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9.

UN PLACER TAN SENCILLO


«Unplaisir si simple», Le Gai Pied, n° I, abril de 1979,
publicado en “Estética, ética y hermenéutica. Obras Esenciales Vol. III” - Paidós, 1994

Los homosexuales se suicidan a menudo, dice un tratado de psiquiatría. «A menudo» me


encanta. Imaginemos chicos altos, delicados, con las mejillas pálidas, que, incapaces de
franquear el umbral del otro sexo, no dejan durante su vida de entrar en la muerte para salir de
ella inmediatamente, dando un portazo con gran estrépito. Lo que no deja de importunar a los
vecinos. A falta de bodas con el bello sexo, se casan con la muerte. el otro lado, en lugar del
otro sexo. Pero son tan incapaces de morir totalmente, como de vivir verdaderamente. En este
juego risible, los homosexuales y e! suicidio se desacreditan mutuamente.

Hablemos un poco en favor del suicidio. No en favor de! Derecho ai mismo, sobre lo cual
demasiada gente ha dicho muchas cosas hermosas, sino contra la mezquina realidad a la que
se le somete. Contra las humillaciones, las hipocresías y los trámites sórdidos a los que se le
condena: reunirá toda prisa cajas de pastillas, encontrar una buena y resistente navaja como
las de antaño, mirar el escaparate de un armero y entrar, intentando mantener el tipo. Por el
contrario, creo que se tendría derecho no a una consideración apresurada sino a una atención
seria y competente. Se debería poder discutir de la calidad de cada arma y de sus efectos. A
uno le gustaría que el vendedor fuera experimentado, sonriente, alentador pero reservado, no
demasiado hablador, que comprendiese que está atendiendo a una persona de buena voluntad
pero desgraciada, que nunca tuvo la idea de utilizar un arma contra otro. Seria bueno asimismo
que su celo no le impidiera aconsejarle otros medios que fueran más adecuados a su forma de
ser, a su complexión. Este tipo de comercio y conversación seria mil veces mejor que discutir
con los empleados de pompas fúnebres en torno ai cadáver.

Gentes a las que no conocíamos y que no nos conocían hicieron que un día empezásemos a
existir. Fingieron creer y se imaginaron, sin duda sinceramente, que nos esperaban. En
cualquier caso, prepararon, con mucho cuidado y a menudo con una solemnidad un poco
artificiosa, nuestra entrada en el «mundo». Es inadmisible que no se nos permita a nosotros
mismos preparar con todo el cuidado, la intensidad y el ardor que deseemos y con todas las
complicidades que se nos antojen, aquello en lo que pensamos desde hace mucho tiempo,
cuyo proyecto hemos forjado desde nuestra infancia, quizás una tarde de verano. Parece que
en la especie humana la vida es frágil y la muerte cierta. ¿Por qué es necesario que nos hagan
de esta certeza un azar, que toma por su carácter repentino o inevitable el aspecto de un
castigo?

Me irritan un poco las sabidurías que prometen enseñar a morir y las filosofías que dicen cómo
pensar en ello. Me deja indiferente todo lo que se supone que nos «prepara» para la muerte.
Hay que prepararla, componerla, fabricarla pieza a pieza, calcularla o, mejor, encontrar los
ingredientes, imaginar, elegir, recibir consejo y trabajarla para hacer de ella una obra sin
espectador que existe únicamente para mí, y sólo el tiempo que dure el más breve segundo de
la _vida. Los que sobreviven, lo sé bien, no ven en el suicidio más que huellas miserables de
soledad, de infelicidad y de llamadas sin respuesta. No pueden plantearse el «por qué», Ésta
debería ser la única pregunta que no hay que plantearse a propósito del suicidio.

«¿Por qué? Simplemente porque lo he querido.» Es verdad que el suicidio deja marcas
descorazonadoras. Pero, ¿de quién es la culpa? ¿Creen ustedes que es muy divertido tener
que meterse en la cocina y sacar una lengua totalmente azulada? ¿O encerrarse en el cuarto
de baño y encender el gas? ¿O dejar un pequeño trozo de cerebro en la acera para que lo
husmeen los perros? Creo en la espiral del suicidio: estoy seguro de que mucha gente se
siente deprimida ante la idea de todas esas mezquindades a las que se condena a un
candidato ai suicidio (y no hablo de los mismos suicidas, con la policía, el camión de bomberos,
la portera, la autopsia, y todo lo demás) hasta el punto de que muchos prefieren matarse que
continuar pensando en ellas.

Consejos para los filántropos. Si quieren ustedes que disminuya realmente el número de
suicidios, hagan que sólo se mate la gente por una voluntad reflexiva, tranquila y liberada de
incertidumbre. No hay que dejar el suicidio en manos de personas desgraciadas e infelices,
que amenazan con arruinarlo, estropearlo y hacer de él una miseria. De todas formas, hay
mucha menos gente feliz que desgraciada.
Siempre me ha parecido extraño que se diga que no hay que preocuparse por la muerte
porque entre la vida y la nada, la muerte en si misma no es, en suma, nada. Pero, ¿no es eso
lo poco que merece Interpretarse? Cabe hacer de ella algo, y algo que esté bien. .

Sin duda hemos carecido de muchos placeres, los hemos tenido mediocres, los hemos dejado
escapar por distracción o pereza, por falta de imaginación y también por falta de empeño, o
hemos disfrutado de tantos, que ya resultaban monótonos del todo. Tenemos la oportunidad de
disponer de ese momento absolutamente singular. Merece la pena ocuparse más de él que de
cualquier otro: no para preocuparse o intranquilizarse sino para transformarlo en un placer
desmesurado, cuya preparación paciente, sin descanso y también sin fatalidad, iluminará toda
la Vida. El suicidio fiesta, el suicidio orgía, no son más que algunas fórmulas entre otras, hay
formas más cultivadas y más reflexivas.

Cuando veo los funeral homes en las cal1es de las ciudades norteamericanas no sólo me
entristezco por su tremenda banalidad, como si la muerte debiese apagar cualquier esfuerzo de
imaginación. También lamento que esto no sirva más que para los cadáveres y para las
familias contentas de estar todavía vivas. ¿No hay, para los que tienen pocos medios o para
aquellos a los que una larga reflexión ha agotado hasta el punto de aceptar entregarse a los
artificios completamente preparados, laberintos fantásticos como los que los japoneses han
instalado para el sexo y que llaman «Love Hotel»? Es verdad que sobre el suicidio ellos
conocen mucho más que nosotros.

Si tienen ustedes la oportunidad de ir ai Chantilly de Tokio, comprenderán lo que he querido


decir. Allí existe la posibilidad de entrar en lugares sin geografía ni calendario para buscar,
rodeados de la decoración más absurda, con compañeros sin nombre, ocasiones de morir
libres de toda identidad: se dispondría de un tiempo indeterminado, segundos, semanas,
meses tal vez, hasta que con una evidencia imperiosa se presente la ocasión que uno
reconocería inmediatamente que no se puede dejar pasar: ésta tendría la forma sin forma del
placer, absolutamente sencillo.

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