivocaba;
había una tristeza insoportable que aquellos ojos ocultaban, y muchos la
conocían. Ocultar una pena la hace aun más insoportable, y la fisonomía tiende
a representar el papel que las palabras se niegan a otorgar. En aquellos casos el
suicidio es un intento de liberación, un intento desesperado por frenar una
pena, pero en realidad, nadie puede reconocer hasta que punto es un intento
válido. La gente de esta región acostumbra ahogarse en océanos de dolores
inútiles que carecen de profundidad. La muerte no soluciona nada sentimental,
ni remienda egos dañados. Ni siquiera en el caso hipotético e imposible de que
exista otra vida un suicidio sentimental tendría sentido.
El profesor Cardoso se acercó a nosotros. Estaba pálido. Noté que sus dedos
temblaban.
— ¡a trabajar! Vamos, vamos, ¡a trabajar! —gritó, con una voz que se quebraba,
por una emoción que le era difícil explicar de otra manera…
Di vuelta atrás y busqué el baño. Mis manos sangraban también, pero por
causas diferentes. Me quede algunos minutos ahí, observando la sangre que
desaparecía diluida en agua, luego de manchar levemente la blanca porcelana
del lavamanos.
86
Abominación
A Isabel Cristina
Como no podía dejarlo así, tan indefenso y tan incapaz de reconocerse, siendo
solo unos ojos que veían y un corazón roto que solo podría sentir dolor, decidí
imaginar otros animales, despedazarlos y luego unirlos a mi Criatura por un
exótico sentimiento que fusionaba el amor y la repulsión. Alguien llamó a mi
invento una selva de abominaciones. Me divertí muchísimo armándolos como
si fueran un rompecabezas. Nacieron un montón de criaturas hijas del azar, y
todas, tan incapaces de mostrarse al mundo por la vergüenza, se ocultaron bajo
seudónimos y capas de seda roída.
Aquel era el pueblo del amanecer, monstruos unidos por mi y que trataban de
reparar sus cuerpos dañados y sus coseduras disparejas. Pero algo sucedió con
mi criatura. Estaba completa, funcional, y casi era perfecta, pero algo dentro de
su alma era diferente.
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El odio embargaba su actos, era necio, pero potente, tan poderoso como el
impacto de un planeta; la rabia emergía de sus labios como un volcán en
erupción, y sus ojos se convirtieron en símbolos de desprecio y del tormento.
Un desprecio tan adhesivo que contaminaba cuanto caía en sus manos…un
desprecio que lo ahogaba y lo seducía como la lujuria del amor, conduciéndolo
hasta los limites más inusuales de la locura.
Los Juicios fueron inútiles. Mi criatura alega que tiene derecho a ser como es; la
mitad de su corazón esta roto, y es tan necio, que supone ese un buen
argumento para joder al mundo. Su cuerpo fue remendado con trozos de león y
trozos de caballo, algo de reptil y algo de leopardo, algo de oso, algo de águila,
incluso algo de mí mismo. Ha olvidado completamente lo que era antes de ser
un monstruo. Sus iguales le dan lastima. La mitad de su corazón ha sido
olvidada. Incluso me odia a mi, porque se odia también a si mismo.
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Naturaleza muerta.
Perro duerme junto al gallinero, arrullado por el viento del atardecer. Su amo,
que a pesar de las arrugas posee la vitalidad de un muchacho, trae para perro
una taza con arroz, lentejas y huesos semidesnudos. Perro reconoce la taza
desde que el hombre sale de la caza y responde siempre con ladridos de alegría
y movimientos ansiosos; perro agradece con la cola, se levanta
hiperactivamente y come como hambriento; tiene sarna, pero aun puede ser
acariciado. El hombre le observa comer, con una mueca de satisfacción. Luego
entra a buscar sus gallinas, que parecen gordos manojos de plumas cacareantes.
Perro, sumisamente, espera en la puerta, pues su presencia perturba a las
residentes. Además su platón lo mantiene ocupado mientras su amo extrae los
huevos y los lleva hasta la cocina. Perro lo sigue hasta la casa, y cuando lo ve
sentado junto a la mecedora de la puerta principal, coloca su cabeza
semidesnuda junto a las rodillas de su amo, y se hecha a sus pies. Así pasan las
tardes despejadas y tranquilas de abril.
En las noches perro cuida el gallinero, cuyos ladrillos, dorados y cálidos como
el pan, guardan algo del abrigo del sol. Al oeste de la casa del hombre hay un
bosque, donde abundan los animales silvestres. Perro escucha los ruidos
misteriosos, los quejidos y ladridos distantes, con algo de temor. No le teme a
los cacareos, pues las aves no son rival para un can. Pero hay ruidos que son
imposibles de definir. Ruidos feroces, que parecen el quejido de árboles
gigantes, arrastrándose por bastos pedregales mohosos. Perro entonces deja de
ladrar. Guarda silencio. A veces quisiera no estar atado a un lazo pero sabe que
junto al gallinero estará mas seguro. Siempre que el sol falte y el hombre
duerma perro permanece alerta. Siempre que siente la calidez del sol o escucha
la voz del hombre lo embarga la tranquilidad, esa paz interior que solos los
hogares humanos niegan y a su vez conocen como ningún otro lugar. Ante los
problemas, observa y espera que sus ladridos alerten. Esa esperanza lo
tranquiliza. Ha reconocido en el hombre una impaciencia inevitable y un sueño
delicado.
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Una noche de abril perro despierta sintiendo una respiración extraña. Se
descubre a si mismo adormecido, hipnotizado por una nauseabunda sensación
de vértigo. Perro sueña. Nunca lo hace de noche. Hay un perro, similar a él,
aunque más grande, con una gallina entre los dientes. Sus ojos exhiben un
salvajismo y una furia que estremecen los huesos del amansado. Trata de huir
pero el lazo que lo amarra a la puerta le ahorca. No sabe por donde, aquel
salvaje, aquella bestia devoradora ha entrado por una gallina y ahora la devora
frente a sus ojos. Sin saber por que se deshace, ahogado, adormecido por un
caprichoso agotamiento, se desmaya, sin emitir el más mínimo ladrido.
Perro despierta. Su amo le empuja con la bota. Tiene una herida en el cuello; su
sangre palpita aun, viva por el sol. La mañana fría irrita sus ojos. No recuerda
los hechos, pero capta el mal carácter de su amo. No fue un sueño. El intruso
destrozó una de las ventanas y se robó una gallina gorda.
Sus aullidos deambularon por el valle, golpeando las montañas cada vez más
distantes. En el fondo, más allá del río, un perro contesta su aullido lastimero, lo
contesta con la furia de una fiera a la que se le ha invadido su territorio. Es el
asesino de su sueño, de su realidad adormecida por el ahogamiento.
Perro se esconde tras unos matorrales, guarda silencio pero no puede evitar que
un chillido ahogado huya de sus dientes. La noche avanzaba y el enemigo no
aparece. Perro olfatea el ambiente; siente inmediatamente el aroma del extraño.
Olor a lodo, a sudor, a sangre seca. El aire esta impregnado del depredador.
Perro, impulsado por un ataque incomprensible de territorialismo, sale de su
escondite y ladra en todas direcciones. Ladra sin ningún resultado. Otra vez el
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vértigo lo seduce. Con sus ultimas fuerzas, hecha a correr hacia la puerta,
golpeándose duramente con la madera de una de las barandas. El ruido alerta
al hombre. Cuando sale, armado con un machete, observa al depredador.
Es un perro oscuro, enorme, mas cercano a los demonios o a los lobos que a
algún ser domesticable. Lleva de nuevo una gallina entre los dientes, muerta. La
sangre se derrama por sus fauces oscuras y sus dientes brillantes. Perro,
recuperado, y empujado por la compañía de su amo, ataca.
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ambiente con un húmedo olor baboso, marino, algo pestilente, que recuerda a
las sopas amanecidas.
La sangre y la carne han tocado su lengua. Carne fresca, con olor a saliva ajena,
pero al fin y al cabo carne. Algo muy adentro despierta con violencia, un apetito
fugaz que desde siempre sintió adormecido. Su corazón empieza, y antes de
reaccionar, antes de siquiera desearlo, empieza a devorar. Lejos del hombre,
perro descubre (recuerda) el orden natural. Descubre que pese al hombre el
nació para matar y comer. Recuerda que lejos de la propiedad del hombre, las
gallinas son alimento. Los fuertes prevalecen. Bajo la lluvia devora lo que queda
de la gallina rota. Luego volverá a casa. El hombre lo verá herido y lo curará.
Las tardes tranquilas volverán y el volverá a los pies del amo, hasta que ambos
envejezcan en mutua decrepitud. Olvidará este pecado. Olvidará este lapso de
deseo y todo volverá a la normalidad.
Pero algo ha cambiado, y nota que ante el gesto protector del amo, su primera
reacción ha sido la vacilación. Ya no logra confiar en aquella figura que antes le
resultaba tan apacible y familiar. El hombre ve las marcas de sangre, ve las
plumas, pero no comprende, o tal vez no desea comprender. El amo no lo
acaricia, y se limita a caminar en silencio. Perro lo sigue. Ya no mueve la cola
con jovialidad, ahora es suspicaz, silencioso, observa como esperando un
momento especifico, un momento para liberarse a si mismo de nuevo. Sabe que
su alimentación depende de que tan bien pueda engañar al hombre, pero ignora
que hasta el más mínimo de sus gestos es diferente, y el hombre lo ha notado.
******************************************
Para el hombre lo sucedido no fue un misterio, y supo a que atenerse desde que
encontró a sarnoso en el bosque, cubierto de sangre y con la mirada de espectro
que implicaba una transformación. La primera señal definitiva fue su apetito
selectivo; los frijoles, el arroz, las lentejas, y la comida que antes devoraba ahora
no le apetecía. Sin embargo tardó dos semanas para decidirse a cazar. Contrario
al perro salvaje que devoró las dos gallinas, la inexperiencia de perro, su apetito
torpe y novato lo hizo escandaloso. Como aquel que lo inicio, cazó de noche. Su
torpeza lo colocó en evidencia; despertó a todo el gallinero. El hombre lo
amarró con facilidad, aunque sarnoso, que ya desconocía la obediencia que le
debía a su dueño, se reveló inicialmente.
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—No hay solución para ese problema—sentenció la esposa del hombre— perro
que prueba la carne se transforma en cazador. Si no lo haces tú, lo hará
cualquier vecino.
La mujer le miro sin ninguna emoción evidente, limpió sus manos con un
limpión envejecido y se adentró en la casa. Volvió ante el hombre con una
escopeta, y dos balas.
El hombre salió de la cocina con una escopeta en las manos, tal y como antes lo
hacia con el tazón de comida. Perro ni siquiera notó la diferencia; se dedico a
observar en silencio, indiferente. El hombre lo vio una vez más para recordar lo
sucedido, acaricio su cabeza pero perro ya no apetecía el contacto humano; se
había trasformado. Sus ojos ya no eran apacibles, su cola ya no se movía con
alegría. Algo en su mirada era diferente y sin embargo, seguía siendo el mismo
perro que había cuidado desde cachorro. Cargo el arma. Perro pareció
inquietarse por el ruido familiar de la munición pero no se movió. La sangre
había borrado el miedo de su memoria. Parecía expectativo.
El trueno del disparo revoloteo por las mismas montañas que antes recorría el
eco los ladridos, para siempre silenciados.
93
Una Carta
Hace exactamente cuatro años papá viajó a argentina, y desde entonces, pocas
ocasiones volví a saber de él. En la última imagen que conservo, está frente a su
cama, con la gorra que prefería usar para sus viajes, confundido e incapaz de
escoger la ropa adecuada para un clima que desconocía. Prometió no olvidarse
de mi y no puedo decir que haya faltado a su promesa; su cheque llegó siempre
el dos de cada mes y nunca se retrazó, ni siquiera después de su nuevo
matrimonio. Un par de veces me llamó para mi cumpleaños; fue divertido,
porque trató de cantar el happy birthday y en su amable intento atropelló
numerosas veces la letra, que hasta entonces creí imposible de olvidar. Descubrí
ese día, por primera vez, su irremediable contagio; un acento que no le
pertenecía emanaba de su boca. Supe de ese modo que nunca regresaría, pues
había hecho un hogar lejos de aquí y parecía feliz. A juzgar por sus palabras,
argentina parecía el lugar que siempre había soñado. Hoy, luego de leer una
bonita carta en letra cursiva que tenía mal escrito mi nombre, entiendo que pese
a mis esperanzas, no me equivoqué; él planeó durante dos años enviarme
dinero para visitarlo en el diciembre que viene pero al parecer, ya no será
necesario. Ahora la distancia que nos separa es infranqueable, mientras yo me
mantenga con vida.
94
lo sé, pero ni mi tío ni yo nos movemos; seguramente se irá pronto. Algunas
veces trabajé, y ello implicó aplazar dos semestres, en distintos lugares, para
sobrevivir a las deudas. La idea nunca le gustó a papá. Debí ocultárselo para
que no se molestara demasiado. A veces mi tío Marcos me sacaba de apuros con
préstamos esporádicos y yo devolvía el favor trabajando en el taller. Gracias a
ello aprendí algo de mecánica, cosa que quizás sea útil algún día. Como están
las cosas ahora, nunca se sabe cuando puede ser útil cualquier conocimiento
extra que llegue. Tengo planeado en las siguientes vacaciones, ya que no
visitaré al viejo, aprender a cocinar.
95
tal depravación. Recordé, justo cuando me levantaba al día siguiente, una frase
que Camila decía constantemente.
Creo que de mi vida lamento muchas cosas, entre ellas, no ser un romántico
como Rimbaud. De chico odie estos momentos; los familiares se reúnen y
empiezan a hablar, comentan sus anécdotas, sus chistes, y su conversación
empieza a volverse intrascendente a la medida que el alcohol se aglutina en sus
venas. Su mirada se nubla, sus movimientos se hacen torpes y su rostro se tiñe
de rojo. Hablan sin coherencia, insultan sin consecuencia, pelean por que si y
luego se abrazan sedientos de compañía; en el peor de los casos se ponen
sentimentales de una manera insoportable. Odié incluso a mi padre en esos
momentos. A pesar de que lo deseas, estás atrapado, pues temes la reacción del
ebrio, no puedes huir. A Veces se embriagan a tal punto que pierden la
capacidad de ser consecuentes con el dinero; a veces sales favorecido en esos
instantes, pero no pasa muy a menudo. Lo indudable es que te aburres, a menos
claro, que bebas y los acompañes. Entonces serás tan detestable como ellos, pero
no te darás cuenta de nada hasta el día siguiente.
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La Parábola de los niños Tristes
Sin temor a sonar despiadado, podría decir que mis hermanos, primos y sobrinos son lo
suficientemente insoportables como para ser la atracción de un circo.
Lamentablemente para mí, solo han ido como espectadores. Hoy la tía Claudia,
que es algo así como una colegiala enloquecida cercana a los treinta, les
brindará un merecido rato de libertad. Ella es la artífice del plan de fuga.
Llevarlos al circo de la mano de desconocidos, le dije mientras vestía a Sofía, es
una imprudencia, pero ignoró mi comentario. No posee un cerebro calculador.
Creo que todo lo que imagina esta desvirtuado e idealizado por su una
exagerada soltería y una insoportable inocencia más infantil que emocional. En
aquella época—hablo de hace dos, o tres horas—los desafortunados que la
acompañaban, un tipo alto y delgado de mirada arrogante llamado Alfredo, y
otro individuo algo mas grueso y bajo de nombre Martín, parecían complacidos
con la mirada enternecedora de mis primos. En esta especie, perteneciente a las
ramas mas elevadas de la evolución, una dama debe demostrar habilidades
maternales para poder ser vista con ánimos reproductivos. Sin embargo adivino
con facilidad que aquellos caballeros no están muy relacionados con los niños y
que poco interés tiene en ser padres, de otro modo, creo, todo habría sido
diferente. Quizás habrían huido despavoridos olvidando por completo su deseo
de echarse a la tía Claudia. La simpática cara demoníaca de mi sobrino Daniel
tiene ese efecto en los hombres inteligentes.
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como nada ojear la ciudad en las noches, como hacen los grandes, justo antes de
regresar a casa ebrios y desordenados. Mi tía me advirtió que no quería
desastres en la casa y que podría preparar mi comida con lo que había del
almuerzo en la nevera. Luego, lavaría mi losa. Nada me hizo sentir tan
complacido como esta soledad. Una vez cruzaron la puerta, tomé mi guitarra, y
salí a la parte alta de la casa para tratar de componer. Olvidé completamente
que debía cenar. Me sentía tan excitado como cuando por primera vez tuve un
rato de intimidad y amor con aquella chica X; me azotaba un silencioso
cosquilleo en el pecho, una debilidad ambigua recorría mi espalda y mi cara
parecía contraída por una toxina. Vi a mi guitarra, por un segundo, como se
debe ver a una amante. Pero luego de un rato, luego de arpegiar y buscar algo
de creatividad en el azar, luego de tanta emoción, tanta soledad y tanta
hormona suelta, comprendí que carecía de inspiración. No tuve otra alternativa
más que devolverme a mi cuarto, apagar la luz de básicamente toda la casa y
colocar algo de música para pensar. Incluso acostado olvidé que debía cenar.
Este es mi oficio favorito; En mis tiempos libres, habría sido un excelente árbol.
Ese papel me habría sentado mejor en la obra de teatro. Quizás por ello muchos
me consideran un completo inútil.
Mis amigos presentaron una obra teatral, de la que se supone soy parte. No sé
como se la habrán arreglado para suplir mi función. Mi celular timbró un
millón de veces pero no se me dio la gana contestar. Estaba cansado, sigo
cansado y seguiré estándolo el resto de mi vida. Odio el teatro. No quiero
pensar en nada diferente a la todopoderosa lírica de Maynard y de Smith.
Encendí la luz pasadas las nueve y busque un libro para distraer mi apetito
mental. Encontré a Le Clézio y leí hasta casi la una de la mañana. No se me hizo
extraño que Claudia y los niños no llegaran porque no me percaté del
transcurrir del tiempo. Creo que pasé tanto inmóvil que mi cuerpo se durmió
sin que yo me diese cuenta. Al terminar, vi el reloj y pensé que todo lo
respectivo al teatro había terminado en mi vida. De hecho, había terminado
cinco horas atrás. Tardé casi una hora en recordar a Claudia y al resto de mini
personas que ya deberían estar en casa.
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soltó para hacer un espantoso berrinche. Cuando él lo fue a cargar de nuevo,
Daniel salió corriendo y se metió en una de las carpas.
— ¡si, ya vez! Soy una estúpida. Eran los chicos del globo terráqueo.
— ¿que clase de persona crees que soy? —Dijo, indignada— todo eso sucedió
en el circo. Sabes que yo no traía mucho dinero. Ellos armaron un escándalo
porque no podía comprarles algodón de azúcar.
—Lo sé, pero para cuidar a cuatro niños, debes tenerlos en casa, o debes tener
ocho manos—respondí en medio de un bostezo nervioso— ¿donde están Karla
y José? Deben madrugar para estudiar mañana.
Mi padre fue uno de esos idealistas distraídos que se dejaron convencer por un
chiste llamado patria y murieron por ello. Mi madre apenas y la recuerdo; por
eso me siento identificado con mis primos. Crecí como un hijo de todos en casa
de los abuelos. Mis primos ven a sus padres los fines de semana. Yo los soporto
la semana entera y sus padres solo dos días. Aun así se atreven a llamarlos
insoportables. Es algo difícil de relatar; aprendí a concentrarme viéndolos
destruir la casa, aprendí a consolar sus lágrimas mientras pienso en mis trabajos
en el colegio. Ellos en realidad no son tan malos, solo se sienten solos, abatidos.
Ya no me sorprende ver a un niño de tres años diciendo que está aburrido y que
nadie lo aprecia. Ya no me sorprende verlos peleando y aun así reconciliándose
dos minutos después. Esa imagen, de hecho, es algo bastante cotidiana. Los
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niños del futuro, y del presente, crecen solos. Pelean y sin embargo se necesitan.
Lo mínimo que desean en esos instantes es destruir la casa. Destrozarlo todo, no
solo para liberar energías, si no para comprender además que no pueden hacer
algo, y ese algo afecta su entorno. Eso hacen ellos. Por eso son primos míos.
La calle esta desierta y el aire es casi ártico. Los parques están inmóviles y las
casas felices parecen solitarias. Todos duermen. Mi cabeza aun no asimila la
hora, mis ojos empiezan a inclinarse ebrios de necedad y empiezo a ver las
bancas como lugares calidos y apacibles. Parece cosa de otro mundo que todos
los hombres se pongan deacuerdo para dormir. Solo el hospital parece alerta,
como en una expectativa enfermiza y constante. Su luz blanca es un símbolo del
mal agüero. La sala de espera de urgencias siempre estará habitada por rostros
largos y ojos lacrimosos. No es un buen lugar para niños tan pequeños y
nerviosos como mis primos.
Es difícil caminar con cada uno de los monstruos adormecido en mis hombros.
Cruzamos las mismas calles que antes cruce solo, cruzamos la casa y los
abandono a su suerte, bajos sus cobijas y sus camas. Ahora estoy tranquilo.
Busco mi cama igualmente, y me abandono a mí. Son las cuatro de la mañana.
Lo más adecuado es que no vayan a estudiar mañana. Trato de dormir pero no
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puedo. Pienso en Daniel. Nunca ha estado solo. Nunca ha dormido en una
habitación diferente a la suya. Quizás cambie para siempre, y dentro de veinte
años, recuerde como fue su primera experiencia de soledad verdadera. Ahora
debe estar aterrado, y debe observar las sombras, los rincones y a los
enfermeros con desconfianza. Me duermo pensando en ello. Esta sensación de
soledad y angustia alimentará mis pesadillas.
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