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Biología de las enfermedades infecciosas

Los microorganismos se encuentran por todas partes: en la tierra, en el agua dulce y salada, en
el fondo del océano y en el aire. Diariamente los comemos, bebemos y respiramos. No obstante,
a pesar de su aparente presencia abrumadora, rara vez invaden, se multiplican y producen
infección en los seres humanos. Incluso cuando lo hacen, la infección es a veces tan leve que no
provoca ningún síntoma.
De hecho, existen pocos microorganismos capaces de causar enfermedades. Muchos de ellos
viven sobre la piel, en la boca, en las vías respiratorias, en el intestino y en los genitales
(particularmente en la vagina). El que permanezcan como un inofensivo compañero o invadan y
causen una enfermedad en el huésped depende de la naturaleza del microorganismo y de las
defensas del cuerpo humano.

Flora residente

Una persona sana vive en armonía con la flora microbiana normal, que se establece (coloniza) en
determinadas zonas del cuerpo. Esta flora, que por lo general ocupa un lugar concreto, recibe el
nombre de flora residente. En lugar de causar una enfermedad, esta flora suele proteger el
cuerpo de los microorganismos que provocan enfermedades. Si resulta alterada de alguna
manera, rápidamente se recupera. Los microorganismos que colonizan al huésped desde unas
horas a unas semanas, pero no se establecen en él de forma permanente, se llaman la flora
transitoria.
Diversos factores medioambientales (como la dieta, las condiciones sanitarias, la polución del
aire y los hábitos higiénicos) influyen en el desarrollo de las especies que van a constituir la flora
residente de un individuo.
Por ejemplo, los lactobacilos son microorganismos que suelen vivir en el intestino de quienes
consumen muchos productos lácteos. El Hemophilus influenzae es una bacteria que coloniza las
vías respiratorias de las personas que padecen enfermedad pulmonar obstructiva crónica.
En determinadas condiciones, los microorganismos que forman parte de la flora residente de una
persona pueden provocar una enfermedad. Por ejemplo, los estreptococos piógenos pueden vivir
en la garganta sin causar daño alguno, pero si las defensas del organismo se debilitan o si los
estreptococos son de una variedad particularmente peligrosa, pueden provocar una faringitis
estreptocócica (infección de garganta). De forma similar, otros microorganismos que forman parte
de la flora residente se volverían invasores, provocando enfermedades en el individuo que tiene
alteradas sus barreras defensivas. Por ejemplo, quienes padecen cáncer de colon son
vulnerables a la invasión de microorganismos que normalmente viven en el intestino; éstos
pueden trasladarse a través de la sangre e infectar las válvulas cardíacas. La exposición a dosis
masivas de radiación también puede ocasionar una invasión por parte de estos microorganismos
y conllevar una infección grave.

Cómo se desarrolla la infección

Las enfermedades infecciosas son, por lo general, provocadas por microorganismos que invaden
el cuerpo y se multiplican. La invasión se inicia, habitualmente, mediante la adherencia a las
células de la persona afectada. Este proceso es muy específico e implica acoplamientos entre la
célula humana y el microorganismo, similares a los de una llave con su cerradura. El que éste
permanezca cerca del punto de invasión o bien se extienda a puntos lejanos depende de factores
como la producción de toxinas, enzimas u otras sustancias.
Algunos microorganismos que invaden el cuerpo producen toxinas (venenos que afectan a las
células cercanas o distantes). La mayoría de éstas tiene componentes que se unen
específicamente con moléculas de ciertas células (células diana), donde causan la enfermedad.
En el tétanos, el síndrome del shock tóxico y el cólera, las toxinas desempeñan un papel básico.
Unas pocas enfermedades infecciosas son causadas por toxinas producidas por microorganismos
fuera del cuerpo, como por ejemplo la intoxicación alimentaria causada por estafilococos.
Tras la invasión, los microorganismos deben multiplicarse para producir la infección. Por
consiguiente, pueden suceder tres cosas: primero, que estos microorganismos sigan
multiplicándose y desborden las defensas humanas, proceso que puede causar suficiente daño
como para matar al enfermo; en segundo lugar, se puede alcanzar un estado de equilibrio,
desarrollándose una infección crónica; ni los microorganismos ni el afectado ganan la batalla, y
en tercer lugar, la persona, con o sin tratamiento médico, consigue erradicar el microorganismo
invasor. Este proceso restablece la salud y suele proporcionar una inmunidad duradera frente a
otra infección producida por el mismo microorganismo.
Muchos de los microorganismos causantes de enfermedades, tienen
propiedades que aumentan la gravedad del proceso (virulencia) y
resisten a los mecanismos de defensa del cuerpo. Por ejemplo,
algunas bacterias producen enzimas que rompen los tejidos,
permitiendo que la infección se extienda más rápidamente.
Algunos microorganismos cuentan con mecanismos para bloquear los
sistemas de defensa del cuerpo. Por ejemplo, pueden ser capaces de
interferir la producción de anticuerpos o el desarrollo de las células T
(una variedad de glóbulos blancos) específicamente armados para
atacarlos. Otros tienen cubiertas externas (cápsulas) que impiden su
ingestión por parte de los glóbulos blancos. El hongo criptococo, de hecho, desarrolla una
cápsula más gruesa después de entrar en los pulmones. La razón es que su cápsula adquiere
mayor espesor cuando está en una atmósfera de anhídrido carbónico y en los pulmones existe
más gas de este tipo que en la tierra, que es donde normalmente vive. Por lo tanto, los
mecanismos de defensa del organismo no resultan tan eficaces cuando el criptococo infecta los
pulmones. Algunas bacterias ofrecen resistencia a ser destruidas (lisis) por sustancias que
circulan en el flujo sanguíneo. Otras incluso producen sustancias químicas que contrarrestan los
efectos de los antibióticos.

Cómo una infección afecta al cuerpo humano

Ciertas infecciones producen cambios en la sangre, el corazón, los pulmones, el cerebro, los
riñones, el hígado o los intestinos. Al identificar estos cambios, el médico puede determinar que
la persona padece una infección.

Cambios en la sangre

Como parte de las defensas del organismo contra la infección, la cantidad de glóbulos blancos
suele aumentar. Dicho incremento puede producirse en pocas horas, en gran medida por la
liberación de glóbulos blancos almacenados en la médula ósea. Lo primero en aumentar es el
número de neutrófilos y, si la infección persiste, aumentan los monocitos, siendo ambos dos
variedades de glóbulos blancos. También lo son los eosinófilos, que aumentan con las reacciones
alérgicas y las infestaciones parasitarias, pero no suelen hacerlo con las infecciones bacterianas.
Ciertas infecciones, como la fiebre tifoidea, disminuyen el número de glóbulos blancos. Tal
disminución puede producirse porque la infección es tan importante que la médula ósea es
incapaz de producir glóbulos blancos con suficiente velocidad como para reemplazar los perdidos
en la lucha contra la invasión.
La anemia puede ser el resultado de una hemorragia a causa de la infección, por la destrucción
de los glóbulos rojos o bien por la depresión de la médula ósea. La infección grave puede
provocar una coagulación diseminada en todos los vasos sanguíneos, lo que se conoce como
coagulación intravascular diseminada. El mejor modo de revertir esta situación es tratar la
enfermedad de base, en este caso la infección. Una caída en los valores de las plaquetas de la
sangre sin ningún otro cambio también puede indicar una infección subyacente.

Cambios en el corazón, los pulmones y el cerebro

Los posibles cambios cardíacos producidos durante una infección consisten en un aumento del
ritmo cardíaco y en un incremento o disminución del volumen de sangre expulsado con cada
contracción (gasto cardíaco). Aun cuando las infecciones, habitualmente, incrementan el ritmo
cardíaco, algunas, como la fiebre tifoidea, hacen que el pulso sea más lento de lo que cabría
esperar por la gravedad de la fiebre. La presión arterial puede descender. En una infección grave,
la dilatación de los vasos sanguíneos puede derivar en una fuerte caída de la presión arterial
(shock séptico).
La infección y la fiebre suelen hacer que se respire más rápidamente (incremento de la frecuencia
respiratoria), lo que supone que más anhídrido carbónico es transferido desde la sangre y
exhalado, haciendo que ésta se vuelva más ácida. La rigidez pulmonar aumenta y ello puede
interferir en la respiración y derivar en una enfermedad conocida como síndrome de distrés
respiratorio agudo. Los músculos respiratorios del tórax también pueden fatigarse.
Las infecciones graves también pueden provocar anomalías en la función cerebral, tanto si un
microorganismo invade de forma directa el cerebro como si no. Las personas de edad avanzada
son particularmente propensas a sufrir estados de confusión. La fiebre muy alta puede provocar
convulsiones.

Cambios renales, hepáticos e intestinales

Los cambios renales pueden abarcar desde una pequeña pérdida de


proteínas en la orina hasta una insuficiencia renal aguda. Éstos
pueden ser provocados por el debilitamiento del corazón, la caída de
la presión arterial o el efecto directo de los microorganismos sobre el
riñón.
Muchas infecciones pueden alterar la función hepática, aun cuando los microorganismos no
ataquen directamente al hígado. Un problema frecuente es la ictericia causada por una
acumulación de bilis (ictericia colestásica). La ictericia es un signo preocupante si se origina a
partir de una infección.
Una infección grave puede provocar úlceras de estrés en la parte alta del intestino, pudiendo
derivar en una hemorragia. Por lo general, sólo se produce una pequeña pérdida de sangre, pero
en un pequeño porcentaje de personas la hemorragia puede ser grave.

Defensas del cuerpo contra la infección

Las defensas del organismo contra la infección incluyen barreras naturales, como la piel;
mecanismos inespecíficos, como ciertas clases de glóbulos blancos y fiebre; y mecanismos
específicos, como los anticuerpos.
Por lo general, si un microorganismo atraviesa las barreras naturales del cuerpo, los mecanismos
de defensa específicos e inespecíficos lo destruyen antes de que se multiplique.

Barreras naturales

Por lo general, la piel evita la invasión de muchos microorganismos a menos que esté físicamente
dañada, por ejemplo, debido a una lesión, la picadura de un insecto o una quemadura. Sin
embargo existen excepciones, como la infección por el papilomavirus humano, que provoca
verrugas.
Otras barreras naturales eficaces son las membranas mucosas, como los revestimientos de las
vías respiratorias y del intestino. Generalmente, estas membranas están cubiertas de secreciones
que combaten a los microorganismos. Por ejemplo, las membranas de los ojos están bañadas en
lágrimas, que contienen una enzima llamada lisozima. Ésta ataca a las bacterias y ayuda a
proteger los ojos de las infecciones.
Las vías respiratorias filtran de forma eficaz las partículas del aire que se introducen en el
organismo. Los tortuosos conductos de la nariz, con sus paredes cubiertas de moco, tienden a
eliminar gran parte de la materia entrante. Si un organismo alcanza las vías respiratorias
inferiores, el latido coordinado de unas minúsculas prominencias similares a pelos (cilios)
cubiertas de moco, lo transportan fuera del pulmón. La tos también ayuda a eliminar estos
microorganismos.
El tracto gastrointestinal cuenta con una serie de barreras eficaces, que incluyen el ácido del
estómago y la actividad antibacteriana de las enzimas pancreáticas, la bilis y las secreciones
intestinales. Las contracciones del intestino (peristaltismo) y el desprendimiento normal de las
células que lo revisten, ayudan a eliminar los microorganismos perjudiciales.
El aparato genitourinario del varón se encuentra protegido por la longitud de la uretra (alrededor
de 20 cm). Debido a este mecanismo de protección, las bacterias no suelen ingresar en la uretra
masculina, a menos que sean introducidas allí de forma no intencionada a través de instrumental
quirúrgico. Las mujeres cuentan con la protección del ambiente ácido de la vagina. El efecto de
arrastre que produce la vejiga al vaciarse es otro mecanismo de defensa en ambos sexos.
Las personas con mecanismos de defensa debilitados son más vulnerables a ciertas infecciones.
Por ejemplo, aquellos cuyo estómago no secreta ácido son particularmente vulnerables a la
tuberculosis y a la infección causada por la bacteria Salmonella. El equilibrio entre los diferentes
tipos de microorganismos en la flora intestinal residente también es importante para mantener las
defensas del organismo. En ocasiones, un antibiótico tomado para una infección localizada en
cualquier otra parte del cuerpo, puede romper el equilibrio entre la flora residente permitiendo
que aumente el número de microorganismos que provocan enfermedades.

Mecanismos de defensa inespecíficos


Cualquier lesión, incluyendo una invasión de bacterias, produce
inflamación. La inflamación sirve, parcialmente, para dirigir ciertos
mecanismos de defensa al punto en que se localiza la lesión o la
infección. Con la inflamación, aumenta el aporte de sangre y los
glóbulos blancos pueden traspasar los vasos sanguíneos y dirigirse a
la zona inflamada con más facilidad. El número de glóbulos blancos
en el flujo sanguíneo también aumenta, ya que la médula ósea libera
una gran cantidad que tenía almacenada y, de inmediato, comienza a
producir más.
La primera variedad de glóbulos blancos que entra en escena son los
neutrófilos, que comienzan a ingerir microorganismos invasores e
intentan contener la infección en un espacio reducido. Si la infección
continúa, los monocitos, otra clase de glóbulos blancos con una
habilidad aún mayor para ingerir microorganismos, llegarán en
cantidades cada vez mayores.
Sin embargo, estos mecanismos de defensa inespecíficos pueden
resultar desbordados ante una gran cantidad de microorganismos
invasores, o por otros factores que reduzcan las defensas del cuerpo, como los contaminantes del
aire (incluyendo el humo del tabaco).

Fiebre

La fiebre, definida como una elevación de la temperatura corporal superior a los 37,7 °C (medidos
con el termómetro en la boca), es, en realidad, una respuesta de protección ante la infección y la
lesión. La elevada temperatura corporal estimula los mecanismos de defensa del organismo al
tiempo que causa un malestar relativamente pequeño a la persona.
Normalmente, la temperatura corporal sube y baja todos los días. El punto más bajo se alcanza
alrededor de las seis de la mañana y el más elevado entre las cuatro y las seis de la tarde.
Aunque se suele decir que la temperatura normal del cuerpo es de 37 °C, el mínimo normal a las
seis de la mañana es de 37,1 °C y el máximo normal a las cuatro de la tarde será de 37,7 °C.
El hipotálamo, una parte del cerebro, controla la temperatura corporal; la fiebre es consecuencia
de la nueva regulación del termostato del hipotálamo. La temperatura corporal aumenta a un
nuevo nivel superior del termostato desplazando la sangre de la superficie de la piel hacia el
interior del cuerpo, reduciendo con ello la pérdida de calor. Los escalofríos pueden producirse
para incrementar la producción de calor mediante la contracción muscular. Los esfuerzos del
organismo por conservar y producir calor continuarán hasta que la sangre llegue, en el
hipotálamo, a la nueva temperatura más elevada. Entonces los mecanismos habituales
mantendrán dicha temperatura y, posteriormente, cuando el termostato vuelva a su nivel normal,
el cuerpo eliminará el exceso de calor a través del sudor y mediante el desvío de la sangre hacia
la piel. Los escalofríos pueden aparecer cuando la temperatura desciende.
La fiebre puede seguir un cuadro en el cual la temperatura alcanza un máximo diario y luego
vuelve a su nivel normal. Por otro lado, la fiebre puede ser remitente, es decir, que la temperatura
varía pero no vuelve a la normalidad. Ciertas personas, como por ejemplo los alcohólicos, tanto
las de edad avanzada como las muy jóvenes, pueden tener un descenso de la temperatura como
respuesta a una infección grave.
Las sustancias productoras de fiebre reciben el nombre de pirógenos. Éstos pueden provenir del
interior o del exterior del organismo. Ejemplos de pirógenos formados en el exterior del cuerpo
son los microorganismos y las sustancias que éstos producen, como las toxinas.
En realidad, los pirógenos provocan fiebre al estimular el organismo para que produzca sus
propios pirógenos. Los pirógenos formados dentro del organismo suelen ser producidos por un
tipo de glóbulo blanco llamado monocito.
Sin embargo, la infección no es la única causa de fiebre; ésta también puede ser consecuencia de
una inflamación, un cáncer o una reacción alérgica.

Determinación de la causa de la fiebre

Por lo general, la fiebre tiene una causa obvia, como la gripe o la neumonía. Pero en otros casos
la causa es sutil, como una infección del revestimiento interno del corazón (endocarditis
bacteriana). Cuando una persona tiene al menos 38,3 °C de fiebre y una investigación exhaustiva
no consigue descubrir la causa, el médico puede denominarla fiebre de origen desconocido. Las
causas potenciales de dicha fiebre incluyen cualquier trastorno que eleve la temperatura corporal,
pero las causas más frecuentes entre los adultos son las infecciones, las enfermedades causadas
por anticuerpos generados contra los tejidos de la propia persona (enfermedades autoinmunes) y
un cáncer no descubierto (en especial, la leucemia o un linfoma).
Para determinar la causa, el médico indaga acerca de los síntomas y enfermedades presentes y
pasados, medicaciones actuales, exposición a infecciones, viajes recientes, etc. El cuadro que
sigue la fiebre no suele contribuir al diagnóstico. Sin embargo, hay algunas excepciones; por
ejemplo, una fiebre que aparece cada dos o tres días es típica del paludismo.
Los viajes recientes, en especial al extranjero, o la exposición a ciertos materiales o animales,
pueden dar pistas sobre la causa de la fiebre. En regiones de un determinado país son frecuentes
unas infecciones, mientras que en otras abundan otras diferentes.
Una persona que ha bebido agua contaminada (o que ha tomado hielo hecho con agua
contaminada) puede desarrollar fiebre tifoidea. Una persona que trabaja en una planta de
envasado de carne puede tener una brucelosis.
Después de realizar este tipo de preguntas, el médico practica una exploración física completa
para encontrar el origen de la infección o evidencia de alguna enfermedad. Dependiendo de la
intensidad de la fiebre y de las condiciones del paciente, la revisión puede ser realizada en el
consultorio del médico o bien en el hospital.
Los análisis de sangre pueden ser utilizados para detectar la presencia de anticuerpos contra un
microorganismo, para hacerlo crecer en un cultivo y para determinar el número de glóbulos
blancos. Puede observarse un incremento en los valores de un anticuerpo específico y ello puede
ayudar a identificar al microorganismo invasor. El aumento en la cantidad de glóbulos blancos
suele indicar infección. El recuento diferencial (la proporción de distintos tipos de glóbulos
blancos) proporciona más pistas. Un aumento en los neutrófilos, por ejemplo, sugiere una
infección aguda por bacterias. Un aumento en los eosinófilos sugiere una infestación parasitaria,
por ejemplo, por cestodos o por nematodos.
La ecografía, la tomografía computadorizada (TC) y la resonancia magnética (RM) pueden ayudar
a establecer un diagnóstico. La gammagrafía con leucocitos marcados puede ser utilizada para
identificar áreas de infección o inflamación.
Para realizar esta prueba, el paciente recibe una inyección de glóbulos blancos que contienen un
marcador radiactivo. Como los glóbulos blancos son atraídos a las zonas infectadas y, en este
caso, los inyectados tienen un marcador radiactivo, el examen puede detectar una zona de
infección. Si los resultados de esta prueba son negativos, el médico puede necesitar obtener una
muestra del hígado (biopsia), de la médula ósea u otra área de la cual se sospeche. La muestra
es examinada posteriormente al microscopio.

Tratamiento de la fiebre

Dados los potenciales efectos beneficiosos de la fiebre, se discute si ésta debe ser tratada de
forma rutinaria. De todos modos, un niño que haya tenido una convulsión como resultado de la
fiebre (ataque febril) debe recibir tratamiento. Del mismo modo, un adulto con un problema
cardíaco o pulmonar suele recibirlo porque la fiebre puede aumentar la necesidad de oxígeno.
Estas necesidades aumentan un 7 por ciento por cada 0,17 ºC de aumento de la temperatura
corporal a partir de los 37 ºC. La fiebre también puede provocar cambios en la función cerebral.
Los fármacos utilizados para hacer descender la temperatura corporal reciben el nombre de
antipiréticos. Los más usados y eficaces son el paracetamol y los antiinflamatorios no
esteroideos, como la aspirina. Sin embargo, en los niños y adolescentes no se combate la fiebre
con aspirinas porque ésta aumenta el riesgo de sufrir el síndrome de Reye, que puede ser mortal.

Mecanismos de defensa específicos

Una vez desarrollada la infección, todo el poder del sistema inmunitario entra en acción. Éste
produce varias sustancias que específicamente atacan a los microorganismos invasores. Por
ejemplo, los anticuerpos se adhieren a éstos y ayudan a inmovilizarlos. Así pueden destruirlos,
directamente o bien ayudar a los glóbulos blancos a localizarlos y eliminarlos. Además, el sistema
inmunitario puede enviar un tipo de células conocidas como células T asesinas (otra clase más de
glóbulos blancos) para atacar específicamente al organismo invasor.
Los fármacos antiinfecciosos, como los antibióticos, o los agentes antimicóticos o antivíricos,
pueden ayudar a las defensas naturales del cuerpo. Sin embargo, si el sistema inmunitario se
encuentra gravemente debilitado, estos fármacos no suelen ser eficaces.

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