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LA MUERTE DE LOUIS XVI

Por: Carlos Mauricio Iriarte

Durante los años de 1791 y de 1792 acaecieron tres sucesos


que, a mi modo de ver, agrietaron y terminaron por completo
con la confianza que hasta ese entonces el pueblo todavía le
prodigaba a la Corona y propiciaron en su corazón los
sentimientos regicidas: La fuga a Varènnes, el manifiesto del
duque de Brunswick y el descubrimiento del "armario de
hierro" que contenía valiosos secretos del Rey.

Todo esto sumado con otros acontecimientos como la


matanza del Campo de Marte, la promulgación de la
Constitución del 91 y la guerra contra Austria y Prusia dejaron
como consecuencia una Monarquía decadente y
desprestigiada. Después de todo ello la cabeza del Rey no
podía salvarse.

EL PROCESO

Las barras de la Asamblea ese 14 de enero de 1793 estaban


realmente llenas. Había una gran algarabía y el ambiente era
pesado. La discusión acalorada sobre las Preguntas que
debían proponerse a la asamblea terminó en que ellas serían:

1- ¿Louis es culpable?

2- ¿El juicio debe ser sometido a la aprobación del pueblo?

3- ¿Cual será la pena a imponer?


Al día siguiente, a eso del mediodía se abrió el escrutinio
sobre la primera pregunta con la particularidad de que cada
diputado debía explicar su voto. Cinco diputados se declaran
impedidos. Otros veinte están ausentes. Ocho se hicieron los
enfermos. En fin, 683 responden afirmativamente sobre la
culpabilidad de Luis, lo que indicaba una coincidencia de voto
entre los Girondinos y los Montagnards.

Vergniaud, vestido de negro, sentencia: "A nombre del pueblo


francés, la Convención Nacional declara a Louis Capet
culpable de conspiración contra la libertad de la Nación y de
atentado contra la seguridad general del estado". La segunda
pregunta debe ser contestada seguidamente. La Gironda, que
estaba dividida, tenía oportunidad de salvar a Luis XVI de la
muerte. Por el contrario los Montagnards cierran filas y se
unen sólidamente. Danton, que había vuelto de Bélgica vota
como Robespierre, y Marat como Danton. El Centro,
influenciado por Barrère y Sieyès, se mostró en contra y
gracias a ellos la "apelación al pueblo" es derrotada por 424
contra 283 votos.

El 16 de enero debía darse el último voto. El voto definitivo.


Todo París estaba nervioso e impaciente. El día anterior por la
noche una suerte de revuelta incendiaria se toma París y
produce pánico. Desde la madrugada del 16 una gran
multitud de soldados, de obreros sin trabajo y de curiosos se
congrega al pie de la Asamblea. Cañoneros se apostan en las
puertas de la asamblea con mechas prendidas listos a
disparar.

Los corredores están repletos de "Sans-Culottes" que


aplauden con emoción a cada diputado de izquierda que van
entrando y para chiflar y amedrantar los diputados "tibios".

El diputado Villette, esposo de la pupila de Voltaire es


amenazado con un sable para que votara la muerte del
"tirano", pero el con más valor que ninguno se para y
pronuncia un corto discurso: "¡No! Yo no votaré por la muerte
y ustedes no me asesinarán. ¡Ustedes respetarán mi
conciencia, la Libertad y la Nación!
Efectivamente, no lo mataron. Arriba en las tribunas se sentía
también la pesadez del ambiente. Estaban atiborradas,
hiperactivas. En realidad la gente estaba por todos lados,
incluso mezclada con lo diputados. La jornada completa se va
en discutir sobre el estado de París, los actos ilegales de la
Comuna y todas aquellas "nimiedades" que parecían ser
argumentadas para esquivar el tema central.

Es ya casi por la noche que Danton hace su aparición: "Yo


demando que la Convención se pronuncie sobre la suerte de
Louis ¡cuanto antes!" La proposición es votada. Va a
abordarse la votación nominal cuando el diputado bretón
Lehardy lanza la cuestión sobre la mayoría con la que debe
adoptarse la decisión. Lanjuinais afirma que ella debe ser de
por lo menos los dos tercios de los asistentes. Danton
interviene: "Es por mayoría simple que nos hemos
pronunciado sobre la suerte de la Nación, sobre la abolición de
la monarquía, sobre la conveniencia de la guerra, y ustedes
quieren ahora, para decidir sobre la suerte de un simple
ciudadano, de un conspirador, ¿adoptar unas mayorías
diferentes? ¡Debemos pronunciarnos por simple mayoría!
Lanjuinais responde que la razón para adoptar mayorías
diferentes es sencilla: La Convención se erigió como Tribunal y
por eso debe adoptar las formas judiciales.

Este llamado es derrotado otra vez por los Girondinos y los


Montagnards: la mayoría simple será suficiente para tomar
cualquier decisión.

A las ocho de la noche empiezan a llamarse los diputados


para que expresen su voto. ¡Uno tras otro, los cerca de 700
diputados van a expresar en la tribuna públicamente su voto!

Le corresponde a la Alta Garonne el "honor" de ser el primer


departamento en desfilar. Jean-Baptiste Mailhe pasa a la
tribuna: "Yo voto por la muerte", dice él sin inmutarse. Pero
añade: "Si la muerte es la opinión mayoritaria creo que sería
digno de la Convención Nacional examinar si sería útil
retardar la ejecución".
La cuestión del plazo para la ejecución es planteada con algo
de retardo y no servirá sino para facilitar la postura de los
temerosos que votarán ahora la muerte haciéndose los que
creían que la ejecución no se iba a llevar a cabo. La votación
continúa. Unos opinan que debe imponerse el destierro y los
otros la muerte. La sala espera con ansiedad el voto de la
Gironda pues es de ellos que depende la sentencia.

Llegó el turno a Vergniaud: "¡No es permitido dudar sobre la


pena a imponer! ¡La Ley habla! ¡Es la muerte! Pero
pronunciando esa palabra terrible e inquieto sobre la suerte
de mi patria por los graves peligros que amenazan la libertad
y por toda la sangre que puede verterse, yo expreso lo mismo
que Mailhe y demando que esto sea sometido a la
deliberación de la Asamblea". ¡El mejor de los Girondinos, el
más desinteresado, el más alto intelectual de su partido ha
condenado a Luis XVI! Los miembros de su partido siguen su
ejemplo. Ellos, en el fondo de sus corazones, no creen en la
culpabilidad de Louis, pero por el puro miedo a la
impopularidad lo condenan. Algunos otros diputados como
Louvet y Brissot votan la muerte aclarando que "la sentencia
no podrá ejecutarse sino después de que el pueblo francés
haya aceptado la nueva Constitución". Los demás familiares
de la Señora Roland, sin excepción votan por la muerte. Otros
se pronuncian por el arresto hasta que haya paz. Condorcet
vota por "la más fuerte pena que no sea la muerte". A las 4
de la mañana todos están cansados, extendidos sobre sus
sillas, algunos somnolientos peleando sin ánimo con el sueño.

Cuando Robespierre es llamado la multitud escucha su


discurso ardiente que termina con la sentencia: "Yo voto por la
muerte". Danton le sigue: "No se negocia con los tiranos. A
ellos se les debe golpear solamente en la cabeza... ¡Yo voto
por la muerte del tirano!" Barère y Sieyès lo imitan. Marat,
Collot d’Herbois, Billaud-Varenne y otros votan por la muerte
"¡dentro de las próximas 24 horas!"

Camilo Desmoulins expresa su voto así: "Yo voto por la


muerte, por el honor de la Convención".
Felipe Igualdad es llamado. El había dicho que se declararía
impedido por sus nexos de sangre con Luis. El podía hacerlo
incluso con la aprobación de sus compañeros de la Montagne.
Pero le da miedo. Sube la pequeña escalera de la tribuna y
lee un papel nerviosamente: "Unicamente preocupado por mi
deber, convencido de que todos aquellos que han atentado o
atentarán contra la soberanía del pueblo, merecen la muerte,
yo voto por la muerte." Su frase es seguida de un murmullo
de horror. Ningún Montagnard aplaude. La expresión de la
mayoría es más bien de desprecio.

Amanece y la votación prosigue lentamente. Se oyen voces


de todas las características. Arrepentidas, débiles, fuertes,
irreverentes, violentas, cobardes, inocentes, temblorosas... La
votación sigue aun todo el día y ¡hasta hubo un momento en
que parecía que la sentencia de muerte iba a ser derrotada
por la de reclusión! La votación es cerrada solamente a las 8
de la noche. Cuando el escrutinio se va a realizar, Vergniaud
retoma la presidencia y comunica el recibo de dos cartas: Una
del Ministro de Relaciones Exteriores y la otra de los
defensores de Luis. La primera contiene una comunicación del
embajador de España, Ocariz, en donde ofrece el
reconocimiento de la república por España y su mediación
ante todos los otros estados, si la vida de Luis XVI es
respetada.

Danton, con desprecio, propone seguir con el orden del día y


Louvet lo interrumpe recordándole "¡Usted aun no es rey!".
Enseguida se lee la carta de los defensores del Rey, que no
aporta mayores argumentos. El resultado del conteo de los
votos se va a conocer.

Es a Vergniaud a quien le corresponde notificar la decisión:


"La mayoría absoluta es de 361 votos, en razón a los
diputados ausentes y los declarados impedidos. ¡366 han
votado por la muerte! Declaro, pues, a nombre de la
Convención Nacional, que la pena adoptada por ella contra
Luis Capeto es la muerte."
Louis, es condenado, de esa manera, por una mayoría de
apenas 5 votos, lo que quiere decir que muy seguramente, si
la votación se hubiere realizado en otras condiciones, Luis
hubiera sido condenado máximo a la pena de destierro.

Los defensores de Luis son admitidos seguidamente para que


expresen sus opiniones. De Sèze lee una declaración
redactada por Luis en el Temple y que tiene fecha del 16 de
enero: "Yo debo a mi familia y a mi honor no suscribir un juicio
que me inculpa un crimen que no tengo que reprocharme. En
consecuencia declaro que apelo a la Nación misma la decisión
de sus representantes." De Sèze retoma la palabra para
corroborar lo dicho en la misiva y recordar a la Asamblea que
es su deber discutir y no despreciar el recurso del condenado
pues así lo requiere el Derecho Natural, máxime cuando la
decisión fue adoptada con una mayoría tan débil. Tronchet, el
otro defensor de Luis, recuerda que en materia criminal la
condena exige una mayoría de los dos tercios. Malesherbes,
ensaya también tomar la palabra para defender a Luis.
Tiembla de emoción, su voz falla. Termina por pedir que lo
dejen hablar al día siguiente hacer algunas observaciones.

Cuando los tres abogados defensores de Luis se retiran, la


Asamblea discute sobre sus propuestas. Robespierre las ataca
con pasión: "La sentencia adoptada es irrevocable. Louis no
ha sido condenado por venganza sino para ¡dar un gran
ejemplo al mundo y para reafirmar la Libertad francesa!"

Completamente exausta la Asamblea cierra su sesión de


treinta y siete horas. En las calles el rumor corrió como
polvorín. Muchos lloraban y se arrodillaban al conocer la
condena. ¡París volvía a arder por enésima vez! El 18 de
enero Malesherbes y sus otros dos colegas van a contarle a
Luis la mala nueva. Luis se derriba ante tamaña noticia, pero
sus amigos tratan de consolarlo: "Señor, la esperanza no está
perdida. Se va a deliberar sobre el plazo de la ejecución."

"No, no, les responde el antiguo Soberano, ¡no hay más


esperanza! ¡Estoy presto a morir por mi pueblo! Quiera Dios
que ello lo salve de los horrores que yo presiento sobre él." Y
después de que Malesherbes le advierte que conmilitones
radicales han jurado salvarlo, Luis le deja en claro: "¡Yo no los
perdonaré si una gota de sangre es derramada por mi!"

Ese día y el siguiente, en efecto, se debate sobre el plazo de


la ejecución en la Asamblea. Thallien, Couton y Robespierre
reclaman la muerte inmediata. La Réveillère-Lepaux, pide,
con valor, un plazo para la ejecución. Manuel,
"descorazonado" por la actitud de la Asamblea, renuncia a su
investidura. Louvet y Buzot insisten en que nada debe
hacerse precipitadamente. Barbaroux exige a la Convención
obrar "sin piedad".

La Convención duda, pero al final aprueba la ejecución dentro


de las 24 horas siguientes a la notificación del condenado.

EL DIA SEÑALADO

El 20 de enero, Garat, Ministro de Justicia, Lebrun, Ministro de


Relaciones Exteriores, y Grouvelle, Secretario del Consejo
Ejecutivo, se dirigen a la torre donde se encuentra Luis Capeto
para notificar la decisión de la Asamblea. Allí se encuentran
con el Alcalde de París, varios magistrados municipales y
Santerre. Garat toma la palabra y conmovido se dirige al Rey:
"Luis, la Convención ha encargado al Consejo Ejecutivo de
notificarle su decreto." Grouvelle, lee la sentencia. Luis
escucha en profundo silencio y entrega a Garat una carta
donde pide un plazo de tres días para prepararse, para ver a
su familia y pedir a su amigo el abate Edgeworth de Firmont,
que lo acompañe en sus postrimerías. La Convención llega al
colmo de ¡negar el pequeño plazo suplicado por su antiguo
rey! En cambio, accede a sus otras peticiones. El mismo
Garat lleva al abate Edgeworth ante Luis. A las seis de la
tarde el cura entra en los aposentos del Rey. Luis habla un
poco y le lee su testamento. Luego le pide pasar con el al
gabinete vecino para entrevistarse con su familia. Marie
Antoinette entra, llevando a su hijo de la mano. Con ella
vienen la Señora Elizabeth y la Señora Royale. Todos lloran.
Es el momento más doloroso de la familia real. El momento
culminante en donde se miran como humanos, despojados de
toda vanidad, de todo título, de todo protocolo. Ellos nada
saben aun, pero temen lo peor. Luis se sienta al lado de la
reina y de su hermana. Su hija se sienta frente a él con el
niño entre sus piernas. El rey les informa en voz baja y
pesarosa la terrible noticia. María Antonieta, que tanto
desdeño había sentido por el Rey desde hacía mucho tiempo,
se entrega a él. Ella es vencida por una resignación y una
bondad que rayan con el heroismo. Ella lo admira, ella lo
venera, ella lo ama absolutamente. El hombre ha
desaparecido para ella y no ve en él sino el mártir y el santo.
Tomando las manos de su hijo, el rey lo hace jurar que nunca
jamás pensará, siquiera, vengar su muerte. Después el lo
bendice y bendice también a su hija. El rey llora con ellos,
mezclando sus lagrimas durante una hora y media. Cuando
ya es hora de despedirse la reina le suplica dejarle pasar la
noche junto a el pero el delicadamente le dice que es
necesario estar sólo, consigo mismo. Luego se para y los
conduce a la puerta. La reina trata de forcejear para quedarse
y el le asegura: "Los veré mañana a las ocho de la mañana en
punto". "¿Por qué no a las siete?", replica la reina. "Muy bien,
entonces a la siete... Adios", concluye el Rey. El llanto de toda
su familia se convierte en gritos de dolor. El los besa de nuevo
y los empuja hacia afuera. Inmediatamente, se vuelve a ver
con el abate. Luis unicamente logra decir: "¡Solo eso faltaba!
¡Que en estos momentos sea yo tiernamente amado y ame a
los míos tiernamente!".

El abate había mandado traer todo lo necesario para la misa y


se queda con Luis hasta las 12 y media de la noche. Cuando
va a acostarse pide encarecidamente a su acompañante Cléry
que lo levante a las cinco de la mañana. Esa noche el Rey
duerme profundamente. Al otro día, efectivamente, es
despertado por Cléry quien después de vestirlo y peinarlo
sirve de sacristán para la misa que el abate Edgeworth brinda
en su nombre. Luis la oye de rodillas y comulga. Agradece,
después a Cléry y le encarga de decir a su familia que tomó la
decisión de no verlos para evitarles un dolor más profundo
que el del día anterior. También le pide entregarle un cofre
con el cabello de toda su familia. A las ocho de la mañana
llega Santerre, junto con varios gendarmes y comisarios de la
Comuna. "¿Ustedes vienes a buscarme?", interroga el Rey.
"Sí", responde Santerre. El Rey pide un minuto, saca su
testamento y pide a un comisario entregarlo a "la Reina".
Después de darse cuenta corrige: "¡mejor a mi esposa!" Con
un gesto inhumano, el comisario Jacques Roux, le responde
que ¡el no estaba allí "para hacerle mandados sino para
llevarlo a la guillotina"! Otro comisario coge el testamento
para entregárselo no a la reina sino a la Comuna. El Rey se
compone, se coloca el sombrero y parte para su recorrido
hacia la muerte. Hacia las diez de la mañana aquella
brumosa el carruaje llega a la Plaza de la Revolución. A la
derecha, mirando el Sena y en un espacio enmarcado de
cañones y de soldados montados a caballo, sobre un pedestal
en el cual se erigía antes la estatua de Luis XV, se levantaba
lúgubre la Guillotina. La Plaza estaba repleta de soldados y la
gente había sido bien alejada del sitio de la ejecución. Se oía
sólo un murmullo despiadado.

Inmediatamente después, a la orden de Santerre, los


tambores empiezan a ensordecer con su ruido fatídico. El
verdugo Samson, va por él al carruaje, pero Luis bajó sólo
cuando terminó su oración. Cuando llegó al sitio donde
estaba la guilotina se arrodilló al lado del cura y recibió su
última bendición. Los ayudantes de Samson intentaron,
seguidamente, amarrarle las manos, pero el Rey, indignado,
los rechazó diciendo que eso no lo permitiría jamás. Los
verdugos estaban prestos a usar la fuerza, pero el abate
Edgeworth aconsejó a Luis: "Haga este sacrificio, señor. Este
nuevo ultraje es un nuevo trazo de similitud entre su majestad
y Dios." Efectivamente, los verdugos ataron sus manos atrás
con un pañuelo y, además, cortaron sus cabellos. Apoyado en
el abate sube hasta la guillotina y en el último minuto Luis se
desvía y camina hacia el borde de la plataforma en dirección
de Tuilleries, haciendo callar los tambores con sus gritos.
"¡Franceses, yo soy inocente, yo perdono a los autores de mi
muerte, yo ruego a Dios para que mi sangre vertida no caiga
jamás sobre Francia! Y ustedes, pueblo infortunado... En ese
momento Beaufranchet, el ayudante general de Santerre, se
precipita a caballo sobre los tamboreros y les da la orden de
tocar. El Rey intenta callarlos, dando golpes con su pie sobre
la tarima, pero ya nadie le oye. Los cuatro verdugos, a la
fuerza, lo tumban sobre la plancha de la guillotina. El rey se
resiste, grita. La cuchilla baja con rapidez extraordinaria y
corta su cabeza chispeando de sangre al abate. Samson coge
la cabeza por los cabellos y ¡la muestra al pueblo!

Los federados, los fanáticos, los furiosos radicales, suben a la


tarima y ¡mojan sus sables, sus pañuelos, sus cuchillos y sus
manos con la sangre del rey! Gritan "¡viva la nación!", "¡viva
la república!", pero casi nadie les responde. El verdadero
pueblo enmudece, palidece, queda estupefacto. Una leyenda
famosa en Francia asegura que el abate le dio el adiós al rey
gritándole: "¡Hijo de San Luis, suba al cielo!" El pueblo se
dispersa lentamente. Con estupor. Con incertidumbre. Con
un sentimiento tan contradictorio como la misma duda. La
sensación es de desasosiego, incertidumbre, malestar en el
alma...

No era para menos: La revolución se apresuraba a devorar la


sangre de sus más hermosos hijos.

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