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LEYENDAS DEL PIRINEO ARAGONÉS

INDICE
PIRENE Y LOS PIRINEOS 5

LA DULERA DE MARBORÉ 11

EL PRIMER ALMOGÁBAR 17

EL FANTASMA DE CELINA 25

LAS BRUJAS EN NOCHEBUENA 31

LA MISA DEL DIABLO 39

SANTA ELENA Y EL VALLE DE TENA 45

EL HOMBRE MUERTO DE GUARA 51

LA MISA DEL CURA DE BENA.SQUE 59

LA LEYENDA DEL ANETO 67

EL BARON DE ESPÉS 73

LA LEYENDA DE FORMIGAL 79

EL PUENTE DEL DIABLO 85

EL OSO Y EL INFANTE 91

MONTE PANO Y SAN JUAN DE LA PEÑA 99


LA INFORTUNADA

EL PIE DE LA MONJA

LOS AMANTES DE GRAUS

LA BASA DE LA MORA

LAS ENCANTARIAS

EL PRIOR DE URMELLA

LA CUEVA DE LOS BAÑOS

AQUELARRE CON HUMOR

LA LEYENDA DEL MONTE PERDIDO

LA LIEBRE BRUJA

EL OSO Y EL HERRERO

LA LEYENDA DEL SANTO GRIAL

LA FOSA DEL GIGANT (Leyenda del Pirineo Catalán)

LA MAGIA SALADA (Leyenda del Pirineo Francés)

LA SOMBRA DE ATXULAR (Leyenda del Pirineo Navarro)


Entre todas las montañas que arrugan la superficie de la tierra, ninguna hay tan
hermosa como la cordillera de los Pirineos que cose nuestra vieja piel de toro que es

España al continente europeo.

Es obligatorio conocer los Pirineos: en invierno cuando la nieve suaviza con su tapiz
blanco todas las cosas y parece convertir los picachos en blanquísimo algodón. En
primavera, cuando la naturaleza juega igual que un niño y revienta de alegría y viste
a las montañas con colores que superan nuestra imaginación.En verano, cuando sus
azules cumbres se confunde con el firmamento azul y no sabes dónde termina la
tierra y comienza el cielo.

Y en otoño, cuando sus bosques se tiñen de un color de oro viejo.

Viejo y valioso como las leyendas del Pirineo.

Hoy quiero contarte una de esas leyendas. La in-


ventaron los griegos hace muchísimos siglos, cuando ellos confundían la creación del
mundo con la lucha de

los dioses.

En su imaginación, suponían que el cielo estaba poblado de innumerables dioses que se


disputaban unos

a otros la posesión de la tierra .

Entre estos dioses había dos especialmente fuertes: Atlante, que tenía como misión sostener
las columnas que separan el cielo de la tierra y llevar el universo a

cuestas, cargado sobre su espalda. El otro dios fuerte era

Hércules, valeroso como nadie pero violento y cruel como ninguno.

Parecía haber nacido maldito y una diosa le envió a la cuna dos serpientes para que lo
matasen, pero el bebé las estranguló.

Naturalmente, Atlante y Hércules eran enemigos: eran demasiado fuertes los dos para
poder convivir. Atlante, además, era de carácter dulce y pacífico y vivía feliz en su
maravilloso reino de la Atlántida. Hércules no tenía patria y recorría todo el mundo
sembrando el dolor por todas partes. Y además, Hércules había engañado a

Atlante con sus malas tretas cuando fue a robar las manzanas de oro del Jardín de las
Hespérides.

Fue entonces cuando conoció a la más bonita diosa de las Pléyades, Pirene, hija de Atlante,
y se prendó de ella. La pretendió como esposa y lo hubiera conseguido porque nada parecía
imposible para él.
Pirene adoraba a su padre y se juró a sí misma que nunca consentiría al amor de Hércules.

Tal vez la destrucción de la Atlántída se debió a ese

amor no correspondido. Desairado Hércules por la es-

quivez de Pirene, en un arrebato de cólera, partió con un

golpe de su clava el monte dando lugar a lo que hoy llamamos el Estrecho de Gibraltar. En
los dos extremos plantó sus columnas, Calpe y Abila y el agua del Mediterráneo se
precipitó sobre la Atlántida, anegándola. Entonce@ fue precisamente cuando aparecieron
todas las islas del Mar Egeo, al vaciarse casi el mar.

Todo pereció en la idílica Atlántida. Hay quien prefiere pensar que, por el contrario, todo el
continente continuó su vida debajo del Océano protegido por una

inmensa bóveda de cristal y que hoy es más hermoso que nunca. Sobre la bóveda se cubrió
de sargazos para ocultarlo con sus algas a la miradas de los curiosos y un

día, no muy lejano ya, volverá a imperar sobre la Tierra. La leyenda se da aquí la mano con
la ciencia ficción y con los extraños fenómenos del mar de los Sargazos y el Triángulo de
las Bermudas.

Sin embargo la bella Pirene consiguió escapar de la catástrofe. Huyó más allá del jardin de
las Hespérides y se refugió, acogida por los pastores, en las más herino~ sas montañas del
mundo que recibieron su nombre.

Hércules, desorientado, empezó a recorrer el universo en busca suya. Jamás renunciaría al


amor de Pirene.
Al llegar la noticia a los oídos de la diosa, temerosa al mismo tiempo que llena de
despecho, encendió los montes prefiriendo ver todo arrasado y aceptando su

propia muerte antes que caer en los brazos del poderoso y caprichoso dios.

Hay poetas que aseguran que la inmensa pira dio el nombre al Pirineo; y no les vamos a
quitar la razón ya que su inspíracion es hermosa y además la palabra PIR significa fuego.

Hércules llegaba de Italia, siempre buscándola, y de realizar sus famosos doce trabajos al
servicio de Euristeo en penitencia por su violencia y locura que le llevaba a matar a todos
los que amaba aunque fueran sus

propios hijos.

De lejos vio la terrible humareda del Pirineo que se

elevaba hasta lo alto del cielo. Imaginando la tragedia, a grandes zancadas se dirigió a
nuestras montañas.

Llegó al atardecer cuando ya todo era una inmen-

sa ascua: los bosques ennegrecidos y sus árboles retorcidos convertidos en carbón. Empezó
a rebuscar por todos los recónditos parajes, valles, grutas y colinas, orientándose por lo
único que no ardia:

las lágrimas de Pírene que salpicaban la montaña y se quedaban cristalizadas en los


inmensos ibones de azul intenso que todavía podemos hoy contemplar.

Sólo al llegar la madrugada pudo encontrar a la


diosa de sus amores.Quiso rescatarla del incendio pero ya era tarde: estaba
agonizando y entre los estertores de la muerte se la vela sonreir con gesto de triunfo
por haber podido burlar al hijo de Zeus. Jamás ni ella ni su

monte se someterían a nada ni a nadie.

Hércules quedó desolado. Y dicen que entonces se

le vio llorar. Era el primer, el único fracaso de su vida

caprichosa. Y lloró de rabia y de dolor junto al cadáver de Pirene.

Se juró a sí mismo que la Hesperia tan amada por él, entre todas las naciones,
quedaría para siempre marcada por la señal del amor imposible: las Columnas de
Hércules mirando a Africa y a la Atlántida sumergida, al sur, y el altivo Pirineo en el
otro extremo.

Tomó con infinito cariño a Pírene y le enterró allí mismo. Y allí le preparó su
colosal mausoleo. Llamó a gritos a los Titanes y con ellos y con sus propias manos

cogió las gigantescas rocas y montañas calcinadas y las fue apilando una a una hasta
dejar acabada una inmensa

cordillera que desafiaba hasta los cielos y que para siempre se llamaría Pirineos en
memoria de la hija de Atlante y como símbolo de la tencidad y del amor a la
independencia.

Y sobre su informe crestería desafiante colocó un sudario blanco de nieve purísima.


De ese Pirineo, forjado en el fuego, la pasión, la fuerza y la libertad, nacería un
pueblo heredero de dioses, fantasías y amor.
La señora María tiene la cara arrugada como la piel de estas montañas y la voz dulce y
acariciadora como la hierba verde de sus prados. Nació hace noventa años en

la Val de Pineta, en Espierba, allí donde el río Cinca se dispone a saltar hacia la tierra baja
para ir alegrando el paisaje de nuestro Alto Aragón.

La señora María, como todos los yayos y yayas, lo sabe todo: las coplas de la Virgen de
Pineta, la historia de la Fuen Santa, los milagros de Santa Elena, la leyenda de la dulera de
Marboré, todo.

Y en esta mañana soleada de agosto evoca para mí y para vosotros “para que no se pierda”
la misma leyenda que ella escuchó un día a su abuela. Al desgranar su historia la vive, la
cuenta con los ojos, los dedos, las palabras.

¡Ojalá la supiera yo contar como ella me la contó:

Erase una vez una ancianica muy pobre que vivía


en el barrio de arriba, en Esmorés, ella solita, sin otra companía que sus recuerdos de días
ya muy lejanos y sin otros medios de vida que las cuatro perras que trabajosamente se
ganaba llevando a pastar la dula, es decir las vacas del lugar que no subían al puerto.

Habla que verla con su palo de boj, sus albarcas gastadas, su sempiterno pañuelo negro
sujetando la cabeza, defendiéndola del aire y el sol, y su exigua alforja con un corrusco de
pan y un trozo de queso que ella misma se hacía cuando le regalaban alguna jarrita de
leche.

Aquella mañana de verano había madrugado más que de costumbre: las vacas apenas
encontraban nada en

el circo de Pineta y los prados de Lalarri ya los habían repasado otros rebaños. Había que
subir hasta Marboré en busca de la jugosa yerba que solamente se daba en su tasca. Allí se
quedaría unos días hasta que aflojase la calon Dormiría en la casucha refugio, bebería agua
del arroyuelo y rezaría y cantaría.

Aún no se había apagado la última estrella cua do emprendía el camino. Pero iba feliz,
como siempre, aunque sus cansados y trabajados remos apenas le llevaban cuesta arriba y a
veces tenia que agarrarse al rabo de una vaca para que la remolcase.

El sendero se hacia cada vez más empinado y por entre los pinos se vela allá abajo el valle
con el río espumoso como una cinta de plata. Las vacas seguían su
camino cansínamente, azotando de cuando en cuando la cola para espantar las moscas y al
sacudir la cabeza Z- hacian sonar los cencerros que colgaban de su cuello.

t Y por fin, las praderas de Marbore. Creía la buena

mujer que no iba a llegar. El sudor le empapaba todo el cuerpo, las rodillas se le resentían,
los pulmones le exigian más aire y pensaba con una sonrisa en los fiempos en que, de
zagala, había hecho cien veces el mismo camino sin detenerse ni un solo momento como no
fuera para coger alguna baya silvestre.

Ahora ya estaba arriba. Respiró hondo. Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor
y entornó los parpados.

Y de repente, al abrir de nuevo los ojos se le resisi tieron a creer lo que veían: dos señores
ricamente

vestidos se le habían presentado delante sin salir de ningún sitio. Uno de ellos, el más joven
y hermoso, la miraba con intenso cariño y le preguntaba:

-¿Qué hace usted aquí, siendo tan vieja ... ? ¿Es que no tiene miedo a los lobos y a las
tormentas?

-No lo sé, señor, ni me lo pregunto. Tengo que ganarme la vida.

Asi lo he hecho siempre y así lo seguiré haciendo hasta que Dios quiera. Es verdad que ya
me canso

mucho arreando las vacas que son muy tozudas, pero aqui está, en este prado, la mejor
hierba del mundo que renace todas las primaveras debajo de la nieve.
Viendo su aspecto demacrado, volvío a preguntar el visitante:

-¿Cuánto hace que no ha comido nada?

-El pan y el queso se me acabaron ayer, pero tengo todos los días leche de las vacas y agua
del arroyo,

Pues ahora vamos a matar un ternero y nos lo co-

meremos.

-Es imposible, señor, porque no son míos. Pero si

ustedes tienen hambre, yo ordeñaré una vaca y les buscaré fresas y chordóns en el piñar de
ahí abajo.

-No se preocupe , buena mujer. Haga lo que le digo.

Cogieron un temerillo, lo mataron, lo desollaron, encendieron una hoguera y lo pusieron a


asar sobre la

brasa. En medio de la pradera pusieron la piel.

La dulera comió como hacía tiempo que no cornía.

Casi había olvidado el sabor de la carne asada. Ni siquiera se acordó de que sus cuatro
dientes perdidos por la boca no le dejaban masticar. Estaba contenta y hasta cantó para los
señores aquello de:

La Virgen de Pineta tan alta y sola entre peñas y bosques como pastora...
También los señores disfrutaban viéndola feliz y el más joven de los dos miraba sonriente
las pobres albarcas de la dulera, cuando ella continuó:

La Virgen de Pineta quiere zapatos para los angelicos que van descalzos.

-Los huesos dejadlos encima de la piel, no los

tiréis al suelo- había advertido aquel señor al empezar a comer y así lo hacían.

Cuando terminaron de comer, el señor joven --que era nuestro Señor- dio un puntapié a la
piel y los huesos del montón se empezaron a juntar como un rom-

pecabezas. Como por ensalmo se cubrieron de nervios y carne, la piel se alzó también y los
forró y el ternero se

puso en pie y ya no estaba muerto.

A la dulera le parecía que estaba soñando. No salía de su asombro (los ojos de la señora
María Soláns, que me lo cuenta, tampoco).

-Ahora va a hacer lo que yo le digo -continuó nuestro Señor- que no quiero que se canse
tanto

arreando el ganado. Coja la vaca de la esquila grande y todas la seguirán.

Y luego añadió:

“Así se hunda la plana de Márboré,

vacas y vaqués,
escudillas y mortés, la nieu que caiga que no se vaya nunca inés”.

La señora María mira soñadora hacía el Balcón de Pineta por donde, también ella, tantas
veces correteó cuando era chavalilla; y más arriba en donde en pleno calor del verano
todavía pueden verse manchas de nieve inmaculada que nunca llegarán a desaparecer del
todo; Marboré se adivina más arriba. Los mira con ojos acuosos y remata sentenciosa:

íY así ha sido!
Á

EL PRI.NIERALMOCIABAR
Los moros habían invadido España y el Reino de los Visigbdos estaba condenado a muerte.
Eso era claro. Igual que una mancha de aceite se extiende en el papel de estraza, los “hijos
del desierto” avanzaban hacia el norte y nada parecía poder detenerlos. Ya rebasaban el
Duero, cruzaban el Ebro y continuaban su conquista de todo el territorio cristiano.

Cuando algún pueblo quería resistirse a su dominio pulverizado. Los hombres, pasados a
cuchillo, las eres y los niños que no eran exterminados se converen esclavos; pero nadie
podía detener la invasión.Los

habí huído a Francia o habían pactado con el


1Ja

Solamente unos pequeños núcleos cristianos, es- “indidos entre las asperezas de los montes
de Asturias !-7 ,del Pirineo, parecían capaces de resistir. ¿Hasta cuánNadie lo sabía.
Y en uno de los pueblecitos de nuestras montañas vivía el joven Fortuño de Vizcarra. Era
fuerte como un

roble y ágil igual que un sarrio. Cuando salía de caza, pieza que veía podía darse por
vencida.

En medio de su pobreza vivía feliz porque su

esposa Gisberta le había dado un hijo precioso, Martinico, rubio como las espigas del
campo y que ya empezaba a corretear por las callejas del pueblo, persiguiendo a los

gatos y tirando del rabo a los corderillos para juguetear con ellos y con los otros niños del
lugar. Había salido charlatán y comunicativo como su madre. En eso no se parecía a
Fortuño que siempre estaba callado y como

concentrado en sus pensamientos. Martinico era alegre como unas castañuelas y sus risas
llenaban la casa. Su lengua de trapo hacía las delicias de todos los que le escuchaban.

Sí, Fortuño de Vizcarra era feliz. Solamente una sombra empañaba su dicha: contaban las
gentes que los moros estaban cada vez más cerca.Se habían hecho

fuertes en Huesca, habían convertido la catedral de San Pedro en mezquita y amenazaban


cruzar la sierra de

Guara en alguna de las terribles “algaradas” que asolaban todo lo que encontraban a su
paso.

Los montañeses son pacíficos y odian la violencia. Sólo cuando alguien se mete con su
casa, su familia, su fe, parece despertar en ellos el duro y terrible luchador que se ha curtido
en una naturaleza áspera y hostil.
con ellos y era imposible saber cuál sería la próxima víctima.

Aquella tarde verano ya se había escondido el sol por el Tosal del Sil cuando Fortuño se
disponía a

pernoctar en la sierra después de un día de atareada

cacería. A tres jabalíes había dado muerte con la ayuda de sus perros y de su azcona.
Siempre cazaba en solita-

rio y jamás su fuerte musculatura temió entrar en un

cuerpo a cuerpo ni siquiera con los osos, los reyes de las montañas. Esa noche descansaría
y al día siguiente descuartizaría los animales para llevarse las primicias a

casa. Desde que se había cerrado el comercio con el sur, era preciso que los pueblos se
proveyeran de alimentos

por sí mismos.

Se imaginaba la alegría de Gisberta al recibir ese

refuerzo para la despensa y adivinaba el asombro y admíración en los ojos del pequeño
Martín cuando él le contase su lucha con los jabalíes.

Pero su pensamiento se le quedó helado en el

cerebro repentinamente, al iluminarse a lo lejos el monte con el fulgor inconfundible de un


incendio. No cabía

duda: su pueblecillo, Riguala, estaba ardiendo . Y ntre el fuego, seguro, estaban todos
luchando a vida o muer-

te. También su mujer con su hijo.


Sin pensarlo ni un momento echó a correr monte abajo. La ansiedad y el coraje ponían alas
en sus pies que casi ni rozaban los matorrales y pedruscos al correr.

A la entrada del pueblo una algarabía confusa que salía por entre la espesa humareda lo
envolvía todo. Gritos de triunfo en lenguas extrañas por un lado y alaridos de dolor que se
metían hasta el alma: los moros lo habían atacado.

Mezclado entre unos y otros, llegó a trompicones hasta su casa. En un rincón,


estrechamente abrazados, esperaban con horror su destino Gisberta y Martinico.

Apresuradamente los cogió en una brazada y los montó en la rnula parda y a golpes y gritos
logró abrirse paso entre la morisma y escurrirse fuera del poblado.

En cuanto le pareció que ya estaba a salvo, su primer pensamiento fue correr hacia Roda, el
pueblo más fuerte y mejor amurallado de los alrededores, en

donde, además, vivían su madre y su hermana.

Pero también Roda era pasto de las llamas. Antes de ir a Riguala los moros habían pasado
por ella llenándola de luto y los pocos moradores que parecían quedar vivos se apretujaban
contra la catedral, encogidos y atenazados de pavor.

Fortuño escondió a su mujer y a su hijo en un

rincón de la iglesia y corrió en busca de su madre y su

hermana. Rebuscando habitación por habitación sola-


mente encontró el cadáver de su anciana madre. De su

hermana, ni rastro. Sollozando se llevó el cuerpo del ser querido a la iglesia. Pero ya no
había nadie allí. Y también Gisberta y Martinico habían desaparecido.

Empezó a buscarlos casi sin ver por la rabia y a

llamarlos a gritos.

-¿Qué buscas, Fortuño de Vizcarra? -oyó que le preguntaban-, el infierno se ha desatado en


la Ribagor-

za.

_¿Has visto a mi mujer?

-Hacia allá se la llevaban a rastras los moros...

Ni oyó terminar la frase: corrió desesperado en la, dirección que le habían indicado. Al
poco rato tropezé con un moro muerto. Esto le dió algo de aliento. Sigui( adelante, cuando
tropezó en la oscuridad con otro cuer@ po: era Gisberta, desgarrada, moribunda, que en
rnedi(@ de su agonía, estaba delirando:

-¡Aparta, maldito! -gritaba desgarradora- qw aunque sea mujer te mataré con tu alfanje por
haber es,

trellado a mi Martinico contra la roca...

Momentos después fallecía en brazos de Fortuñi,

r Ni una sola lágrima regó el suelo en la noche y calmada y silenciosa, mientras Fortuño
enterraba lo q¡’ más había querido en su vida: su madre, su esposa, Martinico del alma. Los
labios y los puños le dolían
tan prietos. Sus ojos de mirada encendida compitieron con los millones de estrellas, testigos
de la tragedia...

Por las sierras de Sil, de Campanué, de Olsón, corre la fama de un terrible bandolero. Dicen
que es un

cristiano que odia a muerte a los invasores de su patria. Se le atribuyen crueldades sin
cuento y los moros lo llaman “el almogábar”, es decir, el salteador de caminos.

Es Fortuño de Vízcarra al que se van juntando otros muchos aguerridos montañeses.


,?Ir -lb,-
..............

EL FANTASMA DE CELINA

Esta curiosa leyenda parece arrancada de las páginas amarillentas de una revista del
siglo pasado o de una

escena de teatro romántico. Cuando vayáis a Pueyo de Jaca podréis ver el escenario
y sí dejáis volar la imagínación, la casa solariega de los marqueses cobrará la misma
vida (muy diferente a la de ahora) que tenía hace cien años cuando sucedió lo que
voy a relataros.

Las fiestas y saraos en la casa palacio eran continuas. De todas las ciudades venía lo
más granado de la aristocracia. El portero, con galones, guante blanco y librea, abría
la puertezuela del landó recién llegado para dar la bienvenida a la baronesa de Espés
o a la marquesa de Saint Lary, acompañada de su esposo y ayudarles a

descender del carruaje.

De un cabriolé, tirado por caballos preciosamente enjaezados, descendia luego,


luciendo el último modelo de Paris, la condesa de Urgel escoltada por su obeso

conde que la doblaba en años.


Las damas lucían sus mejores joyas, sus trajes de raso y seda con talles de avispa y
sombreros exóticos, sombrillas de colores abigarrados de escenas orientales y dejaban a su
paso una estela de perfumería francesa.

Los caballeros, de estirada figura y grave semblante, con camisa blanca impecablemente
rizada debajo del oscuro levitón, parecían un verdadero escaparate de dinero y bienestar. El
uno lucía un monóculo que se’ descolgaba de su cadena de oro y que jamás era, usado

más que de adorno. Al otro, la cadena brillante enganchada en el chaleco le desaparecía por
el otro extremo en

un bolsillo en donde se adivinaba el reloj de tapas de platino con la miniatura lacada de su


madre, en su, interior. Sus calzados acharolados no parecían los más adecuados para la
montaña.

Aquella noche los marqueses daban una fiesta para presentar sus niños a las amistades.
Desde hacíax. unos meses toda la casa y aun toda la vida giraba eni tomo a los niños:

Hasta los jardines de la señorial mansión espera-t,

t ban ilusionados que los dos hermanitos abandonasen det una vez su cochecito,
consolidasen sus piemecillas de;’

t algodón, aprendieran a andar y correteasen bullicios 1

01

t entre los parterres y rosales llenando de vida el silencioll

so parque.

Todo estaba preparado para alegrar los años infar@ tiles de Urbez y Vitorián, los
hermanitos gemelos, ílul”
7,_ y esperanza de los marqueses, que a su vez harían ar de alegría la casa de Pueyo de Jaca
asomada estuosarnente al Gállego y al Caldarés en la conncia de ambos.

El verdor de la montaña lo invadía todo dominanla naturaleza salvaje desde las altas
praderías de tasca
17, hasta los peñascales y gorgas de los dos rios, pero, al

llegar al jardín del palacio, se comportaba todo lo que podía, respetaba los plantíos y las
tijeras del jardinero y ponía también su afán en embellecer el contorno.

Cuando Celína, la espigada y rubicunda nurse, cru-

zaba el parque empujando suavemente el cochecito de los niños con su leve y cimbreante
caminar que parecía contagiarse de la suspensión del pequeño vehículo de hule negro y
acero, hasta los álamos llorones empinaban sus rarnas para contemplar entusiasmados las
caritas de los bebés, sonrosadas y repetidas.

Celina era la gran adquisición de los marqueses. Hija de un noble inglés venido a menos, su
educación Ii esmerada la había preparado para desenvolverse con

soltura entre la aristocracia y no desentonar tampoco en

ningún ambiente intelectual. Esa noche estaba previsto q

ue daría un concierto en el gran piano de cola del salón. Era verdadera virtuosa en el
teclado. Más adelante sería profesora de francés e inglés de los niños. De momento, hacía
con ellos el papel de niñera y la verdad es que disfrutaba de su trabajo ya que sentía
verdadero cariño por los gemelos que se le habían metido en el corazón.
¿Quién iba a sospechar que en todo ese decorado

se iba a representar la más brutal tragedia?

Todo sucedió en aquel trágico atardecer de otoño.’ Celina cerró cuidadosamente el


piano cuando las donce-, llas le anunciaron que los niños estaban vestidos para el
paseo. Sus dedos, nerviosos y afilados, habían repetik una vez más su partitura
preferida, de Ravel, desde luego, la “pavána para una infanta difunta”. Se acercó’
casi de puntillas a la coqueta del rincón de la sala., Derramó unas gotas de esencia
de narciso en sus manos, que luego frotó por el cuello y las sienes. Se enfundó los’
guantes que le llegaban al codo y se dirigió a la escali-@ nata.

Los niños, desde el coche saludaron con una son-, risa su presencia y los tres
recorrieron la alameda centrMj@ del parque. Traspusieron la cancela y tomaron el
camino, del Molino.

Se estaba bien allí, a la orilla del Caldarés, y era5, uno de los paseos preferidos de
Celina. Colocó el coche, de forma que los últimos rayos desvaídos del sol acarÍ.1
ciasen a los niños y se sentó a su lado, sobre una piedra: Abrió su novela por la
estampa que marcaba el punto y 1

se puso a leer en la paz del atardecer. Las aguas del rioÍ saltando de roca en roca
hacían con su canción contrapunto a los pajarillos que trinaban entristecido,,’
despidiéndose del día.

De cuando en cuando, suspendía la lectura y echa@


ha una ojeada hacia los niños y sus gestos la hacían sonreir de ternura. ¡Bien sabía Dios
cómo los quería!

De repente y de forma inexplicable, el cochecillo puso en movimiento hacia el torrente.


Celina, sobresaltada, se levantó de un brinco y quiso correr a detenerlo, pero quiso la mala
suerte que la fimbria del vestido se le enganchase en la roca, sujetándola.

Dió un tirón brusco y desesperado que rasgó la seda y se avalanzó hacia el coche que ya
corría ladera abajo y ante la mirada atónita, pasmada, de Celina, se

precipitaba entre las aguas salvajes del Caldarés.

Quiso lanzar un aullido de desesperación pidiendo auxilio pero su voz quedó bloqueada en
la garganta.

Todavía vio emerger un instante en una gorga las ruedas del cochecito volcado y más allá
la cabecita de uno de los niños con un rictus de angustia.

Corrió salvajemente sobre las piedras de la orilla. Pero todo en vano. El dios de las aguas se
habla apoderado de sus vidas.

Se dejó caer derrumbada. Ni una lágrima en sus

ojos azules salídos de las órbitas. Nadie sabria decir qué laberinto de ideas encontradas
pasaron por su mente. Al final, enloquecida, aunque aparentamente serena, se

acercó a una roca saliente y se lanzó al agua.

Un par de días después encontraron los cadáveres de los tres, desparramados en el Gállego.
Actualmente la casona señorial, hace ya tiempo abandonada por los desconsolados
marqueses se ha

convertido en albergue de juventud, residencia para cursillos, parador de esquiadores, casa


de vacaciones, Tiene de nuevo una vida joven en sus entrañas. Pero

todos evitan el pasar en ella el día de difuntos.

A la noche, un fantasma rubincundo y cimbreante

en su largo traje de seda blanca recorre los pasillos, habitaciones, escaleras y los senderos
del parque. Es el espíritu de Celina que retorna al caserón de su desgracia. Y hasta aseguran
que hace sonar melancólicas las teclas,

del piano que susurran la triste pavana de Ravel.


Por la montaña aseguraban hace años que las as tienen un poder especial la noche de
Navidad. No sabían decir por qué pero lo -

cierto es que tomaban todas las Precauciones que estaban a su alcance para evitar que la
bruja de] Pueblo (que nadie sabía a ciencia cierta quién era) no les jugase alguna mala
pasada.

Procuraban cerrar bien todas las ventanas y entradas posibles aunque con frecuencia era
inútil ya que la bruja tenía la facultad de convertirse en algún animal, Con frecuencia en
gato negro, y se colaba Por cualquier Sitio, aunque fuese por la misma chimenea. Esa es la
lazón de por qué en la mayoría de las chimeneas se colocaba un “espantabrujas” que era
una especie de Inofiaco de piedra con los brazos abiertos en cruz o una cabezota redonda y
fea, también de piedra. Todavía pueden verse muchos de estos espantabrujas por las casas
de los pueblecillos.

En NoChebuena se e1vitaba, naturalmente, dejar a


los niños solos pues la bruja se los llevaba de la cun

aunque, gracias a Dios, luego aparecían en los sitios más inverosímiles, como en el tejado o
en la falsa.

Y menos mal si todo se quedaba en susto ya qu otras veces la bruja daba el mal de ojo al
niño y entonce se iba consumiendo poco a poco porque no queil ningún alimento y podía
llegar hasta morirse si no s

consultaba a tiempo al adivino para poner el remedio.

En un pueblecico cercano al pico del Turbón, uy nombre me callo, empezaron a pasar cosas
extrañas.

Y aclaro lo de “El Turbón” porque éste ha síd siempre el lugar favorito para las reuniones
de brujas todo el Pírineo. Allí acudían las noches de los viemes volando en sus escobas
para celebrar sus aquelarres, ve

nerar al diablo convertido en macho cabrío y recibir él las órdenes oportunas para los males
que tenían provocar la semana siguiente.

En una casa, pues, del pueblo que no digo, empe zaron a pasar cosas raras, precisamente en
la Nochebue

na.

Aquél año, igual que siempre, como buenos cris tianos todos marcharon a la Misa de Gallo,
a pesar de 1 fortísima nevada que había caldo aquella tarde y qu hacía impracticables todos
los caminos a la iglesia qu se encontraba en la parte alta del pueblo.

Con las palas abrieron diferentes senderon desde


barrio alto y bajo y todo el lugar se reunió para la misa. Allí rezaron, cantaron villancicos,
se felicitaron unos a otros a la salida de la iglesia y todos los vecinos se volvie-

ron a sus casas para terminarla Nochebuena en familia, comiendo turrón casero, hecho de
almendras con miel y echar el último trago del día antes de acostarse.

1 Pero en casa del señor Tomás no terminó bien la fiesta. Llegaron todos felices cantando
en la noche estrellada y haciéndose bromas unos a

otros.

Se metieron en la cocina, echaron al fuego unas aliagas para reavivar la llama y poder en-

cender Ia tronca de Navidad”, la dueña fue a

buscar el turrón a la despensa y su marido cogió


el porrón y se bajó a la bodega para llenarlo de vino del toneler viejo que se guardaba para
las grandes ocasio-

nes.

Para llegar a la bodega tenía que pasar por la puerta de la cuadra y se le ocurrió entrar a
darse una vuelta por las caballerías y echarles un pienso extra para que también ellas, a su
manera, pudiesen celebrar la Navidad.

Pero nada más entrar en la cuadra y encender el candil, se quedó de una pieza: una mula,
“Capitana” la llamaban porque era la mejor, estaba tumbada en el

suelo de mala manera. Se acercó preocupado para com-

probar, desolado, que no estaba dormida, sino muerta.

La repasó despacio buscando el motivo de su,

muerte ya que nunca había estado enferma. Después de mucho mirar observó que en el
cuello, cerca de la cruz, del animal, había unos arañazos insignificantes que bien podía
haberse hecho al rozar cualquier clavo o astilla.

Pero la mula estaba muerta y bien muerta.

Allí terminó la fiesta por aquel año: la muerte de un

animal de trabajo era una auténtica desgracia en una

casa de la montaña, aunque fuera la mejor casa del pueblo, como era la del señor Tomás.

Mucho tiempo se habló de aquel percance, y precisamente por haber ocurrido en


Nochebuena y en circunstancias tan extrañas. Pero al cabo de los meses ya: dejó de ser
tema de conversación. Se compró otra caba-
35

Uería que costó sus buenos duros en la feria de Graus y para las labores del verano ya
parecía haberse rehecho todo.

Nada hubo de anormal ya en todo el año y el pueblo se metió en diciembre y en la Navidad.

También aquel año acudió a Misa de Gallo todo el vecindario. El señor Tomás y su familia
también, aun-

que con un dejo de tristeza al recordar los acontecimientos del año anterior.

No había caído nieve y a la salida de la iglesia, el señor Tomás invitó a echar un trago en
su casa. A los chiquillos se les pasó el sueño cuando les dijo que la Í “tronca” estaba
encendida y aseguró que guardaba algún
2, regalo para todos.

Felices y cantando marcharon todos, pues, a la casa que invitaba. La cocina era inmensa y
habría sitio de sobras. También el mosen estaba invitado, naturalmente y como era músico
se llevo la guitarra para colaborar en

j, la juerga.

Pero la fiesta se quedó aguada. Cuando Antonier, el hijo mayor, bajó a la bodega para
coger vino, subió todo desencajado llamando a su padre:

-¡Padre, baje corriendo a la cuadra, que se ha muerto Carbonero!

Carbonero era el mejor macho que tenían aquel año, capaz de tirar de un arado como si
fuera una yunta de bueyes. OF
Los hombres bajaron en tropel a la cuadra y a la luz de] candil pudieron comprobar que, en
efecto, el mulo había muerto. Y el señor Tomás constató, además, que también en,el cuello
tenía un rasguño que manaba un hilillo de sangre.

Las mujeres atendieron a la chiquillería y todos provocaron a la tronca para que “cagara”
sus regalos, lo que hizo con generosidad. Mientras, los hombres arrastraron la caballería
muerta al muladar y pronto, muy pronto, cada uno marchó a su casa ya que la del anfitrión
no estaba para fiestas.

Dos años seguidos la misma historia ya les parecía demasiado. Aquello no era normal. El
hecho tardó en olvidarse entre la gente del pueblo y algunos lo tuvieron presente todo el
año. Quien más, quien menos, seguían dándole vueltas a la cabeza y trataban de encontrar
alguna explicación.

Y así transcurrió aquel año. El macho fue repuesto ya que la casa lo necesitaba y podía,
además, permitirse el lujo de comprar cada año una caballeria. Con esto llegó de nuevo la
Navidad.

¿Irían a la misa de Gallo? El señor Tomás insistía en que sí: ¿cómo iban a dejarla
precisamente cuando las cosas iban mal y más necesitaban la ayuda de Dios? Antonier
propuso la solución:

-Marchaos todos a misa. Yo me quedaré en la cuadra y veremos qué pasa. Tengo mis
propias ideas y quiero comprobarlas.
A los demás pareció buena la decisión y marcharon tranquilos todos, menos la abuela que
ya era muy vieja y que, como siempre, se quedaba en la cama. Una vez hubieron salido,
Antonier se dirigió a la cuadra. Todo

parecía normal; algunos machos dormían, otros estaban terminando su pienso y pronto lo
harían también.

No hacía demasiado frío en la cuadra gracias al calor animal, pero el mozo subió a su
cuarto a por unas

niantas. Las colocó en una pesebrera que estaba libre, se

puso cerca el candil junto con la caja de cerillas y un

buen garrote a mano y se dispuso a velar aquella noche.

No lo consiguió: el calorcillo y la digestión de la abundante cena de Nochebuena, regada


con vino viejo, hicieron su efecto; se fue amodorrando y no tardó en dormirse. Todavía no
era medianoche. Incluso dormido acariciaba el garrote que tenía al lado.

Tal vez no había dormido ni siquiera media hora cuando se despertó sebresaltado. Las
caballerías estaban nerviosas y no dejaban de removerse. Algo raro parecía pasar. Antonier
despabiló en un momento. A tientas

tomó la caja de cerillas, extrajo una, frotó su cabeza contra el raspador de lija; el misto se
encendió pero su

pequeña llamarada desapareció inmediatamente como si

alguien hubiera soplado. Nervioso sacó otra cerilla y al frotarla la protegió con la otra mano
para que no se

apagara y consiguió encender el candil. i

Todos los animales estaban temblorosos, pero lo


1%,
que vió le heló la sangre en las venas. A lomos de un mulo, el mejor que tenían entonces,
vió un gato, negro como el carbón, que le miraba fijo con sus ojos redondos.

Antonier no lo dudó ni un momento: agarró fuerte el garrote que tenía al lado y lo lanzó
con rabia, como un venablo, contra el gato. No lo cogió de lleno, sólo de refilón. El bicho,
con un chillido lastimero dió un salto y desapareció en la oscuridad.

El mozo se levantó y se acercó a la caballería que era la víctima aquel año. Pero estaba
bien; solamente asustada y sin ningún rasguño por ninguna parte. La acarició para
tranquilizarla y al final lo consiguió. Poco después todos los animales dormían
pacíficamente.

El que no pudo conciliar el sueño fue él. Cuando todos volvieron de misa contó lo
sucedido. Estaba claro que una bruja, con sus maleficios, había intentado matarles otro
animal. ¿Pero quién era la bruja que se

convertía en gato?

Antonier prefirió acabar la noche en la cuadra por si acaso. Pero aquel año no se murió
ninguna mula ni macho.

Y el misterio se desveló a la mañana siguiente cuando todos se levantaron. La señora Pilar


entró como de costumbre en la alcoba de la abuela con el desayuno y se la encontró en un
quejido continuo: ¡Tenía una

pierna rota con señales claras de haber recibido un garrotazo!.


* k* 4 Ir LA MISA DEI, DIABLO Y 4 o Ir
En la leyenda todo es posible. La imaginación del pueblo no tiene límites. El pueblo es
poeta y capaz de inventar los más hermosos cuentos. Y a fuerza de repetirlos se empieza a
dudar si fueron un día realidad y nos quedamos con la duda.

Esta leyenda es de las más bonitas que se cuentan

por el Pirineo Oscense y vale la pena recogerla aquí.

Pues señor, érase una vez un barón aragonés que vivía allá por el siglo XIII. Le llamaban el
Barón de Artal y de Puymora. Había sido un bizarro guerrero y con sus vasallos había
participado en cien batallas en la interminable guerra de la Reconquista. Jamás había
temblado su brazo al empuñar la espada y nunca había dado la espalda al enemigo.

Con los amigos, en cambio (y entre ellos se conta-

ban todos sus soldados) fue siempre generoso y dispuesto a repartir el botín, la comida y
absolutamente todo lo
suyo. Por esa razón las gentes, además de admirarlo lo querían de veras.

Más que la guerra, él prefería la paz y tranquilidad de su pueblo, el paseo entre los viñedos
y bosques de su

hacienda, porque siempre fue pacífico y solamente el servicio del Rey le obligó a empuñar
las armas. Nada

tiene de raro que en cuanto su hijo mayor, heredero del título de nobleza, fue capaz de
vestir armadura y montar a caballo, le diese el relevo en las armas y él se quedase en sus
posesiones, lejos de la guerra.

Todavía rebosaba energía en sus cincuenta años y cuando llevaba un rato largo leyendo sus
libros de caballerías o de historias de santos, que era la literatura de su tiempo, necesitaba
desentumecer los músculos y dedi-

carse a alguna actividad.

Aquel día, que resultó importante en su vida, andaba cabizbajo y abatido y no sabía con
quién desfogarse. No era para menos: No tenía noticia alguna de su

hijo que había marchado con el rey Pedro 1 a luchar en

la Provenza.

Su mujer ya no sabía qué tecla tocar para tranquilizarlo. El no hacía más que dar vueltas
por la casa y al final decidió que lo mejor que podía hacer era desaparecer de la escena y
marcharse solo (con su caballo y su

malhumor) de cacería.

Pero hasta eso le salla mal. No estaba de suerte. Había subido hasta el Carrascal Alto, se
había encami-
nado después al Abetal y no había visto ni una mala pieza en toda la tarde. Ni un solo
venablo había podido lanzar y se tuvo que volver a casa taciturno y con más nervios que
cuando había salido.

De pronto, y cuanto menos lo esperaba, notó que el ramaje delante de él empezaba a


removerse. Sólo podía

ser un jabalí. Detuvo su caballo silenciosamente, desca~ balgó y colocó una flecha en su
ballesta. Comenzó a avanzar sigilosamente, con los ojos clavados en el ramaje que se había
agitado.

Allí estaba la pieza, una preciosa jabalina acorralada. Artal sabía que un animal acorralado
era temible y capaz de arremeter contra un ejército de caza7dores, pero él confiaba en su
puntería. Le pareció que la jabalina le miraba con ojos tristes, pero a pesar de todo-tensó la
ballesta y apuntó cuidadosamente su disparo hacia el hocico de la presa. Y héte aquí que el
animal se dirigió a él con voz humana:

-No me mates y tendrás tu recompensa.

Notó que se le congelaba la sangre, el bello se le

erizaba en toda su piel y que un escalofrío de pánico le recorría toda la espalda. “No me
inates” había dicho la jabalina. ¡Si era incapaz de ejecutar el menor movimiento! Estaba lo
que se dice paralizado. La fiera huyó entre los árboles.

Ni supo Artal cómo llegó a casa, se quitó el pesado calzado de monte y la pelliza. Ahora
estaba en el salón
de la casa, hundido en un butacón y no acababa de

reaccionar.

Pero las sorpresas no iban a terminar todavía.

Una especie de silbido que salía de la chimenea acompañó la aparición del mismísimo
diablo en persona. Lo reconoció en seguida, aunque no era como él lo

había imaginado siempre, sino como un caballero correctísimo, limpio y bien trajeado.

Con estudiados ademanes se quitó una especie de bonete rojo que medio ocultaba unos
cuernecillos retorcidos; hizo una leve inclinación y comenzó a hablar con

una voz casi dulce:

-Barón de Artal: nos hemos visto antes y le debo agradecimiento. Cuando usted ha
perdonado la vida de la jabalina, no podía imaginarse que era yo.

-Desde luego que no. Y además, honradamente debo aclararle que es fácil que, de haberlo
sabido, le hubiera disparado.

-Sí, pero lo cierto es que aquí estoy vivo, y que me gustaría cumplir sus deseos, sean los
que sean.

-Pues mire, señor diablo. Sólo quiero una cosa si es que realmente usted es Belcebú, y es
que desaparezca inmediatamente por donde ha venido. No quiero tener ninguna clase de
tratos con usted.

-Eso no es muy cortés por su parte. Haré como si


no lo hubiera escuchado. Usted sabe de sobras que tengo muchísimo poder y quisiera
complacerle en cualquier deseo que tenga. Está usted hablando con un demonio

agradecido y eso se da muy pocas veces.

El Barón quedó pensativo un momento. No le

parecía ofender a Dios si aprovechaba la ocasión -Viniese de donde viniese- para resolver
el problema que esos días le embargaba el alma; contestó pues:

-En estos momentos solamente tengo un deseo:

saber algo de mi hijo que marchó con el rey Pedro a la

Francia. ¿Vive todavía? ¿Qué sabe usted de él?

-El rey ha muerto en Muret. Yo estuve presente en los últimos instantes de su existencia.
Pero su hijo vive, está bien y desde este momento lo tomo bajo mi protección.

A continuación cogió un tizón del hogar, el más


9

rande y ennegrecido que encontró y lo colocó sobre la mesa como si fuera el testigo de la
palabra dada.

Hecho esto volvió a hacer una reverencia, se encasquetó de nuevo el bonete rojo en la
cabeza, se dirigió a la chimenea y desapareció como había venido. Un

silbido agudo acompañó su marcha. Artal quedó anona-

dado, sin capacidad de reacción. Cuando despertó de madrugada no sabía si todo había sido
un sueño.

Pero no. Allí estaba el tizón sobre la mesa y, lo que era mas maravilloso, convertido en oro
macizo.
Estaba contemplándolo atónito cuando llegó la baronesa agitadísima.

-He soñado -le dijo- que la Virgen nuestra Señora se me aparecía y me pedía que
construyese una capilla en su honor. Me ha asegurado que nuestro hijo vive y que muy
pronto volverá a casa.

A su vez el Barón le contó su historia desde el principio sin dejar ningún detalle y señalaba
el tizón para confirmarle que todo había ocurrido realmente.

Decidieron en primer lugar llamar al capellán para que echase agua bendita sobre el tizón.
Así lo hizo, pero siguió siendo oro a pesar de los exorcismos.

El noble matrimonio dispuso que el oro (del que no

querían aprovecharse dado su origen) sirviese para erigir la ermita que había pedido la
Virgen: con eso les

parecía que quedaría santificado.

Antes de terminar la construcción el hijo de los Artal de Puymora había regresado sano y
salvo de Francia. Por deseo del Barón y en agradecimiento a su

bienhechor se hizo también una fundación de misas a favor del diablo, para que fuera
bueno... La ermita se

llamó “Ermita del Diablo” y la misa que cada año se decía en ella, Ia misa del diablo”.
En Biescas, a la entrada del Valle de Tena, encima de un fortín militar que gracias a Dios
está en desuso

desde hace mucho tiempo, se levanta como una atalaya la ermita de Santa Elena. Desde ella
se domina perfectamente el estrecho congosto del Gállego, único camino hacia Francia. Su
pequeña pero airosa torre puntiaguda se divisa desde todos los sitios.

Todos los años, una nutrida procesión que llaman “de las Cruces”, sube hasta la ermita. Va
por el camino viejo, a la orilla izquierda del río. Hasta tres veces al año es costumbre subir
en romería al santuario: el tercer día después de la Virgen de agosto, el 13 de junio, día de
San Antonio y además ocho días antes de esta fecha, que es

el día de las Cruces porque todos los pueblos de alrededor acuden a ella con su cruz
parroquial al frente.

El camino es tortuoso, empinado y a veces bordea casi el abismo. Aquí y allá quedan
todavía algunos ves-

tigios de una (o varias) calzada antiquísima, probable-


mente anterior a la dominación romana que nunca consiguió ser plena en el Pirineo.

Algo antes de llegar al “Puente del Diablo”, en el

Acrucifierro, los romeros se detienen junto a un pedruscon a orillas del camino. Tiene
forma de rústica butaca,

con su respaldo y todo.

Se llama “la silla de Santa Elena” y es que la tradición dice que en ella se sentó la santa a
descansar, después de apagar su sed y lavarse los pies en la

fuentecilla que mana unos cuatro metros más arriba de la silla. La fuente se conserva en
perfecto estado, y por supuesto también la silla.

Pocas mujeres en la antiguedad latina han estado tan rodeadas de leyendas como Santa
Elena, la esposa de Constancio Floro, que fue luego cristiana penitente y finalmente madre
del Emperador Constantino el Grande y emperatriz ella misma.

Lo más importante de su vida y lo que le dio mayor fama parece haber sido la expedición a
Jerusalén, en pleno siglo IV, en busca de la Cruz del Salvador. De ahí que su culto se
relacione frecuentemente con la Cruz.

Precisamente, excavando en el monte Calvario de Jerusalén encontraron no una cruz, sino


muchas ya que era el lugar en donde se ajusticiaba, crucificándolos, a

los malhechores. Era difícil adivinar cuál era la auténtica cruz de Jesús y entonces a la santa
esperatriz se le

ocurrió lo que podría ser una prueba definitiva. Había en


la expedición un soldado de su escolta que había con-

traído la lepra en el viaje. Elena hizo que tocara las diversas cruces que habían encontrado
y al llegar a una

determinada, solamente con rozarla quedó instantáneamente curado de la enfermedad


maldita. De esta manera

se descubrió la que empezó a llamarse desde entonces “Vera Crux”, la cruz verdadera.

Entre las muchas leyendas antiguas referidas a

Santa Elena, contamos con una, preciosa, en el Alto

Aragón, y más concretamente en el valle que nos ocupa en donde se le tributa especial
veneración y no es para

menos.

Perseguida por cristiana, antes de la conversión de su hijo al Cristianismo tras la batalla de


Puente Milvio que ganó a los bárbaros del norte gracias a la Cruz, Elena huyó a Francia y
de ahí a España. Y aquí llegó, tal vez con la intención de trasladarse luego a Inglaterra de
donde era oriunda, y se refugió en las anfructuosidades

del Pirineo.

Pero sabía que sus enemigos no iban a dejarla tranquila tan fácilmente. Por odio a lo
cristiano. Porque temían su influencia materna en el Emperador que podía llegar a
abandonar los dioses del Imperio, como efecti-

vamente sucedió más tarde. Era para ellos importantísimo capturar a Elena y seguían su
pista con tenacidad. Y

tras sus huellas llegaron también a España y al Pirineo.

Y sigue la leyenda diciendo que unos labradores


estaban sembrando mijo en un campo cercano cuando la vieron sentarse agotada en la
piedra. Al ver su tristeza y abandono se acercaron a consolarla. Ella les explicó la
persecución de que era objeto a causa de su fe en Jesucristo. Les habló con tal dulzura y
convicción del joven Maestro muerto en la cruz que aquellos fueron los primeros cristianos
de Aragón. Ellos le indicaron el camino de una cueva muy oculta en donde podía escon-

derse. La santa les agradeció su acogida y sólo les pidió que si llegaban por allí sus
perseguidores, que no la delatasen. Pero que tampoco les dijeran mentiras, porque el
embustero no puede agradar a Dios. Por fin, reanimada, siguió su camino monte arriba
buscando el cobijo de la gruta que le habían indicado los labradores.

Por un milagro divino aquella noche creció y floreció el mijo del campo que habían
sembrado los campesinos el día anterior. Cuando aparecieron los perseguidores y les
preguntaron si habían visto a Elena, ellos contestaron que sí, porque no podían mentir: que
había pasado por allí el día en que ellos estaban sem-

brando ese campo. Esto les desconcertó completamente ya que creían estar muy cerca de
ella, y pensaban con

razón que el mijo tarda unos cuantos meses en dar su cosecha.

Naturalmente, no pudieron encontrarla. Y eso que estuvieron muy cerquita de ella: en la


misma entrada de la gruta. Pero aquella noche, una araña había tejido su

tupida tela en la misma entrada de la cueva con lo que ellos desistieron de entrar. Santa
Elena pudo escapar y más tarde sería coronada Emperatriz.
Las gentes del valle edificaron una ermita junto a

la cueva que le había servido de refugio y al lado brotó Ia Gloriosa”, fuente de agua
intermitente que los tensinos aseguran que tiene propiedades curativas.

La “Gloriosa” siempre ha estado rodeada de misterios; es imposible saber cuándo va a


manar. Cuando lo

hace su caudal es abundantísimo, más que todas las demás fuentes intermitentes que se
conocen en el valle.

Y cuenta otra leyenda que un vagabundo de esa comarca peregrinó a Tierra Santa por un
voto que tenía ofrecido al Señor. El viaje fue muy historiado ya que estuvo a punto de caer
en manos de piratas. Pero al cabo de unos meses, con su bastón y su calabaza de “palmero”
pudo llegar a Palestina.

Como todos los penitentes, también él bañó sus pies en el río Jordán, en el sitio en que la
tradición asegura que fue bautizado Jesús. Pero tuvo la mala suerte de perder el bastón que
había tallado con verda-

dera ilusión para que le acompañara en su caminata.

Aunque algo contrariado por el percance, volvió a

España y a Biescas. El viaje le había impresionado mucho y deseaba dedicarse a Dios. Un


día subió a la ermita de Santa Elena para rezar y allí se quedó de ermitaño.

Pasados unos meses, en una de las inesperadas apariciones de la “Gloriosa”, con el agua
que manaba apareció ante sus ojos atónitos su bastón perdido en el Jordán.
Si miramos las cosas y la vida con candor y con

ilusión siempre recomenzada todo lo teñiremos de poesía y la realidad se nos hará menos
prosáica y menos

chata y el mundo de los niños, de las nubes, los pájaros y las leyendas adquirirá una
consistencia nueva que jamás habíamos sospechado. Esto lo digo a propósito de la silueta
de Guara.

Miradla bien; la mejor perspectiva la tenéis desde Siétamo. Gratal, alejándose, ha perdido
la morbidez que tiene vista desde Huesca o Igriés. Sivil se adivina entre

brumas, allá a la derecha. Pero Guara se nos entrega en

toda su plenitud. Ahora entornad un poco los párpados y miradlo con los ojos semicerrados
pero abriendo los de la imaginación. ¿No lo veis? Guara es un gigantón tumbado. Yaciente.
Muerto.

Fraginete es la cabeza, con su nariz afilada por la muerte y que apunta al cielo. El pico de
Guara es el

pecho. Tiene las manos cruzadas sobre él, debajo del


sudario blanco. Vallemona, con su cuerpo estirado en el

que destaca la tumergencia de las rodillas en el Cabezón

de Guara. Majestuoso ¿verdad?

Pues ahora escuchad la leyenda tal como a mí me

la contaron aquella noche de luna llena y cielo sereno, cuando el perfil nevado del “hombre
grandaz” se recor-

taba nítido, claro, contra un firmamento azulado y sin estrellas.

Gabardón tenía dos hijas, orgullo de su vejez: Gabarda y Gabardiella. Los tres vivían
felices en su palacio de cristal, asomados a la vitalidad del Valle del Ara y de la Guarguera.
Allá abajo los pueblecicos parecían rebaños de corderos pastando por sus prados. Más
lejos, los picos del Pirineo se asomaban al mismo espectáculo y las nubes blanquísimas
eran como pañuelos que se

agitaban saludándolos desde la lejanía. El mundo estaba bien hecho.

Gabarda, la hija mayor, soñaba con correr mundo y conocer los horizontes infinitos de la
tierra baja en

donde ninguna montaña se interpone a la vista hasta donde alcanza la mirada. Y a esas
llanuras de los Monegros quiso marchar y allá fue con la bendición de su padre. Allí se
casó y allí vive feliz en el campo de Grañén. Preside los inmensos trigales, verdes en
primavera, amarillos en verano, salpicados de amapolas.
ésos son sus tesoros. No tiene bosques, no tiene flores, ni siquiera tiene pueblos.

- Me gusta tal y como es y lo quiero.

- No. Olvídate de él. Encontraremos otros muchos con mejor fortuna y que valen más la
pena. Nunca con-

sentiré en ese amor tuyo tan loco.

Y nada pudo vencer la testarudez de Gabardón. Ni siquiera le conmovió la languidez de su


hija que nunca

ya volvió a asomarse a la Guarguera ni al reidor valle del Ara, y menos aún a los remotos
montes que seguían agitando sus pañuelos en la lejanía.

Quien no se resignaba era Gratal. Quería de corazón a Gabardiella y lo intentó todo.


Visitó al viejo Gabardón para explicarle que el amor era más importante que las
riquezas, pero ni le dejó hablar. Lo echó a

cajas destempladas. Buscó la intercesión de Sevil, pero de nada le valió. Por fin se
decidió a raptar a Gabardie-

lla. Nada podía frenar su amor correspondido.

Urdieron juntos sus planes y en un atardecer tormentoso, cuando todas las montañas
se afanaban por encender sus chispas y fabricar sus truenos, Gabardiella huyó de
casa en busca de Gratal. Es verdad que tenía que atravesar el Guarga, desbordado en
terrible riada, esquivar Aineto y Lastanosa, cruzar el vallón de Nocito...
pero la ilusión era más fuerte y apagaba sus temores.

Sabía además, y esto le daba inusitada fuerza que en

aquellos momentos su amado también corría hacia ella.

Y dicen que un pastor (ellos se enteran de todo) dió la noticia a Gabardón. Pero el pobre
viejo, con sus achaques, ya no estaba para echar a correr detrás de su díscola hija. En su
amargura pidió ayuda al poderoso Guara.

El gigantón amigo acudió. Su potente vozarrón airado sobresalía entre todos los truenos de
la noche. Su talla descomunal se perdía por encima de las nubes. Su temible clava se
blandía en el aire amenazando despedazar la sierra. Hasta Aneto y Cotiella y Balaitús lo
observaban con mirada torva conteniendo el aliento. Los tozales y cabezos se acurrucaban
como podían ante su

paso de zancadas colosales. Toda la tierra estaba ame-

drentada, igual que aquella noche en que Pirene, acosa-

da por Hércules incendió la montaña desde el cabo de Creus hasta el Atlántico.

Eructando amenazas, Guara se avalanzó implacable sobre los dos amantes que por fin se
habían encon-

trado y los separó de un manotazo revolcándolos por tierra. Con un tajo de su clava partió
en dos la montaña

de roca y el Flumen comenzó a correr por la Foz de Salto de Roldán recién nacido, entre las
peñas de Man y de San Miguel.

Gratal y Gabardiella, los encendidos amantes, que-


daron separados para siempre, condenados a mirarse

eternamente cara a cara sin poder ya juntarse jamás.

Pero Gabardiella seguía enamorada de Gratal, llorando todas las tardes un amor imposible:
las fuentecillas del Guatizalema son precisamente las lágrimas de Gabardiella.

Era mucho pedir que el orgulloso Gratal se resignase ante el injusto castigo de Gabardón
y menos aún al

abuso del gigante Guara.

Al principio rumiaba su dolor en silencio. Más tarde, el dolor de la separación definitiva,


irremediable, cedió paso al rencor y el rencor al odio más enconado y al anhelo de
venganza. Era mas pequeño que Guara y se

sabía menos fuerte, pero siempre había sido luchador.

Y una noche, cuando el coloso de la sierra descansaba se acercó a él sigilosamente y le


asestó un golpe mortal clavándole el picacho en sus entrañas que saltaron salpicando la
montaña ladera abajo y formando las Pedreras.

Los aullidos lastimeros de Guara fueron inútiles. Tras un estertor terrible que hizo temblar
todo el Pirineo, Guara quedó definitivamente tumbado. Yacente. Muerto.

Cuando pases por la carretera que va de Huesca a

Barbastro, en cualquier tramo desde el Estrecho Quinto hasta Angüés, detente un momento
y verás al hombre
grandizo muerto. Y revivirás nuestra prehistoria, cuando los dioses eran montañas, cuando
las montañas vivían pasiones humanas y susurraban canciones y venganzas y esta corteza
áspera de nuestro Aragón se te hará leyenda en el alma.
En la montaña siempre se ha tenido una gran devoción a las “almetas” o sea las ánimas de
los difuntos que todavía no han llegado al cielo. Pero también se les tiene

repeto y aun miedo. Son capaces de aparecerse para pedir las oraciones que necesitan y
aunque lo hacen como ellas buenamente pueden no dejan de asustar a los

vivos pues aunque sabemos que un día tendremos que ir al otro mundo, toda noticia que
nos viene de él nos deja sobrecogidos.

Por eso, cuando una persona muere en su cama se

abren de par en par las ventanas y balcones de la casa

para que salgan las almas y se vuelven a cerrar hermé-

ticamente para que no vuelvan a entrar. También se tapan los espejos para evitar que su
imagen quede enredada entre ellos y no acabe de desaparecer.

Muchas veces el ama de casa, por la noche, depués de limpiar las legumbres (las judías,
pongo por caso) para la comida del día siguiente las deja en un monton-
cito encima de la mesa. Y dicen que a la mañana

siguiente, al volver a la cocina, se encuentra a veces con tres, seis o nueve judías, por
ejemplo, aparte, separadas del montón.

Y esto se repite una y otra vez hasta que al fin cae

en la cuenta de que se trata de la petición de alguna almeta que por ese sistema pide que se
digan por ella tres, seis o nueve misas. Cuando se cumplen sus deseos

todo vuelve a la normalidad.

La leyenda que os voy a contar ahora, la escuché en Benasque. Todos conoceís Benasque,
la perla de la Ribagorza.

Bonita donde las haya. El dédalo empedrado de callejuelas estrechas y retorcidas presta a la
villa un en-

canto particular al mismo tiempo que la sumerge en un

hechizo nostálgico de siglos pasados. Esto sobre todo, con las brumas. 0 en los días de
lluvia cuando el cielo va bajando mansamente el valle para llorar con él las tardes de
invierno y preparar el verdor estallante de su primavera.

También llovía aquella madrugada de abril. La obscuridad era total en las calles y sólo muy
de tarde en

tarde, un hachón encerrado en su fanal de cristal derramaba una ténue claridad en alguna
encrucijada difuminando las esquinas y portales. Y silencio. Silencio martilleado por las
canaleras de los tejados que arrojaban sus riachuelos a la calzada para que ella los engullera
en sus alcantarillas.
Como una sombra encogida y deslizante, doña Pilar, debajo de su paraguas mucho más
grande que ella, acudía a la iglesia. La hora era inusitada y se preguntaba si ya estaría
abierta la cancela exterior.

Pero lo cierto era que hacía un buen rato que habían tocado a misa primera y allí estaba
ella, como

siempre, camino de la parroquia. El reloj de pesas del salón había dejado descolgar las
cinco de la mañana cuando el cimbalico del campanario convocaba a la oración. La criada,
extrañada por la hora, se había despertado y, aunque llena de dudas, llamó a la señora que
jamás se perdía la misa primera.

La dula que siempre era la madrugadora, acababa de recoger los animales del lugar para
llevarlos a pastar y seguro que nadie más se había movido de su casa.

Doña Pilar -de casa Agustina- enlutada y encogida por el frío y los años había llegado a la
iglesia con su

pasito menudo y constante. Sí: estaba abierta. Penetró en

el templo, tomó agua bendita con la puntita de su guante y se santiguó. Como de


costumbre, echó una moneda en el cepillo de las ánimas y se dirigió a su reclinatorio en

la parte delantera de la iglesia.

Ya estaba el sacerdote en el altar. Doña Pilar lo

observó atentamente. No se parecía en nada a mosen

Francisco, de espaldas como estaba. Este parecia mucho más alto y la casulla morada le
colgaba lacia como si

fuera de una percha. Pero ella siguió atenta a la ceremo-


nia sin darle mayor importancia. En cuanto el celebrante se volvió de cara hacia ella para
saludar con su

“Dóminus vobiscum”, un escalofrío le recorrió toda la espina dorsal y la pobre señora cayó
desmayada al suelo.

Como no había ninguna otra persona para escuchar la misa, el cura no pudo continuar la
ceremonia. Volvió a plegar los corporales, recogió todo y se volvió lentamente a la
sacristía, sin hacer ningún movimiento de ayuda hacia la señora caída. Solamente un par de
horas más tarde la encontraron todavía en la misma postura, la ayudaron a volver en sí y la
acompañaron a su casa.

La pobre señora estuvo desquiciada durante dias y días. No hablaba con nadie. No hacía
más que rezar y su mirada estaba siempre como ausente y enloquecida.

Los criados le preguntaban la causa. Pero ella no

soltaba prenda.

Al final y ante la insistencia de su servicio, porque andaban todos preocupados, se decidió a


compartir su

secreto y su angustia. Aseguró que el celebrante de aquella misa temprana tenía una voz
cavernosa, como de ultratumba y que al darse la vuelta para el saludo vio que

era un esqueleto en plena descomposición.

Ya había vuelto casi a la normalidad, cuando otro día, mucho antes de amanecer
volvieron a tañer las campanas para la misa primera. Pero doña Pilar no se

atrevió a acudir a ella. Antonio, uno de los criados,


decidió hacerlo por ella para poder comprobar las cosas

personalmente y poder tranquilizar a su señora.

¡Pobre Antonio! ¡Jamás lo hubiera hecho! También él junto con dos abuelicas que habían
acudido al Santo Sacrificio, contempló el mismo espectáculo que doña Pilar. Y menos mal
que no se encontraba solo en aquel momento. Los tres huyeron despavoridos. Pronto se

divulgó la noticia por todo el pueblo. La gente estaba sobrecogida y hasta el dulero se negó
en redondo a salir

de casa a aquellas horas. Era el tema de todas las con-

versaciones en el horno, el lavadero, la carnicería, la taberna... Se hacían mil cábalas


disparatadas.

Pero una cosa estaba clara: todo el mundo se

acostaba con el miedo en el cuerpo, atrancaba las puertas y ventanas y se dormían con el
temor de escuchar la

campana de la iglesia.

Solamente don Roque, conocido por todo el mun-

do por su acendrada piedad y su temple sereno de

montañés parecía mantener la calma y dio su interpretación más aceptable:

-"Seguro que se trata de un alma en pena que necesita una misa para encontrar su descanso
eterno”.

Y decidió que acudiría a la misa en la primera ocasión que convocara la campana a aquellas
horas insólitas. Varios vecinos más, animados por su entereza, decidieron unírsele.
La ocasión no tardó ni dos semanas. Y allí acudieron los animosos vecinos. También
llegaron cuando el cura estaba ya en el altar. Escucharon petrificados los latines litúrgicos
que parecían salir de una cueva profunda. Con las manos crispadas y agarradas en el
apoyadero de los bancos aguantaron hasta el primer “Dóminus vobiscurn”.

Y ya no pudieron más. La dantesca visión del es-

queleto diciendo misa les heló la sangre en las venas y en cuanto pudieron mover sus
miembros escaparon de la iglesia.

Sólo don Roque continuó rezando con toda su alma. Al “orate fratres” sintió que se le
doblaban las rodillas: le parecía que el muerto le acariciaba desde las cuencas vacías de sus
ojos.

Pero él aguantó hasta la bendición y el “¡te missa est”.

El cadavérico celebrante cerró el misal en el altar, se inclinó profundamente y desapareció


por la puerta de la sacristía.

Don Roque continuó rezando un rato con profundo fervor y al final también salió de la
iglesia. Y cuenta la leyenda que desde aquel día jamás las campanas volvieron a romper el
silencio de la madrugada benasquesa.
Todos saben que el Aneto es el pico más alto de los Pirineos. El techo. Y todos saben
también que, con ser

el más alto, jamás se le ve. Siempre tienes otro pico delante que lo hurta de la vista. Pero
hay pocos que conocen su historia y que todo se debe a una especie de maldición.

Los libros no nos lo cuentan. Es necesario hablar

con las personas mayores del valle de Benasque para enterarse con pelos y señales. Lo que
no saben con toda seguridad, se lo inventan, que para eso está la imaginación. Ellos sí,
están en el secreto. Para que no tengaís que indagar vosotros recojo aquí la leyenda del
Aneto.

Cuando se apagaron las últimas ascuas del Pirineo

en la inmensa hoguera que la diosa Pirene había encen-

dido, todo empezó de nuevo poco a poco a llenarse de alegría. Primero las nieves lo
cubrieron todo y luego, al deshilacharse durante la primavera en miles de riachue-
los, fueron remansándose en los ibones, empapando los prados y los bosques fueron
creciendo de nuevo.

Las flores de nieve volvieron a tachonar nuestras tascas; los sarrios reanudaron sus ágiles
saltos y carreras

por las breñas; las águilas y quebrantahuesos volvieron a dominar los riscos y los cielos; las
ardillas, las mariposas, todos los animalillos del bosque animaron su

vida; y los hombres, por fin, comenzaron a levantar sus pueblecitos en los valles. El Pirineo
se convirtió en el

precioso jardín que ahora conocemos.

Y, pronto también, los gigantes se prendaron de ese

parque, único en el mundo y quisieron adueñarse de él.

Los antiguos griegos nos hablaron ya de la lucha titánica de los gigantes con los dioses. Los
gigantes, según los poetas helenos, colocaban montaña sobre montaña para desalojar a los
dioses del Olimpo, mane-

jaban los grandes árboles que encendían para convertirlos en antorchas y los blandían
amenazadores contra el cielo para provocar el pánico de hombres y dioses.

Y siguen diciendo, curiosamente, las leyendas, que los dioses jamás podrian con los
gigantes si no se incorporaba a la lucha contra ellos algún mortal, pues así lo habían
anunciado los oráculos.

Fueron los dioses al final los vencedores y aquella raza terrible y maldita de los gigantes
desapareció de la tierra. Pero parece que fue sólo aparentemente. Algunos de ellos se
escondieron de los dioses y las gentes. Entre
los terribles gigantones que se agazaparon entre las montañas el más perverso de todos era
Netú. Vivía oculto entre los recovecos más escondidos. Era pastor y todo lo queria para sus
ganados y cualquier persona que se cruzaba en su camino era inmediatamente presa de sus
furores.

Netú era especialmente cruel. ¡Ay del que se acer-

case demasiado! Aparecía repentinamente, se lo tragaba y Jamas se volvía a saber nada de


él. ¡Qué de hombres desaparecidos de la misma manera! A veces devolvía alguno en la
morrena de sus glaciares, momificado y resultaba que había desaparecido ochenta años
antes. Pero era pocas veces. Los benasqueses sabían que el hombre que no volvía al día
siguiente, ya no volvía

nunca.

Netú, altivo, siempre enfadado parecía disfrutar haciendo daño a todos los que se ponían a
su alcance.

Era, pues, el terror de toda la montaña.

Y cuenta la leyenda que cierto día apareció en el

valle un peregrino.

Nadie sabía de dónde venía ni a dónde se dirigía. Había estado viviendo casi de limosna
por los pueblos vecinos, trabajando en lo que le pedían a cambio de la comida. Con muy
poco tenía bastante y nunca se le oyó protestar si era pequeña la recompensa de su trabajo.

Al atardecer todos los días jugaba con los niños y les contaba historias preciosas. Pronto se
ganó el afecto
de la buenas gentes que querían retenerlo para siempre entre ellos. Pero él, cuando veía que
la alegría y la concordia había llegado a un lugar, se marchaba a otro, como si toda su tarea
fuera sembrar la paz.

Cuando sus amigos supieron que quería atravesar las montañas quisieron quitarle la idea de
la cabeza porque forzosamente tenía que cruzar los dominios del

terrible Netú.

El los tranquilizó. Nunca se había peleado con

nadie y esta vez tampoco iba a dar motivo alguno al cruel gigante para merecer su castigo.
Y una mañana, cogió su bordón de peregrino y marchó hacia el norte con intención de
cruzar el Pirineo.

Era un verano abrasador y mientras caminó por la orilla del río Ésera no tuvo problemas
para refrescarse. Lo malo fue cuando abandonó el valle y empezó a ganar altura.

Las torrenteras acusaban el estiaje y no disponían más que de un hilillo de agua. También
la sobria alforja que le habían preparado en el pueblo se le fue vaciando

y al tercer día ya no tenía nada para llevarse a la boca.

Pero él continuó caminando.

Sudoroso y casi agotado vio a lo lejos un valleci-

to en el que parecía pastar un numeroso rebaño. Pensó, con razón, que al menos allí habría
agua para beber y además podría trabajar para los pastores a cambio de un
corrusco de pan y un trozo de queso. Hacia allá, pues, se dirigió.

La marcha le resultó dura. Las distancias engañan mucho en la montaña: parece que puedes
tocar un monte

con la mano y resulta que faltan horas y horas para llegar a él.

Completamente extenuado alcanzó el vallecico al atardecer. Se había puesto el sol y le


resultó menos tra-

bajoso el andar aunque todas las fuentecillas que encon-

tró estaban secas.

Por fin llegó hasta el rebaño. Calculó que por la hora pronto aparecerían los pastores ya que
ninguno se

veía por allí.

Y de repente se encontró frente a un gigantón, aparecido no se sabía por dónde. Iba sucio,
astroso, con

barba de muchos días y cara de muy pocos amigos.

Sin ningún temor el peregrino se acercó a él para pedirle agua.

Netú (pues se trataba de él), poco dispuesto como siempre a hacer favores, desde su orgullo
altivo, se la negó:

-No tengo agua para tí. Sólo para mis rebaños. Y date por satisfecho con que te deje
marchar vivo. Ni siquiera sé por qué lo hago.

El peregrino, con voz tranquila, le repondió:


-Veo que tienes el corazón duro como la piedra. Ojalá que todo tú te conviertas en piedra.

Y en ese momento el gigante quedó petrificado y convertido en lo que es hoy: en el pico de


Aneto.

Las gentes de la montaña aseguran que el peregrino era Dios.


Ya no juegan al corro en la plaza las niñas de Abella, de Espés o de Alíns. Hace unos
cuantos años sí, al salir de la escuela. Mientras los niños, siempre más traviesos, corrían por
los campos del contorno buscando nidos de pardales, trepando a los árboles o midiendo sus
fuerzas en centenares de juegos, las niñas dejaban en el

suelo sus portalibros y sus bolsas de labor y a su

alrededor se cogían de la mano para jugar en aquellos corros, llenos de gracia, y


desgranaban sus cantinelas, repaso de las leyendas más hermosas que acumuló nuestra
historia (”yo soy la viudita del Conde Laurel...”), “Mambrú se fue a la guerra, qué dolor,
qué dolor qué pena...”) y sus caritas sonrosadas, debajo de sus

cabecitas repeinadas, adoptaban los gestos patéticos que pedía la canción.

Y con frecuencia, poniendo siempre un pellizco de picardía, y evocando otra leyenda


antiquísima de nues-

tra Ribagorza, repetida de generación en generación, entonaban:


Barón de Espés, Barón de Espés, a Obarra vas y a Obarra ves, pero a Espés no tomarás
mes.

Una niña del corro, que había permanecido callada, casi siempre la de trenzas más rubias y
ojos más azules, se colocaba en el medio y respondía con voz

ahuecada, lo más hombruna que le salía: “A mí, con mi

perrita y escopeta, nada me da miedo”:

Yo, la escopeta y la goseta, res me fa por.

Ya han pasado muchos años desde la época del Conde Bernardo de Ribagorza, Barón de
Espés, y el tiempo se ha encargado de desdibujar sus andanzas y hazañas. Sin embargo la
leyenda sigue en pie. Yo la escuché de labios de una abuelica de Castanesa en un atardecer
de diciembre, en el hogar, junto a las llamas

chisporreantes. Me gustó y la guardaba para vosotros:

Pues señor, era cuando los reyes y los príncipes y los duques eran los dueños absolutos de
los castillos y los pueblos y sus pobladores, y toda la gente se tenía que plegar a sus
caprichos a cambio de un corrusco de pan y un poquito de una muy dudosa protección.

¿Que el señor del castillo se enfadaba con el de


otro castillo porque le había insultado diciéndole que él era mejor cazador? Pues sus
aldeanos tenían que dejar su trabajo y sus casas y acudir a luchar contra el que había
provocado a su amo y señor.

¿Que en la chimenea del barón se acababan los

tizones que forzosamente tenían que arder continuamente? Pues sus súbditos tenían que
dejarlo todo para ir a la

sierra, al carrascal, a por la leña que él necesitaba.

¿Que las bodegas del señor se resentían después de una semana de juerga continua con
otros amigos nobles? Pues los campesinos habían de vender posesiones suyas para poder ir
a comprar el vino a la tierra baja y rellenar los mermados toneles de la abundante bodega
de su

amo.

¿Que la baronesa necesitaba más criadas para man-

tener su casa como el oro de limpia, porque no era cosa

de que ella cogiera ni una sola vez una bayeta? Pues sen-

cillamente señalaba a las mozas que le dictaba su capricho y automáticamente pasaban a su


servicio, y por supuesto sin recibir nada a cambio.

Así eran los tiempos. Así las costumbres: unos

pocos dueños de todo, hasta de la vida de sus súbditos.

Y éstos, verdaderos esclavos, debían estar siempre al servicio del noble, a todo lo que
mandase y ordenase so

pena de caer en desgracia del conde, o duque, o marqués que dominaba la comarca. Y caer
en desgracia del amo

significaba el verse privado de su casa, de las cuatro


cosillas que poseía, a veces hasta de su familia. Con

frecuencia hasta la muerte.

Uno de estos hombres tiranos y vanidosos era el

Barón de Espés. Disponía de sus vasallos a su antojo y creía que con sus generosas
limosnas al Monasterio de Obarra podía comprar su cielo y acallar los rumores dis-

conformes de todo el contorno.

Su orgullo prepotente y su malsana pasión le con-

dujo hasta a poner los ojos en una novicia jovencita de Obarra que hacía poco tiempo había
entrado en la

beatería de junto al Monasterio.

Debía ser preciosa como un rayo de sol y había decidido consagrarse a Dios. Don
Bernardo, en cuanto la conoció, empezó a frecuentar cada vez más el monasterio al que
hacía regalos y más regalos esperando a

cambio conseguir que la novicia se saliera del convento

para entregarse a él.

Sus pretensiones significaban, está claro, un desprecio a todo lo sagrado. Pero también
suponían no

conocer muy bien ni a los frailes del Monasterio ni a sus paisanos. Muy pronto, el
descontento de unos y otros hizo causa común.

Se reunieron para estudiar la situación y decidieron todos juntos hacer un escarmiento


eficaz en la cabeza de

su señor. Espiaron todos sus movivientos y aficiones, es-

pecialmente la caza que le alejaba muchas veces de su

castillo para meterse por entre los bosques del contorno.


Y una tarde en que había partido de cacería con la única

compañía de sus armas y de su perrita favorita, fue el día señalado para ajustarle las
cuentas.

Dicen que una bruja del pueblo, que como todas

estaba confabulada con el diablo para hacer el mal corrió (o voló en la escoba) para avisarle
del peligro que corría para que huyera o se escondiese. Lo encontró en la borda de Farrás
de Espés cuando estaba asando una

liebre recién cazada. Allí se disponía a merendar tranquilamente, ajeno a todo lo que se le
veía encima.

Y la bruja se puso a cantarle una canción:

Señor de Espés a Obarra vas y a Obarra ves

pero a Espés no tornarás més.

Don Bernardo escuchó el aviso sonriendo despectivamente. ¿Quién podría ser capaz de
atentar contra él? Acarició su arma y contestó cantando tranquilamente según una versión
antiquísima:

Con la goseta (=perrita) que porto y la espingarda que llevo no le tendré miedo ni al mismo
diablo.

La bruja se marchó enfadada porque no le había hecho caso. El barón terminó de merendar
y se volvió hacia su castillo.

Para llegar a él, tenía que atravesar el barranco de


Salat... Desde las alturas las gentes de los pueblos de sus

dominios empezaron a acosarle a pedradas. La única es-

capatoria posible era un puentecico muy estrecho sobre el barranco y hacia él se precipitó.

Pero allí lo estaban esperando los frailes del Monasterio que venían con sus perros
mastines.

La lucha fue terriblemente desigual. Los mastines, azuzados, se abalanzaron sobre el señor
de Espés y de nada le sirvieron ni la goseta ni la escopeta. Allí mismo lo despedazaron.

Cuando se hizo presente la Justicia, nadie sabía nada de nada. Solamente sugerían que tal
vez lo habían matado las brujas del Turbón por haber incumplido algún pacto con ellas.
‘01V

Al igual que nuestra fabla y nuestras tradiciones más ancestrales, también la mitología
aragonesa parece que se ha refugiado entre los escondrijos del Pirineo. Allí es preciso
acudir en busca de nuestras esencias y de nuestro pasado.

Allí se conservaban de padres a hijos hasta que la televisión rompió el hechizo de las largas
veladas de invierno que reunían a la mor de la lumbre a abuelos y críos y aquellos
escanciaban en las almas curiosas de sus nietos todo lo que ellos, a su vez, habrían de
transmitir a los suyos. Pero la televisión astilló las cadieras y apagó para siempre el calibo.

Pero quedan todavía las purnetas para reconstruir nuestra mitología. Yo no sé si es que los
bosques y las montañas, las grutas y las cumbres, las nieves y los cierzos crean el caldo de
cultivo adecuado a la leyenda
0 si el contagio de la mitología latina que humanizaba y multiplicaba dioses ayudó a crear
el mito.
La montaña, imponente, recorta su blancura contra el cielo azul.

Miras a lo alto y sigues caminando. Y a cada instante la perspectiva te cambia la figura.


Aquel picacho que antes parecía la quilla de un velero solitario es ahora una pirámide
gigantesca; luego, el perfil inmaculado de una diosa, mientras sus compañeros de
decoración han convertido sus gestos serenos en rictus avasalladores de dolor.

Por eso no es extrañar que los montañeses hayan encontrado siempre en todas sus montañas
y heleros y rocas y lagos, la personificación más absoluta de lo humano, prestándoles a
todos sus sentimientos y pasiones de hombres y mujeres.

La leyenda, que en tantas culturas ha servido para difuminar la historia de los pueblos o la
ha interpretado, es aquí leyenda pura que nos sirve, no para descifrar la naturaleza, sino
para descubrir el alma poética de sus hombres.

Es el caso de la leyenda de Formigal.

Formigal en aragonés significa “hormiguero”, como todo el mundo sabe. No obstante,


cuando uno visita ese precioso paraje tensino, ya famoso en el mundo del esquí, queda
sorprendido por la ausencia de hormigas. Sobre todo, de hormigas blancas que en

tiempos antiquísimos, por lo visto, abundaban allí.

Y entre Formigal y Sallent de Gállego destaca una


de las peñas más emblemáticas de nuestro Pirineo. Su silueta, con una doble punta a
manera de bonete, se refleja ahora en el lago artificial de Lanuza porque le gusta re-

petirse ya que es única. La llaman “La Peña Foratata” y los que la han escalado aseguran
que está casi hueca. Una boca, en su cima, parece la entrada del mundo del más allá: un
volcán que nunca ha tenido erupción: la puerta del centro de la tierra.

Todos estos datos han forjado la leyenda.

El anciano que me

la contaba hablaba con voz bajita y susurrante, como soñadora; y la vivía de tal modo que
daría yo algo por reproducir exactamente sus palabras, ya que no sus gestos:

Anayet y Arafita
eran tal vez los dioses más pobres de la montaña. Les habían despojado de sus pinares, y
abetales. En sus

umbrías ya no se encontraban ni siquiera fresas o chor-

dones. Hasta sus ganados escaseaban. Tampoco acudían ya los sarrios que no encontraban
en ellas nada para comer. Sus senderos se habían convertido en pasos de contrabandistas.

Anayet y Arafita eran pobres pero trabajadores y honrados. Poco les importaba que los
otros dioses-montañas los despreciasen porque ellos, en su pobreza, eran felices. Es más:
tenían un tesoro que por nada del mundo cambiarían: una hija preciosa - la diosa Culibilla -
a la que el cielo había adornado con todas las

gracias imaginables entre las que destacaban sin duda el candor y la hermosura. Nada
quería saber nunca de las

pretensiones de todos los otros dioses pirenaicos.

Sus mejores afectos eran, sencillamente, hacia los corderillos que competían en blancura
con los inmensos

heleros y glaciares que rompían el verdor de sus monta-

ñas. Y más aún amaba a las humildes y trabajadoras hormigas blancas que durante el
verano continuaban

blanqueando la montaña, hasta el punto que Culibilla la bautizó con el nombre de Formigal.

La bucólica paz se acabó el día en que Balaitús se

enamoró ardientemente de Culibilla.

Balaitús era el reverso de la medalla: fuerte, poderoso, temido de todos. Ningún obstáculo
se oponía
jamás a sus deseos. El amasaba las terribles tormentas del Pirineo y forjaba los rayos
capaces de destruir todo lo que a él se le antojara. Violento como ninguno, cuando se
enfadaba y hacía correr sus carros por encima de las nubes, se extremecían hasta los
cimientos de las montañas.

¿Cómo iba a ser Culibilla feliz con ese dios? Naturalmente, lo rechazó igual que a los
demás que la habían pretendido. En mal momento para ella porque el desairado Balaitús,
que era la primera vez que no colmaba sus deseos, juró raptarla. Anayet y Arafita temían
sus

furores pero ¿Qué podían hacer los pobres para defender

a su hija?

En tres zancadas dicen que se presentó Balaitús ante Culibilla, decidido a cumplir sus
propósitos. Las montañas todas estaban atónitas, sin atreverse a defender a la hermosa y
desgraciada diosa. Balaitús era el Zeus de aquel Olimpo Pirenaico. Y dice la leyenda que
entonces Culibilla, al verse perdida, gritó:

-¡A mí las hormigas!

A millares acudieron de todos los sitios las hormigas blancas que empezaron a cubrir a
Culibilla ante los

ojos de Balaitús que, horrorizado, emprendió la huída.

Culibilla, en el colmo de la amistad y el agradecimiento, se clavó un puñal en el pecho para


guardar dentro, junto a su corazón, todas las hormigas: es el

forau de Peña Foratata.


Y cuentan que los que suben al forau de la Peña, pueden oir claramente los latidos de
Culibilla, la diosa agradecida.

Y aseguran también que en Formigal, desde entonces, ya no hay hormigas blancas: todas
las tiene ella.
En el Altoaragón las gentes atribuyen a los moros todas las construcciones que perduran
por su solidez a

través de los siglos. Parece que no hicieron otra cosa que dedicarse a la albañilería. Todos
los castillos los han

hecho los moros. Todas las atalayas y torreones se

llaman “el castillo del moro”, las acequias... todo. Y, naturalmente, también los puentes.

Todos los puentes, pues, son de los moros; menos tres que por su atrevimiento se asegura
que fueron fabricados por el mismo diablo. El uno está en el

congosto de Olvena, sobre el Ésera, y a fe que parece cosa del demonio pensar cómo
pudieron colgar allí ese

increíble paso de piedra sobre el abismo. El otro se

encuentra en el valle de Tena, en el camino viejo de Biescas. Los dos se conservan


perfectamente a pesar de su avanzada edad. Y todavía queda otro con una leyenda preciosa
que forzasamente tenemos que contar.

No intentéis verlo porque ya es imposible. Estaba


en el Entremón no lejos de l'Aínsa en el paraje más angosto del Cinca, allí donde más tarde
se estrellarían

muchas nabatas al bajar sus troncos por el río y donde más nabateros perdirían su vida. Era
el único puente que aguantaba las terribles avenidas del río y es lógico que la leyenda lo
aureolase con su imaginación. Pero hoy yace bajo las aguas del pantano esforzándose por
resistir entero.

Dicen que se construyó por el año de Maricastaña, que viene a ser algo así como el siglo
VIII. Fijaos si tenía años. Pero lo más curioso es toda la leyenda que rodea su construcción.

El rey del lugar -no sabemos su nombre- estaba muy preocupado ante las inquietantes
noticias del avan-

ce del Islam hacia el norte. Le iban llegando las noticias de sus emisarios:

-Los moros van a salir de Huesca y de Barbastro con intención de atacaros a vosotros.

-Los moros han cruzado la sierra de Sevil y se

dirigen hacia allí.

-Una bandada de sarracenos viene por la Carrodilla y van hacia el Entremón.

-Los de El Grado dicen que han visto una polvareda de caballos a lo lejos y tomaban esa
dirección.

Y así todos los días.


Los cristianos caían en la cuenta de que un ataque por la orilla derecha del Cinca
significaría cogerlos en

una ratonera ya que no tendrían posibilidad de defensa y menos aún de una escapatoria por
el Entremón. Sólo un puente hubiera podido solucionar el problema pero eso tenían que
haberlo previsto muchos años antes. El puente no existía y ya era demasiado tarde para
pensar en él.

Meditaba el rey todas las soluciones y todas le parecian imposibles. Mientras, las noticias
de la proximídad del enemigo llegaron alarmantes. En menos de

cuatro días se calculaba que los moros llegarían a

Mediano. Empezó a encomendarse a todos los santos cuando de repente recibió la visita
más inesperada: el diablo en persona.

Ya se sabe que Belcebú trata de sacar partido en

todas las dificultades de los hombres y la ocasión se le

presentaba de perlas. Aunque el rey no esperaba precisamente su presencia estaba dispuesto


a recibir la ayuda viniese de donde viniese. El ya sabía que el diablo es el

padre de la mentira y que nadie puede fiarse de él, pero también era indudable que tenía
mucho poder.

El demonio hizo una cortesía al rey, con una

sonrisa de conejo, y con mucha sorna le espetó:

-Parece que los santos no te tratan demasiado bien. Menos mal que estoy yo también aquí.

-Espero que San Miguel nos eche una mano, por-


que nunca nos ha dejado en la estacada. Pero ya que estás tú aquí, supongo que nos traes
alguna proposición.

-Nunca he oído decir que ese santo se dedicara a

la construcción. Porque ése es vuestro verdadero problema. Yo sí. Y mi propuesta es muy


concreta y muy buena para vosotros: nada menos que construiros un puente antes de que
lleguen los moros.

-Tengo mis dudas de que un pobre diablo pueda hacer eso. Y en todo caso, me imagino que
algo querrás a cambio...

-Naturalmente. Yo os construyo el puente y vos-

otros me regalaís las tres doncellas más hermosas del pueblo.

El rey palideció porque entre esas tres doncellas, es

claro que se contaban sus dos hijas. Pero ¿Qué podía hacer? Si entraban los moros en el
pueblo también se perderían sus hijas y toda su familia y todo el lugar, Pensó que podía
engañar al diablo poniendo él también una condición que Belcebú no podría cumplir, pero
que adelantaría la construcción. Luego ya se las ingeniaría para terminar él la obra.

-Acepto tu condición, pero yo pongo otra: tienes que construir el puente tú solo y en una
sola noche.

El demonio sonrió y debió pensar que los mortales desconocen su verdadero poder. Le
contestó con aplo-

mo:
-Entonces, estamos de acuerdo. En una sola no~ che. Hoy mismo os construyo el puente y
mañana me

entregáis las doncellas.

Casi se arrepintió el rey al ver con qué seguridad hablaba y quiso atar los cabos:

Empezarás justo al anochecer y tienes que acabar antes de que cante el primer gallo del
pueblo.

El diablo desapareció de su presencia frotándose las manos de satisfacción.

Sabía lo que tenía que hacer. La primera faena que acometió Belcebú fue degollar todos los
gallos y aun los pollos jovencitos del pueblo y de sus alrededores para asegurarse que nada
impediría la terminación de su

trabajo. A continuación, puso manos a la obra al aparecer la primera estrella en el


firmamento.

Era pasmosa la rapidez con que reunía, una tras

otra las piedras del puente que se convertían en sillares perfectos casi con sólo tocarlas:
igual que si fueran de barro.

Hacia la media noche los vecinos, que vigilaban el trabajo, comunicaron al rey la muerte de
los gallos. No quedaba ni uno y ninguno cantaria. La partida estaba perdida.

Aquella noche nadie dormía en el pueblo. Miraban asombrados y consternados cómo el


diablo, con un pie
0..
a cada lado del río iba colocando las piedras una encima

de otra con una rapidez increíble. Los soportes de los dos extremos habían subido ya hasta
el camino y ahora se empezaba a formar el arco del puente.

Todos rezaban a San Miguel, el arcángel que siempre ha derrotado al diablo y todos
esperaban un milagro, no sabían cómo.

Al asomar por la sierra de Campanué el primer resplandor del alba ya estaba casi cerrado el
ojo del puente. Sólo faltaba colocar la última piedra. Ya la tenía el diablo en las manos. Su
carcajada sardónica y su grito de triunfo se pudo oir desde todo el contorno. Pero cuando
iba a colocarla para cerrar definitivamente el puente se oyó el canto del gallo.

Belcebú, desesperado, se arrojó al Cinca.

El rey había enviado a los dos pretendientes de sus hijas, uno a Naval y el otro a l'Aínsa en
busca de un gallo. Justo llegaron a tiempo. Pero los gallos, por la fatiga del viaje se negaron
a cantan Ya estaba todo perdido. Entonces, una de las hijas, al ver al diablo con la última
piedra en sus manos imitó con todas sus fuerzas el quiquiriquí del gallo, de un modo tan
perfecto que engañó al rey del infierno.
Nos gustaría conocer la infancia de los grandes hombres. Cómo eran y qué hacían cuando
eran niños los

santos, los sabios, los héroes. Pero nunca nos lo cuentan. Y sin embargo es en la infancia y
en la juventud en

donde se fraguan las personas. Pero la historia se lo

calla. Menos mal que nos queda la leyenda para rellenar esos vacíos de las biografías.

Uno de los grandes monarcas que ha reinado en

Aragón fue, sin lugar a dudas, Alfonso 1, el rey que mayor impulso dio a la Reconquista; el
que arrebató en

unos pocos años a los moros más de veinticinco mil kilometros cuadrados de tierra; que
dominó desde Tudela a Madrid, que llegó hasta Andalucía y se planteó por primera vez en
la historia de España la conquista de Granada, el bastión musulmán. Por eso la Historia lo
ha apellidado como “El Batallador”.

Sin embargo, su infancia parecía destinarlo a otros

menesteres mucho menos “batalladores”. Era hijo se-


gundón del rey Sancho Ramirez y su padre quiso para él una educación mucho más de
fraile que de soldado, sin duda con intención de destinarlo a la Iglesia.

Por eso lo encomendó en primer lugar a los frailes

de Aísa, y más tarde a los de San Pedro de Siresa, cerca de Echo.

Precisamente en las cercanías de Siresa se enmarca

esta leyenda que nos regala un rasgo predominante del que al correr de los años sería
aguerrido rey. Todo sucedió en la “Boca del Infierno”.

Con razón la llaman la “Boca del Infierno”. Aun apoyándose en el malecón que hace de
salvamiedos y con los pies sólidamente aferrrados al suelo se siente el vértigo que embota
la cabeza y agarrota los miembros.

Las dos orillas del Aragón Subordán, hechas roca, se aprietan una contra la otra dejando
ver allá abajo las turbulentas aguas negruzcas que rugen al saltar de gorga en gorga y que,
como un misteroso imán, atraen con

fuerza irresistible al temerario que se atreve a asomarse

a ellas. Boca del Infierno, aunque la barca de Caronte jamás osaría meter la quilla en sus
aguas.

Hace ya cientos de años que era uno de los parajes favoritos de caza para el joven Alfonso.
Es verdad que nadie, nunca, le había visto temblar ante nada. Cuando un peligro de
cualquier clase parecía acecharle, sus ojos negros, tan profundos que no se podía descubrir
su

fondo, se iluminaban brillantes y parecían sonreir con


un toque de iroma y dasafío. Y esa mirada, jamás le abandonaría más tarde en las cien
batallas en que empeñó su vida. Por disposición de los reyes, sus padres, se

criaba en el monasterio. El abad lo templaba en el

cuerpo y en el alma para ser rey de Aragón como si

adivinara que el pequeño no había nacido para encerrar-

se en un claustro sino para ceñir la corona más gloriosa de España y para recorrer las tierras
infinitas de Castilla y Aragón.

Una ascesis implacable y una disciplina inflexible exigían al joven príncipe el


comportamiento más cabal y el estudio más serio para poder disfrutar algunos ratos de su
deporte favorito, la caza.

A diferencia de su hermano Ramiro, odiaba los latines y sólo la esperanza de una tarde de
libertad plena por la selva de Oza le hacía digerir su sintaxis y sus declinaciones.

Uno de esos días de asueto, salió Alfonso del Monasterio acompañado por sus cortesanos,
mozalbetes de casas solariegas aragonesas, intemos como él en el convento. Con sus risas
de tarde de libertad llenaban de alegría todo el contorno. Las conversaciones eran las
lógicas de su edad y de su tiempo: todos deseaban participar en la lucha contra los moros y
todos se sentían capaces de realizar mil proezas en el campo de batalla.

Y a las palabras unían los gestos fieros de su rostro


y los ademanes de terribles mandobles con espadas imaginarias, la cabalgada por los
campos sin otro caballo que el de su fantasía, y triunfos espectaculares que causarían el
terror del enemigo y la admiración de los cristianos.

Todos porfiaban en cuáles serían sus temerarias hazañas; todos hablaban a la vez y ninguno
escuchaba, y su algarabía rompía la paz eterna de los montes. Así llegaron hasta la Boca del
Infierno: allí se convirtieron

todos en guerreros de armas arrojadizas y desde lo alto lanzaban pedruscones al abismo.


Las piedras se partían, se despedazaban al entrechocar en las rocas de sus

paredes y salpicaban allá abajo en el fondo del río espumeante.

Y cuando menos lo esperaban, les cayó un jarro de agua fría: se oyó un rugido
inconfundible; se removió

ruidosamente la maleza y por entre ella apareció ante sus ojos atónitos un oso. Un enorme
oso que se erguía sobre sus patas traseras en ademán de atacar a toda la pandilla de
muchachos, hasta entonces feroces guerre-

ros.

Todo su ardor y valentía se vinieron abajo en un

instante y después del primer estupor que los dejó paralizados, en cuanto pudieron
reaccionar, huyeron todos despavoridos hacia el refugio estable del Monasterio.

Todos, menos el infante Alfonso. El no había

nacido para huir de nadie. Con increíble sangre fría para


sus pocos años, sin movimientos bruscos que podían excitar más al animal, se descolgó el
arco y tomó una

flecha de su aljaba. La colocó en el arco, lo tensó todo lo que le dieron de sí sus fuerzas. Se
llevó la mano

derecha a la mejilla y apuntó cuidadosamente al centro del pecho del oso y disparó su saeta.

El tiro, demasiado débil para tan terrible fiera no

consiguio asustarla sino exasperarla más y hacerla avan-

zar en dirección al muchacho con la intención que puede suponerse. El chico, sin perderle
la cara, empezó a retro-

ceder despacio empuñando su cuchillo de caza. Solamente era un niño de una docena de
años, pero estaba decidido a vender muy cara su vida.

Estaba acercándose demasiado al borde del camino. Un traspiés le hizo caer hacia atrás y
solamente sus

reflejos le salvaron de despeñarse. Se había agarrado a

unas matas de boj y allí estaba, entre el oso y el precipicio, al borde de la muerte, el que iba
a ser el más noble rey aragonés.

Su situación era desesperada. Sus compañeros debían estar lejísimos a salvo. Imposible
intentar descender hacia el abismo por sus paredes roqueñas y resbaladizas cortadas a pico.
Sin nigún repecho o escalón o grieta donde sujetarse. Imposible también trepar, pues
además de la dificultad de la escalada, iría a caer en las zarpas del oso que rugía cada vez
más de rabia y de dolor por la herida recibida.

Alfonso calculó que no aguantaría mucho rato en


aquella postura, colgado de las manos que ya le dolían por el esfuerzo y se iban
entumeciendo, sin poder apoyar los pies en ningún sitio. Su frente estaba empapada de
sudor y también sus manos que querían soltarse de la

rama.

Antes de quedar agotado del todo debía tomar una

resolución. Junto a él, no muy lejos, otras ramas de boj le podían brindar un arma para
hacer frente a la fiera ya que su cuchillo de monte se le había escurrido de las

manos hacia el río al caer. Soltó una mano y empezó a

balancear su cuerpo para alcanzar el otro boj.

El esfuerzo le dejó todavía más dolorido y resultó, además, inútil: su escasa envergadura no
le daba de sí

para llegar hasta la otra rama. En vano escudriñó la roca

a través de sus lágrimas para descubrir alguna hendidura en la que clavar sus dedos. La
madre naturaleza no había

previsto situación semejante.

Ya sólo le quedaba rezar. Empezó a encomendarse

a San Pedro Apóstol, el patrono del Cenobio y lo hizo con toda su alma. Nunca había
rezado así.

Mientras, el oso se acercaba peligrosamente hacia él despreciando el abismo. Ya tenía al


cazador al alcance de la mano y alargó su zarpa hacia él. Alfonso, por primera vez cerró los
ojos.

De repente una perrible pedrada en la cabeza

detuvo al animal. A ésa siguió otra que le acertó en un


ojo y lo echó hacia atrás rugiendo. El infante oyó que le gritaban con fuerza:

-"Aguanta zereño, mozé, que ya somos baixando! “

No sabía si aquellas palabras eran realidad o fruto

de su delirio. La cabeza parecía quererle estallar por las sienes. Estaba a punto de
desmayarse de puro agotamiento, cuando notó que unos brazos robustos lo sujetaban fuerte
y lo izaban hasta el sendero. Le pareció ver

que otro hombre estaba rematando al malherido oso.

Eran pastores de Echo que habían llegado muy a

tiempo atraídos por los alaridos lastimeros de la fiera ya que no por gritos del infante que
no había despegado sus labios.

Lo reanimaron como pudieron. Le refrescaron la frente con un pañuelo empapado de agua


y le hicieron tragar unos sorbos de vino de su bota, que le pareció que le devolvía la vida.

No tenían otra cosa. El infante asió entre las suyas la mano que le había dado de beber y la
besó con unción

y agradecimiento.

Cuando se hubo recuperado un tantico y la palabra le volvió a los labios Alfonso se dio a
conocer: era el hijo del Rey y les ofrecía trabajar para él cuando fuese mayor y se
embarcase en la empresa de defender su reino, tal vez hasta ciñendo su corona.
Los contrataba ya desde ahora para luchar siempre a su lado, a ellos y a todos los chesos
que lo deseasen.

También ellos, a pesar de ser hombres avezados a

toda clase de peligros y calamidades, estaban conmovidos por la valentía de muchacho tan
joven, y pensaron que bien valía la pena derrochar valor junto a un príncipe tan valeroso.

Así es como nació el famoso Cuerpo de Monteros Reales de Don Alfonso el Batallador.
Entre todas las peñas famosas derramadas en

nuestra tierra, nuestra historia y nuestra leyenda, ninguna tan entrañable para nosotros
como San Juan de la

Peña, cuna de Aragón y de su reconquista, símbolo de la fe, la tenacidad y la voluntad de


un pueblo que no se

resigna al anonimato ni a la serviduribre. Un pueblo profundamente díscolo e


independiente por citar sus

virtudes-defectos que no han cambiado con el paso de los siglos.

Dicen que Dios al hacer el mundo, todas las piedras que le sobraron las echó en Aragón.
Por eso tene-

mos tantas. Por eso nuestra historia está unida a ellas.

Todo el mundo conoce San Juan de la Peña y aun con

peligro de contar algo de sobras conocido es preciso aquí hablar de su leyenda.

Razón tienen los asturianos al enorgullecerse de su

Covadonga, los catalanes de su Montserrat, los navarros de su Aralar. A cada uno lo suyo.
Pero es que San Juan
de la Peña es otra cosa. Escondido como nuestras virtudes; duro como nuestro temple y
poético y hermoso; gigantesco y sorprendente; austero y acogedor.

Cuando todo el Alto Aragón esté definitivamente deshabitado o colonizado, cuando ya se


hayan vaciado del todos nuestros pueblos y nuestros valles se hayan en-

charcado y apantanado, cuando nuestras obras de arte terminen de alojarse en los museos y
nuestros documentos hayan terminado de atiborrar los archivos catalanes y castellanos,
cuando ya no quede nada, le bastará al turista con visitar San Juan de la Peña y en esa
rinconada

entrañable adivinará forzosamente que aquí hubo un

pueblo diferente, con idioma diferente, con diferentes valores y distintos esquemas
mentales.

Yo ya no estaré. Ni tú. Ni siquiera nuestros niños más pequeños. Pero San Juan de la Peña
seguirá siendo una canción de piedra.

.No sé si todo esto lo pensaba o al menos lo intuía aquel astroso y enjuto anacoreta de hace
doce siglos que dejó su pueblecillo de Atarés arrinconado en la montaña y sonriente como
ella.

Llevaba días y días dominando su cuerpo y flagelando sus instintos, dejando volar así su
alma enamorada de Dios. Y un día de primavera, en el hondón de la roca hecha bóveda, sus
manos sarmentosas empezaron a

apiñar piedra sobre piedra la ermitica humilde de San Juan Bautista. Aquel día, sin saberlo,
empezó el buen ermitaño a hacer Aragón.
No lejos de la enorme gruta de San Juan de la Peña se encuentra el monte Pano que
engancha su historia con la del Santuario.

Cuenta la leyenda que cuando los árabes invadieron nuestra tierra, aunque muchos de
nuestros mayores pactaron con ellos y se avinieron a ser sus amígos-esclavos, un gran
grupo de cristianos huyeron al Pirineo, a lo más intrincado de sus montañas y se

reunieron en el monte Pano en donde decidieron construir una ciudad que llevaría su
nombre y que significaría la resistencia al invasor.

La abigarrada multitud, con sus sayas de colores lampantes y sus zamarras de piel de oveja
llenaba la esplanada del Pano y las jergas de sus valles se entre-

mezclaban animadas. Una misma ilusión los unía a todos.

Iban colocándose donde lo disponía un anciano de

blancos cabellos bajo los que se asomaban unos ojos de azul intenso. Lo ayudaban en la
tarea sus dos hijos, Oto y Félix, nerviosos mocetones, que querían acelerar todas las cosas
para disponerse pronto a luchar contra el

invasor de sus tierras. Rebullían por los corros de gentes; aquí hablaban con unos, allá con
otros, persuadían, animaban y contagiaban reclutando a la juventud para la pelea.

Una mañana, al acercarse a su padre para recibir las órdenes del día, lo encontraron con el
rostro más
grave que nunca, la mirada triste, hasta más encorvado que otras veces por el peso de los
años y las preocupaciones. Les explicó que la noche anterior había escuchado un quejido
lloroso:

-Es la Maladeta que siempre suena así quejumbrosa cuando se avecina una desgracia y más
todavía si el Cuculo se corona de boiras negras como esta mañana.

Por desgracia, el presagio de la montaña maldita no tardó en cumplirse. Los agarenos


habían descubierto el proyecto de ciudad y fortaleza en el monte Pano y se disponían a
atacarla y asolarla antes de que estuviera terminada del todo. Una muchedumbre increflole
de guerreros moros subía ya por las laderas de la montaña.

Los aragoneses se dispusieron a una lucha desigual, como tantas y tantas veces les iba a
tocar a lo largo de su historia. Y todos, hombres, niños que apenas podían con el peso de la
azcona, viejos de pulso tembloroso, mujeres hechas para derramar paz y cariño, todos se
aprestaban a la defensa.

De nada les iba a servir. La batalla fue terrible. Por

cada cristiano había treinta moros. Uno a uno fueron

cayendo los defensores ante el mortífero alfanje sarrace-

no que se ensañaba de manera especial contra los niños, como si quisera matar de raíz todo
intento de rebrote del campo cristiano.

Todo fue un caos, un lamento continuo, un griterío ensordecedor. En unas pocas horas, el
proyecto de ciu-
dad quedó cubierto de sangre y las paredes que habían empezado a levantarse, como una
esperanza y una

promesa, arrancadas de cuajo.

Solamente quedaron para contarlo dos hombres maltrechos y malheridos: Oto y Félix, que
tuvieron que apartar los cadáveres de sus compañeros para poder ponerse en pie. Los
sarracenos, cumplida su misión habían desaparecido como una exhalación igual que habían
llegado.

Al encontrarse vivos, exclamó Felix: “¡Oto, hermano mío!” - y corrió a abrazarlo. El, sin
una lágrima en los ojos y con toda el alma en su voz le contestó:

-"Tu hermano, sí, pero no Oto. He olvidado ese


nombre. Ya no me llamo Oto. Hice un voto y desde hoy en adelante me llamaré Voto”.

Difícil le iba a resultar a Voto cumplir su promesa. Y a Félix que desde el primer momento
decidió unirse a su hermano en la empresa imposible: sacar de las cenizas del maltrecho
Aragón un pueblo nuevo.

De momento no tenían otra posibilidad que animarse mutuamente y adiestrarse para la


lucha en las anfroctuosidades de la montaña dedicándose a la caza que era lo único que
tenían a su alcance, incluso su único medio de vida.

Por eso aquella mañana el joven Voto perseguía enconadamente a un corzo. Lo adivinaba
entre los pinos, abetos y matujos. Se había lanzado a todo el galope que permitía la
espesura del terreno. Ya le parecía tener la pieza a tiro, cuando se le volvía a escabullir. En
un

instante en que el animal asomó su testa entre la maleza, casi un poco a ciegas le lanzó la
azcona con toda la fuerza de su brazo.

Vió que el corzo dibujaba una cabriola en el aire y Voto se precipitó hacia él. El caballo dio
un relincho

lastimero, clavó sus cuatro cascos en la roca cubierta de musgo y sin el mínimo derrape
quedó cosido al suelo con todas las crines erizadas.

El jinete, milagrosamente aferrado al cuello de su

montura no salió despedido. Temblado todavía, descabalgó, apartó con su espada la maleza
y quedó horrofi-
zado al mirar: unas pulgadas más le hubieran precipitado en el increíble abismo de piedra.

Recordó que se había encomendado a San Juan.

Solamente un milagro del cielo y de su santo patrono le habían salvado la vida. Atraído por
el vertiginoso precipicio quiso explorar el hondón que le había maravillado.

Un escarpado sendero de cabras que se borraba del todo de trecho en trecho bordeaba el
abismo. Lo siguió con toda cautela. De cuando en cuando la espesura le dejaba adivinar el
fondo de la barrancada muchísimo más abajo. A su paso graznaban inquietos los
aguiluchos escondidos en los agujeros profundos de la roca y las águilas reales expiaban
sus movimientos desde su vuelo majestuoso. A su lado, únicamente las lagartijas parecían
moverse seguras por la peña.

Al cabo de una hora de descender jugándose la vida en la escarpadura llegó a la base de la


peña.

La gigantesca mole de piedra terminaba en una

cueva a la que defendía de las inclemencias a modo de visera. Penetró en la gigantesca


gruta, y casi en el fondo descubrió lo que parecía una rústica ermita de piedras
amontonadas. No tenía puerta alguna que la cerrase.

Entró en ella.

Parecía el símbolo de la pobreza y austeridad. Y en

el suelo, tendido, el cadáver andrajoso de un ermitaño con un basto sayal ya medio podrido
por el tiempo. La tétrica visión lo dejó paralizado. Luego observó al ana-
coreta. Ni un rictus de dolor o desesperación: una serenidad absoluta aureolaba sus rasgos
carcomidos y apergaminados. Su cabeza estaba apoyada en una piedra a manera de
almohada y sobre ella podían leerse unas palabras toscamente trazadas:

“Yo, Juan, fundador de esta iglesia y el primero que la habitó, por amor de Dios
despreciando la vida humana, como pude, construí esta iglesia y la dediqué a San Juan
Bautista; en la cual he vivido largo tiempo como ermitaño, y ahora, muerto, descanso en el
Señor. Amén.”

Voto comprendió la ayuda de San Juan y de este otro Juan -Juan de Atarés- servidor suyo.
De ahora en adelante ya tendría una misión que cumplir: consagrar al cielo este rincón
idílico del Pirineo.

San Félix y San Voto serían los primeros habitantes del Monasterio de San Juan de la Peña
que había cimentado el ermitaño Juan de Atarés.

Con San Juan de la Peña, Aragón se ponía en pie y comenzaba no sólo la cruzada contra el
Islam, sino el nacimiento de un Reino.
wlb
‘44, o'r LAINFORTUNADA
Si ahora nos impresionan los desfiladeros que casi indefectiblemente tenemos que atravesar
para llegar a

los valles altos de nuestro Pirineo, ¿qué no sería antes de abrir los túneles y diseñar las
carreteras semicolgadas entre sus paredones? Antiguamente, los caminos de herradura no
tenían otro remedio que escalar como Dios

les daba a entender por riscos amenazadores y hacer equilibrios a veces a centenares de
metros de altura sobre las gorgas del río que rebullían hasta el abismo y rascaban un trozo
de pared rocosa para abrirse paso por enmedio. Eso, cuando no venía riada...

Todos nuestros ríos y barrancos se conoce que jugaban a ser ingenieros de minas y con
paciencia benedictina iban tajando los roquedales de la montaña y de las sierras en eterna
porfía de fuerzas.

Así lo hizo el Bellós en el cañón de Añisclo, sin parangón posible en ninguna geografía que
no sea la

nuestra (el barranco de Mascún o las gargantas de Es-


cuáin); así el Veral en la foz de Biniés, y el Escalete, y el Flumen en el Salto de Roldán, y
el Esera en el

Ventamillo y luego en los estrechos de Olvena. Así trabajó el Vero en Alquézar y el


Cinqueta en la Enclusa

y el Subordán en la Boca del Infierno y el Isábena en el

congosto de la Croqueta.

Los geólogos tienen sus explicaciones técnicas. El pueblo las suyas, que son poéticas. Y
por eso cada congosto tiene su leyenda o su historia (vaya usted a saber!) como la del
Guatizalema y el puente del Diablo en el Entremón.

Pero hoy la leyenda nos lleva al Cinca (”La Cinca traidora -como dicen por allá arriba- que
beyes as

piedras y la chen s'afoga”). Y al Congosto de las Devotas que también tiene su historia o su
leyenda, que no siempre están tan claras las fronteras entre la una y la otra, al menos en mi
tierra.

Lo que sí es historia, seguro, es el Monasterio de Badáin, de monjas benedictinas, a sus


orillas. La magnífica iglesia de Badáin que se conserva intacta es el

único resto del antiguo monasterio que debió abarcar todo el lugar (que por lo demás
solamente cuenta con

tres casas) a juzgar por la grandiosidad del templo.

La comunicación normal que tenían las monjas con el beatorio de Saravillo y el Convento
de Santa Cruz, les hizo abrir un camino atajo junto al Cinca que,

Igunos tramos, como en el Congosto, debía ser en a


particularmente peligroso. Y de ahí que recibiera el nombre de “el Paso de las Devotas”.

Y devotas tenían que ser las que se arriesgaban a

seguir el sendero. No todo el mundo tenía estómago para hacerlo: un simple traspiés o
resbalón era suficiente para despeñarse en el acantilado y acabar con la vida en el

rio.

Sin embargo, las religiosas que habían diseñado su

trazado parece que lo recorrían como si tal cosa. Es más: el trecho que era especialmente
peligroso les duraba justo el rezo del rosario, lo tenían muy bien medido; o

si no, cinco salves cantadas. Y por cierto que lo hacían con toda la fuerza de sus pulmones,
de forma que dominaban el estruendo de la corriente que tenía que conformarse con
añadirles la música de fondo.

Sí. Paso de las Devotas.

La leyenda nos dice que una mañana de verano, un grupo de siete monjas novicias de
Badáin, que aquel día disfrutaban de vacación, decidieron visitar a la Comunidad del
Convento de Santa Cruz para pasar juntas la jornada. Como jóvenes que eran y con el alma
en paz de Dios, salieron del monasterio alegres como unas Pas-

cuas.

El rosicler de la alborada anunciaba un tiempo es-

pléndido. Ni una nube asomaba por el circo de Pineta que es el que amasa las tormentas
estivales. Allá iban, pues, las religiosass charlando animadamente. Cuando
el sendero se estrechó tuvieron que caminar una tras otra

en fila india y como así era más complicado lo de hablar, se pusieron a cantar a la Reina de
los Cielos.

Hasta los pájaros se callaban para escucharlas. Y pasada la dificultad del camino, de nuevo
se pudieron agrupar para charlar y reir todas juntas.

En Saravillo pasaron un día maravilloso con sus

compañeras de vocación y al caer la tarde decidieron que era el momento de volver a su


monasterio. Tanto

más cuanto que por la parte de Parzán asomaba una

nubecilla tímidamente, pero que podía anunciar tronada.

Se despidieron del convento que las había acogido en aquella jornada estupenda y
empezaron a caminar a

buen paso. Un vientecillo, más bien calentucho, les advirtió del peligro. Aún hubo una que
propuso tomar el camino más largo pero más seguro, pero la mayoría se

opuso. ¿Para qué renunciar al atajo que tan bien cono-

cían? Sólo tenían un cuarto de hora de peligro y juntas lo pasarían sin problemas.

Yo no sé si conocéis las tormentas del Pirineo y más concretamente las que ‘Tabrica”
Monte Perdido y que pueden competir con cualquier otra de cualquier parte del mundo.

Cuando menos lo esperas vienen los nubarrones a

velas desplegadas deslizándose desde el fondo de Pineta por entre la sierra de Espierba y
las Sucas. Desafiantes salen otras nubes a su encuentro desde la Val de Xistau:
son las huestes de Lardana. Para no ser menos, las que Peña Montañesa tiene preparadas
suben por Labuerda para arriba y cuando se juntan todas entre Bielsa y Salinas parece que
se viene abajo el cielo entero.

Las nubes, que antes parecían de algodón se hacen negras como el hollín y aun en pleno día
parece que asistes a un eclipse de sol. Como si fuera de noche. Sólo los relámpagos
alumbran las montañas y los valles. Los rayos dibujan en el cielo como esqueletos de
árboles en

invierno. Los truenos van de un valle a otro y el eco los va repitiendo una y otra vez
apagándose poco a poco en la lejanía para engancharse con el trueno siguiente. Sería un
espectáculo maravilloso si no resultase tan estremecedor.

No hay manera de guarecerse en ningún cobijo del granizo, enorme, como huevos de
golondrina, ni de las centellas que las ves venir, no de arriba sino rastreando el suelo. El
hombre, realmente, se siente así de pequeñico ante las formidables fuerzas de la naturaleza
desatada.

Así fue el final de aquella tarde verano entre Saravillo y Badáin cuando nuestras novicias,
temblorosas, cogidas de la mano, avanzaban empapadas por el sendero hacia el congosto de
las Devotas. El suelo embarrado era casi intransitable y en los trozos en que el piso era de
piedra parecía que una bruja mala lo había untado con jabón por lo resbaladizo que se
encontraba.

Una chispa que cayó muy cerca de ellas acabó casi


con su moral. Se desasieron y cada una buscó abrigo por su cuenta en donde pudo. Alguna
continuó su camino.

La tormenta duró unos pocos minutos pero a ellas

les pareció una eternidad. Poco a poco los truenos fueron debilitándose y los relámpagos se
alejaron hacia el valle vecino. Las novicias, despiertas de su aturdimiento empezaron a
buscarse y llamarse unas a otras. ¡Y qué alegría al encontrarse con otra compañera! ¡Les
parecía como si estuvieran asistiendo a la resurección!

Al cabo de un rato ya estaban juntas. Pero faltaba una: la hermana Carmen, que no se había
reunido con ellas. La llamaron a gritos. Pero nada. Con el corazón golpeándoles
aceleradamente en el pecho la buscaron por todos los sitios. Ni rastro. ¿Quién la había visto
por última vez? ¿Si habría cruzado ya el Paso de las Devotas?

Una de ellas, la que mejor conocía el sendero corrió como una exhalación para intentar
alcanzarla. Pero pronto deshizo su camino. Tenía que estar más

cerca.

Se temían lo peor. Ya se estaba haciendo de noche y la hermana Carmen no aparecía por


ningún sitio. Además no iban provistas de ningún tipo de farol para continuar la búsqueda.

Dos de las novicias se dirigieron a toda prisa a

Salinas, el pueblecito más cercano, para pedir ayuda. Otras dos marcharon hasta el
convento de Badáin para
dar la noticia de la tragedia. Pronto se organizaron varios grupos de socorro con luces y
cuerdas, para rastrear la zona palmo a palmo.

La Comunidad rezaba fervorosamente a nuestra Señora la Virgen de Badáin. ¿La tendría ya


junto a Ella en el cielo?

Al cabo de algunas horas de angustiosa búsqueda pudo comprobarse con horror que la
desgraciada novicia se había despeñado en el abismo, precisamente en el

sitio más peligroso. Enganchada entre unas zarzas de junto a la senda y al pie del acantilado
se encontró la prueba: un girón desgarrado de su toca. En el sendero, la señal inconfundible
de un resbalón hacia el río. De ella, nada.

Muchos días más tarde, unos nabateros de Laspuna que andaban por el Cinca encontraron
sus restos aguas abajo.

Pronto las gentes de la redolada bautizaron la senda que bordea el abismo y el paraje en
donde ella cayo como “La infortunada”. Y ese mismo nombre recibió el pequeño barrio (de
tres casas) de enfrente de J

Badáin.

Muchos años después el primitivo núcleo creció

como verdadero pueblo gracias a la central eléctrica que en él se construyó. Los moradores
de la urbanización decidieron cambiarle el nombre: no les gustaba lo de la “ínfortunada” y
le pusieron “Lafortunada” que suena

mucho mej or.


Cuando subáis desde l'Aínsa por la carretera hacia Bielsa y Francia, los letreros seguirán
recordándoos esta leyenda con muchas probabilidades de ser historia. Pasaréis por el
pueblo que ostenta a su entrada el nombre de “Lafortunada”. Lo mejor es detenerse para
descansar un poquillo y visitar la espléndida iglesia de Badáin, resto del antiguo convento.

Y cuando continuéis vuestro viaje, en el precioso congosto que forma allí el Cinca, con un
hermoso túnel

que lo facilita todo, otro letrero os anunciará: “Paso de las devotas”.


Muchos son los que visitan el valle de Plan y la Comuna y los que se aventuran por las
ásperas breñas de sus parajes siempre imponentes y misteriosos. Cada rincón de estos
valles resulta una sorpresa, desde la Basa de la Mora, con su misteriosa reina que aparece
una vez

al año hasta Viadós y las cumbres del Posets, que para ellos es femenino como todo lo
importante y lo llaman Lardana, o la rinconada de “La Canela” que descuelga desde el cielo
los maravillosos pueblecitos de Serveto, Sin y Señés.

Pero creo que son muchos menos los que se han aventurado por el sendero de la Peña de
San Martín. Y ellos se lo han perdido, desde luego, a no ser que padezcan de vértigo, pues
en ese caso más vale que se

olviden de él.

Los animosos que se arriesguen a recorrerlo, en lo más atrevido y difícil de su trayecto


quedarán sorprendidos por una huella clarísima de un pie humano perfec-
tamente grabado en la roca, como si alguien la hubiera pisado hace miles de años, cuando
todavía estaba tierna: es el “Pie de la Monja”.

La verdad es que nada tiene que ver con ninguna monja, que no se lo vamos a colgar todo a
las buenas religiosas. Al lugar se le debería llamar con mucho mayor acierto “El pie de la
Reina”. Pero, claro, tampoco vamos a ser nosotros los que andemos cambiando los
nombres que nuestros antepasados dieron a las cosas.

La leyenda entronca con los primeros tiempos de la Reconquista Aragonesa en aquellos


remotos años en que era rey de Navarra y Aragón García Iñiguez, el desgraciado hijo de
Iñigo que debió ser un hombretón duro como el hierro y por eso le pusieron el apodo de
Arista que en el vascón que se hablaba entonces en nuestra tierra significa nada menos que
“El Roble”.

Pues bien, García Iñiguez andaba entonces en Na-

varra y con la zarpa a la greña con sus gentes que le estaban dando muchos más
quebraderos de cabeza que Aragón. Mientras tanto había enviado a su esposa, la reina doña
Urraca a refugiarse en el convento de Santa Cruz en el valle de Xistau.

Aparentemente era una religiosa más, llegada hacía unos meses con intención de profesar,
pues estaba de incognito y muy pocas personas, aparte de la Superiora, conocían su
verdadera identidad.

Allí vivía, pues, con las monjas, rezando con ellas


en el coro, comiendo en su refectorio, haciendo borda~ dos igual que las demás,
disfrutando de la paz y sereni-

dad que se respira en la clausura.

Un día se acercó a la abadesa -la única persona del monasterio que sabía que era la
reina, y le dijo:

-Reverenda Madre: debo salir inmediatamente de aqui para hacer un viaje.

-Pero, Señora, en este tiempo del año es muy peligroso viajar por estas tierras y más
yendo sola.

-Ya lo sé, Madre, pero Dios me ayudará como lo ha hecho hasta ahora. Estoy
esperando un hijo; lo he sabido hace unas semanas y quiero comunicárselo
personalmente al Rey. Sé cómo lo está deseando él y eso le ayudará en estos
momentos tan difíciles para el Trono. Está atravesando unas dificultades terribles y
necesita todo el apoyo moral. Mañana, al rayar el alba, me pondré en camino.

Desoyendo los consejos de la prudencia y síguiendo los del corazón, y en alas de la


ilusión, se puso en

camino hacia Señés en donde esperaba que el fiel Pedro de Sessé la acompañaría en
su viaje a Navarra.

Lo malo era el sendero que bordeaba inverosímilmente el paredón de roca que caía a
plomo hasta Plandescún, centenares de metros más abajo. Y precisamente en el
punto más crítico del recorrido, al borde del abismo, sufrió un desmayo, propio de
su estado.
Pero no llegó a rodar montaña abajo: la roca se

reblandeció y le sujetó el pie de forma que no modía

moverse, como si estuviera dentro de una horma. No sabemos cuánto tiempo estuvo así.
Cuando volvió de su

desmayo el sol ya estaba alto en el cielo y parecia contagiar con su alegría todo el precioso
paisaje que se

divisaba desde la altura.

Tardó en reaccionar: no acababa de comprender cómo no se había despeñado de la cornisa


de piedra. Entonces notó que alguien le sujetaba el pie con fuerza

aferrándola al suelo. Pero no era ninguna persona: era la

misma roca la que amorosamente la había aprisionado salvándole la vida a ella y al hijo que
llevaba en sus

entrañas. Desencajó despacito el pie de la oquedad y observó que había quedado


perfectamente grabado en la piedra, igual que si hubiera sido en un molde de escayola.

Ella lo interpretó, naturalmente, como una señal

clara de que Dios protegía a su hijo y con nuevo ánimo

se levantó y siguió apresurada su camino hacia Señés a

donde llegó sana y salva una media hora más tarde.

La sorpresa que se llevó el bondadoso e incondi-

cional Pedro de Sessé al ver llegar a su casa a doña

Urraca se convirtió en alegría desbordante al recibir la buena noticia que traía. La acomodó
en el mejor aposento y la encomendó a los cuidados de su esposa y sus

sirvientes e inmediatamente se puso en camino hacia

Navarra para comunicar el acontecimiento al rey. No


quiso permitir que la Reina lo acompañara: lo duro de la estación, la aspereza e
incomodidades del recorrido, el estado en que ella se encontraba y la salud de la madre y el
hijo desaconsejaban cualquier tipo de viaje. Así que partió solo, con un escudero, para
reunirse cuanto antes con García Inigez.

Al rey le faltó tiempo también para acudir presuroso a Señés a recoger a su esposa y
llevarla consigo a

Navarra con toda la comodidad que los medios de aquella época permitían.

Antes de abandonar Aragón le pareció obligado acercarse al Monasterio de Tabernas para


que San Pedro bendijese a la reina y a su hijo. El príncipe de los apóstoles debió bendecir
de modo especial al heredero que.todavía no había nacido.

En Tabernas se quedaron una temporada hasta que las obligaciones de la Corona les
obligaron a emprender la marcha hacia el Reino de Navarra. Rehuían los caminos más
frecuentados ya que el rey no quería exponer a sus dos seres queridos en unos momentos en

que la levantisca nobleza navarra estaba especialmente encrispada.

Dividieron la comitiva para no llamar la atención. Un pequeño grupo, destacado a manera


de vanguardia exploraba el terreno. Mas atrás iban los reyes con una

exigua escolta. Más allá, cerrando la retaguardia, Pedro de Sessé y Antonguillén.


Todo fue normal hasta Lecumberri. En cuanto los de la vanguardia hubieron revasado el
pueblo, rodeándolo, una emboscada de los enemigos reales se cerró

sobre el grupo central. De nada sirvió el valor que derrochó la escolta real; los atacantes
eran muchos y en

pocos momentos pasaron a cuchillo a todos y allí murieron el rey, la reina y su comitiva.
Los agresores huyeron al instante... Solamente quedó con vida para contarlo el navarro
Fortún de Garde, gravemente herido.

Al llegar los dos aragoneses que cerraban la mar-

cha ya no había nada que hacer. Unicamente constatar desolados la trágica muerte de todos.
Al comprobar el fallecimiento de doña Urraca, Pedro de Sessé y Antonguillén no lo
dudaron ni un momento: le abrieron el vientre y sacaron al niño que todavía estaba vivo.

Con mil cuidados se lo llevaron a Señés y en casa

de Sessé se crió como un chistavino más. La compañía de los otros muchachos del pueblo,
los barrancos, los osos y los lobos lo endurecerían para siempre. Resultaba un príncipe
auténticamente montañés. Sus costumbres, su vestido áspero y sencillo, su rústico calzado,
todo, le hacían pasar por un montañés más.

Cuando el chico había cumplido los catorce años se reunían las Cortes a fin de elegir un
nuevo rey para Aragón. Sessé y Antonguillén se presentaron con él alegando todos los
derechos. Era espigado, ágil y fuertote como un jabalí. Llamaban sobre todo la atención
Sus ojos brillantes, exacta reproducción de los de su

padre y sus ágiles pies calzados por rústicas abarcas.


Las pruebas que aportaron y la honradez de los dos aragoneses fiadores convencieron a las
Cortes y allí mismo quedó consagrado Rey el joven Sancho Garcés al que cariñosamente
apellidaron “Abarca” por su calzado.

Esta es la leyenda con algunos desajustes histón*cos. Pero la firma “el pie de la Monja”
que sigue grabado en la Roca de San Martín.

Así me lo contaron en el valle de Xístau.

Otra versión de la misma leyenda recogida en un

romance mucho más tardío atribuye la muerte de los reyes a una celada de los moros. La
reina muere de una lanzada en el vientre y un caballero llamado Guevara es el que ayuda a
nacer al príncipe:

“...a la reina se llegara

y vio la mano del niño

salida por la lanzada, que pugnaba por nacer, que natura le esforzaba: sintiendo su madre
muerta

por nacer se trabajaba.”

Es el mismo noble quien esconde al niño en su casa

y lo cría en secreto:
“...el ayo le trae vestido de vestidura muy basta y en lugar de los zapatos con abarcas le
calzaba

por no dar a conocer

el gran león que criara.”

Por esa razón al nombrarlo rey fue llamado Sancho Abarca y al noble que lo arrancó de su
madre hurtándolo a la muerte se le llamó en adelante Ladrón de Guevara.
Por Graus no se pasa. Es obligatorio detenerse. Y mejor aún, ir de propio y perderse por ese
medallón de recuerdos aragoneses. Allí la iglesia de la Compañía de los tiempos en que
Baltasar Gracián vivía en la villa ribagorzana e incordíaba a sus superiores con su pluma. Y
la casa de Costa, el “León de Graus”. Y la de Torquemada, de tristes recuerdos para la
Inquisición...

Es preciso visitar la impresionate plaza del Ayuntamiento, con los más maravillosos aleros
que jamás se

hayan colgado de un tejado. Y la desafiante basílica de la Virgen de la Peña, encaramada en


esa “montaña precipitante - que ha tantos siglos que se viene abajo”, y que sin embargo
jamás se caerá “que está atada con cadenas”.

Y errar por sus misteriosas callejas varadas en el

tiempo; por Barrichós, Coreche... Al llegar a Coreche, sí, deteneos otra vez. Y leed esas
inscripciones repeti-
das: “Rodrigo ama a Marica”. Es la leyenda hecha piedra, de los Amantes de Graus.

No sé por qué razón son casi desconocidos: Cono-

cemos con pelos y señales los amores de Romeo y Julieta, de la Verona medieval, que
poetizó Shakespeare; los amores de Abelardo y Eloísa del Paris del siglo XIII, y, más
cercanos a nosotros, los amantes de Teruel, Isabel Segura y Diego Marcilla que yacen
juntos bajo su

mausoleo que los reproduce.

¿Por qué no los conocemos? ¿Porque terminaron bien? Parece que cuando una ardiente
pasión llega a

consumarse felizmente, automáticamente pierde interés. Siempre es más fácil sintonizar


con la tristeza de los otros que con sus alegrías.

No obstante, y a pesar de los siglos, en Graus se conserva intacta la memoria de sus


amantes, que acaban en un final rosa. Sólo sabemos de ellos lo que nos cuenta

la leyenda, con infinidad de variantes, de manera que resulta harto complicado darle forma.

Bien es verdad que hace unos años la pluma de Miguel Palau emprendió la ardua tarea de
tirar por tierra la leyenda; y digo “ardua” porque gracias a Dios no lo consiguió a pesar de
sus elucubraciones filológicas y epigráficas. Pero en la villa ribagorzana -de lo más culto de
Aragón- la gente sabe leer muy bien y ama con

pasion sus cosas y la leyenda sigue en pie.

Además, el protagonista de la leyenda, Rodrigo


Mur, purifica la historia de su progenitor del mismo nombre, señor de la Pinilla, que al
parecer fue un

verdadero pillastre, que andaba perseguido por la Inquisición por tráfico de caballos en la
frontera y que para congraciarse con el Tribunal y con Felipe 11 se vendió
vergonzosamente y traicionó a Lanuza, intentando prender a Antonio Pérez refugiado en
Aragón. Más tarde fue ajusticiado en Francia tras fallar su intento de asesinato del ex-
secretario del Rey Prudente.

No sabemos demasiado de los dos señores de la Pinilla, padre e hijo. Pero estrujando la
leyenda adivinamos que don Rodrigo, padre, quería casar a su vástago con doña Margarita
de Solano, heredera de una de las más sólidas fortunas grausinas. Probablemente los planes
del caballero eran reforzar la economía familiar harto resentida por su juego y por las
fuertes y frecuentes multas resultado de las irregularidades contrabandistas en las que se
hallaba zambullido junto con su 44alter ego” el barón de Concas.

La tal Margarita, además de mucho dinero y prestigio, es fama que tenía una belleza
deslumbrante. Cuando paseaba su figura por las calles de Graus, acompañada de sus
dueñas, se convertía en un imán irresistible que atraía todas las miradas y aceleraba todos
los corazaones de los muchachos grausinos.

Pero sin embargo el corazón del joven Rodrigo latía por otra damita del lugar a quien había
jurado fidelidad desde el primer día en que la conoció, Marieta o Marica.
Muy pronto se creó una fuerte tirantez entre padre e hijo por motivo de esos amores. Las
discusiones iban

en continuo aumento. Los razonamientos interesados del padre se estrellaban violentamente


en el ánimo del hijo. Y al final pudo más el amor del uno que la avaricia del otro entre los
dos tercos aragoneses.

Más todavía: el ardiente amor se sobrepuso por en-

cima de una ancestral tradición de casamientos entre

nobles; y por encima del amor a la Casa, tan arraigado de padres a hijos en el Alto Aragón
e incluso hasta a la

adhesión del joven a la última voluntad de su padre muerto en el exilio.

La muerte del padre no hizo sino allanar el camino que ya tenía decidido Rodrigo. Por fin,
se fijaron los desposorios para un día de junio del año de gracia de
1525.

La expectación en Graus debía ser enorme: por la alcurnia de Rodrigo, barón de la Pinilla;
por la justificación que todos esperaban que daría a la bellísima y desairada dama de la
nobleza doña Margarita de Solano que desde luego lo había intentado todo para ganarse el
corazón de Rodrigo al que amaba en secreto.

Había disparidad de opiniones. Los unos aplaudían el amor y la libertad del muchacho.
Otros todavía seguían pensando que, a última hora, el buen juicio de don Rodrigo y el amor
a la tradición cedería al otro

afecto ante las poderosas razones que lo contradecían.


Pero esas conjeturas eran desconocer la entereza

del noble, sus profundos sentimientos y su fidelidad al

amor y a la palabra dada.

Aquel día, todo Graus se apelotonaba a las puertas de la casa solariega de los Pinilla. No
podian perderse ningún detalle. Querían espiar y comentar la llegada de todos los invitados,
regiamente adornados, acompañados de lacayos ricamente trajeados; a las damas de la más
alta alcurnia ribagorzana. Querian enterarse de las músicas y los bailes y los menús y, sobre
todo, del desenlace final de un acontecimiento largamente esperado en la villa.

Cuando todos los invitados entraron en la casa palacio de Rodrígo -la actualmente llamada
Casa de don Carlos- encontraron a punto todas las reformas adecuadas a la nueva vivienda.
En los comedores, un alto zócalo de piedra estaba cubierto de cortinillas que parecían
esconder tal vez algún misterio.

Muy pronto se aclaró. Cuando estaban todos los

comensales reunidos para comenzar el yantar, don Rodrigo se acercó a una esquina de la
estancia y tiró de un cordoncillo. Todos estaban expectantes.

Ante el rubor de la novia y la admiración de los invitados se descorrieron las cortinillas del
zócalo para descubrir una inscripción en los sillares que repetía una

y otra vez el lema que definía la firmeza del noble grausino y daba razón de todo su
proceder.
En sus grandes letras talladas y caprichosamente entrelazadas todos pudieron leer:

RODRIGO AMA A MARICA.

Y es pena pero nada más sabemos de ellos ni de su

descendencia. Solamente pueden hacerse conjeturas sobre la felicidad de un matrimonio


defendido con tanta

pasión.

Cuando la casa solariega de los Mur, señores de la Pinilla, pasó con el tiempo a otros
propietarios, los nuevos dueños quisieron hacer constar la leyenda grabada en la piedra y
dos de las inscripciones de los come-

dores pasaron a la fachada de la mansión, en donde todos los visitantes pueden verlas y en
donde los grausinos recuerdan la entereza del amor aragones, que esta vez no terminó en
tragedia.
Cuenta una leyenda antiquísima que un montañés se enamoró de un hada que vivía en un
lago del Pirineo. No he podido saber de qué ibón se trata. El hada debía

ser bellísima, como las que aparecen en los cuentos y para hacerse valer puso sus
condiciones al montañés:

-"Me casaré contigo el día que te presentes aquí, ni en ayunas ni comido; ni vestido ni
desnudo; ni a pie ni a caballo”.

Naturalmente, tales condiciones eran una negativa rotunda. Pero significaban también
ignorar el ingenio y la tenacidad de los hombres de mi tierra.

Nuestro hombre le dio muchas vueltas en su cabeza al asunto. Y finalmente, una mañana se
presentó en el lago con tres granos de ordio en la boca, cubierto con una red de pescador y
montado en una cabra: había cumplido las condiciones impuestas y el hada se tuvo

que casar con él.


Antes de su casamiento todavía tubo que prometerle no volverse nunca al pueblo y que
jamás la llamaría “muller de furno” ni “muller d'aigua” (mujer de humo mujer de agua),
que al parecer repugna especialmente a

las hadas.

Una mujer de humo -o tal vez de agua- parece que habita también en el ibón de Estanés.
Los ansotanos no la han visto nunca, ni tampoco los chesos. Sin embargo, así lo afirman
sus vecinos franceses del pueblecillo de Lescun. “Dona de fun” la llaman ellos porque es
tan

bella como imprecisa, y también “dona de l'aigua”, móvil como el sueño, escurridiza como
el amor. Solamente puede verse en la madrugada de la noche de San Juan y antes de salir el
sol.

Sin embargo, en nuestras montañas se habla raras veces de hadas. Prefieren que haya una
mayor sensación de realidad en sus leyendas y como somos tan aficionados a relacionarlo
todo con la invasión de los moros, a las hadas las llaman “rnoras”.

Así pues, los castillos y los puentes son de los moros. Las leyendas, de las moras. Por eso
tenemos “La losa mora” con una leyenda preciosa sobre el dolmen de Mascún, la Mora
encantada dela cueva de Solencio, la Mora de Oza, la basa de la Mora, de Plan...

Precisamente, esta última es la que me ha evocado la leyenda del ibón de Estanés.

No sabemos por qué está allí. Pero si subes al ibón


de Plan en la noche de San Juan, te lavas la cara y mejor todavía te zambulles entero en sus
aguas heladas y azules, y por añadidura tienes el corazón limpio de envidias y ambiciones,
verás que antes de salir el sol se

empieza a remover el agua que hasta ahora era un espejo bruñido en donde las estrellas de
junio se miraban embelesadas.

Al principio el movimiento es muy suave, como si un angelico travieso hubiera echado una
china en el

agua, o como si una de las estrellicas hubiera caído al agua para jugar a hacer ondas y
festonear el lago.

Pero no: luego el movimiento se va acelerando poquito a poco y al final forma un


verdadero remolino cada vez más vertiginoso como si el fondo del lago tuviera un

tragadero que hubieran abierto de repente. Casi da vértigo al mirarlo.

Y en el mismo instante en que aparece el primer rayo de sol por Armeña, se levanta
lentamente del centro de la vorágine una forma brillante que va tomando la

figura de una hermosa señora.

Se queda plantada encima de la superficie del agua, como si fuera una reina en su palacio
de cristal arrancado de un libro de cuentos de fantasía. Mira hierática a su alrededor y en
seguida da comienzo a su

danza mágica, armoniosa, cimbreante. Se va deslizando por el agua como si careciera de


peso.

Los que han tenido fortuna de contemplar su figura


y sus danzas, aseguran que va vestida desde el cuello hasta los pies, con serpientes
enroscadas en el cuerpo, brazos, piernas, tobillos. Serpientes de todos los colores, rojas,
verdes, amarillas, azules... Por entre las serpientes brilla alucinante la plata, el oro, las
piedras preciosas, los corales, los rubís, topacios, diamantes... Las culebras se le enroscan
por todas partes y van moviéndose graciosamente al compás de la danza.

Dicen que quizás es el alma en pena de una princesa mora que se perdió por entre los riscos
de Xistau, cuando buscaba a su príncipe que tal vez quedó también encantado y convertido
en piedra. Hay que subir a la Basa de la Mora en la noche de la sanjuanada. Y si es que no
ves a la mora es señal clarísima de que no

tienes el corazón limpio.

Los chistabinos nunca llaman al lago “el ibón de Plan” como aparece en los mapas, sino
con mucho mayor sentido poético, y convencidos de la veracidad de la leyenda, “la Basa de
la Mora”.

No es ésa la única “rnora” que tenemos en nuestra

tierra. En el Prepirineo, en el barranco de Mascún, que parece arrancado de las mil y una
noches, está también Ia losa mora”. Los eruditos la llaman “el dolmen de Mascún” a esa
piedra plana de tres o cuatro metros de anchura que parece invitar a un banquete. Dicen que
los moros enterraron allí a su rey. De hecho se encontraron

restos humanos y hasta hay quien asegura que se halló un puñal.


Una mora lloraba la muerte de su dueño y vagaba por todo el valle con la losa apoyada en
la cabeza, mientras deambulaba con su rueca ba o el brazo hilando

j sin cesar y desgranando los suras del Corán con labios

temblorosos hasta que encontró los restos de su amor. Y

allí depositó la losa que sigue estando en nuestros días.

Más terrible parece que fue la Mora de Oza. Vivía

en un paraje de su selva, la más cerrada y preciosa selva que vio monte alguno, y sin más
compañía que su

avaricia y su odio a todo lo santo. Siempre empleaba sus

artes mágicas para hacerse con un inmenso tesoro de cálices, patenas y otros objetos
sagrados robados Dios sabe dónde.

Un buen día, un pastor de Echo que apacentaba su

rebaño por los alrededores de la selva, se metió dentro

para sestear en las horas de mayor calor del día. Y héte aquí que, medio escondido entre
unas matas de boj, encontró un cáliz precioso. Miró a su alrededor y al comprobar que
nadie lo estaba observando lo guardó en

su zurrón con intención de llevárselo al Monasterio de

San Pedro de Siresa.

Creía que nadie lo había visto, pero es que las moras-hadas no necesitan estar presentes
para enterarse de todo. Al despertar de su siesta el cáliz seguía estando en su zurrón pero en
todo el ambiente flotaba un

halo de misterio que lo sobrecogió.

Pronto se sintió como perseguido por unas fuerzas


sobrenaturales que le oprimían por todas partes. Dejó allí el ganado y huyó despavorido
hacia el pueblo.

Corría con todas sus fuerzas porque pensaba que si conseguía refugiarse en el Monasterio,
allí se sentiría seguro y protegido contra todo mal. Pues no cabía duda que era algo infernal
lo que le perseguía.

La mora que ya estaba pisándole los talones no

pudo alcanzarle. Justo en aquel momento penetraba el pastor en la basílica.

Ella, enfurecida al no poder entrar y verse burlada por el pastor y privada de uno de sus
preciados tesoros, se convirtió en serpiente y con saña infinita pegó un

terrible coletazo contra uno de los bancos de la entrada,

Cuando visitéis ese cúmulo de arte y de misterios que se llama San Pedro de Siresa, todavía
podréis ver en

el banco de piedra marcada la huella inconfundible de su cola.


A lo largo y ancho de todo el Viejo Continente, las gentes se han sentido subyugadas por el
misterioso fenómeno del encantamiento. Incluso los cuentos infantiles que alimentaron la
fantasía de nuestra niñez se han

hecho eco de damas y princesas que quedaron encantadas esperando el beso despertador
del príncipe valiente.

Y han sido de manera especial las montañas las que han cristalizado más leyendas de estos
encantamientos, desde la Jungfrau suiza hasta las Tres Sorores de nuestro Pirineo aragonés.
Y es precisamente en

nuestra tierra en donde más abundan esas leyendas. Os invito, pues, a conocer a las
encantarias.

No cabe duda de que la Alta Ribagorza es, por desgracia, nuestra gran desconocida. Y sin
embargo, vale la pena andarla, estudiarla y quererla.

Para entrar en contacto con ellas tendríamos que acercarnos a Orri, el pueblecillo
materialmente colgado
de la montaña o a Escalar, que quedó abandonada dejando un reguero de leyendas; o coger
el desbarre que sube a Cornudella para disfrutar de uno de los rincones más evocadores y
legendarios del Altoaragón. Allí ya estamos cerca de todo: podemos subir a Iscles a probar
suerte y podemos ver a las “encantarias”.

Porque en un puntarrón que tiene algo así como unas clavijas, las encantarias tendían la
ropa después de lavarla en el barranco: a ellas no se las puede ver, pero a la ropa tendida,
sí. Y aseguran que si puedes coger una

prenda de las que tienden al sol y llevártela a casa, ya no pasarás nunca penurias.

Si no queremos visitar Iscles, no está todo perdido si, en cambio nos dirigimos a Soperún,
hoy abandonado y en ruinas. Hace veinte años vivían allí treinta y dos habitantes y en el
siglo pasado tenía veintidós vecinos y más de cien almas. Pero lo que no todos saben es que
hay dos Soperunes. Soperún significa “debajo de la roca” y los que le pusieron el nombre
ni siquiera sospechaban la realidad que iba a encerrar un día. Y ahora viene la leyenda, o la
historia o las dos entremezcladas.

Hace muchísimos años (¿cuántos?), sus vecinos vivían pacíficamente en este rincón idílico
de su montaña. La armonía era perfecta: armonía de unos con otros, a pesar de ser
aragoneses; armonía con su paisaje y armonía interior consigo mismos que no es la menos
importante. No es de extrañar que todo el mundo los envidiase. Y el que más, Pateta, el
Diablo, que no podía consentir su felicidad.
Tanto es así que se dispuso a sembrar la discordia

entre ellos. Un aciago día, por influencia de las encan-

tarias, todos se levantaron por la mañana enemistados con todos. Empezaron a refunfuñar, a
negarse el saludo, a desconfiar del vecino y a hacerse la pascua en toda ocasión que se
presentaba. Y lo bueno es que todo sucedía sin razón aparente.

Ante lo insólito de la situación se reunieron las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, el
mosen y el maestro, para examinar detenidamente el problema que amenazaba la paz del
lugar. Después de mucho cavilar y darle vueltas a la cosa cayeron el la cuenta de que era

el diablo el causante de todo y decidieron atajar el mal de raíz. Se echó un bando que
convocaba a todo el pueblo en la iglesia, que por cierto estaba apartada un

tanto del núcleo urbano.

Un emotivo fervorían del piadoso capellán invitó a

los fieles a rezar el rosario y las letanias de los santos, junto con los siete salmos
penitenciales. Y conforme iban desgranando sus plegarias, sentían todos interiormente que
su corazón se deshelaba en su interior y que volvían a ser los de siempre.

A mitad del rezo, las campanas se pusieron a tañer solas, sin que nadie las tocase pues
estaban todos dentro del templo y, de repente, un estruendo infernal, que lo dominaba todo,
ensordeció sus oídos. Se apretujaron unos contra otros buscando cada cual su protección en
el vecino. Parecía que el firmamento se venía abajo. Y, a

todo esto, las campanas sin dejar de sonar.


Cuando al cabo de unos minutos angustiosos volvió la calma, salieron atemorizados de la
iglesia. El firmamento continuaba en su sitio, pero no la montaña de piedra que se había
derrumbado sobre el pueblo cubriendo todas las casas con sus pedruscones.

Soperún ya no existía. Solamente, entre las ruinas, dicen que se oía el cacareo desesperado de
algunas gallinas, Todo era desolación alrededor pero, gracias a

Dios, ni uno solo de sus habitantes había muerto ya que sobre la iglesia no había caído ni la más
minima piedra.

Ese fue el final del primitivo Soperún. Sus vecinos volvieron a levantar las casas, esta vez
esparcidas por el monte. Pero la montaña derribada todavía puede contemplarse en el mismo sitio en
que estuvo el antiguo pueblo. Y aseguran que, en las noches invernales, aún parecen resonar las
campanas de la iglesia y puede escucharse el cacareo lastimero de las gallinas debajo de las
enruenas.

Pero estábamos con las entarias y su ropa tendida y robada.

Ese parece ser su don. Y es dificilísimo burlarlas por el gran poder que tienen, aunque muchas veces
se ha intentado. Mientras lavan la ropa, la tienden y retozan por el prado cercano al barranco,
siempre se queda alguna de guardia para proteger sus prendas. Y ¡ay del que se pone a su alcance!

La tradición únicamente nos habla de un caso, en


otro pueblo ribagorzano, Castanesa, que haya salido re-

lativamente bien. Las hadas viven en la “Gorga de las encantarias” que se encuentra junto
al que llaman “el prado de Francher”.

Hace muchos años dicen que vivía allí un muchacho de lo más audaz que pueda
imaginarse. Montado a

caballo era capaz de hacer todo lo que se le antojaba: hasta agarrar una cereza de un árbol
sin dejar de galopar. El ya sabía que si conseguía una prenda recién lavada de las
encantarias se haría rico. Por eso no hacía más que espiar la ocasión propicia si es que se
presentaba.

Y un año, en la noche de San Juan, mientras todos los del pueblo habían ido a la fuente
para sanjuanarse, él montó a caballo y se acercó sigilosamente hacia el prado de Francher
que era de su propiedad.

Sí, allí estaban todas las hadas. Ya habían hecho la colada y tenían la ropa a secar. Junto a
ella -como esperaba- estaba una de ellas de guardia.

Espoleó su caballo y rápido como un rayo pasó volando junto al tendedor y agarró al vuelo
unas toallas que estaban allí colgadas. La encantaria que hacía de centinela quiso correr tras
él, pero nada pudo hacer ante la velocidad del caballo.

Entonces le gritó: “¡Francher, Francher, ya nunca pobre serás, rico sí que te harás, pero con
caldo de gallina no morirás!”
A partir de entonces, casa Francher empezó a

medrar y pronto se convirtió en una de las más fuertes del pueblo: con cuatro pares de
mulas. Era la única que disponía de una alta torre fortificada para defenderse de los
ladrones y aun de los ejércitos en caso de guerra.

Y de esa torre colgaban de tiempo en tiempo las toallas arrebatadas a las encantarias. Eran
preciosas, de un tejido finísimo y con unos bordados primorosos y tan largas que llegaban
hasta el suelo.

Sin embargo, conforme a la predicción de la encantaria, el joven, ya de mayor terminó su


vida de un modo trágico y sin guardar cama ni tomar caldo de gallina. Un día que volvía al
pueblo -como siempre a caballo- tuvo que vadear el barranco. Pero bajaba una riada tan
salvaje que lo arrastró con caballo y todo aguas abajo y nunca

se supo más de él.


Ocurrió hace no demasiados años, hacia principios de siglo. Y digo que sucedió porque,
aunque tiene todo el tinte de la leyenda y de las narraciones de aparecidos, a las que tan
aficionadas son las gentes de nuestro Alto Aragón, la historia me fue contada con pelos y
señales por quien la escuchó directamente a sus protagonistas.

¿Que puede haber jugado alguna mala pasada la imaginación9 Puede ser. Quien se sienta
libre de imaginaciones, que tire la primera piedra. Dé cada cual la fe que le apetezca a la
narración. Como es bonita y hunde sus raíces en valores eminentemente presentes entre el
pueblo, la recojo para vosotros.

Aclaro que Urmella es un lugarejo remoto, que pertenece al municipio de Bisaurri, en la


Alta Ribagorza, allá en las estribaciones del pico Gallinero. Que cuenta

con una quincena de habitantes y que presume, con

razón, de albergar una auténtica joya del románico lombardo del siglo XI a la que se
conoció como “la
Piedra Preciosa”, aunque, como gran parte de nuestro tesoro artístico, arrastra los siglos
siempre a punto de ruina. Antiguamente se llamó “Aurígena” o Urema y no

sabemos cuándo tomó el nombre vasco actual. Fue priorato benedictino dependiente de San
Victorián de Asán.

Este es el escenario. Hoy en día, y desde hace años, una vivienda pegada a la iglesia del
monasterio está imbricada en ella y precisamente en esa casa sucedieron los
acontecimientos que vamos a relatar. En ella existen

todavía dos alcobas de bóveda que pertenecieron al templo pero que pueden utilizar los
actuales moradores.

Tal vez tengan las dos alcobas cierto aire entre sa-

grado y misterioso un tanto sobrecogedor que infunde respeto. Supongo que acostarse en
ellas debe ser trasladarse a épocas muy remotas y sumergirse en un ambiente legendario.

Lo cierto es que apenas se emplean como dormitorios, a no ser en momentos de mayor


afluencia de invitados con motivo de alguna fiesta familiar o del pueblo, ya que ambas
alcobas tienen sus camas: esas

camas de hierro forjado y arandelas doradas, altísimas, provistas de doble colchón recién
reparados, con toda su lana esponjosa. Carecen de puerta y se aislan de una gran sala por
medio de unos cortinones.

En una de esas ocasiones especiales que comentamos, en que todos los dormitorios de la
mansión estaban ocupados, comentaba una señora que merece todo cré-
@l,
dito, su abuela y una cuñada suya tuvieron que acostarse en las alcobas. Fue precisamente
su abuela la que años

más tarde contó lo sucedido.

Se habían ido a dormir sin ningún complejo a las

alcobas; más bien animosas después de una reunión familiar en la que salieron a relucir las
pequeñas historias de la familia y de otros muchos temas que nada tenían que ver con la
iglesia ni con la casa. Por supuesto, ninguna de las dos era dada a temores ni imaginaciones
de ninguna clase. Estuvieron charlando un buen rato, tal vez algo desveladas y al final se
quedaron dormidas.

Bien avanzada la noche y cuando estaban profundamente dormidas las despertó el tintineo
de una cam-

panilla que parecía moverse de un lado a otro del gran salón. Atisbaron curiosas por entre
las cortinas y quedaron paralizadas:

Por la habitación a la que daban las alcobas vieron una figura fantasmal, con hábito
encapuchado blanco, que se paseaba lentamente y que iba murmurando claramente en fabla
ribagorzana: “Soc el prió, soc el prió” (soy el prior, soy el prior) sin dejar de hacer sonar
una

campanilla que llevaba colgada en el cíngulo. Tenía las manos enfundadas en las mangas
de su hábito, la cabeza baja y grave que no permitía ver las facciones de su cara

bajo la capucha de la cogulla. Medio se podía adivinar una luenga barba entrecana.

Al cabo de un rato desapareció, por cierto por una


esquina en la que no existía ninguna puerta. Podemos imaginar fácilmente la impresión que
produjo a las dos

visitantes, aunque nada comentaron y a la noche siguiente volvieron a ocupar,


aparentemente tranquilas, las mismas alcobas. Y la misma visión se repitió esa

noche y también la siguiente, siempre con su campanilla y su “soc el prió”.

No sabe uno qué admirar más, si la presencia de ánimo de las dos mujeres o su curiosidad
por lo extraordinario junto con la zozobra del miedo a lo desconocido

y la aventura. Solamente al tercer día comentaron los hechos con la familia.

Alguien debió apuntar que probablemente se trata-

ba del alma en pena del último prior de Urmella, fallecido hacía ya muchos años y del que
se contaba que tal vez había llevado una vida un tanto disoluta dentro y fuera de la
clausura.

Y alguien, también, aconsejó lo que cabía hacer en

tales ocasiones como hemos tenido ocasión de escuchar en no pocos pueblos de nuestro
Pirineo:

En medio de la sala colocaron una mesa redonda con pata central que se bifurcaba más
abajo en otras tres, a manera de trípode. Esto parecía importante: en el suelo se debían
apoyar tres patas. Sobre la mesa colocaron un cuenco de judías. Pero aquella noche, no se
sabe por qué, el prior no hizo acto de presencia.

Volvieron a repetir la operación a la noche siguien-


te. Y por la mañana comprobaron que la situación de las alubias había cambiado: El cuenco
continuaba en el

centro de la mesa, pero de él habían extraído veintiséis judías que se hallaban


cuidadosamente colocadas y alineadas en hilera alrededor de la mesa.

La familia, o el asesor que les había orientado en

su curiosa actuación interpretó el aviso como una petición del fantasma y de común
acuerdo mandaron decir veintiséis misas a mosen Victorián, cura de Castejón de Sos en
aquel entonces.

Y cuentan que ya nunca más, desde aquel día, volvió a aparecer el desgraciado prior. Hoy
se sigue llamando a aquella parte de la casa -que por cierto comunica con una escalera
interna con la iglesia---, el “cuarto del prior”.
i

1, 1 ili-Y
Hablamos de los Baños de Benasque. Los más altos de España, situados nada menos que a
1.702 metros de altura y explotados como tales desde tiempos inmemoriales. Ya en el siglo
pasado los elogiaba así un

eminente geógrafo: “Varios millares de extranjeros, después de probar las aguas sulfurosas
más acreditadas de Europa, han concurrido a las de Benasque y regresado a su patria
perfectamente curados.”

Las aguas manan en la ladera occidental de la Tuca del Campamento por tres fuentes
abundantísimas que dan aproximadamente trescientos litros por minuto. Y un poco más
abajo manan otras tres, la de San Miguel, San Cosme y Opiladas. Y todavía hay otras
cercanas

como las de san Roque, San Juan y San Victorián, menos importantes.

Hace muchísimos años, dicen que el diablo no

venía nunca por estas tierras. No era necesaria su presencía personal pues al parecer tenía
sus emisarios y
súbditos, sobre todo las brujas y brujones que se reunían

en el glaciar del Aneto o el de la Maladeta, o el Turbón o Fadas (que de ahí viene su


nombre). Ellos eran los encargados fieles de desencadenar las tormentas y todos los males
diabólicos.

Pero de pronto su influencia decayó notablemente en el valle. Bien porque los montañeses
les plantaban cara y los mantenían a raya, bien porque eran de su

natural más bien débiles o bondadosos, lo cierto es que la comarca vivía feliz y tranquila.
La vida era allí bucólica y dichosa entre los bosques, ibones y fontanales. Los rebaños de
vacas o de ovejas no se veían

turbados para nada y todo el valle parecía la antesala del cielo.

Cuando, héte aquí que Satanás, aburrido de con-

templar tanta dicha se presentó en el valle. Aquél fue un

día terrible: unas ensordecedoras tronadas sacudieron hasta los cimientos de las montañas
desde el Aneto al Gallinero, desde Vallibierna hasta el Posets, que de entonces datan los
abundantes pocillos o “posets” que dieron luego nombre a la montaña en su vertiente
oriental y a la que los chistavinos siguen llamando con

el nombre aragonés de Lardana.

Después que hubo provocado todos los desastres que le fue posible en casas, cuadras,
campos y monte, para dar una lección práctica a sus secuaces, los reunió en el lugar de
costumbre para soltarles una airada

filípica por su negligencia.


Los juntó, pues, en el paraje que ahora llamamos los Baños. Los introdujo en una cueva y
allí comenzó su

patética indagación, para comprobar, desolado, que no

habían hecho nada de nada. Ni habían matado una sola

vaca, ni habían desencadenado pedriscos en los campos, ni provocado incendios en los


pinares, ni habían soltado aludes de nieve, ni se habían llevado a la tumba criaturas sin
bautizar, ni habían aplanado casas, ni incortado ma-

trimonios, nada.

El tono de su voz iba en un crescendo amenazador. Ellos, brujones, brujas, pobres


diaplleróns, aojadores y licántropos, le pedían perdón consternados y prometían un cambio
radical en su conducta y actuaciones. Podía estar seguro el príncipe de los demonios que de
ahora en

adelante iban a convertir el idílico valle en una auténtica sala de espera del infierno.

Pero de poco valieron sus promesas. Satanás estaba indignadísimo, desconfiaba de todos
sus secuaces y estaba resueltamente dispuesto a prescindir de sus servi-

cios que tan mal resultado le habían dado hasta entonces. (Parece ser, en efecto, que desde
aquella fecha no ha

habido brujas en la Ribagorza). Prefería actuar por sí

mismo. Y bien que lo iban a comprender Benasque y todos los pueblos vecinos.

Al terminar su discurso, interrumpido de cuando en cuando por llamaradas terribles que


lanzaba por su

boca y por sus ojos chispeantes, les comunicó tajante la condena que de ahora en adelante
les esperaba: desde
aquel momento, todos ellos iban a quedar irremisiblemente encerrados en aquella cueva.
Además iban a

transformarse en piedras, rodeados de fuego por todas partes hasta el día en que llegase al
valle algún otro de su calaña que tuviese las suficientes agallas para desencadenar todos los
males que ellos habían sido incapaces de hacer.

Dicho esto y entre horripilantes estampidos y llamaradas, desapareció de su vista. Ellos


comprobaron cómo poco a poco iban quedando paralizados, incapaces de cualquier
movimiento y cómo se iban solidificando, adoptando la forma de roca, al mismo tiempo
que empezaban a padecer un calor insoportable al límite de su aguante. Y allí quedaron,
encerrados en la cueva, y allí siguen todavía hasta Dios sabe cuándo, ya que Satanás no
parece que tenga intención de líberarlos.

Por eso aquella zona del valle quedó sin vegetación alguna. Solamente se ven piedras por
todas partes y por eso el agua de sus fuentes sale caliente.

Los benasqueses que son gente práctica decidieron aprovechar esa circunstancia y
construyeron allí, encima de la cueva maldita los afamados Baños de Benas-

que.

Las gentes creen que debajo de las fuentes existe algún volcán y puede que tengan razón. Y
dicen también, que cuando llegue el día que profetizó el diablo -Dios no lo quiera- el
volcán subterráneo estallará y lo arrasará todo y no quedará nada en el valle, hasta Graus.
AQUELARRE CON HUMOR
Sentado en la cadiera al anochecer y con el señor

José de contertulio y la bota dando vueltas sin cesar (”que no pare, que no pare, como a
coda o burro”), es imposible aburrirse. Y allí sale todo a colación: los años

de la guerra, el tiempo que hará la semana que viene (”ha empezau a luna con cierzo, pues
pa1 cuarto, agua”), los famosos del pueblo, y las brujas, lo misterioso, que siempre está en
el subconsciente de nuestras gentes.

Es curioso constatar con qué facilidad se pasa del chascarrillo y la mazada, a la historia
para no dormir. Y

hasta los adornos complementarios de las historias que uno ha escuchado ya de otras brujas
y de otros tiempos. Hay una que se repite inexorablemente en todos los

casos y es el misterio en tomo al libro de los conjuros que al parecer tienen todas las brujas.

Le descubren a la vieja el libro “para hacer el mal”, el libro verde o de San Cipriano, que
casi siempre resulta ser un libro viejo escrito en latín que ninguna
entiende y que se escribió con la más piadosa intención para los rezos o el refrigerio
espiritual de clérigos. Naturalmente, nadie puede nada contra el libro. Dicen que lo tiras al
fuego y salta de él sin quemarse, lo destruyes, pero siempre vuelve a aparecer entero:

-Abuela, ya te he roto el libro.

-Pues bien entero lo tengo otra vez en el arca!

Aunque muchas brujas sean bondadosas las hay de todos los estilos y, naturalmente, la
señal religiosa deshace los encantamientos más endiablados.

En un pueblo de la montaña me contaron con pelos y señales y hasta con nombres propios
un hecho insólito:

A las afueras del pueblo se había organizado el baile, alrededor de la cruz terminal. Todo el
pueblo bailaba y bien inocentemente, pues bailaban la jota. Un hombre del pueblo cogió la
guitarra para tocar y cantar una especie de cantiga tan en boga por nuestra geografía. Afinó
las cuerdas, rasgueó unos acordes, carraspeó para aclararse la garganta y comenzó la
canción:

“En el nombre de Dios comienzo

y de la Virgen María...”

Y de repente, así como suena, desapareció todo el baile. Y hasta la guitarra se le volatilizó
en las manos al

buen hombre.
No sé hasta qué punto nuestros montañeses creen

en las brujas. Lo digo porque con frecuencia se mezcla

lo tétrico con lo humorístico y no parece que les afecten demasiado las cualidades que se
supone que poseen las brujas para hacer el mal. En cierto lugar del Pirineo, cuando una
buena mujer se sentaba a la puerta de su casa

con el huso y la rueca para hilar, solía aparecérsele todas las veces un gato negro que se
quedaba plantado delante de ella mirándola fijamente. Al final, la mujer cogió miedo,
convencida de que se trataba de una bruja y se lo

contó a su marido. El se lo dijo al cura y el cura le recomendó:

-Tú que no tienes miedo y le puedes plantar cara, disfrázate con la ropa de tu mujer y ponte
a hilar, a ver

qué pasa.

Así lo hizo. Y en cuanto se sentó a la puerta de la casa, allí estaba el gato negro y mirando
más fijamente que nunca. Al final no pudo reprimirse y le habló al hombre con mucha
soma:

-¿Con bigote y estás hilando? ¡Eso es cosa de mujeres!

El le contestó, con no menos soma:

-¿Gato y hablas? ¡Eso es cosa de hombres!

Agarró una piedra y se la tiró al gato a la cabeza.

No lo mató, pero desde aquel día ya no volvió a molestar

a la pobre mujer.
Pero la leyenda que quería contar ahora se cuenta

de otro pueblo y sucedió en una Nochebuena.

El día de Nochebuena era propicio en muchos

sitios para la actividad de las brujas. Por eso antes de

salir para la iglesia a Misa de Gallo aquella noche, en

casi todas las casas colgaban por la cuadra romanceros

y rosarios para que no les pasara nada a las caballerías

y ruda en las habitaciones para que la bruja no les

raptase a los niños.

Hay una leyenda muy salada relacionada con casa

Mairal de las Almunias aunque también se cuenta de

otros muchos pueblos del Alto Aragón y aun fuera de él.

Un marchante, que además era zapatero remendón, llegó por allí a vender y trabajar y se
hospedó en la casa, ya que no había posada en el lugar. Tampoco tenían cama disponible y
tuvo que acomodarse en la cadiera de

la cocina. Estaba durmiendo cuando le despertó un leve

rumor y la impresión de que alguien se movía por la cocina. Debía ser más de medianoche
porque la gente ya había vuelto de misa y había silencio en la casa.

Miró sin abrir del todo los ojos y vio que había dos mujeres por allí. El se hizo el dormido y
a través de los

párpados semicerrados observó que se acercaban a la

tizonera del hogar y levantaban una losa con todo sigilo. De un hueco que allí tenían
preparado sacaron un pote con un ungüento que él no distinguió muy bien. Se empezaron a
frotar todo el cuerpo y luego exclamaron:
-"Por encima de rama y hoja, a bailar a la sierra

de Tolosa! “

Con estas palabras mágicas, se sintieron arrebatadas y desaparecieron chimenea arriba.

El marchante se quedó de una pieza. Trató en reac-

cionar pero luego pensó que tal vez valía la pena hacer él también la prueba. Sería una
aventura interesante para poder contar después.

Bastante nervioso, se acercó a la losa que ocultaba el frasco. La levantó con cuidado y sacó
el unguento mágico, hecho sin duda con hierbas misteriosas y fórmulas brujeriles.

Se frotó bien todo el cuerpo igual que había visto hacer a las dos mujeres y con voz clara
exclamó:

“Por entremedio de rama y hoja, a bailar a la sierra de Tolosa!”


Una sacudida lo levantó en vilo y una fuerza desconocida se apoderó de él. Se sintió
sorbido por la chimenea y por ella salió de la casa arrebatado. Una vez fuera de la casa y
del pueblo comenzó a estorrozarse por toda la maleza. Y es que se había equivocado de
fórmula y vez de decir “por encima de rama y hoja” había pronunciado “por entremedio de
rama y hoja ...... Eso fue su perdición. Creyó que su viaje no acababa nunca. Al cabo de
un rato que le pareció interminable llegó a

Tolosa, que está en Cochiplano.

El pobre estaba ya todo lastimado cuando pudo detenerse. Empezó a frotarse para aliviarse
pero inmediatamente la vista del espectáculo que tenía delante le hizo olvidarse de sus
males.

Ya estaban todas las brujas reunidas. ¡Qué cantidad de brujas! ¡Seguro que habían venido
de todo el Pirineo! En aquel momento hacían todas cola delante del diablo, encarnado en
forma de macho cabrío al estilo de Zugarramurdi. Para disimular tuvo que ponerse también
en la cola. Conforme iba acercándose al buco le entraron verdaderas náuseas porque todas
las brujas adoraban al diablo dándole un beso debajo del rabo.

No se podía volver atrás porque todos lo hubieran notado y vete a saber cómo hubiera
terminado. Se acercó pues, pero cuando le llegó su turno de adoración, en vez de besar, que
no le apetecía en absoluto, sacó un punzón de zapatero que llevaba en el bolsillo y le arreó
un pinchazo. El diablo pegó un respingo pero no dijo nada.
Luego se pusieron todos a danzar y eso lo encontró divertido. Pero luego un brujón, que
parecía el jefe dijo:

-"Ahora, otra vez a adorar.”

Y volvieron a ponerse en cola. El zapatero también. El macho cabrío miraba de reojo y


cuando fue a

pasar él, le dijo todo tembloroso:

-"Tú pasa, pero no beses. 0 al menos aféitate el bigote! “.


Tentación de montañeros. Atalaya que otea permanente los más bellos rincones del Pirineo:
Ordesa, Cañón de Añisclo, Marboré, Pineta, Fanlo... Siempre al alcance de la mano, cuando
la diáfana luz de la montaña despejada lo acerca hasta ponérnoslo a un tiro de piedra. Y
siempre inalcanzable, con la eterna amenaza de las

formidables tormentas que se desencadenan a una velo-

cidad de vértigo en el momento en que asoma una sola nubecilla, venga de donde venga.

Solitario y majestuoso. Los montañeros de todos los tiempos lo han añorado y nos lo dieron
a conocer, na- turalmente, como todo lo nuestro, los extranjeros. Esta vez Ramond,
obsesionado por el Mont Perdu que nunca llega a verse desde las Galias: verdaderamente
monte perdido. Y un reto personal consigo mismo que con mil esfuerzos consiguió
dominar. Curioso contraste entre los hitos de este montañero: Ramond hace su ascensión a
laMaladeta en diez días. ¡El Monte Perdido le va a

costar diez años!


Pero vamos con la leyenda.

Todavía no existía la montaña. Los prados de Lalarri nos prestan la visón idílica de lo que
debió ser

antes de que la diosa Pirene encendiera o dejara encen-

der la inmensa pira que se alzó hasta el Olimpo. Y, perdida en la bruma de los tiempos, la
leyenda transmitida de abuelos a nietos durante generaciones, en ingenua mezcla de todo lo
divino y lo humano de un

candoroso y conmovedor anacronismo.

Por los prados de Lalarri, precisamente, pastaban los rebaños del montañés. La blancura de
las ovejas competía con las manchas nevadas de las umbrías. El tintineo alegre de sus
esquilas y cencerros, en contra-

punto con los trinos de los pajaricos, daba vida a la

montaña tranquila. El pastor, sentado en una roca, apoyada su barbilla en el bastón, parecía
concentrar su

atención en los dibujos que a punta de navaja iba a tallar

en una cañabla de boj. El perro, acurrucado entre sus

piernas, dormitaba.

Ni una nube turbaba el añil intenso del cielo.

Hubiera valido la pena cristalizar para siempre la bucólica escena.

Absorto corno estaba el montañés, le pasó inadvertida la presencia de otro hombre, recién
llegado, hasta que no lo tuvo a su lado. Al parecer se trataba de un

mendigo, muy pobremente vestido, descalzo y con el

rostro demacrado por muchos días de ayuno.


Así se lo dijo al pastor:

-Llevo mucho tiempo sin probar un bocado. Dame

algo de comer, que Dios te lo pagará.

El montañés, duro de corazón, no le hizo ni el menor caso. El otro, insistió:

-Mírame: tengo hambre y frío.

Pero el pastor le respondió de mala manera, asegurándole que él también pasaba hambre y
frío. Cogió la cañabla que tenía preparada y se sumergió en la tarea de

bordar en la madera. En vano insistió el pobre mendigo

en sus súplicas.

La miseria del visitante en nada había enternecido

las duras entrañas del pastor. Sí, en cambio, parecieron conmover hasta las mismas fuerzas
de la naturaleza que se rebelaron airadas.

El cielo, inmaculadamente azul se cubrió repentinamente con espesos nubarrones


negruzcos que pronto se arrastraron por los prados, cubriéndolos de niebla y oscuridad
como si fuera noche cerrada. No se veía absolutamente nada. El pastor, amedrentado, se
desentendió del pordiosero para intentar recoger su ganado disperso por el prado.

Pero con aquellas tinieblas se le hacía completamente imposible reunir sus reses. Hasta el
perro se

sentía irremediablemente perdido y no hacía más que


gemir alrededor de su dueño, como desesperado por no

poder realizar tarea tan sencilla como juntar el rebaño.

En seguida los nubarrones desencadenaron una ho-

rrible tormenta, como jamás se había presenciado en el

tormentoso valle de Pineta.

Perro, pastor y ganado se perdieron en medio de

ella, de forma que nunca se supo nada más de ellos.

Nadie supo aclarar el misterio. Pero los montañeses dicen que en el paraje en que
desaparecieron, se alzó una montaña formidable de piedra y de hielo, tal vez la más
impresionante y peligrosa de todo el Pirineo.

Fue el castigo a aquel pastor que le había negado un corrusco de pan y una palabra de
cariño a San Antonio, pues el mendigo que se le había presentado implorando su caridad,
no era otro que San Antonio, que al despedirse le dijo:

-Te perderás por avaricioso, y allí donde te pierdas, saldrá un gran monte, inmenso, tan
grande como tu

falta de caridad.

Es el Monte Perdido.

El Perdido continuó siendo leyenda y sigue siéndolo todavía. No cabrían aquí todos los
cuentos e historias que se cuentan de él, desde la odisea apasionante de su

conquista, y las increíbles aventuras que allí vivieron en

el siglo pasado los contrabandistas del Pirineo, hasta las más bellas narraciones en tomo a
la Breca o Brecha
de Roland en donde el sobrino y caballero de Carlomagno vino a morir tras la derrota de
Roncesvalles: la brecha la hizo él lanzando su espada Durandarte para tajar la montaña y
ver a través de ella por última vez su amada

y dulce Francia.

Y las Tres Sorores, las tres hermanas convertidas en piedra por la maldición de su padre. Y
las Tres Marías, blancas como su voto de castidad que consiguieron escapar de la Cueva de
los Moros, prisioneras de Mohamed Altabill según unas narraciones o del gigante Añisclo
según otras opiniones.

Y también parece que irrumpe en la historia como es el caso de don Iñigo de Zaidín.

Iñigo fue el compañero inseparable del rey Jaime Primero el Conquistador, desde que
ambos eran niños.

Juntos se educaron en Monzón y juntos vivieron las mil travesuras que les dictaba su
imaginación infantil en el Castillo de Monzón.

Ya de mayor, Iñigo de Zaidín gozó de toda la con-

fianza del rey al que acompañó incondicionalmente en

todas las batallas. Su valor y temeridad, su fidelidad al rey amigo hicieron de él un dechado
de caballero cristiano medieval.

Precisamente en la conquista de Mallorca, en premio a su valentía, don Jaime le entregó


como esclava la hija del rey moro de Mallorca de quien quedó primero prendado don Iñigo
y cautivo después. Nadie podía
suponer que el regalo del Conquistador iba a originar la perdición del caballero.

Todo el mundo sabe que el Rey quiso redondear su

Reino con la reconquista de Ibiza. A nadie encontró mejor para realizar la empresa que a su
amigo del alma, Iñigo de Zaidín.

Pero en Ibiza fue sorprendido por la defensa jamás sospechada de los isleños y en cruel
batalla sin cuartel, todo el ejército conquistador aragonés, invencible hasta entonces, fue
destrozado. De don Iñigo no quedó ni rastro.

Pasados muchos años, apareció por el Monte Per- \V/ dido un anacoreta entregado a las
más arduas penitencias. Su humildad y su bondad, su ascetismo y su

entrega a todos los demás sin distinción le granjearon una merecida fama de santidad.

De todas partes acudían los fieles a pedir su conse-

jo y todos volvían aliviados y reconfortados. El “Santo de la Montaña” lo llamaba la gente


y su muerte causó un

gran dolor a los montañeses.

Cuando fueron a recoger piadosamente sus restos, en la gruta que le servía de vivienda se
descubrió que había escrito con sangre:

“Don Jaime, perdonadme. Yo os traicioné y también a mis compañeros en la conquista de


Ibiza”.
Que las brujas pueden convertirse en gatos (especialmente en gatos negros) nadie lo
ignora. Nuestros pueblos están llenos de historias y cuentos de gatos y brujas
entremezclados. Pero tembién pueden hacerse lobos. En Centroeuropa fue el caso
más frecuente de épocas pasadas y de ahí viene el nombre de “licantropía” y
“licántropo” que significa hombre lobo pero que se aplica a todos los casos de
conversión de hombres en cualquier animal o de un animal en hombre.

Sin embargo tenemos en el Pirineo una historia

bastante reciente que hace referencia a otra transforma-

ción más extrafia, ya que no se trata de ningún animal diabólico.

Empezamos por el principio.

Tres mozos amigos del pueblecillo de Aísa en el

Campo de Jaca salieron a cazar un domingo por la mañana. Daban vueltas y vueltas
pero no veían ninguna
presa sobre la que disparar. Andando, andando, se me-

tieron en el monte de Borau que linda con su pueblo. Se pararon a descansar un rato cuando
en éstas que ven

entre unas matas unas ropas como escondidas. Se trataba de vestidos de mujer. ¿Qué
pintarían allí esos vestidos?

Uno de los jóvenes creyó adivinarlo:

-Seguro que se trata de alguna bruja que se ha

convertido en lobo o en gato y ha dejado aquí su ropa...

_Pronto lo sabremos -dijo otro. -Mi madre, esta mañana al salir de misa me ha dado su
rosario para que se lo guardara y lo tengo aquí. Si lo ponemos en la ropa, la bruja no se
atreverá a tocarla.

Y diciendo esto, sacó, efectivamente del bolsillo un rosario y lo depositó encima de las
prendas, sin cambiarlas para nada. Luego se escondieron por allí cerca los tres para esperar
acontencirnientos. Pasó más de una hora sin que sucediera nada. Ellos esperaban en

silencio. Y de pronto, que se presenta en el lugar una liebre.

Uno de los mozos agarró inmediatamente su esco-

peta y ya se disponía a apuntar el arma, cuando otro compañero le sujetó del brazo,
impidiéndoselo y se

llevó el dedo índice a los labios pidiéndole silencio. La liebre no se había percatado de su
presencia y se acerca-

ba paso a paso hacia ellos.


Al llegar a la ropa debió quedar desconcertada. La miró atentamenete y empezó a dar
vueltas alrededor de

ella, sin tocarla. Luego empezó a mirar hacia todos los lados hasta que descubrió a los
muchachos.

Ellos quedaron pasmados cuando vieron que, lejos de huir, se les aproximaba más y luego,
con una voz

extrañísima, pero claramente humana, les pidió:

Quitad “eso” de encima de la ropa, que no me

puedo vestir.

El muchacho que parecía más enterado de las cosas

de brujería le contestó:

-Sí, lo quitaremos. Pero antes tienes que decimos de dónde vienes y qué mal has hecho.

-Vengo de Borau de casa Tal, porque le tenía que dar el mal de ojo a un niñer que tienen.

-Pues vuelve a Borau, a esa casa, y quítale el mal al nifier y nosotros quitaremos el rosario.

La bruja no se lo hizo repetir dos veces y desapareció a todo correr.

Como el pueblo no estaba demasiado lejos y uno

de ellos era buen andador, marchó corriendo tras la liebre a comprobar los hechos. Conocía
a la familia que había dicho la bruja y se dirigió directamente a su casa.

-Buenos días, señora Felisa. ¿Qué tal están to~


dos? Nada, que pasaba por aquí y se me ha ocurrido

parar a saludarles.

-Gracias, hijo mío. Todos estamos bien, ¿y vos-

otros? ... Bueno, al nene esta mañana de repente se le ha puesto una fiebre muy alta, sin
saber por qué. Y no se la

podíamos quitar ni con pañuelos mojados con colonia en

la frente. Pero, de pronto, hace un ratíco, igual que le ha venido la calentura se le ha


marchado. Ya está jugando otra vez tan campante. Pero, pasa y tomarás un traguico de
vino.

-No, señora, no: que me están esperando unos

amigos en Sandianar. Con que, nada. ¡A plantar fuerte!

-¡Gracias, hijo, que vaya bueno!

El mozo volvió corriendo a donde sus compañeros. La liebre estaba ya esperando


agazapada. El contó todo y se decidieron a quitar el rosario. La liebre se convirtió en una
vieja que ellos no conocían. Se vistió y desapareció por el bosque.

La verdad es que tuvo más suerte que otra bruja de otro pueblo de la montaña que se
convirtió en cabra pero todo el mundo se dio cuenta porque se le olvidó quitarse los
pendientes y a la pobre la persiguieron y hasta un

zagal, bastante bruto, le cortó una oreja.

Desde aquel día, otra abuelica que llevaba fama de bruja en el pueblo se puso un pañuelo
en la cabeza tapándose las orejas y nunca la vieron sin él.
Á

EL OSO Y El, HERRERO


Hasta el siglo pasado abundaron los osos por el Pirineo. La guerra que les hicieron los
pastores consiguió casi eliminarlos del todo lo mismo que a los lobos.

Ambos animales eran temidos por todos los ganaderos porque eran capaces de dejarlos sin
ovejas.

El oso era más noblote y sólo mataba para comer

cuando estaba hambriento y no disponía de otro alimento. El lobo, en cambio, mataba por
matar. Como si encontrase un placer en ello. Porque la sangre le excitaba, y si saltaba
dentro de un aprisco podía degollar todas las ovejas y corderos que hubiera en él.

La mejor defensa contra los lobos eran los masti-

nes del Pirineo, esos perrazos grandes, blancos y bonachones, pero capaces de enfrentarse
con toda una mana-

da de lobos para defender su rebaño. Sus amos les

ponían en el cuello un collar de cuero erizado de clavos

pues ya se sabe que los lobos suelen avalanzarse hacia


la garganta de sus presas. Del oso no había -manera de

defenderse como no fuese a tiros.

Y también surgió un personaje típico en aquellos años: el matador de lobos. El fue el que
los eliminó prácticamente de nuestras montañas. Vivía de eso. Como una especie de “caza-
recompensas”. Cuando se entera-

ba de la presencia de algún lobo en algún sitio,allá iba con su escopeta y no paraba hasta
que acababa con el animal. Después de matarlo lo despellejaba y paseaba su

piel por todos los pueblos de la redolada y los ganaderos le pagaban con buenas propinas.

El oso es otra historia. Vale la pena escucharla igual que la escuché yo de labios de un
montañés.

Pues señor, esto era una vez un herrero de un pueblecito del Pirineo. Vivía solo en su casa
pues ninguna moza había querido casarse con él. Y es que tenía un

genio verdaderamente endemoniado. No se trataba con nadie. El mismo se hacía la comida


y cuando no trabajaba en la herrería, nadie sabía en qué se ocupaba. Se encerraba en casa o
deambulaba en solitario por los bosques de alrededor.

Era alto, corpulento, forzudo como todos los herreros y más peludo que un oso. Hasta el
hierro le tenía

miedo: en cuanto lo sacaba de la fragua al rojo vivo y lo ponía sobre el yunque y agarraba
el mazo con sus

manazas, ya se ponía a temblar adivinando lo que se le venía encima. Además era muy mal
hablado y juraba como un carretero. No es raro que las gentes se aparta-
il
sen de él y que con nadie tuviera trato. Claro que, tarde o temprano, todos tenían que acudir
a él cuando tenían

que herrar a las caballerías, arreglar un arado, afilar una azada o remendar una cerraja.

También las bestias lo conocían de forma que cuando herraba a alguna mula, el animal se
estaba quieto como una estatua y no chistaba para nada por miedo a

que le retorciese más de la cuenta la cuerda que le sujetaba la oreja o el morro.

Así era el famoso herrero de nuestra historia.

Pues bien, una mañana apareció por el pueblo un

pordiosero pidiendo limosna por caridad. Las gentes eran de buen corazón y en una casa le
daban una tajada de pan, en otra un trozo de chorizo, en otra unas monedas para remediar
su necesidad. Así, recorriendo la aldea llegó también a la herrería.

Algo debió adivinar cuando vio la hosca figura del herrero trabajando en la fragua con cara
de pocos amigos y pareció que no se atrevía ni e entran Desde la

puerta exclamó:

-Ave María Purísima. Una limosna por amor de Dios.

El herrero ni se movió. Y el otro repitió su petición. Nuestro hombre estaba de peor humor
que nunca, vete
a saber por qué. En aquel momento estaba calentando una herradura en las brasas,
sujetándola con las tenazas.

Se detuvo un momento en su trabajo y observó al ijj

mendigo de pies a cabeza.

Iba descalzo el pordiosero, cubierto de harapos, con una barba de muchos días y todo
desgreñado.

El herrero se tomó su tiempo para contestar, pero la respuesta fue horrible:

-"¡Torna, cálzate y vete a pastar!”

Y diciendo esto le tiró la herradura ardiendo a los pies.

El pobre mendigo, sorprendido, exhaló un quejido por el terrible impacto. Luego, enfadado
por aquel insulto lo miró fijamente y le lanzó una maldición:

-"Eres un oso y serás un oso; te subirás a los árboles menos al arto que te pinchará ni al
abeto porque patinarás”.

Al momento, el despreciable herrero quedó con-

vertido en un oso, lanzó un alarido, salió de la herrería y huyó bramando el bosque.

Dicen que todos los osos grises de nuestra montaña son descendientes de aquel herrero. Y
por eso son unas
fieras que pueden caminar derechas, sobre los pies, como las personas. Y por eso son tan
peludos. Y por eso

pueden trepar a todos los árboles menos al arto y al abeto.

La leyenda nos asegura que aquel pordiosero era

en realidad nuestro Señor.


Es lógico que, entre los objetos especialmente unidos a Jesús que recogieron sus primeros
descípulos, el Grial fuese el más preciado de todos y lo guardasen corno precíadísima
reliqiuía, escondiéndolo de posibles profanaciones. Y muy probablemente debió llegar a

Roma ya con San Pedro, el primer Papa de la Iglesia.

Aquí se bifurcan las leyendas orientales y centro~ europeas que es imposible enumerar en
estas páginas. La justificación de su presencia en Huesca es la más contundente.

En la época de las persecuciones de cristianos por parte del emperador Valeriano que se
cebó de un modo especial en la jerarquía de la Iglesia, San Lorenzo era el primer diácono
de Roma y encargado especialmente por San Sixto (el sexto papa después de San Pedro) de
los tesoros de la Iglesia.

Ya podemos suponer cuáles eran esos tesoros, aunque el Emperador creía que debía poseer
cantidad ingente de dinero. Por eso San Lorenzo era una víctima apetecible para él y le
exigió que le entregase todos esos

tesoros. El santo que tenía un conocimiento exacto de las cosas y que como buen oscense
disfrutaba de un extraordinario sentido del humor, reunió a todos los pobres, lisiados, cojos,
ciegos, que solla socorrer con

sus limosnas y se los presentó al César, diciéndole:

-"Estos son los más preciados tesoros de la Igle-

< .14 sia”.


Esto molestó sobremanera al Emperador y lo envió al martirio. Antes, Lorenzo había
guardado la reliquia más estimable que custodiaba, el santo Cáliz o santo

Grial y lo envió a su tierra, Huesca, para tenerlo a buen

ir recaudo lejos de la codicia romana.

Y aquí empieza la peregrinación del Graal por el Alto Aragón. Primero estuvo guardado en
su catedral (actual iglesia parroquial de San Pedro el Viejo) durante varios siglos hasta que
la invasión sarracena de España lo puso en peligro ya que se temía su inmediata llegada a
Huesca, como efectivamente sucedió. XÍ

Se envió, pues, al monasterio de S an Pedro de Tabernas. Luego se debió de pensar que


el lugar era inseguro o se creyó que era importante que cambiase con frecuencia de
escondite ya que fue llevado a Yebra, a Bailo, a la catedral de Jaca, al monasterio de Siresa
y finalmente a San Juan de la Peña, último refugio del santo Cáliz en Aragón.

Hasta aquí todo es historia en cuanto es factible recomponerla. Pero ya hemos dicho que
durante la Edad Media aparecen las leyendas más variadas. La más extraordinaria de todas
ellas hace referencia a San Juan de la Peña y la recogemos aquí.

El anciano de barba blanca envolvió con una mira-

da de inmenso cariñó al muchacho. Le habían conmovi-


do sus palabras y su actitud, hasta sentir casi un escalofrío. Solamente hacía unas horas que
había llegado a San Juan de la Peña, a Mont Salvato, como les gustaba decir a los
caballeros teutónicos, y su pasión juvenil le había ganado ya el corazón de todos los frailes.

El joven, casi un muchacho, decía llamarse Parsifal y venía de la corte del Rey Arturo. El
anhelo de toda su vida era contemplar el Santo Grial. Después ya podía

morir.

Se había educado en la soledad y en la ingenuídad y había oído contar a unos cortesanos


que aseguraban volver de las Cruzadas por Tierra Santa, que la santa Reliquia ya no estaba
en Jerusalén, que había que buscarla en España. Se unió a dichos cortesanos y con

ellos marchó a la corte del Rey Arturo que también quedó prendado de él y le dio las
orientaciones necesa-

rias para encontrar el Cáliz de la Ultima Cena.

Supo que se había conservado en las catacumbas

de San Calixto de Roma en los años en que el diácono san Lorenzo era el guardián de los
tesoros de la iglesia y que el papa San Sixto lo había depositado en manos

del santo oscense a condicíón de que “no cayese en manos paganas”.

El joven llegó hasta Huesca. Entonces la ciudad era mora. Pudo encontrar a un viejo
canónigo que había visto la sagrada reliquia y que lo encaminó hacia Jaca. En Jaca lo
orientaron hacia Síresa.
Nada más entrar en la basílica comprendió que estaba en el buen camino: el templo tenía en
su empedrado un laberinto. Se hincó de hinojos y así, arrodillado, siguió penitencialmente
todo el laberinto. Ahora ya se había purificado y podía encontrar el Graal.

Observó que en el interior de la iglesia, a su

entrada se dibujaba en el suelo una estrella de cinco puntas. La punta oriental estaba
orientada hacia el altar mayor, y por tanto hacia el Este, hacia Jerusalén. ¿Significaría que
el Santo Cáliz había vuelto a su país originario?

Estaba meditando la explicación cuando cayó en la

cuenta de que la punta de la estrella no señalaba exactamente el centro del presbiterio sino
que más bien estaba un tanto ladeada apuntando a la pared lateral izquierda. Registró el
sitio que señalaba y descubrió que una de las

piedras de la pared resultaba postiza, como colocada

después de la obra. La retiró con mucho cuidado. Y detrás de ella apareció una horacina.

Ya no cabía duda de que el Santo Grial había estado escondido exactamente allí, pero ahora
estaba

vacío.

De nuevo tuvo que ponerse en camino reconstruyendo el recorrido que antes había seguido
el Cáliz y así

llegó por fin a Mont Salvat, a San Juan de la Peña. Ahora se encontraba en el Monasterio y
estaba a punto de contemplar el sueño de toda su vida y de su fe. Escucha-
ba impaciente las palabras del viejo abad, que ahora le contemplaba con una sonrisa
bondadosa que a él le parecía de aprobación.

Después de escuchar la odisea del viajero, el monje Pareció reconcentrarse y al final, con
voz pausada y grave, le comentó:

-Quien contempla el Santo Grial con ojos de pureza, no puede morir en una semana...

-¿Eso explica, Padre, la longevidad de los monjes de este monasterio?

El anciano abad sonrió, pero no contestó a esta pregunta. Y continuó:

_Quería advertirte, hijo mío, de una cosa. Hace ya unos cuantos años que un caballero de tu
tierra, llamado el noble Anfortas, hijo de Titurel, cometió una impureza y al contemplar la
sagrada Copa cayó herido, fulminado...

-Ya lo sabía, Padre: aquel caballero era mi tío. Y precisamente estoy aquí para buscar una
solución para él. Anfortas no se recupera de ninguna manera. Los sabios de su palacio
dicen que es el Santo Grial el que lo debe sanar.

-Antes tienes que hacerte digno. Eres muy joven. El joven Parsifal salió del monasterio
reconfortado, lleno de ilusiones y decidido a realizar todas las
hazañas que fuesen necesarias para hacerse digno de contemplar la sagrada reliquia.

Partió a lejanas tierras. Luchó en las Cruzadas contra los infieles. Tuvo la mala suerte de
tropezarse con una mujer horrible, la bruja Kundrie cuyos consejos siguió ingenuamente al
pie de la letra, y que tuvieron la virtud de confundirle todos los caminos. Durante más de
cinco años anduvo errante de acá para allá por todas las rutas de Europa, casi desesperado,
odiando todo y a todos.

En la ópera de Wagner, inspirada en esta leyenda, Parsifal encuentra finalmente a un viejo


ermitaño que le aconseja la práctica del amor y la caridad y movido por estos nobles
impulsos retorna a la corte del Rey Arturo y allí el monarca, entusiasmado con él le nombra
“Rey del Graal”.

Así, coronado rey, se pone a la cabeza de sus

caballeros, consigue salvar a su tío Anfortas y trasladan el Graal a Oriente de donde dicen
que no volverá a aparecer ni verse hasta el Juicio Final.

El final de la leyenda, convertida ya en historia, es muy diferente en el Alto Aragón. En


San Juan de la Peña (el Mont Salvat de la leyenda) estuvo custodiado, efectivamente, hasta
que a principios del siglo XV, el rey Martín de Humano lo mandó pedir.

Los frailes decidieron no entregarlo a no ser por orden papal. El rey recabó el permiso del
Papa Luna en
unos momentos en que no podía negarle nada: el reino de Aragón estaba a punto de
separarse del papa de Avignon. Benedicto XIII dio la orden de entrega. Muerto el rey, el
Santo Grial fue a parar a la catedral de Valencia. En vano la catedral de Huesca pidió su
devolución.

En la catedral de Huesca, un Lignum Crucis forrado de plata repujada enaltece el tesoro


catedralicio: es el obsequio de la catedral valenciana a cambio de retener la más fabulosa
reliquia que durante toda la Edad Media palarizó el corazón y la atención de todos los
caballeros de la nobleza europea.
Ya no existe el dolmen que señalaba el paraje en el

precioso rincón del Pirineo catalán cerca de los lagos de Carancá. Como tantos y tantos
megalitos fueron arrasa-

dos por las gentes que buscaban nada menos que tesoros. La obsesión por los tesoros
escondidos es constante

en todo el Pirineo desde el Bidasoa hasta el cabo de Creus.

Unas veces son cabras de oro, otras, toros de oro, otras, en fin, montones de monedas de
plata y oro que encubren otras piezas engastadas con piedras preciosas. La imaginación
popular siempre ha estado dispuesta a

creer en tales hallazgos. Cuando las gentes de los pueblos descubren algún estudioso
excavando restos ar-

queológicos piensan que lo que busca es un tesoro y por

Leyenda recogida por Joan Amades “La fossa del gegant” en “Les millores llegendes populars”.
Barcelona, 1983. Traducción y adaptación del autor.
entos esa razón se han destruído tantos y tantos yacimi prehistóricos.

Cerca del dolmen que decimos y que ya desaparecio está el paraje que todavía hoy siguen
llamando Ia Fosa del Gigante” porque se pensaba que allí estaba enterrado el moro
gigantón Ferragut y, por supuesto, con sus tesoros.

La leyenda dice que Ferragut era el jefe que capitaneaba a los sarracenos que invadieron
Cataluña por los Pirineos. Debía ser muy fuerte porque la tradición le adjudicó el título de
gigante. Los cristianos que se oponían a la invasión estaban al mando del caballero Rotlá.

Los dos caudillos adversarios debían tener mucho sentido común y con objeto de ahorrar la
sangre de sus pueblos en una lucha que tenia que ser terrible y acabar en el exterminio de
mucha gente, tomaron una decisión que ojalá se adoptase siempre en las guerras de pueblos
contra pueblos: luchar los dos entre sí y decidir de este modo cuál era el ejército vencedor.
El que quedase derrotado dejaría el campo libre a sus contrincantes.

Se dice que Rotlá y Ferragut se enzarzaron en una pelea a brazo partido que duró nada
menos que seis días. Pero era una lucha noble, ya que nobles eran los dos caballeros. En
cuanto se hacía de noche dejaban de pelear y con toda normalidad se preparaban la cena
por turno, uno cada día. Luego cenaban juntos charlando de
cosas indiferentes y despues dormían también juntos como si fueran dos buenos camaradas.
A la mañana siguiente se reanudaba el combate.

Roflá era hercúleo. Parecía como forjado en hierro

y además era invulnerable como él. En vano golpeabas su cuerpo en el que parecían rebotar
las espadas sin hacerle mella. Pero tenía un punto débil, al igual que Aquiles: los pies.

Las plantas de sus pies eran tiernas como hechas de

mantequilla y por lo tanto sumamente débiles, de forma que le hubiera bastado con pisar
una piedrecita pequeña para quedar herido, lo suficiente como para desangrarse por la
herida y quedar derrotado.

Claro que, como conocía su punto vulnerable se

había preocupado por poner el remedio y para eso se

calzaba con unas botas que le habían fabricado exclusivamente para él, que tenían siete
suelas de hierro y jamás se descalzaba ni de día ni de noche por nada del
mundo. Por si faltaba poco, siempre dormía de pie para que nadie intentase hacer nada en
sus botas.

También Ferragut era invulnerable y no existía arma alguna capaz de hacerle daño en toda
su anatomía. Aunque igualmente tenía un punto débil en donde se le podía lastimar, que era
la parte baja del vientre. Y como también conocía este fallo se protegía con una piedra
plana a modo de blindaje que llevaba atada con disimulo al vientre.

Una noche, cuando los dos caudillos se disponían a dormir, al desnudarse el moro, Rotlá
observó que le asomaba un trozo de piedra por debajo de los calzones. Dándole vueltas a la
cabeza al asunto dedujo que tenía que ser una protección y aprovechando que su enemigo
tenía el sueño muy profundo y que nada había que le despertase, le robó la piedra
protectora, salió de la habitación y la tiró a cien leguas de distancia.

A la mañana siguiente, al vestirse el otro, buscó inútilmente la piedra desaparecida pero no


la encontró. No dijo nada para no alertar al cristiano.

Pero ya estaba decidida la victoria. Cuando, después de desayunar, comenzaron la lucha y


Ferragut abrazó a su contrincante para derribarlo y terminar pronto la contienda, Rotlá se
agachó, embistió a su rival y le asestó un cabezazo terrible en el bajo vientre que dio con el
otro en tierra y poco después murió. Los cristianos quedaban de amos del Pirineo.
Rotlá tomó el cuerpo del moro vencido y lo enterró en el dolmen que hemos dicho.

Pero no busquéis el dolmen. Ya hemos dicho que

no existe.

Un buen día, hace ya mucho tiempo se presentó un

francés por el contorno preguntando por el paraje de la “Fosa del Gigante”. Tenía interés
por conocerlo. Un pastor que por allí estaba pastando su ganado lo condujo hasta el lugar
que buscaba.

Cuando llegaron al monumento prehistórico, el extranjero sacó de su alforja un libro viejo


escrito con

caracteres muy extraños, encendió un quinqué provisto de tres mechas que daba una luz
verdosa y comenzó a

leer en el libro mágico.

El pastor no comprendía nada de lo que el otro decía y menos todavía la razón de aquel
misterioso rito. Pero llegado a un punto de la lectura la piedra más gorda se abrió en dos
por en medio, como si fuese un portalón que daba entrada a un pasadizo. Se deslizaron los
dos por él y llegaron a una pequeña cueva. Allí, a la derecha, en un rincon, había unos
montones de lentejas.

El francés le dijo al pastor que cogiera unas cuan-

tas para su chavalito y el pastor se echó un puñadito pequeño al macuto sin mucha ilusión.
Siguieron pasillo adelante hasta que toparon con otra piedra que hicieron abrir igual que la
primera y que iba a parar a otra cueva
en la que se veían montones de alubias. De nuevo indicó el extranjero al pastor que cogiera
las que quisiese y el otro se echó al zurrón un puñadico más pequeño que el de lentejas,
pensando que no le iban a sacar de ningún apuro y no queriendo, además, cargarse con un
peso inútil.

Todavía partió el forastero una tercera piedra, igual que había hecho con las anteriores y de
nuevo encontraron una covacha, esta vez con habas. Otra vez el extraño le dijo a su
acompañante que cogiera las que quisiese y otra vez éste cogió unas cuantas, menos que
nunca. Salieron de la “fÓsa” y las paredes se volvieron a cerrar. Con esto el forastero se
despidió del pastor, después de darle un duro por haberle acompañado, y siguió su camino.

Pero ¿cuál no sería la sorpresa del pastor cuando al día siguiente vació el zurrón para darle
las legumbres a su hijo? Sin saber cómo, los guisantes se le habían convertido en monedas
de cobre, las judías en monedas de plata y las habas en oro.

Marchó presuroso hacia la Fosa del Gigante, pero las piedras estaban como siempre.
Intentó abrirlas con todas sus fuerzas pero no lo consiguió. Se maldecía a sí mismo por no
haber cogido mayor cantidad de legumbres, sobre todo habas y judías, porque ahora seria
riquísimo. Como no pudo hacer nada por entrar en las cuevas se bajó al pueblo y contó a
sus familiares y amigos lo sucedido y les mostró las monedas como señal de que decía la
verdad.
En seguida un grupo grande de gente se dirigió hacia el dolmen con picos y palas y
trabajaron como

negros para deshacerlo. Pero cuando al fin lo consiguieron, no encontraron nada. En la


parte inferior de la piedra más gorda en la que esperaban encontrar los montones de habas,
al darle la vuelta encontraron una inscripción grabada que decía:

“Hacía años que estaba acostada en esta postura

¡gracias a Dios que me habéis dado vuelta!”


Desde tiempos inmemoriales la sal ha tenido un

sentido mágico para el hombre. Y por buenas razones:

da sabor a los condimentos, es básica para el ganado, conserva los alimentos y fue su único
sistema de conservación antes del invento del frigorífico.

En el Pirineo fue artículo constante de contrabando durante muchas generaciones y hasta


dio nombre a un

paso importante hacia Francia, Salaróns. Cuando en la

montaña aparece alguna fuente salada se considera

mágica y por supuesto punto de reunión de toda clase de animales.

Hay un sentido profundo en el hecho de que una

montañesa nunca devuelve la sal que le prestan; se

La leyenda “Magies lacustres du sel” está recogida por Alain Bemard y publicada en “Mystéres et
secrets du Béam”. Pau, 1985. Traducida y adaptada por el autor.
devuelve todo: el pan, las cerillas, los ajos, todo, menos la sal porque traería desgracias a
quien la prestó, y por tanto se tiene como una afrenta.

Las mujeres del Pirineo, antiguamente ponían sal en las costuras de las chaquetas que iban
a llevar sus hijos y su marido, sin que ellos lo supieran para que no les sucediese nada
malo.

También trae desgracias el pisar la sal y en cambio, el hecho de derramarla


involuntariamente al volcarse un salero, así como el vino del porrón, trae consigo buena
suerte.

Unidas con la sal circulan algunas leyendas por el Pirineo francés, una de ellas la de Salies-
~en-Béarn, que tiene curiosas resonancias bíblicas unidas a Sodoma y Gomorra y la mujer
de Lot.

Podéis visitar, muy cerca, Mirail, Barou, Labourdelé y la Pounte: cuatro lagos salados
como cuatro “mares Muertos”. El mayor no tiene más de once hectáreas de extensión y
solamente de veinticinco a treinta metros de profundidad.

Y, naturalmente; tienen su leyenda.

Un mendigo harapiento y fatigado que vivía de la compasión de las gentes de los


pueblecillos montañeses de la comarca llegó un día pidiendo limosna a Salies--en-Béam.
Pero sus vecinos tenían el corazón endurecido, además de Muy pocos recursos porque el
año había sido muy malo en cosechas y el ganado no

había medrado.

El pordiosero recorrió todo el pueblo, de casa en

casa, y de todas fue despedido sin la más mínima ayuda. Hacía mucho frío y se contentaba
con un mendrugo de pan y un rinconcico en la cuadra para pasar la noche a

cubierto. Pero nada.

Solamente al final, en la última casa del pueblo, la del Boticau fue acogido y tratado con
cierto cariño. Allí le dieron un plato de sopas y pudo pasar la noche en un

banco de la cocina,arrebujado en su astrosa manta, pero cerca del rescoldo del hogar.

Pero antes de llegar a esa casa, fue motivo de burla continua por parte de mujeres que
incluso azuzaban los perros contra él para perderlo de vista pronto. En la casa contigua a la
que le recibió vivía una madre con dos hijas, las tres costureras y bien acomodadas, y ellas
fueron las que más se burlaron del pobre hombre.

A la mañana siguiente, cuando el mendigo iba a

continuar su camino hacia Arancou, ahí estaban esas desgraciadas de nuevo a la puerta de
su casa, metiéndose con él y llenándolo de oprobios. El hombre, aunque de carácter dulce,
maldiciendo el egoísmo de sus habitantes salió del pueblo condenándolo en nombre de
Dios.

A las costureras aún les advirtió:

-"Por si acaso, no volváis la cabeza porque vais a escuchar un ruido ensordecedor”.


Ellas se mofaron de él y miraron descaradamente al pueblo de los lagos.

Un horrible rumor, cada vez más violendo, se levantó del vientre de la tierra y ellas se
convirtieron en estatuas de sal. Las aguas que brotaron del suelo se tragaron el pueblo,
llegando justamente hasta la última casa, la de Boucau, donde había pasado el mendigo la
noche. Esa fue la única que respetaron.

Dicen los montañeses de la redolada que cuentan la leyenda, que ese mendigo era el mismo
Dios que había llegado el día de la fiesta del pueblo para ejecutar su justicia con los
hombres.

La casa de Boucau existe todavía. El pueblo fue reconstruído años más tarde junto a los
lagos salados.

Cuentan también que hace un centenar de años se alzaba allí un menhir que remataba en
dos puntas. La gente afirmaba que representaba a la madre y las hijas costureras castigadas
por Dios. Y hasta en la roca se veía grabada, la marca de las tijeras.

Ya no existe el menhir que llamaban “de Cazes-Major” pues un labrador lo aprovechó para
hacerse un rodillo de apisonar la era.
Sin duda que habéis oído hablar de Zugarramurdi, el pueblecico pirenaico del valle del
Baztán en Navarra. Fueron famosas sus cuevas porque en ellas tuvieron lugar los más
famosos aquelarres de la brujería del Pirineo y hasta hubo varios procesos contra las brujas
que allí se reunían y actuaban. Pero las leyendas nos

cuentan más cosas sobre Zugarramurdi.

Una de ellas que quiero contaros está relacionada con un famoso sacerdote y escritor
navarro que vivió entre los siglos XVI y XVII y fue párroco del pueblecillo de Sara. Se
llamaba Atxular.

Dice esta leyenda que el diablo Etsal organizó un

curso de brujería y curanderismo, precisamente en una

cueva de Zugarramurdi. Debieron acudir bastantes aprendices de brujos. Nos han llegado
algunos nombres: don Juan, Ondarrabio, Arruit, el Atxular de nuestra historia y otros más.
El precio que ponía el catedrático sería que uno de los discípulos entregaría su alma al
demonio.
Se echaron suertes y precisamente le tocó ser víctima a un hermano de Atxular que tuvo
compasión de su hermano y pensando que él se arreglaría mejor para escapar de las garras
de Etsai se ofreció a entregar él su alma en vez de su hermano. El diablo aceptó ya que le
parecía más aprovechable por su inteligencia.

Pero le impuso un trabajo intenninable: tenía que trasvasar toda el agua de un estanque
grandísimo con una caldera cuyo fondo era una criba. Ni qué decir tiene que cada vez que
pozaleaba con la caldera se le escurría toda y solamente conseguía sacar algunas gotas. No
terminaría nunca.

Además, estaba obligado a contestar “aquí estoy” (emen nago), cada vez que el diablo
desde otra estancia le preguntaba “Atxular, nun haizT’ (Atxular, ¿dónde estás?) cosa que
hacía a cada momento.

Atxular estudió su situación y como en principio lo más importante era escapar del control
del diablo se entretuvo unos días en enseñarle a hablar a la boina. Como era muy habilidoso
no le resultó difícil que aprendiese a contestar “aquí estoy” cada vez que Etsai le
preguntaba a su dueño.

Un día, en un descuido del diablo que en aquel momento se encontraba en otra habitación
de la cueva, se dirigió presuroso a la salida y pudo evadirse corriendo, justo en el momento
en que se acercaba Etsai que al verlo en el umbral le lanzó un garfio de hierro. Pero era
tarde: sólo alcanzó el talón y la sombra de su prisionero porque era lo único que en aquel
instante estaba todavía

en su jurisdicción.

Atxular, pues, pudo huir, aunque, eso sí, sin el talón izquierdo y sin su sombra. Pero ya era
libre. Y por el miedo que había pasado sirviendo al diablo decidió dedicarse al servicio de
Dios y se marchó al seminario.

Cuando salió de él, ordenado de sacerdote, le destinaron a la parroquia de Sara, como ya


hemos dicho._

El diablo se sentía desgraciado por haber perdido el control de su antiguo servidor. Le


parecía poco tener sólo el talón y la sombra del cura y se las ingenió como

él sólo sabe para tenderle una trampa. La ocasión le llegó ni pintiparada, al cabo de algunas
semanas:

Un día vio a un aldeano que muy desasosegado parecía buscar algo por cerca de las cuevas
de Zugarramurdi. Se hizo el encontradizo con él. Para eso se

disfrazó primero de caballero y se acercó a él con un paquete en la mano:

-Pareces muy preocupado. ¿Es que se te ha perdido algo?

-Sí, señor: no puedo encontrar mis vacas por ningún sitio.

Yo te indicaré dónde están tus vacas para que puedas recuperarlas, pero a cambio tendrás
que hacerme un favor.
-Sí, señor. Me gusta hacer favores siempre que puedo y lo haré muy gustoso. Y tanto más si
vuelvo a encontrar mis vacas.

-Pues, mira, es muy sencillo. No tienes más que llevar este paquete que tengo aquí al cura
de Sara.

El se lo prometió. Cogió el paquete que le entregaba y al momento encontró las vacas


extraviadas. La verdad es que se quedó muy impresionado y hasta pensó si sería cosa del
diablo, pero ¿cómo iba a ser algo malo si andaba un cura por medio?

Se dirigió, pues, a Sara. El párroco le preguntó de parte de quién venía y él le explicó el


encuentro con el caballero, la conversación que había tenido, lo de las vacas, en fin todas
las circunstancias.

Atxular, que era muy largo, algo debió olerse cuando abrió el paquete. En él había una caja
con un obsequio: unos ceñidores rojos de seda de los que usaban antiguamente los
campesinos. Entonces le dijo al aldeano que cogiese los ceñidores de la caja y que los
enrollase alrededor de un árbol que allí había. El hombre lo hizo, pero mada más atarlos el
árbol se partió de cuajo y se vino al suelo. De esta manera pudo escapar el cura de las malas
artes del diablo.

Atxular tenía poder, como antiguamente casi todos los curas, para exconjurar las tormentas.
Cuando se presentaba una tronada ellos iban al “exconjuradero” y con un libro en latín que
tenían y el hisopo con agua
bendita las hacían desaparecer sin que apedreasen en el lugar. Pero él empleaba además
artes mágicas.

Por ejemplo, un día que estaba el cielo calmizo le dijo al ama:

-En cuanto veas que asoma una nube por Larrune, me avisas.

Luego apareció una nubecilla insignificante sobre aquella montaña y el ama acudió
corriendo a comunicárselo al cura. El marchó al llano de Buluntegui, pero con las prisas se
había olvidado coger el libro y el agua bendita. Cuando llegaba allí ya estaba encima la
tormenta y empezaba a granizar. Entonces Atxular sacudió fuerte un pierna y lanzó al aire
su zapato. Este desapareció, pero también la tormenta escapó y el pedrisco no cayó en los
trigales de Sara.

Iban pasando los años. Atxular se iba haciendo viejo y quería hacerlo en la paz de Dios.
Tenía pánico de morir sin su sombra porque su alma podía estar en ella, y la sombra seguía
en poder de Etsai.

Unicamente cuando celebraba la santa misa, en el momento de la Consagración le volvía la


sombra. Era solamente un momento, porque luego, terminada la consagración volvía a
desaparecer. Por eso el pobre cura

deseaba morir en ese momento. Una mañana, cuando se disponía a celebrar le dijo al
sacristán:

-Mira: cuando esté diciendo misa, en el instante de la consagración, mátame.


-¿Cómo ha pensado que puedo hacerle eso, señor?

-Tienes que hacerlo, pues únicamente así puedo salvarme.

-Yo no puedo hacerlo, señor cura. Busque otro para eso.

-Mátame, por favor; de lo contrario nunca podré entrar en la gloria eterna.

-Bueno, si es así, lo mataré.

Sin embargo el sacristán no tuvo valor para matarlo ni el primer día ni el siguiente. Al final,
ante los ruegos insistentes de Atxular, durante la consagración del tercer día, lo mató. Y de
esta manera el cura de Sara pudo salvar su alma que había pertenecido al diablo.
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