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EL LECHO ERA DE SEDA

Cuento by

Ismael Berroeta

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- AGOSTO 2006 -
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EL LECHO ERA DE SEDA

Se abrió la puerta del departamento. Mi vista abarcó el corto pasillo que conducía

al living-comedor. A un costado del rectángulo de luz, detrás del perfil de la

puerta, se levantaba un pequeño bulto oscuro. Era ella. Había venido deslizándose

por el muro y me había abierto. Del pequeño bulto se alzó hacia un costado su

cabeza, menuda, velluda, de la cual colgaban sus cabellos cortos pero ondulados,

con visos rojizos y castaños. Destacaban sus hermosos ojos negros, grandes,

redondos, expresivos y dominadores. Su faz se iluminó con una sonrisa también

pequeña, breve, que traslucía su satisfacción por verme allí. Yo permanecía en el

vano de la puerta, como dudando. Sólo en fracciones de segundo tuve la

respuesta, pues una pata delgada y rápida me cogió del cuello y me arrastró hacia

adentro, levantándome casi del suelo, mientras mi cabeza era obligada a girar

hacia ella y mi boca era humedecida por sus labios ansiosos, tibios, blandos,

sedosos y embriagadores. Después que su lengua hubo explorado mi boca con

pasión, me soltó lentamente y me permitió avanzar hacia el interior. Estuve un

instante entre el living y el comedor, preguntando en voz alta dónde debía

instalarme, cuando otra pata, fina, larga, oscura como el cuerpo, me tiró
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suavemente y me obligó a sentarme en el sofá de cuero del living. De cuero

humano, según supe después, porque tiene gustos extraños, caros y sofisticados.

Sentado sobre la blanda e insinuante superficie, aún sin haberme sacado la

chaqueta, se deslizó por detrás de mí, rodeándome hasta ponerse delante y

sentarse sobre mis piernas, apegada a mi vientre y mi pecho. Se encontraba feliz

con mi presencia y estaba ansiosa por demostrármelo. Mientras se sostenía sobre

mis muslos con sus patas traseras, me abrazó con sus otras seis. Con dos de ellas

me empujaba hacia sí, con otra me sujetaba el cuello para que no pudiera

escaparme de su boca anhelante. Las restantes, me recorrían, explorando mis

músculos, mi piel, mis cabellos, mi todo. Aunque cualquiera diría que aquello era

aterrorizante, el miedo se diluía por la atracción que emanaba de la forma sinuosa

cubierta de vellos aterciopelados, que mis manos acariciaban y se deslizaban en

todas las direcciones que delimitaban las curvas de su cuerpo sensual y salvaje.

- ¿Qué haremos? -, preguntó en voz baja. - ¿Almorzaremos o haremos el

amor?.

Tenía la respuesta lista. Dio un salto y cayó de pie sobre la alfombra. Me dio la

espalda, mirando en dirección hacia el interior del departamento, extendió una de


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sus patas hacia atrás, cogió mi mano y me arrastró detrás de ella, amorosamente.

Se notaba que se hallaba orgullosa de su cubil y deseaba mostrármelo. Recorrimos

el lugar, deteniéndonos brevemente en cada habitación. En el dormitorio, me

lanzó una mirada insinuante y lasciva, al tiempo que se abrazaba a mi cuerpo con

tanta agilidad que un gato habría parecido un bebé a su lado.

- No temas, no te comeré -, dijo, después de que la besé con fuerza y

fiereza, mordiendo sus labios, entrecruzando mi lengua con la suya, para

luego darle pequeños mordiscos en su cuello y sus pequeñas orejas.

Muy segura de sí misma, me guió de vuelta hacia el comedor, en el cual estaba

lista la mesa para almorzar, cosa que, en mi nerviosismo inicial, había pasado

desapercibida para mí. La comida era sencilla pero muy bien preparada. Había

diversas carnes como ternera y pavo. Escogí este último, el cual había sido asado

con pasas y nueces. Lo acompañé con ensaladas surtidas, pero sin exagerar la

cantidad de nada, ni de las ensaladas ni de la carne misma. Quería conservar la

cabeza despejada pues tenía que volver a mi trabajo. Observé que ella no se

sirvió ningún vegetal, sacando eso sí algunas rebanadas de una carne estofada que

tenía a su lado pero de la cual se cuidó de ofrecerme. Dijo que era conejo, pero no
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dejó de llamar mi atención que se veía un cuerpo y un rabo bastante más largos

que los de un conejo. Además, se veía demasiado roja, casi cruda. Mientras

comíamos, me miraba complacida. Orgullosa de su apartamento y de sus

capacidades de anfitriona, me hacía sentir casi como si fuera su niño o su juguete

favorito. Extendí mi brazo sujetando la botella de carmenere para llenar su vaso,

pero lo rechazó con un gesto, diciéndome que tenía su propio vino y que no bebía

de ningún otro. Efectivamente, pronto vi en su mano, su pequeña garra, un vaso

con un líquido rojo casi del mismo color del vino, pero más espeso y que dejaba

coágulos gruesos en las paredes del vidrio. Conversando, le hice un comentario por

las murallas, pintadas de blanco.

- Es sólo un detalle, pero me gusta darme cuenta de lo que se mueva por los

muros de mi casa. Me agradan los ambientes oscuros o a media luz, pero las

paredes las necesito blancas. ¿No te parece?.

- Entiendo -, expresé maquinalmente, aunque no me pareció entender su

explicación.
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Me sugirió que tomara café en el living. Así lo hice, mientras ella me acompañaba

sin dejar de lado su vaso de vino espeso, el cual bebía a pequeños sorbos, los

cuales dejaban finos surcos morados en los bordes de su boca, haciéndola más

apetecible, pero con un no sé qué inquietante y maligno. Me preguntó si deseaba

algo más, quizás algún postre.

- Nada-, respondí. – Sólo me falta probar a la dueña de casa.

- ¿Si? -, murmuró con una voz gutural y sensual. ¿Y por qué no lo haces? -,

agregó, acercándose a pocos centímetros de mí.

- ¿Hay que ir tan rápido?.

- Soy rápida-, dijo, sonriendo detrás de una voluta de humo que se

desprendía de un cigarrillo. – Además, como tú siempre andas apurado...

- Tienes razón, soy el culpable de hacer rodar precipitadamente las cosas.

Sin embargo, tengo algunas incógnitas sobre ti, sobre tus respuestas.
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- ¿Si?, puedes preguntar lo que quieras -, respondió sin dejar de sonreírme

en forma provocativa.

Mientras nos extendíamos en diversos comentarios, ella fue poco a poco

perdiendo la sonrisa de sus labios, su rostro se fue poniendo serio, más oscuro de

lo normal, sus párpados se entornaban ligeramente y me miraba fijamente.

Cualquiera que la hubiese visto desde fuera de la escena habría dicho que

emanaba agresividad y que estaba dispuesta a saltar sobre mí en cualquier

instante. Sin embargo, la conocía poco pero lo suficiente para saber lo que estaba

ocurriendo con ella. La embargaba la excitación sexual. El llamado profundo,

recóndito, inconsciente y salvaje, modulaba silencioso aunque perentorio desde su

interior exigiéndole que debía copular, acoplarse a un macho. Su manito negra y

fina cogió una de las mías y, calladamente, su cuerpo se deslizó por sobre la

alfombra guiándome hacia el dormitorio. Ninguno se preocupó de cerrar la puerta.

Se desembarazó con presteza de la escasa ropa que portaba, quedándose con un

peto minúsculo de color anaranjado, que apenas alcanzaba a acunar sus potentes

senos y que contrastaba notoriamente con el tono moreno de su piel. Se dejó caer

hacia atrás, quedando de espaldas, con sus finas piernas abiertas, pero semi

plegadas a los costados de su cuerpo, ofreciendo su vulva de labios también


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oscuros, en cuyo centro brillaba la entrada de la vagina tierna, de colores

atornasolados y visos seductores. Para ella, tenderse en esa cama era algo muy

natural. Sin embargo, para mí era algo difícil de manejar, pues yo desconocía el

arte de permanecer libre, sin quedar atrapado, adherido en los finos hilos de

seda cuyo entramado cubría el lecho. Me mantuve apenas con las rodillas sobre la

cama, erguido frente a ella, sosteniendo mi herramienta -que había comenzado a

levantarse- con la mano izquierda, mientras con los dedos de mi mano derecha

separaba toscamente los labios, ya húmedos desde nuestra cálida conversación.

Tengo que reconocer que no me sentía muy buen amante. Fui torpe. La acaricié

poco, me sentía presionado por tener que volver al trabajo y tampoco podía quitar

mi atención sobre tan especial compañera, con apetencias sospechosas y

sorpresivas. Las paredes de su vagina se sentían cerradas, denunciando la escasez

de actividad sexual de mi anfitriona. Ella había cerrado los ojos, concentrada en

el placer que le producían las embestidas – tímidas por lo demás – del pene ahora

endurecido. Ella, con su salvajismo intrínseco, quería que la penetrara de

inmediato, sin importarle si eso la desgarraba o le provocaba dolor. Sin embargo,

mi intuición me decía que debía controlarme, evitando por cualquier medio la

eyaculación. Así, sin ceder a lo que me exigía, fui dirigiendo el coito hasta que,

juntos, logramos que paulatinamente, sin brusquedades, el instrumento del macho


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se alojara en el interior en su sexo. Fue en este instante cuando tomé conciencia

del desafío en el cual me había involucrado. Su vagina se puso en movimiento,

succionando el miembro con la potencia de una máquina, friccionándolo

alternativamente hacia delante y hacia atrás con sus paredes delicadas, suaves y

satinadas. Era extraño, cuando a alguien lo apresan, normalmente es por las

manos, los brazos, o las piernas, o la cabeza. Era la primera vez que a alguien lo

tomaban prisionero por el pene y la persona que estaba siendo apresada de forma

tan particular era yo mismo. La ventosa que ejercía mi compañera no cejaba y

ponía a prueba todo mi entrenamiento de amante, para evitar que el

derramamiento del semen permitiera mi derrota, esta vez con consecuencias

impredecibles, pero que yo inconscientemente sospechaba. Ella seguía allí,

sujetándome con dos de sus manitos, pero se encontraba tan entregada,

abandonada de su voluntad, que por suerte carecía de fuerza para retenerme con

sus miembros habituados a capturar presas. Me arriesgué a estirar mis brazos,

que por suerte los tengo largos, cogiéndola de los pechos, los cuales amasé entre

mis dedos, tirándolos hacia mí sin compasión alguna. Esta brutal caricia la hizo

entregarse totalmente, evidenciando pronto que había comenzado un orgasmo.

Seguí allí casi sin moverme, dejando que su órgano sexual hiciera todo el trabajo.

Con palabras suaves, muy bajito, le pedía que no se moviera, pero aquella vagina
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fue inconmovible, no tuvo compasión alguna ni con el pene ni con el propietario. Mi

mente y mi voluntad, luchaban para que mis glándulas permanecieran cerradas, sin

permitir que el líquido seminal pudiera escaparse. Era un combate titánico. Los

movimientos acompasados y rápidos de aquel cuerpecillo sutil y diabólico no

cesaban y estaba a punto de perder el control de mis secreciones. Sin embargo,

había en mí una determinación mental y una voluntad únicas. Era el momento de

demostrar mi maestría en estas artes. Felizmente, pude soportar la primera

etapa. Después de orgasmos sucesivos, tanto la bomba de succión como su

propietaria, fueron cediendo en vigor y en apetencia. Mi cuerpo, en completa

tensión, en especial mis músculos de las piernas y de la zona genital, se

encontraban exhaustos, transpiraba copiosamente, desde el cabello hasta los

pies, pero no había perdido la conciencia. Sentía que era el momento adecuado

para salvarme y retiré mi pene ya flácido del contacto con su cuerpo. Despegué

mis rodillas del cubrecama de seda, cogí mi ropa y salí de la habitación.

Intentando mantener la dignidad, me vestí y quedé de pie en el living, esperando.

Pasaron unos pocos minutos, no más de cinco o seis, pero para mí la tensión me

hizo igualarlos a siglos. Lentamente, la mujer-araña salió de su cuarto, caminando

por el pasillo. Venía despacio, balanceando su cuerpecito voluptuoso, aún desnuda,


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oscilando temblorosamente sus preciosas mamas al avanzar hacia donde yo

estaba. Sus párpados, semi entornados, delataban la experiencia por la cual había

pasado, en tanto una sonrisita entre culpable y satisfecha daba una luz a su

rostro moreno. Con sus patitas finas iba alisando y ordenando su pelaje corto y

sedoso. Llegó hasta mí y colgó sus brazos – sus patas delanteras – desde mi

cuello, mirándome fijamente, relajada, entregada de amor.

- Te salvaste nuevamente cariño -, dejó escapar su voz ronca, evidenciando

el origen animal de mi amante.

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