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Lo más terrible de la guerra es la muerte, naturalmente, pero después de eso lo más terrible es
que siempre nos quedará un rinconcito donde nos avergonzamos de haber sobrevivido. Porque
están los que no sobrevivieron, y con ésos la guerra no tuvo ninguna complacencia, serán
eternamente incompatibles con la guerra, pero a nosotros, si nos perdonó la vida, parece como
si nos hubiera hecho un poco cómplices suyos, parece que no fuimos tan absolutamente
incompatibles con ella puesto que no nos cobró con la vida esa enemistad. Sabemos bien que los
que murieron en la guerra, especialmente en las guerras modernas que son guerras contra la
población civil, no merecían morir más que nosotros. Y sin embargo fueron ellos los que
murieron y nosotros no, y eso, mirado desde suficiente altura, es una vergüenza. Ese rincón
avergonzado puede quedarse en su sitio y no acaparar la atención. No será deteniendo la vida
como nos opondremos a una muerte inhumana, ni avergonzándonos de vivir en paz como
intentaremos limitar la proliferación de la guerra y sus estragos. Pero el rincón está ahí y tiene su
voz, una voz sin duda legítima. Es la misma voz que nos dice que no se puede hacer poesía
después de Auschwitz, que no se puede hablar de moral después del gulag, que no hay
humanismo después de Guantánamo.
Algunas de las escenas que se ven en estas fotografías o sus equivalentes yo las he visto en
vivo a los nueve, a los diez años. Pero yo no fui sólo de los que tuvieron la suerte, injusta como
todas las suertes, de sobrevivir, sino que tuve también la de escapar de ese infierno antes del fin
del conflicto. Mis recuerdos infantiles son del primer año de guerra civil o poco más.
Difícilmente podrían esos recuerdos ser un testimonio de la tragedia de la guerra: esa infancia
mía estuvo sin duda bastante protegida. Pero lo que en cambio un niño vive mucho más
decididamente que un adulto es la cotidianidad de la guerra. Siempre me ha parecido inquietante
la facilidad con que los niños aceptan como natural cualquier situación que la sociedad les
depare. Qué fácil es por eso adoctrinar a los niños en cualquier locura colectiva, y qué difícil
que luego, ya adultos, acepten que muchas de sus más arraigadas convicciones no son tan
naturales como están acostumbrados a pensar desde la infancia.
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Pero también los adultos acaban adaptándose a todo, y en cierto sentido eso es más
desalentador que lo de los niños. Porque un niño tiene creencias, pero no criterios, para los
cuales depende enteramente de los adultos. Y esos adultos que deberían tener criterios acaban
también muchas veces por encontrar naturales situaciones que no podrían serlo ante cualquier
sano criterio. Es una cuestión de sobrevivencia, por supuesto, y no creo que se le pueda
reprochar a nadie someterse a las más escandalosas situaciones antes que rendirse a la muerte.
Pero no es lo mismo someterse a algo que encontrarlo natural. Incluso los niños percibíamos un
punto de mala conciencia en los adultos así adaptados al estado de guerra. En mi entorno (auque
era seguramente un entorno excepcional en cuanto a madurez y reflexión), los adultos se
escandalizaban de que los niños nos divirtiéramos abiertamente con el juego de la guerra. Pero
es que también se escandalizaban de sí mismos. En la guerra, el que más y el que menos se
avergüenza en secreto de seguir comiendo, durmiendo, lavándose y peinándose, poniéndose ropa
planchada, charlando y paseando, haciendo el amor y… divirtiéndose.
Se ve que esa vergüenza es la misma que la de haber sobrevivido. La guerra desteje con
evidente saña todo el sentido que los hombres van tejiendo difícilmente. Es la suspensión total,
el estado “de excepción”. La sociedad se paraliza, aunque claro que no podría paralizarse del
todo. Pero aunque la sociedad siga haciendo cosas con sentido, la guerra significa que nada tiene
sentido. Las instituciones, las leyes, los hábitos siguen funcionando más o menos, pero en estado
de excepción, o sea sólo mientras la guerra no decida prescindir de ellos, lo cual significa que
funcionan por inercia, no por su contenido, funcionan sin raíz, sin fundamento, dicho de otra
manera, han perdido su sentido. La cotidianidad es justamente esa inercia. En la guerra la vida no
vive verdaderamente, no se despliega, no corre, no va a ningún lado; en la guerra la vida sigue.
Es claro que nadie puede sentirse orgulloso de seguir vivo por inercia, de ir sobreviviendo de
mala manera, como tampoco de haber sobrevivido finalmente cuando otros tan dignos como él
han sucumbido.
Hablo de orgullo, no de satisfacción. Sin duda es perfectamente legítima la satisfacción de
haber sobrevivido, incluso de haber seguido vivo por inercia; satisfacción en el sentido de
alegría, de felicidad, de gratitud. Pero el orgullo es otra cosa, y a pesar de lo frecuente de esa
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expresión, es preciso decir que hay muy pocos “legítimos orgullos”. Frente a algo tan tremendo
como la guerra, basta sentir mínimamente que lo merecemos para que nuestra alegría de
sobrevivir se vuelva un orgullo levemente obsceno. Eso es lo que nos recuerdan las voces que
hacen eco a la famosa frase sobre Auschwitz y la poesía. No puede hacerse orgullosamente
poesía después de Auschwitz. Pero es que en realidad nunca pudo ni podrá hacerse poesía
orgullosamente. Poesía legítima, se entiende. Y está bien que nos lo recuerden a la luz del más
inhumano de los infiernos guerreros, que es donde más resalta la obscenidad del orgullo. Pero
hubo una inercia, hubo una vida cotidiana, hubo unos sobrevivientes, incluso en Auschwitz, y esa
inercia no es ningún orgullo, pero hacer enmudecer avergonzada a la vida es también un juicio
terriblemente orgulloso, de un orgullo de otra clase. Lo que sí es espurio se mire desde donde se
necesidad de mantener viva la memoria de sus circunstancias, y tendré que acabar hablando de
eso, porque es claro que los detractores de ese rescate de la memoria en el que se inscribe esta
exposición están buscando perpetuar la vieja invalidez que sigue impidiendo a la sociedad
española ser una sociedad sana.
Hace unos años fui a Berlín, que no conocía aún, y lo que más me sorprendió, por no haber
pensado en ello, fue una continuidad generacional inimaginable en España. “En Berlín”, les
decía a mis amigos, “los jóvenes tienen menos años y más bicicletas que los viejos, pero son de
la misma especie biológica, a diferencia de España, donde también tienen menos años aunque no
tantas bicicletas (más bien coches y motos, por algo será), pero son claramente de otra especie.”
A lo que apuntaba con esas bromas es a que el diálogo entre generaciones depende estrictamente
de la memoria histórica. Si los jóvenes no tienen acceso al pasado de sus mayores, no tienen vía
alguna de comunicación con ellos, que son obviamente sus antecedentes, y así pierden el sentido
de la historia e incluso el del orden temporal en general. Estando en Berlín, el contraste me
parecía impresionante. Pocas ciudades tienen un pasado más terrible, por un lado y otro, por el
este y el oeste, pero a nadie se le ocurre ocultar ese pasado con el argumento de que no hay que
abrir viejas heridas. Ningún joven alemán ignora quién fue Hitler y qué fue el stalinismo,
mientras que en España he olvidado el porcentaje exacto de jóvenes que ignoraban, en una
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conocida encuesta de hace poco, quién fue Francisco Franco, pero en todo caso era una cifra
vertiginosa.
Ninguna metáfora más desafortunada que la de abrir viejas heridas. Lo que se nos sugiere al
decirnos que la herida vuelve a abrirse si se la destapa es que la verdad es agresiva, que saber
hace daño, que la ignorancia es benéfica para la pobre criatura humana nacida a todas luces para
no hurgar demasiado en las cosas, dejarse llevar sin armar líos y permanecer eternamente bajo
tutela. Pero ¿quién puede tener interés en perpetuar la ignorancia sino quien se beneficia de ella?
O sea los que tienen algo que ocultar, no sólo sus responsabilidades, sino muy señaladamente sus
intenciones. Si los defensores de la recuperación de la memoria tuvieran tanto que ocultar como
sus detractores, es claro que no insistirían.
Pero esos detractores tienen también argumentos menos burdos que el de los peligros del
saber y las virtudes de la ignorancia. Está muy difundida en los medios de comunicación y entre
ciertos intelectuales bien vistos una actitud que apela a la neutralidad, a la ecuanimidad, a la
imparcialidad, y que insinúa por lo tanto, aunque casi nunca abiertamente, que hay parcialidad en
la recuperación de la memoria, que la tentativa es la de reivindicar principalmente, si es que no
únicamente, a las víctimas de un solo lado. Hay que decir que aunque así fuera, las victimas del
lado franquista llevan 60 año de exaltación y homenajes, y con la clase de discurso no
precisamente esclavo de la verdad que podía permitirse un régimen no democrático a quien
nadie podía pedir cuentas, y que sería por lo menos comprensible que ahora la balanza se
inclinara un poco, compensatoriamente, del otro lado. No me imagino por ejemplo en Alemania
a alguien protestando por un exagerado homenaje a las víctimas del nazismo en nombre de las
víctimas hitlerianas, que es obvio que también las hubo. Y es que no es lo mismo, mientras que
el presupuesto implícito en la postura de nuestros paladines de la imparcialidad es que sí es lo
mismo. Vale la pena sacar un poco a luz ese presupuesto.
Independientemente de que haya habido o vaya a haber predominio de uno u otro platillo de la
balanza, no cabe duda de que la imparcialidad y la ecuanimidad son siempre recomendables. En
el examen de la historia, es preciso llevar inflexiblemente hasta el límite la neutralidad. Pero no
más allá del límite. Porque todas las comparaciones, y no sólo en la historia, tienen un límite.
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Podemos equiparar un error con otro, un crimen con otro, y también (aunque siempre va a ser
históricas que comparamos sigan siendo diferentes. Podemos encontrar mil rasgos equiparables
entre dos personas o mil propiedades equiparables entre dos objetos parecidos, y eso no quita que
esos objetos sigan siendo dos y esas personas no sean nunca indiferentemente la una o la otra.
Las comparaciones se hacen decidiendo qué comparamos con qué, asimilando lo que podemos
meter en el símil, pero al final siempre queda una asimetría inasimilable que es el sustrato de
todo eso que era comparable. Cuando se trata de repasar antagonismos históricos, desde el
momento en que se pide imparcialidad se está presuponiendo que nos movemos entre juicios de
valor, que hemos entrado en el terreno moral, y entonces, si los antagonistas no pueden ser lo
mismo más allá de cierto límite es simplemente porque el Bien y el Mal no pueden ser lo mismo,
su asimetría está fuera de comparación y no es equiparable o asimilable. Insistir tanto en la
neutralidad sin señalar ese límite es sugerir que no hay ningún terreno donde la República y la
Dictadura no sean equiparables. Pero en el mundo de la historia moderna, decir que la Dictadura
y la República, el Fascismo y la Democracia son equiparables en todos los terrenos es decir que
el Bien y el Mal son intercambiables y en definitiva la misma cosa. Alguien puede llamar Bien a
lo que yo llamo Mal y viceversa, pero nadie puede decir que son lo mismo. Si la búsqueda del
sentido, en la historia, no se orienta por el debate entre el Bien y el Mal, sólo se puede orientar
por la violencia y la fuerza. La tendencia, o a veces tentación, de borrar la asimetría entre la
República española y la Dictadura franquista se relaciona con la moderna tendencia o tentación a
borrar la frontera entre la izquierda y la derecha. Esa tendencia no es en absoluto imparcial o
equitativa: es claramente una empresa de derecha. Si la sociedad no se orienta por ideas
políticas o morales, sólo se puede orientar por el dominio del más fuerte, que en nuestra
modernidad es el más rico, el más astuto, el más desprovisto de escrúpulos, el más cínico y el
más pertrechado de medios de comunicación de masas. Se ve que esta descripción es el retrato
hablado del prototipo humano de derechas, digamos por ejemplo de Berlusconi. Si no hay
izquierda y derecha no nos queda más que Berlusconi.
Pero volvamos un poco a esa vida cotidiana en guerra que rodeó a una parte de mi infancia.
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Yo por supuesto no pude vivir aquello más que de un solo lado. El rasgo propio de la guerra es
que hay un enemigo. Incluso el rasgo de la muerte violenta masiva la guerra lo comparte con las
catástrofes naturales; es la existencia del enemigo lo que hace que la guerra no sea una catástrofe
natural. ¿Es posible la reconciliación con el enemigo? Creo que a esta pregunta no puede haber
una respuesta entera y completa, sólo puede haber una búsqueda de respuesta, una respuesta en
marcha que no elimina del todo la pregunta, que sólo puede ser una transformación de la
pregunta. Con muchos aspectos de la vida cotidiana en guerra, evocados en el pasado, puede
haber una reconciliación en el sentido de una aceptación de ese pasado, como de muchos otros
recuerdos dolorosos o desagradables de nuestra vida, y esa aceptación puede ser incluso un poco
nostálgica. Uno puede evocar casi con añoranza, sin reivindicaciones rencorosas o no, las colas
del racionamiento recorridas de noticias, hablillas y rumores; el miedo gregario en los sótanos
durante los bombardeos; el ansia codiciosa ante fabulosos alimentos de los que habíamos perdido
hasta el recuerdo. Pero no puede haber añoranza alguna en la evocación del enemigo. Puede
quizá deponerse el odio, ver al enemigo sin deseos de venganza o de agresión; pero uno puede
siempre, en ciertas condiciones, ponerse del lado de cualquier persona; no hay condiciones en las
que uno pueda ponerse del lado del enemigo como enemigo. Para ponernos de su lado, el
enemigo tiene que dejar de ser el enemigo, y eso sólo puede darse de dos maneras: o bien me
paso al enemigo, con lo cual no he hecho sino cambiar de amigos y enemigos, o bien el enemigo
se arrepiente, y si no pide perdón es como si lo hubiera pedido. ¿Es eso una reconciliación?
Pero claro que mi enemigo tiene también un enemigo, que soy yo. Y aquí reaparece la
asimetría más allá de cierto límite. Porque yo puedo —o debo— arrepentirme de todo lo malo
que le haya hecho a mi enemigo, pero a él no es sólo eso lo que le pido, sino que deje de ser el
enemigo. La contraposición puede quedarse dentro de los límites de lo comparable, del ojo por
ojo y diente por diente, en la medida en que el enemigo tiene el mismo derecho a pedir que yo
deje de ser enemigo. Pero puede ser de veras asimétrica si uno es más enemigo que otro. Por
ejemplo: quien abre las hostilidades ha fundado el suelo de la enemistad, ha hecho posible la
aparición de unos enemigos que no había antes, y en ese sentido es más enemigo que su
enemigo. Hitler fue más enemigo de los polacos que los polacos de Hitler, Busch fue más
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enemigo de Irak que Irak de Bush, Franco fue más enemigo de la República que la República de
Franco. Se puede pedir que la República se arrepienta de sus crímenes y la Dictadura de los
suyos, pero la República no debe arrepentirse de ser república, mientras que la Dictadura tiene
que arrepentirse de ser dictadura. Es claro que se pueden pedir actos de contrición a la Segunda
legítimo que a una rebelión militar es una vez más borrar la asimetría y avalar que todas las
formas de tomar el poder son válidas y equivalentes y exentas de todo juicio moral, y entonces
todo está permitido. Si la historia no es puro sinsentido, no podemos ser imparciales entre la
democracia y la dictadura, y si lo es, resulta ridículo pedir imparcialidad —a menos que sea una
cínica triquiñuela. Nos quedaremos con una de esas respuestas incompletas que tienen forma de
pregunta: ¿no podría ser la reconciliación una renuncia al odio y la venganza sin que ello acarree
renunciar el amor a la democracia ni al odio a la dictadura militar?
TOMÁS SEGOVIA