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Cuando la gente busca un maestro, debería estar buscando experiencias que puedan
ayudarle a evitar ciertos obstáculos. Desgraciadamente, la realidad es otra: recurren a
la ley del mínimo esfuerzo, intentando encontrar respuestas para todo. El que desea
aprovecharse del esfuerzo del maestro para así no gastar sus energías nunca llegará a
ninguna parte, y acabará por sentirse decepcionado.
Quien lea los evangelios, reparará en que casi todas las enseñanzas de Jesús tienen
lugar en dos circunstancias: bien cuando viajaba, bien alrededor de una mesa.
Si Buda no hubiese decidido vivir una vida de sacrificio durante muchos años, jamás
hubiera entendido el placer de la alegría.
Algunas cosas en nuestras vidas tienen un sello que dice: «Sólo comprenderás mi
valor cuando me pierdas y me recuperes». De nada sirve querer acortar este caminó.
Existe un viejo dictado mágico que dice: cuando el discípulo está listo, aparece el
maestro.
Pensando en esto, muchas personas se pasan la vida entera preparándose para este
encuentro. Cuando se cruzan con el maestro, se entregan por completo, días, meses o
años. Pero terminan descubriendo que el maestro no es el ser perfecto que habían
imaginado, sino una persona igual a las demás, cuya única función es compartir aquello que
ha aprendido. Al verse frente a una persona normal, el discípulo se siente herido. Siente
desesperación y el deseo de abandonar la búsqueda, cuando, en realidad, es así como
debe ser, es esto lo que nos hace libres para labrarnos nuestro propio camino.