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Biografía de Hernán Cortés

Por Jorge Herrera Velasco


I. De Medellín a Cuba

“Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, dice Nuestro Salvador en el Santo Evangelio; escogidos como Alejandro, como César, como el Gran Khan o

como Napoleón, realizadores de hazañas que modificaron el sentido de la historia. A mí me tocó ser también uno de los escogidos, y lo digo sin arrogancia. Me

tocó serlo por la voluntad del Todopoderoso, para realizar sus sagrados designios.

En la empresa de la Conquista de la Nueva España tuve que poner a prueba mis dotes histriónicas. Para lograr mis propósitos fue necesario actuar

según las circunstancias, pues tuve que asumir diversos papeles ante los demás. Fui discreto pero a veces intrigante; respetuoso, comprensivo y hasta

afectuoso, pero también intolerante, agresivo y aun cruel. Fui dadivoso, en cosas materiales o afectivas al igual que en amenazas y castigos; eran mis

argumentos favoritos. Sí, actúe de todas esas maneras, bien o mal, pero teniendo en la mente y en el corazón que debía cumplir la misión que yo mismo me

impuse y que Dios me concedió realizar bajo su protección; gracias a eso salí bien librado de mil acechanzas que me tendieron indios y españoles. En cosas de

guerra utilicé una fría racionalidad y, en ciertos momentos, tuve una certera intuición.

Yo sé bien que son grandes mis limitaciones y mis debilidades, por eso creo que salir victorioso de la Conquista sólo se explica por la predestinación

divina que me trazó el camino que seguí. Mi espíritu me impulsa a expresar mi agradecimiento por la merced que me hizo Dios para ganar el gran Imperio de

Moctezuma para la causa de mi emperador don Carlos, pero sobre todo para dar a conocer el Santo Evangelio a mis hermanos indios y a cuantos nacieran en

esta patria, orgullosamente mestiza, la antigua Tenochtitlan.

Nadie de quienes me conocieron en mi niñez hubiera podido creer el futuro que me esperaba. ¡Cómo!, si yo era un parvulillo enfermizo y apocado;

¡cómo!, si mi padre, no obstante su hidalguía y su gran honra, era de tan limitadas rentas. Gracias al cielo no tan magras que me impidieran estudiar, al menos

un breve lapso, en Salamanca. Allí recibí de mis maestros suficiente instrucción para dominar la gramática; gracias a ello pude escribir las Cartas de Relación;

así pude dejar testimonio de la misión que me tocó realizar en estas tierras.

Recuerdo bien, sí, fue en 1503 cuando dejé mi terruño en Medellín para buscar mi destino, al igual que lo hacían muchos jóvenes como yo. Y para

buscar destinos nada mejor que Sevilla, con su entonces flamante catedral, con su Giralda, con su Torre del Oro, y, sobre todo, con su Guadalquivir, punto de

partida para hacerse a la mar océana. Allí llegaban y de allí partían las carabelas y los galeones que brindaban las oportunidades a quienes deseaban probar

suerte en otro lugar, fuese Italia, África y, desde luego y sobre todo, en la Indias.

Fue entonces, precisamente en Sevilla, cuando era yo un chaval de dieciocho años, donde con tristeza vi partir la nave de Nicolás de Ovando hacia

La Española; perdí aquella oportunidad por un desafortunado lance amoroso, uno de tantos que tuve en mi vida; esa vez quedé magullado por caer de gran

altura al intentar subir al dormitorio de una hermosa dama.

Tuve que esperar un año aún para emprender el viaje que me llevó a Santo Domingo, fue mi primera experiencia en el océano, de la cual no creí que

saldría vivo, ya que nos perdimos en la mar y pasamos grandes congojas. En La Española me establecí como criador de vacas y yeguas. Pero la vida de

granjero no me cautivó, y no dudé en acercarme a Diego Velázquez para participar en la conquista de Cuba cuando se la encomendaron, allá por el año de 1511.

Una vez realizada, trabajé en la formación de un gobierno y fui escalando peldaños en la burocracia indiana. Llegué a ser alcalde de la villa de Baracoa, lo que es

actualmente la ciudad de Santiago.

En esa época me casé con Catalina “La Marcaida”, en realidad me tuve que casar para evitarme problemas; con ella me tocó compartir muchos

sinsabores que son fáciles de recordar y una que otra dicha naufragada. Estoy seguro que no fui hecho para el matrimonio: como amante ofrecía, eso sí, un

gran vigor animal que gustaba repartir entre tantas mozas y señoras como oportunidades tuviera; desde luego que mi franca poligamia no era aceptada por mi

esposa, ni bien vista por la mujer que tuviera en turno.

Resulta que Diego Velázquez era mi concuño, y el lío conyugal se convirtió en familiar, y el desagravio para la ofendida Catalina fue mi

encarcelamiento por orden directa del mismísimo Diego. No pasé mucho tiempo en prisión, ya que con la magia del soborno mi carcelero consintió mi fuga. No

fue la primera ni la última vez que empleé el cohecho para lubricar las fricciones y sortear las dificultades, pero muchas veces me fue necesario evadir las leyes

humanas con la conciencia tranquila y sabiendo que sólo Dios podría, con su infinita misericordia, juzgar mis acciones. Desde entonces el soborno es aquí

practicado libertinamente por muchas personas sin escrúpulos que lejos de cumplir los designios divinos, le dan al traste a un pueblo. A pesar de mi fama de

gran sobornador, yo estoy tranquilo; mis intenciones siempre fueron nobles y mis acciones no habrían sido posibles de no haberlo permitido el Todopoderoso.

Tuvieron que pasar algunos años para que llegara mi oportunidad, tiempo en el que mi mente se obsesionaba por la gran aventura que yo sabía que

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me esperaba, años en los que escuché de las empresas de Hernández de Córdova y de Grijalba, quienes daban noticia de las costas que exploraban y de sus

contactos con los naturales. Mientras más se sabía en Cuba de estas tierras, era mayor el deseo de emprender su conquista. Velázquez y yo la estuvimos

organizando y arriesgamos nuestro dinero en la empresa. Si bien al principio Diego estuvo de acuerdo en que yo dirigiera la expedición, después mudó de

parecer y, aunque intentó por todos los medios que yo no me hiciera cargo, no se salió con la suya gracias a que puse en juego la totalidad de mis recursos y

gracias también a los capitanes que simpatizaban conmigo.

II. Fundación de la Villa Rica

Fue el 10 de febrero de 1519, tenía yo 34 años cuando inicié mi gran empresa; lleno de incógnitas pero seguro de que Dios era mi protector. Varios muy

esforzados capitanes me acompañaron: Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Francisco de Montejo, Diego de Ordaz, y otros más. Con ellos y con todos mis

soldados y marineros, estaba yo dispuesto a compartir los beneficios que, estaba cierto, serían enormes; ellos confiaban en mí, así que no escatimaron ni

empuje ni valentía para realizar los grandes trabajos que exigía nuestra misión.

Claro que también tuve que aplicar mano dura. Recuerdo que tuve que amonestar a Alvarado cuando ordenó al piloto una ruta distinta a la asignada;

eso sí, a este último le mandé poner grilletes. Había que castigar la indisciplina para afianzar la autoridad sin privar a los soldados del más renombrado de mis

capitanes. Pude parecer injusto, pero más me importó ser efectivo.

Mis fuerzas constaban de 108 soldados, 100 marineros, 16 caballos y yeguas, 4 falconetes, 10 cañoncillos de bronce, y una dotación de ballestas,

lanzas, espadas y escopetas. Hicimos tierra en Cozumel, allí, por primera vez, puse en práctica mi forma de atraer a los indios dándoles muestras de afecto y

regalos, y ofreciéndoles mi amistad y protección; sin embargo, con los corceles y las piezas de artillería hicimos un despliegue que sirvió para amedrentar a la

población; salimos de allí en santa paz.

Iba con nosotros Melchorejo, indio maya a quien Hernández de Córdova había llevado a Cuba; nos sirvió de intérprete algún tiempo pero no era de mi

confianza; después huyó a reunirse con los suyos. No nos quedamos sin intérprete, pues por fortuna nos topamos con Jerónimo de Aguilar, uno de los dos

náufragos que durante años convivieron con los mayas; se encontraba en lastimosa situación y se nos unió de inmediato. El otro, Gonzalo Guerrero, prefirió

quedarse con su familia maya; nos dijo: “Ya soy cacique con cara labrada y orejas horadadas, casado con india noble y con hijitos boniticos”; Gonzalo había

encontrado su felicidad. Esto fue el principio de un mestizaje en el que no sabíamos aún que participaríamos los demás.

En Tabasco, mediante los buenos oficios de Jerónimo, les pedí a los naturales que reconocieran a don Carlos como su soberano y al Papa como

representante del único y verdadero Dios, a quienes les rogué encarecidamente que le rindieran culto. A cambio de esto recibirían la protección de su católica

majestad. Si entraban en razón no habría guerra ni exterminio. No obstante, hubo necesidad de la acción violenta. El desconcierto y el terror se apoderó de los

indios, quienes no conocían los corceles y pensaban que caballo y caballero eran uno. Abatidos, tuvieron que someterse y, para hacer las paces, los caciques

del lugar me ofrecieron oro, viandas y doncellas; entre éstas a mi queridísima Malinzin, conocedora, además del maya, de la lengua de los mexicas. A partir de

ese día Malinzin fue nuestra intérprete y valiosa informadora de cosas importantes para nuestra empresa. Como mujer, Malinzin fue primero para Portocarrero,

después cohabitó conmigo y me dio a Martín, el primer mexicano mestizo conocido, más adelante casó con Juan Jaramillo.

A los bravos tabasqueños los obligué a oír misa, a aceptar a Nuestro Señor Jesucristo como su único Dios y a don Carlos como emperador. También

les prometí que nunca los dejaría sin protección. Con esto, en México se dio principio a la conquista espiritual, que a la larga resultaría tan violenta como la

material, y ya es mucho decir.

Desde los primeros intercambios de regalos recibimos algunas piececillas de oro, y todas las veces que indagué dónde podríamos encontrar más,

me decían: “Culúa, Culúa”, refiriéndose a lo que después sería llamado San Juan de Ulúa. Apenas llegamos ahí, de inmediato supe del poderoso señor

Moctezuma, a quien nombraban con miedo y admiración; era considerado un dios.

También en Culúa escuché por primera vez la palabra “México”. A los pocos días de nuestro arribo llegaron emisarios de Moctezuma, eran señores

importantes con regalos de oro, plata y plumas, y muchos objetos de fina hechura que me mandaba su emperador. Varias veces recibimos cuantiosas dádivas

de sus enviados y el mensaje que nos instaba a no seguir adelante en nuestra marcha a Tenochtitlan. Moctezuma parecía ignorar nuestra voluntad

inquebrantable de llegar a él, y mientras más regalos recibíamos, crecía nuestra ambición y era mayor nuestro deseo por avanzar. Si desde que salimos de

Cuba era grande nuestra fantasía de encontrar lugares fantásticos de riquezas increíbles, ya en esos días nos habíamos forjado toda una quimera.

Gracias al terror que causábamos con las frecuentes demostraciones de fuerza que hacíamos con los corceles y las escopetas, pudimos evitar

muchas batallas. Sin embargo, en ocasiones el enemigo estaba en nuestras filas; sí, pues dado lo irregular de nuestra salida de Cuba y las contrariedades que

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eso supuso, había un grupo de capitanes y soldados adictos a Velázquez, que quería regresar a Cuba, considerando que yo era solamente su delegado. Ese

bando hizo peligrar la empresa. Para aplacar ímpetus y furores tuve que emplear una estrategia que diera legalidad a mi posición como máxima autoridad.

Consistió en fundar la Villa Rica de la Vera Cruz, y para ello designé alcaldes y regidores entre mi gente de confianza; a su vez, ellos me nombraron Justicia

Mayor y Capitán General. De este modo, salvadas las exigencias jurídicas, aunque fuese de una manera forzada, pude sacudirme la autoridad de Diego

Velázquez y depender únicamente de la voluntad del rey. Juré mis cargos solemnemente ante mis hombres y, sobre todo, ante Dios. Todo esto me fue

recriminado hasta el fastidio, pero sé bien que de no actuar de esa manera, la historia hubiera sido otra.

III. Los zempoaltecas y los tlaxcaltecas

Ya para entonces había tomado conciencia del encono que los pueblos sometidos tenían contra el Imperio Mexica. Eso me facilitó trabar una buena relación con

los zempoaltecas y su cacique Gordo. Ellos se acogieron dócilmente a mi protección con la esperanza de vengar los agravios que les infligían los mexicas.

Fuimos obsequiados con ocho doncellas, “para hacer generación”; yo no quise aceptarlas si no dejaban sus creencias y prácticas abominables, como la

sodomía y los sacrificios humanos; era común observar cómo destazaban los cuerpos de los infelices y vendían su carne para comer como si fueran reses.

Tuve que amenazar al Gordo y a sus sacerdotes con matarlos; sólo así pudimos derribar sus ídolos y blanquear las paredes del adoratorio, tintas de tanta

sangre salpicada. Allí coloqué una imagen de Nuestra Señora y el padre Olmedo pudo decir misa y bautizar a las doncellas, que ya cristianas quedaron en

condiciones de ser aceptadas como mujeres por nosotros. Aquí sí, por las buenas, aceptaron como soberano a don Carlos y a nuestro Dios como el único y

verdadero. Al menos eso decían.

Un avance muy importante para la empresa fue la reunión de Quiahuistlan, donde además del Gordo de Zempoala asistieron otros caciques

totonacos para denunciar ante mí los atropellos de la tiranía de Moctezuma. En los pueblos de la costa todos nos adjudicaban una cierta naturaleza divina; nos

llamaban teúles, que era como decirnos dioses, pero también nos adjudicaban naturaleza demoníaca. Resultaba muy útil que tuvieran esas creencias; así pude

concertar alianzas con estos pueblos y fortalecer mi posición. Como Moctezuma sabía bien dónde estábamos en todo momento, la respuesta no se dejó

esperar: otra vez nos envió grandes obsequios que estimulaban nuestro afán por llegar a las riquezas que presentíamos.

Regresamos a la Villa Rica y encontramos anclado un navío que, cuando zarpamos de Santiago, no pudo salir pues requería reparaciones. Traía una

noticia preocupante: el emperador Carlos había nombrado Adelantado de Cuba a Diego Velázquez y le daba poder para rescatar y poblar Yucatán. De inmediato

pensé en cómo me iba a congraciar con nuestro monarca, de manera que separé el quinto real, o sea una quinta parte de los regalos que habíamos recibido

para reservárselos. Como había que impresionarlo en todo lo posible a nuestro favor, convencí a los capitanes y a los soldados de juntar el oro hasta ese

momento guardado y enviárselo. No fue fácil que se desprendieran de él, pero al fin cedieron con las expectativas de recuperarlas en mayor cantidad. Como en

muchas otras situaciones tuve que jugármela, ya que corríamos el riesgo de ser ahorcados por órdenes de Diego. Sin embargo, Dios no lo permitió y la llegada

de ese navío resultó providencial, se fue a España con el tesoro y mi Primera Carta de Relación.

Las otras naves representaban ya un gran peligro para continuar la empresa. Por una parte, los velazquiztas, cada vez más inconformes, podrían

apoderarse de ellas y regresar a Cuba; y por otra, todos tenían en mente la posibilidad de escapar en los navíos ante un gran embate de los naturales. La

tentación estaba presente, así que decidí quemarlas; entonces sí, ya sólo tuvimos dos opciones, la victoria o la muerte.

Según los zempoaltecas seríamos bien recibidos en Tlaxcala, ya que allí tenían un gran odio hacia los mexicas. Emprendimos la marcha y nos

empezaron a guerrear desde antes de nuestra llegada. Ellos estaban al tanto de todos los regalos que nos había enviado Moctezuma y dieron por hecho que

éramos sus amigos. Xicoténcatl el joven no aceptaba nuestra presencia en sus dominios. Después de arduos combates en los que casi desfallecimos y

pensamos que allí acabarían nuestras vidas, Xicoténcatl el viejo y otros señores importantes de Tlaxcala nos enviaron emisarios de paz y nos anunciaron su

decisión de ser vasallos del rey de Castilla y amigos de los cristianos.

Lo que alimentaba mi confianza era una certeza en el valor de los soldados españoles, la convicción de que las banderas de Cristo y del Imperio

español eran las mismas, que los infieles eran enemigos de Dios y de la patria y, desde luego, una fe absoluta e inquebrantable en la protección divina.

Con los tlaxcaltecas sellé el pacto más importante; sin él hubiese sido imposible la Conquista y el nacimiento de este México. Ellos me llamaban

Malinche, a sabiendas de que ese nombre realmente era de doña Marina; nunca supe por qué. En Tlaxcala había cuando menos 150 mil almas y en su

mercado pululaban cada día unas 30 mil; así de grande era esa república.

IV. La matanza de Cholula

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Al reiniciar la marcha hacia Tenochtitlan, llegaron enviados de Moctezuma; nos advirtieron que no confiáramos en los de Tlaxcala, que en Cholula seríamos bien

recibidos siempre y cuando no entráramos acompañados de tlaxcaltecas armados. Cholula era una ciudad de treinta y tantos adoratorios que nosotros les

llamábamos mezquitas; era la manera de nombrar a los templos no cristianos, de los que habían quedado muchos en España.

Ya estando aposentados en esa ciudad, una vieja cholulteca confió a doña Marina las intenciones de Moctezuma de acabar con los españoles; cosa

que no era difícil de reconfirmar por los de Zempoala y Tlaxcala. Para enfrentar la situación convoqué a los principales de Cholula e hice que se acompañaran de

mucha gente, después los rodeamos con mis soldados y aliados y les di la orden de que a la señal de un disparo empezaran a matarlos. En la sarracina cayeron

más de 5 mil cholultecas.

A pesar de esto que relato, puedo afirmar que yo no era sanguinario. Sólo cuando era preciso recurría a la fuerza y en esa ocasión nos sentíamos

grandemente amenazados. No era posible tener miramientos; las conjuras tenía que castigarlas con firmeza, y con fiereza, aunque después me doliera el alma

por toda la sangre derramada.

Ante mi desconfianza para seguir adelante, para informarme bien de la verdad envié un emisario mexica al Uey Tlatoani. Pocos días después llegó

como respuesta una misión con regalos y provisiones; recuerdo que nos enviaron una decena de platos de oro macizo, mil 500 piezas de ropa y gallos y gallinas

en abundancia. Nos enviaron también como regalo una dotación del exquisito chocolate que después sería tan apetecido en toda Europa. Con esos espléndidos

obsequios nos llegó la petición de no seguir avanzando a México-Tenochtitlan. Mis aliados me rogaron que mejor no siguiéramos porque seguramente

encontraríamos la muerte; pero yo contesté al emperador mexica que no podía dejar de conocer a tan magnífico soberano. La respuesta de él fue que seríamos

recibidos con gran hospitalidad. Eran muy sorprendentes sus cambios de opinión; igual mostraba su beneplácito si recibíamos sus obsequios que si no

acatábamos sus deseos.

Frente a Cholula se alzan dos sierras nevadas, una de ellas humeante; esto me intrigó y quise averiguar su secreto. Para tal fin envié a Diego de

Ordaz con diez hombres, pero no pudieron llegar a la cima por la gran frialdad que sintieron y porque empezó a salir mucho humo con grandes ruidos.

El primero de noviembre continuamos la marcha. Al salir de Cholula éramos 450 españoles y 400 indios que nos auxiliaban. A pesar de que

Moctezuma nos recomendó que tomáramos cierto camino llano, yo decidí seguir a través de la sierra pues me temía una celada. Después de pasar entre las

dos montañas pudimos ver los fértiles campos de Culúa y la ciudad de México-Tenochtitlan. Era algo alucinante, yo sabía que se trataba de un momento

histórico de gran alcance.

Ya en tierras de Chalco salieron a nuestro encuentro los caciques de la zona con regalos de oro, doncellas, mantería y alimentos. Por su cercanía a la

ciudad imperial, me extrañó escuchar de ellos quejas contra Moctezuma. También me previnieron que allá nos querían matar. Yo estaba seguro que sólo Nuestro

Señor Dios, en quien creemos, tiene el poder de quitarnos la vida, así que no dudé en seguir.

Otra vez, con valiosos regalos, llegaron emisarios de Moctezuma, rogándome no avanzar más, pretextando que la ciudad es pobre, con poca comida

y que no la pasaríamos bien allá; pero que él estaba dispuesto a enviarnos lo que se le pidiera. Yo le mandé decir: “Cumplo órdenes del rey de las Españas,

quien desea entablar relación con él”. Reiteré que pronto llegaríamos. Nunca entendí cómo es que Moctezuma pensaba que con regalos nos detendría.

Al llegar a Amecameca nos recibió Cacamatzin, rey de Texcoco, con disculpas del emperador, su tío, por no habernos recibido él mismo. De nuevo

me suplicaron no llegar a Tenochtitlan. No hicimos el menor caso y seguimos adelante; llegamos a Mixquic y otra vez fuimos obsequiados. En el señorío de

Iztapalapa nos recibió Cuitlahuacatzin, éste sí, de mala gana, nos esperaba con regalos.

Algo muy sabido por la gente de estos lugares, pero que entonces yo ignoraba, es que en los años anteriores había habido varios presagios funestos

que, según el Códice florentino, anunciaban la desgracia de Tenochtitlan. Uno de ellos fue el de “La Llorona”, la mujer que gritaba y lloraba por las noches

diciendo: “Hijos míos, ya tenemos que irnos, ¿adónde os llevaré?”.

V. En Tenochtitlan

Por fin llegó el día de nuestra entrada a México-Tenochtitlan, fue el 8 de aquel noviembre de 1519. Para dar realce al acontecimiento, al entrar en la ciudad

ordené hacer un disparo de cañón; esto hizo que la gente se tirara al suelo enloquecida.

De su palacio, precediendo al Uey Tlatoani, salió su cortejo; abrieron la marcha muchos caciques y principales, todos con túnicas y ricas joyas. Al

llegar a mí se inclinaban hasta llegar al suelo. Después, acompañado de los señores de Texcoco, Coyoacan, Tacuba e Iztapalapa, con gran solemnidad apareció

Moctezuma, ataviado con tantos lujos que maravillaba su presencia; calzaba cacles de oro. Todos mantenían la mirada baja excepto los señores principales y

nosotros, los recién llegados. A los caciques les parecía inaudito que osáramos ver a Moctezuma porque era considerado un dios; intenté abrazarlo y me

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contuvieron con firmeza. Entonces le pregunté: “¿Acaso eres tú? ¿es que ya tú eres?”; a lo que él me respondió: “Sí, yo soy”. Créanme, el recuerdo de aquel

momento aún me estremece.

Después me dijo: “Bienvenido, habéis llegado a vuestra tierra, a vuestro pueblo y a vuestra casa: México. Hace tiempo que yo esperaba esto. Los

reyes que pasaron nos dejaron dicho que habíais de volver a reinar en estas tierras y a sentaros en vuestro trono. Trabajos habréis pasado viniendo desde tan

lejos. Descansad ahora. Aquí están vuestros palacios, descansad en ellos con todos los capitanes que con vos han venido”.

Como regalo le eché al cuello un collar bien impregnado de almizcle adornado con piedras margaritas en cordones de oro; a su vez, él me colocó dos

collares con figurillas de camarones, unos hechos con hueso de caracol colorado y otros de oro. Luego nos condujo al palacio de Axayácatl para hospedarnos,

allí nos colmó nuevamente de regalos de oro, plata, jade y plumajes.

Ya en privado, se alzó las vestiduras y, mostrando su cuerpo desnudo, me dijo: “Ved que soy de carne y hueso como vos y como cada uno de los

vuestros: soy natural y palpable. ¡Palpadme! ¡Ved cómo os han mentido!”, dijo refiriéndose a sus enemigos, los de Zempoala y Tlaxcala. Ante mí revelaba la

mentira que también creían los suyos y se expresaba con inaudita confianza ante un desconocido.

Aproveché la posición que me otorgaba y, con auténtico celo evangelizador, le pedí que se hicieran cristianos y dejaran sus ídolos, sus sacrificios

humanos y sus sodomías. Él me respondió que estaba dispuesto a rendir pleitesía a nuestro emperador, pero no a dejar sus dioses, y me pidió respeto hacia

ellos. Callé y en ese momento no insistí.

Días después fuimos a visitar el enorme zoco de Tlatelolco, concurrido por decenas de miles de hombres, mujeres, niños y viejos. Había toda clase

de mercancías: mantas, cacles, cueros de tigres y leones, legumbres, frijol, maíz y pan de lo mismo, conejos, patos, venados, gallinas y guajolotes, tinajas,

jicarillas, miel, melcocha, tabaco, hierbas medicinales, navajas y cuchillos de pedernal, cacao, oro, plumas y tantas otras cosas.

Frente al mercado estaba el templo de Huitzilopochtli y como allí se encontraba Moctezuma, le pedí que nos lo mostrara. Aceptó pero pidió respeto.

Vimos los ídolos, cinco corazones humanos, las paredes llenas de costras de sangre y un hedor insoportable. No resistí el impulso de decirle que sus dioses

son diablos y le pedí que me permitiera quitarlos y colocar allí una cruz y una imagen de Nuestra Señora. Él se indignó y me dijo: “Malinche: es tal el deshonor

que has dicho que me arrepiento de mostrarte a mis dioses. A ellos los tenemos por muy buenos; nos dan salud, aguas, buenas cosechas y victorias cuando

peleamos. Por eso hemos de continuar adorándolos y sacrificándoles. Te ruego que no pronunciéis otra palabra en su deshonor”. Otra vez preferí callar.

Estando en nuestros aposentos del palacio de Axayácatl, un soldado descubrió una puerta disimulada en el muro. Mandé horadarlo y quedó al

descubierto una estancia pletórica de jades, joyas y oro en planchas. Quedamos estupefactos. Lo mandé cerrar para que no se notara. Al mismo tiempo que se

estimuló la ambición al pensar que habría otras grandes riquezas escondidas, nos empezó a invadir el temor de quedar entrampados en aquella ciudad, con

tantos puentes que podrían bloquearse o cortarse.

Pensé que la manera de garantizar nuestra seguridad era apresando a Moctezuma y tenerlo como rehén. A mis capitanes les pareció bien el plan

pero yo no encontraba justificación para hacerlo. Al día siguiente se me presentó la oportunidad para ponerlo en práctica con el argumento de que en la Villa

Rica, Cuauhpopoca, cacique de Nautla y lugarteniente de Moctezuma, había ordenado matar a nuestra guarnición. Esto en realidad había sucedido cuando

estábamos en Cholula; sin embargo, con la ayuda de dos tlaxcaltecas que fingieron ese día ser los portadores de la noticia, hice aparentar las cosas como si

apenas entonces me estuviera enterando.

Este hecho es uno de los muchos que obligadamente tuve que elaborar artificiosamente para poder seguir adelante con la empresa; se actúa con

criterios y valores muy distintos cuando nos encontramos en situaciones de gran riesgo y en peligro de no alcanzar nuestros objetivos. A veces no queda más

que engañar a la conciencia; cuando menos intentarlo. Además, en una guerra de conquista no se duda del derecho a apoderarse del emperador si así se cree

conveniente.

Con doña Marina a mi lado y en compañía de mis principales capitanes, fuimos a ver a Moctezuma, le reclamé la muerte de mis hombres y lo acusé

de haber dado esas órdenes a Cuauhpopoca. Él lo negó. Le dije que me lo llevaría conmigo hasta que se aclararan esas muertes, pero le rogué que no se

apenara porque no estaría preso sino sólo acompañándome y podría seguir gobernando sin obstáculos.

VI. Moctezuma prisionero

Cuauhpopoca fue prendido en Nautla y llevado a Tenochtitlan. Dijo que sí los había matado pero no por órdenes del emperador. Tuve que mandarlo a la hoguera

junto con los suyos, entonces éstos gritaron que sí lo había ordenado Moctezuma. Con eso tuve para ponerle grilletes al Uey Tlatoani mientras los otros morían

quemados. Aún me maravillo del atrevimiento que tuve al hacer todo eso, sobre todo porque estábamos en el centro de la fortaleza enemiga; pero el momento

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ameritaba tomar decisiones de gran peso. Fue posible sólo con la gracia y la protección divina; eso no puede dudarse. Después de hacer justicia le quité los

grilletes pero lo retuve conmigo, aunque le daba permiso de cumplir sus devociones y de visitar a sus putas selectas, dentro y fuera de la ciudad.

Poco tiempo después me enteré que Cacama, el rey de Texcoco, estaba armando una revuelta contra nosotros. Me las arreglé para que el mismo

Moctezuma lo hiciera venir con nosotros y allí lo hice preso. Nombré rey de Texcoco a su hermano menor, a quien no tuve dificultad en hacer sentir mi autoridad;

incluso se le bautizó con el nombre de Carlos, cosa que lo hizo sentirse muy orgulloso.

Llegó el momento en que le pedí a Moctezuma que recaudara los bienes que servirían de tributo a nuestro emperador. Él, muy obediente, le pidió a

todos los señores principales y caciques que, en señal de completo sometimiento a su católica majestad don Carlos, aportaran de sus riquezas. Muchas

lágrimas derramó el Uey Tlatoani y nosotros nos compadecimos porque realmente era un hombre de buenas entrañas y lo amábamos. Claro que al doblegarse

así, Moctezuma estaba reconociendo el final del mundo mexica y de su cultura. Y todo lo que teníamos sumaba poco más de 400 hombres, algunos caballos,

unos cuantos cañones y escopetas; pero eso sí, Dios, el verdadero, estaba con nosotros.

Con la mejor disposición, Moctezuma nos entregó sus increíbles tesoros. Mandó a sus criados con algunos de los nuestros a un sitio llamado “La

casa de las aves”; allí tenía dos habitaciones repletas de oro en planchas, joyas y muchas maravillas más. Envió también a sus recaudadores a traer más de sus

provincias. Cedió incluso el tesoro del palacio de Axayácatl. Por cierto que nos dijo que él ya sabía que lo habíamos descubierto y ocultado de nuevo. Con eso

me di cuenta que nos tenía bien observados y sentí desconfianza de que estuviese urdiendo alguna trampa.

Jamás imaginé que resultara tan fácil y tan abundante la recaudación del tributo; sin embargo, la repartición sí fue compleja: primero separé el quinto

del rey, luego el mío, otro más para los capitanes y de lo restante me cobré todos los gastos realizados para la empresa, reservé lo correspondiente para el pago

de las naves quemadas que eran propiedad de Velázquez y para todos los gastos extras, que sumaban buena cantidad. Con lo que quedó hice la repartición a

los soldados, quienes no quedaron nada contentos. A los más inconformes tuve que darles algo de lo mío y prometerles que obtendríamos mucho más.

Una vez satisfechas nuestras expectativas de tributos, Moctezuma me pidió que tomara por mujer a una de sus hijas. Se lo agradecí con mucha

reverencia y le dije que no era posible porque yo era casado; le pedí, sí, que me conformaría con que su hija abrazara la fe de Cristo. Después pedí su venia

para retirar ídolos de los adoratorios y colocar la imagen de Nuestra Señora y la Santa Cruz. Yo sentía que estaba cumpliendo como soldado, pero no podía

olvidar mi deber como cristiano; no podía ignorar las enseñanzas de mis mayores y, además, tenía que corresponder en lo posible a la misericordia divina que

nunca me faltó en esa empresa.

Pero reconozco que los designios divinos para evangelizar a los mexicas aún tardarían en cumplirse. El Uey Tlatoani no me concedió esa petición y

entonces no me quedó otra alternativa que forzar las cosas. Acompañado de varios castellanos y de mis intérpretes fuimos al templo, hablé con los sacerdotes y

les pedí que quitaran sus ídolos para colocar nuestras santas imágenes. Ellos se irritaron y dijeron que era imposible, que todo su pueblo amaba más a

Huitzilopochtli y a Tezcatlipoca que a sus propios padres. Ante su negativa me encolericé y yo mismo quité a golpes de barreta la máscara de oro de su

Uichilobos. Entonces los sacerdotes empezaron a convocar a la gente para la guerra.

Enterado Moctezuma, me llamó para advertirme que peligraban nuestras vidas y que debíamos salir de la ciudad pues todo el pueblo ya estaba por

alzarse contra nosotros. Le pedí tiempo pues debíamos construir nuevas naves. Su buena disposición hizo que nos facilitara carpinteros que de inmediato

salieron con Martín López y otros hombres hacia la Villa Rica. Mis temores se acrecentaban día a día y comprendí que sólo manteniendo como rehén al Uey

Tlatoani podríamos salir de ésa. Entonces le avisé que él me acompañaría hasta Castilla, cosa que lo entristeció grandemente.

VII. Pánfilo de Narváez

Dos semanas después de la partida del grupo de Martín López llegaron vasallos de Moctezuma y le dieron noticias de la Villa Rica. Después me enteré que días

atrás habían llegado 18 navíos con 800 hombres, 80 caballos y artillería; y que el Uey Tlatoani ya les había enviado alimentos, oro y ropa. Se trataba del

lugarteniente del gobernador de Cuba, Pánfilo de Narváez, quien, al recibir los regalos, había respondido a Moctezuma con toda clase de improperios contra mí

y mis hombres, acusándonos de ser ladrones fugitivos, sin licencia de nuestro emperador.

Yo casi me había olvidado de la existencia de Diego Velázquez y la llegada de tan gran comisión me resultó totalmente inesperada. Me enteré que en

la costa Narváez ganaba adeptos. Los de Zempoala me dieron la espalda ya que veían el poderío de Narváez. Mientras tanto, en Tenochtitlan, Moctezuma no

entendía lo que pasaba, dudaba quiénes eran los verdaderos seguidores de Quetzalcóatl, quiénes los vasallos fieles al emperador Carlos y quiénes los falsos

enviados.

Con la amenaza de que Narváez llegaría a Tenochtitlan para presentarse ante Moctezuma, decidí ir a su encuentro. Partí el 4 de marzo de 1520 con

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un centenar de soldados, algunos caballos y un grupo de indios para auxiliarnos. Pedro de Alvarado, a quien los mexicas llamaban Tonatiuh, se quedó a cargo

del resto de los hombres para mantener el orden y custodiar a Moctezuma.

Antes de llegar a Zempoala nos encontramos con unos emisarios de Narváez. Me conminaba a darle el mando y dejarle la tierra ganada a cambio de

unos navíos para dejarme ir con quienes así lo desearan. Desde luego le exigí que mostrara las órdenes reales para que yo accediese, de lo contrario no lo

haría. Y así fue: al no haber mandato del emperador di la orden a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor de la Villa Vera, de que lo aprehendiera.

El cacique Gordo había alojado a Narváez en sus aposentos del adoratorio, y fue precisamente allí donde se dio el enfrentamiento entre los dos

bandos. Tras de una breve refriega y del incendio de la techumbre, Narváez quedó tuerto y herido el cacique Gordo. Perdí dos hombres pero la victoria fue

rápida. El hecho fue providencial pues estábamos en desventaja de cuatro a uno; yo pensé y sigo pensando que los designios de Dios tenían que cumplirse.

A partir de esto, gracias a mis negociaciones con capitanes y soldados, nuestros efectivos aumentaron a más del millar de hombres y muchos

pertrechos. Dejé a Narváez preso con la guarnición de la Villa Rica y nos apoderamos de sus navíos. Tranquilo y optimista emprendimos el regreso.

Desde antes de llegar a Tenochtitlan nos salieron al encuentro unos mensajeros que nos urgían a llegar a socorrer los cuarteles castellanos, pues

había un gran peligro de perder todo lo ganado y morir. Entramos a Tenochtitlan un día de San Juan Bautista, pero nos dimos cuenta de que la ciudad ya era

otra. Estaba casi desierta y en todas las casas había gran acopio de piedras y doble guardia en los adoratorios.

Pedí explicaciones a Pedro de Alvarado y él me dijo que se había enterado de una conjura para matar a todos los españoles y sus acompañantes,

pero que él decidió tomarlos por sorpresa y anticiparse aprovechando la fiesta de Tóxcatl en honor de Huitzilopochtli. Murieron 400 personajes principales entre

otros muchos. Me enojé con Alvarado pero no quise castigarlo, pues además de la fraternidad que nos unía, sus servicios como militar, como ya dije, eran

invaluables.

Al día siguiente, para informar de la peligrosa situación, envié a la Villa Rica un mensajero, pero pronto regresó descalabrado y perseguido por

guerreros mexicas que rodearon el palacio; nos amenazaban con los alaridos y gritos más espantosos que en el mundo se pueda pensar. Recibimos una lluvia

de piedras y flechas, contratacamos con dos o tres salidas y se batalló todo el día y, aunque morían muchos indios, no menguaban sus fuerzas de tantos que

eran. Entre los nuestros hubo medio centenar entre muertos y heridos.

VIII. Muerte de Moctezuma

Después de varios días de combate, Moctezuma ofreció pedir a su pueblo que se pacificara. Yo le hice salir a una de las azoteas del palacio para que hablara a

su gente, pero casi de inmediato recibió tal pedrada en la cabeza que murió a los tres días. El cadáver se lo entregué a dos de los indios que teníamos presos

para que lo sacaran del palacio. Nunca supe lo que hicieron con él, pero imagino que su destino fue bastante lastimoso pues su pueblo ya le tenía un gran

rencor.

Traté de negociar la paz con los capitanes pero se negaron. Estaban seguros de que no teníamos escapatoria; cerraron puentes y caminos. Nosotros

sabíamos que de cualquier modo tendríamos que salir, de lo contrario moriríamos de hambre. Con algunos sacerdotes e indios principales que teníamos presos

organicé la salida de todos mis hombres y mis aliados tlaxcaltecas. En la retaguardia iba Pedro de Alvarado con doña Marina y doña Luisa, hija de Moctezuma, a

quien, en su lecho de muerte, juré velar por ella.

Nadie quería dejar el oro; era tal cantidad que nos resultaría muy pesado llevarlo. Resolví el asunto como pude; separé el quinto del rey y se lo

encomendé a Alonso de Ávila para que lo custodiara a lomo de ochenta tlaxcaltecas bien cargados. Se trataba de un tesoro inmenso. Autoricé a cada hombre a

llevar lo que pudiera cargar en bolsas y bolsillos. Los más codiciosos perdieron la vida por pretender llevarse más de lo que les permitieron sus fuerzas.

Llevábamos algunos puentes portátiles. Era una noche lluviosa cuando salimos sigilosamente del palacio de Axayácatl. Muy pronto se dieron cuenta

de nuestra huída. Una mujer dio la voz de alarma y gritó: “Mexicanos, venid acá, ya se van nuestros enemigos, se van a escondidas”. Después un hombre desde

el templo de Huitzilopochtli convocó a toda la gente para perseguirnos. Los indios con sus lanzas y los castellanos con nuestras escopetas dimos el más

sangriento de los combates. Muchos quedaban tendidos sobre la calzada, otros caían al agua. Hubo necesidad de hacer un puente con los cuerpos de

soldados y caballos. A todos los españoles vivos y muertos que tomaron los indios los llevaron a Tlatelolco, y en lo alto de unas torres los sacrificaron y les

sacaron los corazones para ofrecerlos a sus ídolos. Muchos de mis hombres estando en batalla pudieron verlos; por sus cuerpos blancos sabían que eran

cristianos.

Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y yo logramos llegar a Tacuba, en tierra firme; allí encontramos a Pedro de Alvarado con algunos soldados y

tlaxcaltecas. Fue un gran desastre. Aquel 10 de julio murieron 450 españoles y más de 4 mil indios amigos. Esa noche lloré, por mis soldados y capitanes

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muertos, y porque creí que se había perdido todo. Fue la frustración total, las lágrimas, la Noche Triste…

Salimos de Tacuba y recorrimos un calvario pues, de los veinticuatro caballos que nos habían quedado, no quedaba ninguno que andara bien, ni

caballero que pudiese alzar el brazo ni peón sano que pudiera menearse. Algunos soldados heridos pudieron sobrevivir gracias a la bondad de algunos amigos

que los llevaron a cuestas. Varios días comimos sólo maíz, algunas yerbas silvestres y un caballo que murió en una escaramuza con los indios.

Con lo de aquella triste noche quedó demostrado que México-Tenochtitlan no era inexpugnable, y que sus calzadas y puentes podían ser salvados.

Supe también que volvería y que Dios mismo nos guiaría en nuestra voluntad conquistadora.

Ya de regreso a Tlaxcala, en Otumba, enfrentamos a un gran ejército que era la flor y nata de los cazadores mexicas. Invocamos al apóstol Santiago

y, después de muchas horas de cuchilladas y estocadas que les dábamos para contrarrestar sus lanzas y macanas, distinguí al capitán de los guerreros,

enjoyado y con gran penacho; fue Gonzalo de Sandoval quien se encargó de matarlo embistiéndolo con su cabalgadura. Gracias al cielo, con su muerte cesó la

furia mexica y se retiraron.

Temíamos que nos menospreciarían en tierras tlaxcaltecas por la derrota en Tenochtitlan, pero para nuestra fortuna, pesó más nuestro triunfo en

Otumba y fuimos recibidos con honores. Gracias a nuestra gran alianza con los de Tlaxcala pudimos recuperar la posición de dominio que habíamos perdido.

No todo marchó bien: el joven Xicoténcatl estaba orgulloso de ser parte de su nación indígena, y aun en contra de los deseos de su padre, siempre

nos vio con recelo. Pienso que fue él quien insubordinó contra nosotros a los indios de Tepeaca. Tuve que amenazarlos con la esclavitud si no se sometían al rey

de las Españas. En cuarenta días se pacificaron, no sin antes herrar a algunos de ellos con una gran “G”, que significaba “guerra justa”. Esto mismo tuve que

hacer con otros pueblos enemigos de la región.

Por esos días tuve noticia de que había llegado a Veracruz un navío con otro enviado de Velázquez. Se trataba de Pedro Barba, un viejo amigo que no

tardó en unírsenos con sus trece soldados y dos caballos. Velázquez suponía que Narváez se había adueñado de la situación, de modo que envió a Barba como

emisario y suponía que, una vez cumplidas sus instrucciones, regresaría a Cuba. Era grande la sed de venganza que tenía mi concuño; sin embargo, cada

acción que armaba le significó una gran desilusión, pues además de no hacerme mella, los efectivos enviados me eran de gran utilidad.

En Tepeaca fundé la villa de Segura de la Frontera. Allí, el 30 de octubre de 1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que

todas estas tierras conquistadas llevaran el nombre de Nueva España del mar Oceáno.

Ya en Tlaxcala me enteré que había muerto de viruela uno de mis grandes aliados, Mexicatzin. También había muerto el sucesor de Moctezuma,

Cuitláhuac; tomó su lugar Cuauhtémoc, joven de veinticinco años, casado con una hija de Moctezuma. Supe también que el nuevo rey mexica había mandado

adornar el Templo Mayor con las cabezas de nuestros compañeros sacrificados; me horrorizaba imaginar aquello.

IX. Sitio y toma de Tenochtitlan

Para apoderarnos de Tenochtitlan no utilizaríamos las calzadas; lo haríamos con pequeños navíos que mandé construir con la madera sobrante de los navíos

destruídos y de los árboles de la región. El 28 de diciembre de aquel 1520 contábamos con 550 soldados de infantería, 40 caballeros, algunos cañones,

espadas y escopetas. Tlaxcala aportó 10 mil hombres de guerra dispuestos a vengarse de los de Culúa, sus enemigos capitales. Indios y españoles íbamos

dispuestos a morir. Algo de gran importancia sabía ya: quien dominara la laguna podría apoderarse de la capital mexica.

Llegamos a las cercanías de Texcoco y nos salieron al encuentro siete señores nobles enviados por su rey Coanacoch para ofrecernos alojamiento.

Después de aclarar que ellos no nos habían causado daños sino los mexicas, acepté su hospitalidad aunque me pareció muy extraño que Coanacoch no se

encontrara en la ciudad sino en Tenochtitlan; además, sorprendía ver que mucha gente abandonaba la ciudad. Sospeché que nos tendían una trampa, así que

para dividir a los texcocanos decidí nombrar rey al hermano menor de Coanacoch.

Esperamos con cautela la reacción de Texcoco. Por otra parte, Iztapalapa se mantenía aliado de Tenochtitlan y representaba una amenaza para

nosotros, así que decidí enfrentarla. Fue una guerra muy sangrienta ya que murieron 6 mil naturales. Después fuimos aumentando nuestras alianzas con los

pueblos ribereños; entre los mayores de ellos recuerdo a Chalco, Tlalmanalco, Mixquic y Chimalhuacan. Para entonces me llegaron noticias de que los

bergantines habían sido terminados en Tlaxcala; envié a Sandoval para trasladarlos y armarlos en la laguna.

Intenté establecer pláticas de paz con los mexicas pero fuimos rechazados. Ellos confiaban ciegamente en la determinación de Cuauhtémoc que

organizaba todo para enfrentarnos. La batalla de México-Tenochtitlan seguiría hasta sus últimas consecuencias. Principiamos por Tacuba, gran aliado de los

mexicas donde habíamos sido tan maltratados en aquella fatídica noche; fue arrasada e incendiada por mis tropas. Allí me di cuenta que la empresa de tomar

Tenochtitlan requería de hombres sobrehumanos; después supe también que su defensa la hicieron hombres sobrehumanos.

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Tuve que enfrentar otra conspiración de los hombres adictos a Velázquez, en esa ocasión encabezada por Antonio de Villafaña, a quien hice colgar

de inmediato pues no se puede andar con medias tintas con los enemigos dentro de casa. Eso sí, como cristiano convencido, le di tiempo suficiente para

confesarse.

Todavía quedaban comarcas cercanas que había que asegurar como aliadas, o al menos quitarles su fuerza guerrera, este fue el caso de Iztacalco.

Otras más retiradas como Oaxtepec, Yautepec y Cuernavaca prefirieron someterse. Creí que las demás decidirían lo mismo; sin embargo, Xochimilco opuso

gran resistencia y tuve que incendiarlo. En aquella batalla, tanto los mexicas que llegaron a auxiliar, y los mismos xochimilcas gritaban: “México, México”.

Ya teniendo dominadas las ciudades de los alrededores de Tenochtitlan, todo estaba dispuesto. Regresé a Texcoco a recibir los bergantines que

quedaron listos a fines de abril de 1521 para iniciar la marcha contra los mexicas. Empecé por invocar a Dios; la primera norma disciplinaria que ordené fue que

nadie osara blasfemar a Nuestro Señor, ni a su Santa Madre ni de sus apóstoles; eso nos dio seguridad. Tracé las formaciones de combate, organicé a

capitanes, soldados e indios auxiliares. Era ya un ejército de 100 mil hombres que, si bien nos hacía poderosos, también resultaba un problema tener que

alimentar. ¿Y qué comíamos? pues gallinas, guajolotes, pescado, carnes rojas de nuestros caballos malheridos o de animales silvestres, mucha fruta tropical,

tortillas y tamales. Desde luego que los españoles no dejábamos de extrañar el vino y el pan de trigo.

Una de las primeras acciones fue de Alvarado, él batió a los guardianes del manantial de Chapultepec y destrozó los caños; con eso se cortó el

principal abasto de agua a la ciudad. Cada día se hizo más difícil llevar abastos con canoas a Tenochtitlan, pues decidí que los bergantines vigilaran día y noche

el tránsito en la laguna. A medida que pasaban los días se le hacía más daño a la ciudad y, mientras más destruida estaba, llegaban a nosotros enviados de

pueblos cada vez más lejanos que querían aliársenos contra los mexicas.

El 30 de junio se dio una batalla muy encarnizada, cuando rehabilitamos unos puentes para que avanzaran nuestros hombres a tomar posiciones

más cercanas a la ciudad. Aunque contábamos con más de 3 mil canoas de apoyo de nuestros aliados, los mexicas contraatacaron e hicieron que los puentes

reconstruidos cedieran por el peso de nuestras tropas; entonces nos hicieron grandes daños. Más que matarnos, los indios querían apresarnos para después

sacrificarnos a sus dioses. Gracias a eso muchos nos salvamos de morir; yo caí prisionero durante unos momentos, pero Dios Nuestro Señor me envió su

ayuda por medio de un soldado tlaxcalteca y uno español, llamado Cristóbal de Olea, quien perdió la vida por liberarme. Al retirarnos, los indios arrojaban al paso

algunas cabezas de cristianos ya sacrificados para que supiéramos lo que nos esperaba.

Después de esa batalla habían capturado a dieciocho de los nuestros que fueron llevados a Tlatelolco y sacrificados a la vista de nosotros que

observábamos el sangriento espectáculo desde los bergantines. Primero los hacían subir al Templo Mayor, les colocaban plumas en la cabeza y los obligaban a

danzar frente a su “Uichilobos”. Después los colocaban sobre la piedra de los sacrificios y con un cuchillo de pedernal les abrían el pecho y sacaban el corazón

palpitante, les cortaban las cabezas para exhibirlas y sus cuerpos eran desmembrados y arrojados escaleras abajo, donde eran recogidos por carniceros que

terminaban de destazarlos.

Los mexicas peleaban fieramente, estaban resueltos a morir antes que rendirse. Para debilitarlos aún más, decidí quemar cualquier casa o lugar que

ganáramos. Esto satisfizo a nuestros aliados, para quienes destruir la ciudad maldita significaba compensar muchos años de humillaciones, muertes y tributos.

Llegó el hambre a la ciudad. Algunos mexicas salían a buscar hierbas y raíces para alimentarse pues desfallecían de hambre, pero eran hechos prisioneros.

Bebían agua de salitre, muchos morían por la disentería, lo que podían comer eran lagartijas, golondrinas, lirios, relleno de construcción y cuero de venado

tostado.

Entre Alvarado y yo nos apoderamos del mercado y la plaza de Tlatelolco. En sus adoratorios encontramos cabezas de españoles, tlaxcaltecas y

caballos. Para entonces ya dominábamos siete octavos de la ciudad; la gente se hacinaba en corto espacio.Volví a pregonar ofertas de paz y la respuesta fue

que morirían peleando. Cuando Alvarado conquistó otro de los pocos barrios que les quedaban fueron apresados más de 12 mil mexicas. Ya entonces teníamos

más de 150 mil indios aliados que se encargaban de masacrar a la población; en un solo día se prendieron y mataron más de 40 mil, contando niños, mujeres y

ancianos. La venganza de los antes sometidos incluyó el pillaje, que no fue poca cosa dadas las grandes riquezas que había en la ciudad.

Dispuse un ataque definitivo el 13 de agosto de aquel 1521. Alvarado emplazó la artillería en Tlatelolco y se alistaron los bergantines. Todos sabían

que con un disparo de escopeta los castellanos y sus aliados atacarían frontalmente. El punto clave era apresar a Cuauhtémoc; esto significaría impedir la

resistencia de los pueblos comarcanos. Se luchó entre cadáveres, recientes o putrefactos. Muchos caían al agua y se ahogaban; las mujeres y niños

esqueléticos se acogían temerosos a la protección de los españoles, pues sabían del rencor de los aliados.

Envié a Gonzalo de Sandoval en busca del Uey Tlatoani. Le ordené que no le hiciese daño sino para defenderse. Tocó en suerte poder descubrir a

Cuauhtémoc cuando salía en canoa acompañado de su familia y sus principales; llevaba oro y joyas. Fue el capitán Holguín quien les dio alcance y amenazó al

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grupo con ballestas y escopetas. El rey mexica se adelantó y le pidió que dejara ir a sus acompañantes, y que a él lo condujera a mi presencia. Así fue: Holguín y

Sandoval lo llevaron ante mí. Lo abracé y le mostré mucho amor, él me dijo que ya había hecho todo lo que tenía que hacer por su pueblo y, tomando mi cuchillo,

me pidió que lo matara. Le respondí que descansara y le aseguré que él seguiría mandando a México y sus provincias como antes.

Así acabó la agonía de México-Tenochtitlan, después de setenta y cinco días de un cerco que empezó el 30 de mayo. Los muertos que se

encontraron en calles, plazas y adoratorios fueron más de 100 mil, sin tomar en cuenta los ahogados, sacrificados y víctimas del canibalismo entre mexicas y

aliados. La pestilencia era insoportable, al extremo de enfermarnos por el hedor que entraba por las narices.

X. El tesoro de Moctezuma

Para entonces tenía ya una casa bien dispuesta en Coyoacan, donde después de unos días mandé servir el banquete de la victoria, abundante en carne de

puerco y vinos recién llegados de Castilla. La ambición se apoderó de muchos de mis capitanes y soldados. Intentaron recuperar lo perdido en la laguna aquella

noche triste, pero fue inútil. También cundió la convicción de que lo más cuantioso del tesoro de Moctezuma estaría aún escondido en algún sitio, pero ¿dónde?

Se catearon casas y se aplicó el cacheo a cuanto indio se veía.

Se hizo una requisa de oro y joyas, así como de piezas que llevaban escondidas los naturales entre sus ropas; se reunió una cantidad bastante

modesta que, al separarse el quinto del rey, el mío propio, y una buena porción para personajes de la corte de Castilla, sólo alcanzó para que tocaran ochenta

pesos a los de a caballo y sesenta a los de a pie; suma que ningún soldado quiso tomar. Me convertí en el gran sospechoso. Mis hombres pensaban que yo

quería adueñarme del quinto real y que me entendía con Cuauhtémoc para quedarme con grandes tesoros. Todavía recuerdo cómo una mañana apareció la

barda de mi casa con la pinta que decía: “No le basta el quinto de general y quiere el quinto del rey”. Di respuesta en la misma barda escribiendo: “Pared blanca,

papel de necios”

Todos deseaban oro por sobre todas las cosas, a tal grado que el tesorero Alderete me presionó para torturar a Cuauhtémoc y al señor de Tacuba

para que revelaran dónde guardaban las riquezas. Accedí para que dejaran de sospechar que yo estaba de acuerdo con él y para averiguar si realmente sabía

de algún tesoro escondido. Ésta fue una de las grandes bajezas de las que me avergüenzo: quemarle los pies con aceite hirviendo al rey mexica por la codicia

del oro.

Fue entonces que recibí emisarios de Calzonzin, señor de Mechuacan, quien, al tanto de lo ocurrido en México, me ofreció su vasallaje y me pidió

que lo visitara. No fui, ya que por el momento resultaba más urgente iniciar la reconstrucción de México-Tenochtitlan; repartí solares para el asentamiento de los

vecinos y se hizo, en nombre del emperador, la designación de alcaldes y regidores.

Llegó entonces don Cristóbal de Tapia quien, al llegar a San Juan de Ulúa, me envió cartas solicitando mi presencia en la costa para mostrarme su

nombramiento como gobernador de estas tierras por mandato real. Me excusé de ir a verlo, insistió y yo volví a disculparme. Después supe que por consejo de

Narváez prefirió regresar a Castilla.

Se dio un alzamiento indio en la comarca de Pánuco. Marché hacia allá con unos 30 de a caballo y 250 infantes auxiliados de 10 mil mexicas en los

que ya se podía confiar. Fue la primera acción pacificadora después de la victoria; eso sí, los rebeldes tuvieron que ser castigados a sangre y fuego.

En el verano de 1522 llegó a Veracruz el barco que traía a mi esposa, doña Catalina Suárez “La Marcaida”. Maldita la gracia que me hizo su llegada,

pero no me quedó otra que instalarla en mi casa y, el colmo, hasta agasajarla con la fiesta de bienvenida más hipócrita que di jamás. Tenerla allí complicó

seriamente mi existencia pues mi estilo de vida era para disfrutar los encantos de las mujeres sin exclusividad alguna, y claro que con ella en casa tuve que dejar

de aprovechar oportunidades muy atractivas, y ni qué decir del disgusto que tuve cuando tomó posesión de mis posesiones. Cabe decir que ni con la Marcaida,

ni con doña Marina, ni con mi segunda esposa, doña Juana de Zúñiga, ni las hijas de los nobles mexicanos ni con tantas mujeres que tuve, pude entablar una

relación que fuera más allá de la conveniencia inmediata.

Providencialmente, a los tres meses de su llegada, después de una fiesta en Coyoacan, fue encontrada muerta en su dormitorio, según parece a

consecuencia de un mal asmático que le cerró la garganta y la asfixió, aunque las malas lenguas, sin faltar la de mi suegra, me señalaron como causante de la

asfixia por estrangulamiento. Hubo incluso quien recordó mis palabras cuando alguna vez dije, a propósito de las conspiraciones de los velazquistas, que había

que actuar drásticamente cuando se tenía el enemigo en casa. Calumnias, si hubiera deseado matarla, yo tenía muchas maneras de lograrlo, pero las

acusaciones de entonces han continuado como sospechas hasta ahora. En esa época le envié al emperador don Carlos mi Tercera Carta de Relación.

Otro muerto que me cargan fue Francisco de Garay, enviado por Velázquez con el título de gobernador de Pánuco; allí tuvo muchas vicisitudes.

Después logró llegar a México con la intención de tomar el mando. Yo, como era mi costumbre, lo recibí amistosamente y tuvimos pláticas. La última fue durante

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un almuerzo, el último que disfrutó Garay, pues una hora después cayó en cama acosado por fuertes dolores y temperaturas que no cedieron a pesar del auxilio

médico que recibió. A los tres días fue el confesor quien lo auxilió; el último por cierto. Otra vez las malas lenguas me señalaron como envenenador, como si yo

fuera uno más de la familia Borgia.

Mi gran enemigo en España fue Juan Rodríguez de Fonseca, el obispo de Burgos, quien puso todos los obstáculos posibles para que en la corte se

reconocieran mis méritos y, desde luego, promover que no se me otorgara autoridad oficial en la Nueva España. El dicho obispo era hombre cercano al

emperador y siempre trató de beneficiar a Velázquez. Fue gracias al cardenal y obispo de Tortosa, a quien el rey don Carlos le encomendó temporalmente el

gobierno de Castilla, que fui nombrado gobernador de la Nueva España y confirmado como tal bajo cédula real del 15 de octubre de 1522, con lo que quedaron

derrotados mis dos grandes enemigos: Velázquez y el obispo de Burgos que se enfermaron por la gran rabieta que hicieron.

En diciembre de 1523 salió Pedro de Alvarado a la conquista de Guatemala y a buscar el estrecho que suponíamos existía entre los dos océanos.

También a buscar ese paso partió un mes después Cristóbal de Olid a Las Hibueras. En esa empresa me gasté más de 40 mil pesos oro de mi peculio. La

intención era reducir la ruta de las especias; vano esfuerzo.

En octubre de 1524 envié a mi soberano mi Cuarta Carta de Relación, informándole de todas las conquistas hechas de un mar a otro, así como de la

fundación de Oaxaca, Colima, Coatzacoalcos y otras villas más. La ciudad de México estaba en plena reconstrucción. En esa carta pedía yo, para la conquista

espiritual de la Nueva España, religiosos de San Francisco y de Santo Domingo, hombres humildes, pobres y virtuosos, cuyo ejemplo edificante sirviera para

catequizar a los indios. No quería yo, ni convenían, obispos y prelados de los que disponen de los bienes de la Iglesia y los gastan en pompas y otros vicios, y en

dejar mayorazgos y grandes herencias a sus hijos y parientes, con lo que los indios tomarían la fe como cosa de burla y se les haría un gran daño.

XI. Viaje a las Hibueras

Entre los primeros doce franciscanos que llegaron se encontraban dos hombres ejemplares: fray Toribio de Benavente, llamado Motolinia por los indios, y fray

Martín de Valencia. Todos hicieron el recorrido a pie hasta la ciudad de México. Los recibimos con veneración, incluso nos arrodillábamos para besar sus

manos. Al ver nuestra postración ante ellos, los indios, incluso Cuauhtémoc, se sorprendían de ver como los capitanes nos rebajábamos ante aquellos frailes

descalzos y flacos, de hábitos rotos que ni siquiera tenían cabalgadura. Creo que el ejemplo que dimos entonces sirvió para que durante siglos se quedara la

costumbre de arrodillarse y mostrar sumisión ante los frailes. A partir de entonces se inició la conquista espiritual de México.

Mi deseo de hacer progresar a la Nueva España era grande, y por eso solicité que los navíos trajeran cierta cantidad de plantas para su perpetuación

en estas tierras. Destacan el trigo y la vid, con lo que pudimos satisfacer la parte más importante de nuestra alimentación.

Siempre quise que los naturales fuesen libres. Mi oposición a la esclavitud era una consecuencia de mis deberes morales y escrúpulos religiosos, sí,

pero además, era una forma de ver el progreso de los de abajo como una oportunidad de mayor progreso de los de arriba. Sin embargo, cuando se instaló la

Primera Audiencia, se limitó mi autoridad y se vino abajo el proyecto para beneficiar a los naturales. Se empezó el reparto de indios entre los señores españoles y

con ello, las terribles encomiendas, que no eran otra cosa sino esclavitud.

En 1528 hice mi primer viaje a Castilla y puse en manos del emperador un memorándum sobre la encomienda indiana. Allí expuse que toda

conquista, por muchas riquezas que trajera, no sería estable si no aseguraba la subsistencia de los indios. También insistí en que debía respetarse el arraigo del

indio en su pueblo y su sistema de gobierno de acuerdo a sus tradiciones y costumbres. Ya se había tenido la amarga experiencia con la brutal conquista de las

islas del Caribe donde se había exterminado a la población. Quise evitar que se repitiera aquí; además, la gente de estas tierras tenía mucho más capacidad e

inteligencia que los naturales de las islas y podían ser aprovechadas para el progreso de sus pueblos.

Además de lo que gasté de mi fortuna personal para las empresas de conquista y exploración, tomé prestado, sin autorización, 65 mil pesos de las

rentas reales, y conseguí prestados otros 12 mil. Me sentí con el derecho a hacerlo pues creo que se podía confiar en el buen uso que le daría a ese dinero si se

toman en cuenta los beneficios que ya había logrado para Castilla.

Cuando Cristóbal de Olid marchó en expedición a Las Hibueras hizo escala en Cuba para comprar provisiones. Supe que había entrado en arreglos

con Velázquez para llevarse el mérito de la conquista que preveían. Al enterarme, envié otra expedición a cargo de Francisco de las Casas, para que se

adueñara de la situación, pero sus barcos naufragaron frente a las costas hondureñas. Los sobrevivientes, incluyendo a de las Casas, fueron recibidos por Olid

y se unieron a él. Al llegarme estas noticias, no me quedó otra que dejar la gobernación en manos del Tesorero Real y partir a resolver todo personalmente. Fui

acompañado de Cuauhtémoc, Tetlepanquétzal y otros señores nobles, además de 3 mil indios mexicas, capitanes, frailes y grandes piaras de cerdos.

Definitivamente me atraía más la aventura de conquista que gobernar.

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En nuestro camino pasamos por Orizaba, donde casé a doña Marina con Juan Jaramillo. Llegamos a Coatzacoalcos; en ese lugar se me unieron

algunos españoles allí avecindados. Rumbo al sur sólo encontramos selvas, pantanos, muerte para muchos y hambre para todos. Después de mil penurias

llegamos al pueblo de Izcanac. En ese pueblo, tal y como escribí en mi Quinta Carta de Relación, gracias a un indio del séquito de Cuauhtémoc, me enteré que

él y el señor de Tacuba habían armado una conjura para acabar conmigo y restaurar su poder. Tuve que colgar a ambos de una ceiba, no sin antes hacerlos

cristianos con el bautismo. Mis detractores dicen que esta fue otra de las conjuras que yo inventaba para justificar la ejecución de los que me estorbaban.

Seguimos adelante y, tras 12 días de marcha y 68 caballos muertos nos topamos con dos españoles que nos informaron de la muerte de Olid a

manos de mi lugarteniente Francisco de las Casas. Con la intención de conquistar Nicaragua conseguí un navío y, ya de regreso, recibí noticias de graves

escándalos provocados por quienes había yo confiado el gobierno de la ciudad de México, así como de las terribles tropelías que cometía Nuño de Guzmán en

Pánuco. Ya me habían dado por muerto, o así les convino hacer creer. Mis bienes los pusieron a remate e incluso se cantó una misa por el eterno descanso de

mi alma. Cuando supe todo eso, no pude sino sollozar y lamentar no haber dejado el gobierno en manos de gente de verdadera confianza.

Mucho me costó abandonar el plan de conquista de Nicaragua y el de encontrar el estrecho entre los dos océanos, pero decidí hacerme a la vela y

regresé a la Villa Rica en mayo de 1526, veinte meses después de haber salido de México. Al recibirme, los indios se alegraban y se quejaban de todos los

malos tratos que habían recibido durante mi ausencia. Para mi desgracia, fue en la misma Villa Rica que me fue entregada la real cédula fechada en noviembre

de 1525, donde don Carlos me decía que por todas las malas noticias que tenía de mi gobierno sería yo sometido a un juicio. Para esto llegó, como fiscal, Luis

Ponce de León, a quien de plano intenté sobornar untándole la mano con dádivas y fiestas de bienvenida. No aceptó nada y no me quedó de otra sino entregarle

el mando.

XII. Marqués del Valle de Oaxaca

Empezó el juicio de residencia y se me acusó públicamente de no haber obrado en justicia en la repartición de oro e indios. Se me acusó también de haber

ofendido a muchos; desde luego que mi suegra aprovechó para acusarme otra vez de asesino. Apenas empezaba el juicio cuando el fiscal cayó en cama “malo

de modorra” y en pocos días entregó su alma al Creador; la misma suerte corrieron treinta de sus acompañantes. Decreté gran luto y solemnes honras

fúnebres. Fue demasiada coincidencia, se decía; y otra vez se me acusó de envenenar los alimentos.

Tuve que pelear con denuedo para salvar mi honra y no quedar en la ruina moral. También me escapé de la ruina económica, ya que se me hizo

responsable de los fondos de las rentas reales. Supliqué a su Majestad que tomara en cuenta que también había yo gastado de mi patrimonio, y en tal cantidad

que llegué a deber 500 mil pesos sin tener con qué pagar; además lo había hecho buscando dilatar el señorío del rey de las Españas. Gracias a Dios el

emperador aceptó mis razones. Aproveché para solicitarle que sólo enviara personas de calidad a gobernar la Nueva España, ya que muchos cargos

importantes del gobierno fueron ocupados por personas que dejaron en entredicho el buen tino del emperador para escoger a sus enviados.

Don Carlos me mandó llamar y yo atendí su petición con toda diligencia. En marzo de 1528 me embarqué después de diez años de vivir en las Indias.

Me acompañó Gonzalo de Sandoval quien enfermó en el viaje y murió pocos días después de llegar a España. Después de las honras fúnebres de mi querido

compañero fui a Medellín para ver la tumba de mi padre, visité el monasterio de Guadalupe y después llegué a Toledo, la ciudad real. Allí enfermé a tal extremo

que se llegó a temer por mi vida e incluso el emperador fue a visitarme.

Fue hasta julio de 1529, cuando en Barcelona el emperador firmó dos cédulas: en la primera se me nombró Adelantado de la Nueva España y en la

segunda se me confirió el título de Marqués del Valle de Oaxaca. El señorío sobre aldeas, pueblos, tributos y derechos abarcaba desde Oaxaca, Etla, Cuilapan y

muchos pueblos más de esa zona, hasta las villas de Toluca y Cuernavaca. Espléndido, pero se me negó la gobernación de la Nueva España.

Contraje nupcias con doña Juana de Zúñiga en la catedral de Toledo. Fue una ceremonia de gran ostentación, empezando por las joyas que obsequié

a mi dama; las mejores que nunca en España tuvo mujer alguna.

Ya excluido como gobernante, su majestad nombró la Primera Audiencia a cargo de Nuño de Guzmán, tipo malvado y sanguinario, quien junto con

sus oidores, todos redomados pillos, realizaron todo tipo de tropelías sin otro objetivo que acumular riquezas. Cuando regresé a la Nueva España en 1530,

encontré destruida mi obra de pacificación y población. A Dios gracias que el emperador designó nuevos oidores, pues de no ser así, Nuño de Guzmán y sus

secuaces hubieran destruido todo.

Desde luego que me vi muy afectado en mis bienes personales, ya que tanto la Primera como la Segunda Audiencia me escamotearon muchos de

los derechos que tenía como Marqués del Valle de Oaxaca. Mi esposa y yo escogimos Cuernavaca para instalarnos. En ese entonces frisaba yo los cuarenta

años y tenía aún mucha energía para una nueva empresa, así que solicité al emperador que me diera licencia para buscar camino hacia las islas de especierías

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de Malaca y China.

Para ello envié a principios de 1533 a mi primo Diego Hurtado de Mendoza y sus hombres en dos navíos que mandé construir; zarparon del puerto

de Tehuantepec. Por desgracia encallaron las naves en las costas de la Nueva Galicia y no supe más de mi primo. Después envié otros dos navíos a cargo de

Diego Becerra y Hernando de Grijalva pero corrieron la misma suerte. Decidí ir personalmente, así que, dejando mujer, casa y comodidades, emprendí el viaje

en pos de la supuesta isla de la Santa Cruz, que en realidad no era isla, sino la actual Baja California. Arribamos a tierras inhóspitas, carentes de ríos y

manantiales, poblada de indios salvajes y borregos cimarrones. Decidí poblar en ella y mandé de regreso los barcos en busca de víveres. La mala fortuna quiso

que se perdieran en el mar antes de regresar a Santa Cruz.

En ese lugar, en arenales y montes sin sombra permanecimos meses. Creímos que sería nuestro fin pero la Providencia nos socorrió con la llegada

de un barco con abundante dotación de víveres. Lo envió don Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España, preocupado por no saber de nosotros en

tanto tiempo.

Endeudado con grandes sumas e irreconocible por lo flaco que me dejaron las penurias pasadas, volví con el descolorido mérito de haber

descubierto la Baja California y el mar que aún lleva mi nombre. A pesar del gran fiasco, otra vez, en 1538, envié a Francisco de Ullóa; él llegó a las costas de la

Alta California sin sacar provecho, a excepción de conocer la geografía de la costa occidental de la Nueva España, así como yo antes había conocido la costa

oriental desde Las Hibueras hasta Pánuco.

XIII. Últimos sinsabores

El poder real que detentaba el virrey Mendoza significó para mí un menosprecio a mi persona por las dificultades que tenía para hacer valer mis derechos;

entonces decidí volver a España para activar el despacho de mis negocios. En vez de arreglarlos se me complicaron aún más pues tuve que hacer frente a otro

juicio de residencia, mismo que fue promovido por el virrey Mendoza para mantenerme alejado de la Nueva España. En 1540, ante el estado de cosas que se

vivía en la Nueva España, le escribí a su Majestad para que reflexionara, le dije: “Los príncipes no engrandecen sus estados por poseerlos sino con señorear a

quienes los poseen”. Fue inútil, todos, incluso el emperador, estaban en mi contra. Pienso que fue un castigo divino que merecía para expiar mis culpas.

Todavía me embarqué una vez más cuando el emperador me invitó a participar en la campaña de Argel. Fue una gran calamidad; la nave en que

viajaba estuvo a punto de hundirse en medio de una tormenta.

Ya sólo deseaba regresar a la patria que me tocó formar, pero hasta eso era difícil por el engorroso juicio que no terminaba. Sentí que mi vida estaba

al garete, que ya mi voluntad no regía mi destino. En octubre de 1547 empeoró mi ánimo y mi salud. Percibí que la muerte me acechaba y expresé el deseo de

que mi cuerpo fuese depositado en la iglesia del monasterio de Coyoacan que para tal efecto mandé edificar.

El dos de diciembre de 1547, a los sesenta y dos años, expiré en Castilleja de la Cuesta. Mis restos pudieron ser traídos a México hasta el año de

1562 y aún viajarían. Primero fueron depositados en San Francisco de Texcoco, después los llevaron al Sagrario Metropolitano y, en 1794, fueron traídos a la

capilla del Hospital de Jesús. Sin embargo, en 1823, por la fiebre indigenista propiciada por Poinsett y Zavala, Lucas Alamán llevó la urna con mis huesos a un

lugar oculto de la misma capilla donde permaneció durante 122 años, hasta que, en 1945, se abrió el sobre lacrado que Alamán había depositado años después

en la legación española y se decidió colocar mis restos a un lado del altar del Templo de la Limpia y Pura Concepción y de Jesús Nazareno, con una placa de

bronce que dice Hernán Cortés, aunque mi nombre completo fue Fernando Cortés de Monroy; en la placa también aparecen los años de mi nacimiento y de mi

muerte: 1485-1547

Ése lugar me produce una gran nostalgia, no tanto porque se encuentren allí mis restos mortales, sino porque en ese templo dejé el mejor de mis

empeños en aquellos años que siguieron a la caída de la Gran Tenochtitlan. Sí, allí quise plasmar mi amor hacia los antiguos mexicanos, a quienes, a pesar de

todo lo sucedido, amé de verdad. Por igual a los que sobrevivieron a la catástrofe que destruyó la maravillosa e inigualable ciudad de Tenochtitlan, como a

quienes en su defensa murieron con la mayor bravura que se pueda imaginar en hombres y mujeres de todas las épocas.

La Conquista me hizo contraer una enorme deuda con los conquistados. Cuando goberné la Nueva España fueron muchas las medidas que tomé

para resarcir a los mexicanos, al menos en lo posible. Fallé mucho en ello, pero ese templo es una muestra de la voluntad que tuve para darles el mejor de los

bálsamos espirituales: la seguridad de su eterna salvación gracias a nuestro Redentor, el Señor Jesús. También procuré su alivio corporal, y muchos mexicanos,

desde el año 1525 lo han conseguido y lo consiguen aún en el Hospital de Jesús, que alguna vez me albergó.

Tan cierto es que Cuauhtémoc representa el último de los mexicas que se batió para defender la identidad de su pueblo, como verdad es que yo me

impuse, no sólo para conseguir riquezas y poder, sino también para formar una nueva nacionalidad, la mexicana, prueba de ello es el mestizaje que se dio, como

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en pocos lugares conquistados.

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