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B ATALL AS POR L A LECTUR A

INTRODUCCIÓN

Esta monografía es más un alegato y una toma de posición


política (con lo arbitrario y lo sesgado que le es característico a lo
político) que un sesudo análisis de los orígenes y posibilidades de
la academia de las humanidades. Es, también, una añoranza
(acaso excesiva en su ingenuidad) por un tipo de crítica literaria
“tradicional”, ligada a un saber humanístico y al conocimiento
profundo de los hitos de la tradición cultural. Y es, finalmente, la
impugnación de la “modernidad” de ciertas perspectivas teóricas
en boga, las cuales han pervertido el estudio de la literatura (si es
que no le han perdido todo interés a lo “estético”).

Todo ello articulado sobre la base de una interrogante


central: ¿cuál es la función de un egresado de Literatura en la
sociedad? La respuesta que nosotros ofrecemos es la “promoción
de la lectura”, y toda la argumentación que desarrollemos a
continuación pretenderá colaborar en la adecuación de los estudios
de la especialidad de Literatura a tal fin.

Esta monografía se divide en dos partes: la primera es la


defensa (acaso forzosa) del tipo de saber “humanístico”, que
promueve la lectura y la discusión de lo estrictamente literario o lo
estrictamente artístico, y la enumeración (acaso inútil) de las taras
y necedades de una teoría literaria obnubilada en su propio
lenguaje, ciega a lo estético de las obras literarias que debiera
analizar. Para ello se realiza un recuento de la historia de la
academia de humanidades, del perfil de sus departamentos de
literatura, y si ambos son coincidentes o no con el programa de la
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“promoción de la lectura”. Se titula (no sin ironía): “Batallas por la


teoría”.

La segunda parte (más breve y acaso más productiva): es la


enumeración de una serie de cambios precisos sobre el contenido
de la currícula y la perspectiva de enseñanza de los cursos. Se
titula (con debido respeto): “Propuestas para una rehabilitación”

Para concluir con esta introducción, he de dejar constancia


que pese a mis reparos y críticas sobre una vertiente de
enseñanza en la facultad de Literatura, esta no ha sido bajo
ninguna perspectiva autoritaria o monolítica. Ha habido espacio
para la disidencia, para el debate, para la lectura de otros autores
no tan de moda: este trabajo no habría sido posible sin el debate
fecundo entre ambas corrientes.
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B ATALL AS

Estudiar Literatura en el Perú es un lujo. No es una carrera


aspiracional, de clases medias que pretenden ascender
socialmente, como sí es el caso de Ingeniería o Derecho. Quienes
estudian Literatura (a menos que provengan de las capas más
altas de la sociedad, de jóvenes con un alto estatus de vida que
les permitirá proveerse de otros recursos económicos más allá de
los de su propia carrera) deberán asumir una infinidad de trabajos
simultáneos ( y a veces contradictorios) para poder sobrevivir. La
Literatura no es una carrera rentable, no da dinero; incluso, la
inversión en los estudios es un monto mayor que los ingresos
percibidos por el trabajo como “literato”.

¿En qué trabaja un “literato”? El término suena un tanto


ridículo y goza de poco prestigio en la academia francesa, desde
que el poeta Verlain reclamara en el S XIX un arte verídico y
auténtico, una poesía pura desligada de todo ripio, gazapo y vana
“literatura”. ¿En qué trabaja un “graduado de la especialidad de
literatura hispánica”? El sentido común, la opinión de la calle, dice
que se dedican a “escribir”. El joven postulante a la carrera
también maneja esa idea. La ilusión le dura poco tiempo. Cuando
está próximo a egresar, tiene en claro que lo su yo va a ser
“analizar” y “juzgar” las obras literarias que han escrito otras
personas. Uno sale de la facultad con el a veces pomposo rótulo
“critico literario”.

Cuando el alumno obtiene su grado de Licenciado, tras


sustentar su Tesis, debe leer un juramento donde, palabras más,
palabras menos, se le conmina al recién graduado que haga uso de
sus herramientas de literato para el servicio del país. Más allá de
los lugares comunes y de la rigidez de toda ceremonia, el
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juramento es válido porque encierra el sentido último de la carrera.


Estudiar Literatura es un lujo, porque su puesta en práctica no
tiene efectos inmediatos, tangibles o cuantificables. La Literatura
es un arte, incumbe a la vida espiritual de las personas, a su
formación psíquica y afectiva. Sus efectos son a largo plazo, se
descubren con el tiempo y gracias a una mirada retrospectiva.
Pasan fácilmente desapercibidos, pero terminan por revelarse
como fundamentales.

Todo lo descrito anteriormente, para que pierda su vaguedad,


su insoportable dejo a arenga política, a discurso hueco pero
políticamente correcto, debiera reducirse y plantearse en una frase
sencilla y contundente: “promover la lectura”. Todo el arsenal
crítico y teórico que ha adquirido el alumno en su paso por la
facultad debe estar al servicio de motivar el hábito de la lectura en
el resto de miembros de la sociedad, jóvenes y adultos. No debe
perderse de vista ese objetivo, pues de lo contrario la academia
corre el peligro de quedar encerrada en sí misma, mordiéndose la
cola, perpleja en su propio ombligo. El lenguaje especializado que
todo estudiante adquiere para analizar las obras literarias no debe
convertirse en un callejón sin salida, con términos complicados e
intraducibles en otros contextos.

Una historia de la academia literaria durante el S XX


presenta una seguidilla de “ismos” o corrientes de pensamiento,
cada una más perspicaz o enrevesada que la anterior.
Tradicionalmente se había enseñado la Literatura bajo una
perspectiva romántica, reseñando la biografía del autor y buscando
su incidencia en pasajes precisos de la obra. Con la revolución en
la lingüística, de la mano de Saussure, empezó la etapa
“científica”, donde en análisis se centraba en el texto mismo, como
un objeto autónomo y autosuficiente, a partir de las relaciones
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internas que se descubrían en su seno. Esta corriente, que conoció


las variantes del “formalismo” y el “estructuralismo”, empezó a
delimitar su lenguaje apelando a fórmulas matemáticas. Con ello
ganó precisión en su análisis (de hecho, su definición de la
“función literaria” como aquella que se preocupa por el lenguaje en
cuanto tal, en su mensaje mismo, sigue siendo imprescindible),
pero el resultado empezaba a volverse ininteligible para los legos.

El sistema de la crítica formal o estructuralista, que cabría


agrupar bajo el nombre de postestructuralismo, pretendió romper
con el aislamiento que sufría la obra literaria. Para ello, se rebasó
las fronteras de un análisis meramente formal para acercarla a la
realidad, al contexto histórico y social. La definición de lo literario
entra en crisis, los valores estéticos pierden el rango de
inmutables y universales. Se abre camino una perspectiva
relativista, que amplia los horizontes del marco de análisis al
recalcar el peso que tiene la sociedad sobre los criterios para
valorar lo literario.

El posmodernismo, el neo-marxismo, el psicoanálisis


lacaniano, la decostrucción, el orientalismo, el feminismo,
irrumpieron tras la crisis de los estudios formales de la literatura.
Los estudios culturales son el nombre genérico que adquieren
dichos análisis, y los egresados de la facultad de Literatura son
ahora especialistas en esas corrientes y toda la terminología al
uso. El riesgo de esta postura es que los estudios literarios se
acercan peligrosamente a la sociología o a la filosofía, pues se
empieza a dar mayor peso al marco teórico que a la obra misma.
Las teorías ha permitido cuestionar y ampliar los márgenes de lo
literario, pero el objeto mismo se ha disuelto por completo hasta
convertirse en un vale todo, verdadero cajón de sastre donde cabe
analizar cualquier texto, por más inverosímil que resulte. Por
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ejemplo, “las construcciones urbanas, las películas, el teatro, las


series de televisión” (Guillen, 21: 2005) Esta tendencia es la que
actualmente domina los estudios literarios en la universidad,
directamente influidos por las academias y los departamentos de
español de los EE.UU.

Curiosa paradoja: la legitimidad de los estudios culturales


radica en su posición subversiva o innovadora, capaz de romper
los moldes tradicionales bajo los cuales se ha juzgado la literatura.
Los estudios culturales debieran configurar herramientas propias
para que los hispanoamericanos configuren el rol de la literatura
en su sociedad; sin embargo, toda la terminología y gran parte de
los estudios críticos que siguen esa tendencia son producidos por
universidades de EE.UU y usando el inglés. Se busca pensar
Latinoamérica, pero para ello no se usa el español o el espacio
geográfico de nuestros países, se realiza desde un ámbito y un
lenguaje ajeno. Si se trata de reivindicar una supuesta autonomía,
esta se realiza a partir de las directrices del principal país
imperialista. (Osorio: 2006)

La currícula de la especialidad de literatura fue renovada en


el 2003 para adecuarla a los nuevos vientos que soplaban en el
exterior. Cinco años después, el saldo ha sido positivo, pues el
arsenal teórico es bastante apreciable, pero todavía existen
muchos aspectos que merecen corregirse. Actualmente son
obligatorios cuatro cursos de teoría, desde la poética clásica de
Aristóteles, pasando por los neoplatónicos, la crítica romántica, el
formalismo, el estructuralismo y el post-estructuralismo del último
siglo. Ese bagaje de teorías es indispensable; el problema surge
cuando se cae en un nuevo callejón sin salida, un nuevo
aislamiento, por aferrarse al marco teórico y abandonar el libro a
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su suerte, tomándolo solo como ejemplo para ilustrar la eficacia de


la teoría.

Cierta crítica se olvida así de la promoción de los libros, para


dedicarse a la promoción de una teoría crítica, dándole más valor a
esta última que a los textos. Ejemplo de ello es que las
bibliografías de los trabajos tienen una nómina más extensa de
teóricos que de autores de literatura; de lo contrario, se acusará a
su autor de realizar un análisis meramente descriptivo, un
inventario de figuras literarias o de relaciones intertextuales, sin
ofrecer visiones de conjuntos o una propuesta de lectura crítica.
Lamentablemente, el rigor del trabajo académico suele desembocar
o en un aferrarse con uñas y dientes a las propuestas teóricas en
boga. La referencia al “ismo” legitima la validez de la crítica, antes
que el interés real de la obra y el aporte que traería la difusión de
su lectura.

Este tipo de crítica, tan sumida en su propia contemplación,


en el deslumbramiento por su propio lenguaje y sus hallazgos
sutilísimos, que se fijan en los detalles para extrapolar lecturas
opuestas y contradictorias, se aleja cada día más del lector no
iniciado. Este tipo de crítica no fomenta la lectura; todo lo
contrario, puede llegar a espantarla. Se pierde de vista a los libros,
a las obras literarias que en sí encierran una complejidad y una
sutileza más cautivantes y enriquecedoras que las ofrecidas por
los teóricos. Lamentablemente, uno sale de la facultad de la
Literatura con la impresión de haber leído más autores críticos que
autores literarios.

Se ha discutido que durante la segunda mitad del S XX la


literatura occidental (Norteamérica, Reino Unido, Francia)
experimentó un descenso en su nivel de calidad artística. La
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generación de autores de primer orden como Elliot, Joyce, Proust,


Mann y Faulkner, no tuvo continuadores inmediatos de su mismo
nivel, por lo cual la academia, escasa de autores a los cuales
descifrar, empezó a darles mayor relevancia a propuestas teóricas
de autores como Barthes, Derrida o Foucault, quienes, incluso,
llegaban a ser leídos con la misma atención y cautela que si se
tratase de un artista.

La literatura hispanoamericana también disfruto de una “edad


de oro” a mediados del siglo XX, con autores como Borges, Rulfo,
García Márquez o Vargas Llosa, y a partir de ellos se ha construido
buena parte del aparato crítico en nuestro idioma. Pero las
décadas han transcurrido, y ante la escasez de nuevas propuesta
artísticas del mismo nivel, la academia (por clara ingerencia de lo
EE.UU.) empezó a darle mayor peso a las propuestas teóricas, las
cuales ahora son más valoradas que las obras típicamente
literarias. La teoría se convierte en el texto base, el pilar de la
argumentación; la obra literaria solo sirve para ejemplificar o afinar
el marco teórico.

¿La labor del “literato” se ha convertido en “promotor de


teorías”, en “discurseador de marcos conceptuales”? ¿Se espera
que un egresado de literatura sea más ducho en conceptos y
definiciones que en lecturas de libros, que pueda citar y
recomendar los primeros sin un temblor en los labios, mientras que
lo segundo se vuelve accesorio? Algunos dirán que el aparato
crítico y el lenguaje especializado solo se pueden adquirir en una
academia, mientras que las lecturas son de dominio público y los
alumnos están implícitamente obligados a nutrirse de ellas fuera de
las clases y a diario.
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Tal aseveración es correcta, pero no significa que el estado


actual de cosas sea el más deseable. Es un caso parecido a
aquellos que afirman (finalmente, con razón) que para escribir y
tener éxito no es necesario pasar por la facultad de Literatura. Uno
no egresa con su diploma de “poeta o narrador”, y la facultad no
tendría por qué diseñar cartones con ese rótulo; sin embargo, el
trabajo creativo o artístico no debiera permanecer al margen de los
intereses de la academia.

Prueba de la hipertrofia de la teoría ( y de la marginación de


lo creativo) son los coloquios de estudiantes. La única
participación de los alumnos se reduce a presentar trabajos o
ponencias que cumplan con todos los requisitos ya descritos
anteriormente: un marco teórico sólido y una aplicación minuciosa
(que a menudo suele confundirse con lo mecánico) Otro tipos de
actividades, más libres, más imaginativas, como el ejercicio de la
escritura creativa, de poesías o relatos, queda relegada si no
completamente excluida, al margen de sus intereses. La respuesta
es obvia: la facultad no se dedica a la enseñanza de la escritura,
se dedica al adiestramiento de la lectura crítica y competente. El
problema es que eso rompe con las aspiraciones iniciales de los
jóvenes estudiantes; todo alumno de la facultad de Literatura ha
pensado alguna vez en su vida en ser escritor, y tiene redactados,
por lo menos, un par de poemas o pequeños relatos. Llegan a la
facultad con esos textos bajo el brazo, se rompen sus ilusiones, y
se dedican a desmenuzar la obra de otros en lugar de confeccionar
algo que les pertenezca.

La Facultad ofrece talleres de creación literaria, pero estos


se convierten en actividades menores, suplementarias, que los
alumnos llevan por obligación y para completar el número de
créditos obligatorios para egresar. Por supuesto, existe un grupo
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de estudiantes que conservan el interés por la escritura creativa,


pero se mantienen al margen de aquellos que han quedado
fascinados por la teoría y han optado por sacrificar sus horas al
estudio de sus complejos aparatos teóricos. Existen excepciones a
la regla, puentes entre un sector y otro, pero tales casos empiezan
a escasear y corren el riesgo de desaparecer frente a una
tendencia que poco a poco va disociando el trabajo de los críticos
del trabajo de los artistas. Ejemplo de ello es el poco interés de
cierto sector del alumnado por la literatura más reciente, y su
apego por ramas de la literatura más lejanas en el tiempo, más
ajenas a su experiencia vital, pero sobre las cuales se ha erigido
un portentoso aparato teórico: por ejemplo, los estudios coloniales.

La colonia se ha convertido otro cajón de sastre, donde se


incluyen una gama inverosímil de productos culturales que son
leídos como textos gracias a las nuevas aproximaciones teóricas,
aquellas que pusieron en crisis a la crítica tradicional. Pasan por
literario tratados filosóficos, crónicas de viaje, relaciones de
fiestas, cartas de queja al virrey, diarios o correspondencia
privada. La justificación para el estudio de esas obras en la
inestabilidad del concepto de lo literario durante la colonia, donde
no existe la especialización del mundo moderno sobre el oficio del
escritor. Lo curioso es que el mismo arsenal teórico es utilizado
para analizar obras no literarias del mundo contemporáneo, donde
sí existe un mercado editorial y paratextos que delimitan con
precisión todas las formas de lo literario. Pero los estudiantes se
olvidan de esas obras, de la poesía y la narrativa de sus
congéneres, para analizar (o, más precisamente, para usar de
ejemplos al servicio de una teoría) otros artefactos culturales como
la publicidad, la letra de las canciones y los espectáculos
circenses.(Guillen, 21: 2005)
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Nadie cuestiona aquí la validez de ese tipo de estudios, que,


por lo demás, pueden ser muy interesantes y reveladores. Pero
cuando la mayoría de trabajos y tesis apunta por ese camino, uno
se da cuenta de que algo está marchando mal. Se ha perdido de
vista (para repetir el discurso oficial de la facultad) la función que
debe cumplir un literato al servicio de la nación. Es un asunto que
debe repetirse cuantas veces sea necesario: el egresado de
literatura debe “fomentar la lectura”, no debe engolosinarse con
marcos teóricos enrevesados y sutiles que aplica sobre
documentos de anticuario de la colonia o sobre farsas y
esperpentos audiovisuales que están de moda.

Eso debe cambiar en la facultad de literatura: los alumnos


deben ser adiestrados en la “promoción de la lectura”. Por
supuesto, no cometamos el equívoco (o la ironía) de equipararlo
con una carrera de marketing o publicidad. El literato encuentra su
justificación última en su capacidad de descubrir de entre todo el
mercado editorial las obras más relevantes en lo artístico y en lo
conceptual, las cuales debe analizar para transmitir su sentido y
sus valores a el resto de la sociedad, potenciales lectores cada
uno. Si el literato se olvida que hay otros lectores más allá de él
mismo y sus compañeros de academia, está perdido. Si se olvida
del hombre de a pie, sea profesional o no, a quien debiera acercar
los libros, en quien debiera motivar la lectura, estará perdido. Si el
literato queda atrapado en su marco teórico exquisito, y su
terminología enrevesada, estará doblemente perdido.
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RECUENTO DE D AÑOS

A continuación, se ofrecerán una serie de recomendaciones


puntuales para recuperar ese interés por “la obra literaria” dentro
de la facultad. No estamos en contra de la teoría, solo queremos
darle su lugar, delimitar bien el territorio. Porque nuestra carrera
no es Sociología ni Filosofía; es el estudio de la Literatura.

1) Que los alumnos de la facultad tenga la libertad de proponer


y elegir al profesor que va a dictar el curso respectivo, así
también como de vetar a aquel que tuviese un desempeño
deficiente. La facultad ya ha estado rotando profesores, pero
en la elección del nuevo profesor debieran participar
activamente los alumnos, manifestando así si prefieren a un
profesor que privilegia el marco teórico o a un profesor al que
realmente le interesa la lectura de obras literarias. Un primer
paso a este respecto sería la publicación obligatoria de las
encuestas a los alumnos sobre el rendimiento profesional de
cada profesor.

2) Los cursos de teoría literaria son imprescindibles y


obligatorios, pero no deberían estar disociados de los cursos
de análisis formal o estilístico, los cuales tienen un rango
inferior y son electivos. Para egresar es necesario haber
llevado 4 cursos de teoría (Clásica, Moderna, Contemporánea
1 y 2), de 4 créditos cada uno, mientras que los talleres de
interpretación de poesía y narrativa solo valen 2 créditos y no
son obligatorios, pues muchos optan por los talleres de
creación. Consideramos que la enseñanza de la narratología
y la estilística, que se aplica en los talleres, debe ser
obligatoria, o, por lo menos, gozar de las mismas
prerrogativas que el último curso de teoría obligatorio, el de
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contemporánea 2, donde precisamente se estudia el marco


teórico que hemos impugnado en este ensa yo. El alumno,
que ha aprobado sus tres primero cursos de teoría, debería
elegir entre llevar el curso de teoría contemporánea o los
talleres de interpretación, pues ambos se revelan como igual
de importantes para un adecuado análisis de la literatura.

3) El curso de teoría contemporánea 1 y 2 (sobre todo el último)


debiera enfocarse más en la aplicación de las perspectivas
teóricas que en el análisis detallado de las enrevesadas (y a
veces inútiles) disquisiciones filosóficas y retóricas de los
teóricos. En lugar de profundizar en sus premisas
epistemológicas (para lo cual sería más útil un curso en la
facultad de Filosofía), habría que analizarse al detalle si es
que dichas teorías son aplicables o no a los textos literarios,
cuáles son sus límites y posibilidades cuando son
confrontadas a lo estrictamente literario.

4) Los cursos dedicados a la etapa colonial debieran


concentrarse en el análisis de textos que se integren con
mayor precisión y verosimilitud a una definición de lo
literario: obras ficcionales, de gran destreza verbal, y
orientadas al disfrute estético. Con ello no renunciamos a
problematizar y ensañar tal definición dado el particular
contexto de la colonial, pero esa salvedad inicial evitará la
confusión y el despropósito al momento de analiza las obras
del periodo, donde entran prácticamente cualquier producción
escrita. Si con el interés por lo estrictamente literarios, la
nómina de autores queda reducida a apenas un puñado de
nombres (Sor Juana, El Inca Garcilaso, El Lunarejo), habrá
que estudiarlos, pero solo atendiendo a sus obras “literarias”,
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no a toda producción que haya salido de sus plumas como si


tuviese el mismo nivel y el mismo interés.

5) La literatura del S XIX está marcada por los pro yectos de


nación, por el interés de los autores en vincular su oficio de
escritor con la acción política. Es un tema crucial del periodo,
que merece ser analizado con detalle, pero que en los
últimos años ha adquirido una hipertrofia excesiva, hasta el
punto que ese tema (a grandes rasgos, “las comunidades
imaginarias”) es el único tratado en los cursos del S XIX. ¿Y
donde queda Rubén Darío y el modernismo, la aparición del
escritor profesional en la literatura hispanoamericana? Ha
desaparecido de la currícula de esos cursos, El estudio de
los pro yectos nación es importante, pero se aleja demasiado
del núcleo de lo Literario, y sería más pertinente en otra
especialidad, como Historia o Sociología. Rubén Darío, en
cambio, funda lo literario en Hispanoamérica, es quizá el
poeta más importante nacido en estas tierras, pero ha sido
completamente expulsado de los intereses de la academia.
Se habla poco de él, y no se habla de lo más importante: la
perfección artística de su poesía.

6) Los cursos de literatura contemporánea debieran abandonar


la línea de lectura sociológica, que identifica en el texto los
rasgos del contexto social, la representación del indio, del
mulato, del hombre de clase media, de la mujer, etc. Tales
cursos debieran preocuparse por las tradiciones literarias
que desembocan en el texto, por cómo ha evolucionado el
oficio del escritor en el mundo contemporáneo y cómo se ha
ido configurando el arte de narrar. Debiera preocuparse por
su capacidad inventiva, por sus recursos narrativos y
formales, por la estructura interna, por los detalles de la
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técnica. Lo mismo vale para los textos definidos como “real


maravillosos” o “fantásticos”: en lugar de apelar a una teoría
prestigiosa, se debiera atender a la configuración particular
del texto y sus deudas y conflictos con la tradición literaria.
Más importante que comparar una obra con el contexto social
o con la teoría en boga, es comparar una obra literaria con
otra obra literaria.

Resolviendo satisfactoriamente algunos de estos puntos,


quizá se pueda resolver el callejón sin salida de cierta perspectiva
crítica, devolviéndole a la literatura su función esencial: “promover
la lectura”. Es solo una propuesta, que si no pudo ser expresada a
viva voz en un salón de clases, es colocada por escrito en estas
páginas.
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BIBLIOGRAFÍA

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Entre lo uno y lo diverso : introducción a la literatura comparada
(ayer y ho y)
Barcelona : Tusquets, 2005

Hopkins Rodríguez, Eduardo


Convicciones metafóricas : teoría de la literatura
Lima : PUCP. Fondo Editorial, 2002

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“Estudios latinoamericanos y nueva dependencia cultural
(Apuntes para una discusión)” Nº 66 de la Revista de Crítica
Literaria Latinoamericana
http://jalla2006.uniandes.edu.co/docs/OsorioNelson.pdf

Oquendo, Abelardo
“Inquisiciones”. Columna de opinión. Diario La República (Lima,
Perú)
http://www.larepublica.com.pe/content/view/248292/28/

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