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ANEXO NO.

10

(Guía No. 25)


SUBIR A JERUSALEN

Texto de José Ignacio González Faus, S.J.1


1. La decisión de subir a Jerusalén es una de las más difíciles en la vida de Jesús y
de quien quiera vivir como El, aceptando participar de su destino.

Cuando se desata la conflictividad de los poderes sacerdotales y políticos, cabe


ignorarla al principio («Yo sigo mi camino» dice Jesús en Lc 13, 35). Es posible también
ver si se suaviza esa conflictividad cambiando de táctica: hablando más enigmáticamente
para que entienda el que pueda (cf Mc 4, 11-12). Y cabe incluso esperar a ver si pasa,
“retirándose una temporada” más allá de las fronteras o al otro lado del Jordán... (cf Mt 14,
13).

Pero puede llegar un momento en que todas estas medidas se revelan insuficientes.
La oposición de los poderes sacerdotales y políticos no cambia. Se intensifica incluso. Y,
en estas circunstancias, Jesús se ve llevado a una decisión oscurísima y solitaria: «tomó la
resolución de subir a Jerusalén» (Lc 9, 51).

2. No estaba claro que fuese una decisión acertada. Pues “subir a Jerusalén” podía
equivaler a «tentar al Señor tu Dios» (Mt 4, 7): podía ser algo parecido a aquel «echarse
del Templo abajo» que proponía Satanás, para obligar a Dios a intervenir. Pero quedarse en
la paz de la Perea puede equivaler a olvidar la causa del Reino, volviéndose infiel a Dios y
a la “identificación humana” de Dios que Jesús revela.

Esto a nivel religioso. A nivel simplemente humano era fácil preguntarle a Jesús:
¿a qué quieres subir a Jerusalén? ¿Cómo quieres enfrentarte con ese Sanedrín de hombres
ciegos y sin misericordia, que han puesto la verdad de Dios a su servicio y ya no tienen
más campo de visión que el de su poder, ni más sentimiento humano que el de su
autoridad? ¿No tendrán razón -por una vez- tus discípulos, cuando piensan que te juegas
inútilmente la vida? ¿No acabarás proclamando Tú mismo que ellos son responsables de la
sangre de todos los Profetas? (cf Mt 23, 31-32). Y los hechos que conocemos ¿no parecen
dar la razón a este modo de argumentar?

¿Qué hacer entonces? Presentarse en Jerusalén cuando los jefes han decretado
buscarle para matarle, es un paso que no gozará del apoyo de ninguno de los seguidores de
Jesús. Y es natural: precisamente porque le aman, desean evitarle un peligro tan serio:
«¿cómo quieres ir allí si están tratando de lapidarte?» (Jn 11, 8).
3. La decisión hay que tomarla, por tanto, en esa soledad radical en la que el
hombre siempre es él mismo ante Dios: «Jesús subía solo delante de ellos, y ellos se
1
Revista Sal Terrae, septiembre, 1989, pp.673-676.
asombraban y tenían miedo de seguirle» (Mc l0, 32). Habrá que soportar la falta de
aceptación de los que le quieren a uno, o exponerse incluso a hacerles daño sin querer,
cuando el mismo cariño lleve a algunos a reaccionar como Tomás ante la decisión tomada:
«vamos también nosotros y muramos con El» (Jn 11, 16).

Jesús comprende el cariño de los discípulos, pero le queda la pregunta: ¿es ése el
amor de Dios, o la “identificación humana” de Dios ha quedado ahí demasiado
mediatizada por la limitación antropomórfica? ¿Será ése su mayor servicio al Reino
cuando la causa de Dios (que es la causa de la novedad de los hombres) está siendo
bloqueada y traicionada por todos aquellos hombres “viejos” que, o están «en la cátedra de
Moisés» (Mt 23, 1) o, si tienen algún poder, es porque «lo han recibido de lo alto» (Jn 19,
11)?
Pero Jesús debía saber también que decir la verdad es exponerse a no ser creído,
cuando aquella lesiona los intereses de las instituciones y de sus defensores. Sabía que, en
este último caso, los hombres se vuelven violentos, con una violencia extraña, extrema e
impensada. En estas condiciones, subir a Jerusalén no era sólo jugarse la vida, sino
exponerse a ver Su verdad (la verdad de Dios, según Jesús) injuriada, falsificada y
convertida en blasfemia por una serie de hábiles deformaciones interesadas. Y por eso
Jesús decidirá subir a Jerusalén, pero sin tentar a Dios. No esperando una victoria de Dios
que anule la libertad de los hombres, ni creyendo que va a disponer de Dios, sino
renunciando a pedirle aquellas «legiones de ángeles» (Mt 26, 53) que le defenderían.
Pidiendo quizá solamente «la fuerza del Espíritu Eterno» (Heb 9, 14) para arrostrar todas
las consecuencias de su ida a Jerusalén.

4. Por todo esto, subir a Jerusalén implica, además de una decisión oscura, un
doble dolor cuando ya la decisión ha sido tomada: el llanto por Jerusalén y el miedo a la
experiencia del abandono.
El llanto por la propia capital religiosa. Al divisar la ciudad, Jesús llorará (Lc 19,
41). Y de sus labios van a salir unas de las palabras más estremecedoras del Evangelio:
«Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados...» (Mt 23, 37).
¡Cuánto más cómodo para tus propios intereses es premiar a los que te adulan! Y, sin
embargo, Jerusalén ha cobrado hoy un significado nuevo gracias al mensaje de Jesús.
Hasta el punto de que la narración de Lucas cambiará incluso el sentido histórico de los
hechos para subrayar mejor su significado teológico: para presentar a Jerusalén como el
punto central desde donde Jesús irradia a toda la historia. Pero, en adelante, ya no habrá
ninguna Jerusalén que sea solo foco de irradiación de Jesús. A sus horas, Jerusalén será
también la que mata a los profetas y la que «se queda sola» (Mt 23, 38). Y la sangre de los
profetas apedreados parece ser la única que, en tales horas negras, pueda lavar a Jerusalén.

Y, además del llanto, el miedo. En Jerusalén está lo que el propio Jesús designa
como «vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53). Si Dios interviniera
aparatosamente para disipar esas tinieblas, todo sería demasiado infantil. El cristianismo
ya no podría resistir ante la dureza de lo real, y Freud lo habría despachado demasiado
bien al preguntarse por «el porvenir de una ilusión». Pero, si Dios deja al Hijo del Hombre
en poder de las tinieblas, la decisión de subir a Jerusalén parecerá una decisión
equivocada. Se habrá cumplido lo que la sensatez de los amigos temía y aconsejaba evitar.
Y, lo que es peor, Jesús tendrá que asistir al veredicto de inocencia en favor de las tinieblas
y a la utilización de toda justicia de Dios en contra de la nobleza y la transparencia de su
propia causa. Jesús se verá oficialmente definido como el Blasfemo por antonomasia, el
que pretendió tener a Dios de parte de su injusta causa y pretendió estar por encima de la
Ley y por encima del Templo, en favor simplemente de los hombres. Y esta definición será
pronunciada desde el más alto tribunal religioso de la época: «desde 1a cátedra de
Moisés».
Finalmente, en Jerusalén habrá que contar además con la posibilidad de que los
amigos fallen, porque la prueba es realmente insoportable. Será la noche (Jn 13, 30). Y al
profeta ya no le quedarán palabras de profeta, sino aquellas otras desconcertadas del Siervo
de Yahvé: «¿Será posible que me haya cansado en vano y haya gastado mi vida en viento y
en nada?» (cf Is 49, 4 con Mc 15, 34).

Quizás habrá alguna mujer loca y sin crédito que no solo reconocerá en ese gesto
que Jesús es el Ungido (o Mesías), sino que ungirá expresamente a Jesús, ganándose con
ello las iras de todos, pero también la promesa de Jesús de que esa forma de “unción”
pertenece en adelante a la Buena Noticia (cf Mc 14, 9).
Quizás. Pero, en definitiva, eso no dejará de ser un gesto muy supererogatorio y
muy impotente, pese a toda su simbólica. Jesús habrá de arrostrar solo todo lo que
“Jerusalén” supone.
Por eso la decisión de subir a Jerusalén nunca tiene revalidación histórica. Solo esa
Realidad metahistórica de la Pascua, la cual tiene de vez en cuando sus pequeños signos
intrahistóricos. Escasos. Pero tan convincentes y tan consoladores que por ellos todavía
estamos aquí nosotros.

José Ignacio González Faus, S.J.

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