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NICOLAITISMO

Surgimiento y crecimiento del clero

F. W. Grant

PREFACIO
  
Me propongo poner en lenguaje moderno relevantes escritos de autores
cristianos del siglo XIX, a fin de facilitar su lectura y comprensión para el
lector de hoy.
 
Tenemos una mina de oro de verdad que nos legaron estos autores dotados
por Dios, quienes nos abrieron las Escrituras de una manera que fue
desconocida durante 1500 años. Lamentablemente, estos escritos
prácticamente ya no son leídos hoy o, si lo son, no resultan fácilmente
comprensibles para el lector promedio. Una de las razones obedece al
hecho de que el estilo literario ha cambiado sensiblemente en el último
siglo, yendo desde un fuerte énfasis en la belleza de formas (con una
estructura oracional de períodos largos y encadenados) hasta un énfasis en
la simplicidad y facilidad de lectura. Asimismo, muchas palabras han
cambiado de significado, y no dicen lo mismo que lo que significaban un
siglo atrás, o no se usan más.
 
Por estos motivos, y convencido de que tal es la dirección del Señor, me he
dedicado a revisar algunos de estos escritos para facilitar su comprensión,
procurando mantener al mismo tiempo, y dentro de mis capacidades, la
exactitud del sentido del autor y su estilo. He omitido referencias a obras
ya no disponibles o a circunstancias poco conocidas. También he agregado
notas al pie de página cuando consideré necesario aclarar un pensamiento.
Pero como toda revisión es humana y, por ende, falible, el lector habrá de
cotejar con el original cuando surja alguna duda de algún detalle propio del
autor.
 
Quiera Dios que este trabajo de revisión ayude al lector a crecer en la
verdad y le permita apreciar más a su Señor y Salvador Jesucristo. Y quiera
Dios también despertar el corazón de algún lector que todavía no ha
reconocido su condición de pecador delante de Dios y no ha puesto su
confianza en Jesús como su Salvador.
 
Roger P. Daniel
 
 (Editor de la publicación en inglés)
 
 

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Indice

NICOLAITISMO 1
PREFACIO 1
Indice 2
NOTA BIOGRÁFICA 2
INTRODUCCIÓN 3
NICOLAITISMO: Surgimiento y crecimiento del clero 4
EL SIGNIFICADO DE UN CLERO 8
EL MINISTERIO CRISTIANO 9
MINISTERIO VS. CLERICALISMO 12
ORDENACIÓN 14
SUCESIÓN 18
DISCUSIÓN Y SUMARIO 19
NOTAS 21

NOTA BIOGRÁFICA
 
Frederick W. Grant nació en Londres, Inglaterra, en julio de 1834, y conoció
a Cristo de muy joven. En 1855 se trasladó al Canadá, donde llegó a ser
ministro de la Iglesia de Inglaterra.
 
Mientras estaba en el Canadá, Grant leyó literatura de los llamados
«hermanos», lo que lo motivó a estudiar la Biblia con mayor intensidad.
Como resultado, descubrió que su posición eclesiástica era errónea, lo cual
lo llevó a resignar su pastorado y a abandonar el denominacionalismo. Su
siguiente paso fue reunirse con «los hermanos».
 
¿Qué es lo que produjo este trascendental cambio en el rumbo del hermano
Grant? Primero, él vio en la Biblia que la Persona del Señor Jesucristo es
el único y verdadero Centro de reunión para los cristianos, y no algún
credo, una doctrina, una organización humana o un determinado nombre.
También vio que Dios reconoce una sola Iglesia, de la cual cada cristiano
es miembro, y que Dios estableció principios muy definidos que demarcan
una senda común que todos los cristianos han de transitar en relación con
Su Iglesia, senda que no es seguida por las denominaciones. Lo tercero que
vio fue que el Líder, Guía y Director de la verdadera Iglesia es el Espíritu
Santo que mora en ella, y no un “oficial” o cuerpo de oficiales ordenados
por el hombre, y que, como todos los cristianos son sacerdotes delante de
Dios, no necesitan que estos “ministros humanamente nombrados” estén
entre ellos y Dios.
 
Grant empleó el resto de su vida para enseñar éstas y muchas otras
verdades maravillosas de la Escritura. Escribió numerosos libros y tratados,

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que presentaron de manera fiel y metódica la Persona del Señor Jesús y su


santa Palabra a sus lectores.
 
Grant fue uno de los primeros maestros de la Biblia en discernir la
estructura numérica de las Escrituras. Tal vez sea más conocido
precisamente por su obra de siete volúmenes, “La Biblia numérica”, la cual
abarca todo el Nuevo Testamento y gran parte del Antiguo. Este trabajo
incluye una traducción muy literal de las Escrituras hecha por él mismo, y
una completa exposición de ésta desde un punto de vista numérico.
 
Partió a la presencia del Señor, el 25 de julio de 1902, tras una vida de
intensa labor, cuando cumplió 68 años.
 

INTRODUCCIÓN
 
La mayoría de los cristianos están tan acostumbrados a un sistema de
clérigos y laicos en sus “iglesias”, que se asombran o hasta se enfurecen
cuando este sistema es cuestionado. Les parece muy correcto que haya un
pastor o ministro que se haga cargo de una iglesia; y el hecho de que todo
parezca funcionar muy bien bajo este régimen, se aduce como prueba de
su validez.
 
En este tratado, Grant examina y refuta abiertamente el sistema clérigo-
laicista. Demuestra con claridad, a la luz de las Escrituras, que esta
estructura humana es un mal que ha causado gran pérdida al pueblo de
Dios. Aun cuando haya sido escrito hace más de 100 años atrás, las cosas
no están mejores hoy. Le animo a leer esta obra con una mente libre de
prejuicios y con la Biblia abierta. No queremos la opinión de Grant ni la mía
ni la de nadie, sino lo que Dios piensa al respecto. Le ruego, pues, que eche
mano y haga uso del principio escriturario que reza: “examinadlo todo y
retened lo bueno” (1. ª Tesalonicenses 5:21).
 
Quisiera mencionar un punto al cual Grant no se ha referido, tal vez porque
en sus días no era tan común como hoy. Me refiero al uso del título de
Reverendo en relación con un predicador. El Diccionario define Reverendo
como un “epíteto de respeto aplicado o antepuesto al nombre de un clérigo.
Digno de ser reverenciado; que le corresponde reverencia” (Webster;
similarmente el DRAE). El término aparece así vertido en algunas versiones
de la Biblia en el Salmo 111:9: “Santo y reverendo es su nombre”, aplicado
al nombre de Dios, por lo que nadie debería aplicárselo a sí mismo.
 
A medida que lea Ud. este escrito, se dará cuenta sin requerir mucha
imaginación por qué ocurrieron estas cosas. Cuando los hombres
comenzaron a ocupar los puestos de clérigos (esto es, una clase dirigente
que estaba por encima del resto de la gente, o sea, de los laicos),
anhelaron un título que mostrara el respeto que suponían que les era
debido. Uno de esos títulos fue el de “reverendo”, que sonaba muy
respetuoso. Siguiendo esta misma dirección, muchos “ministros” se sienten

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orgullosos de lucir las iniciales que indiquen algún grado académico, tal
como “Doctor en Teología”, etc. a continuación de sus nombres, para
señalar así que son algo especial, que tienen alguna capacidad especial
impartida por escuelas o instituciones religiosas humanas, en vez de estar
plenamente capacitados por el llamado y la enseñanza de Dios.
 
Con las observaciones precedentes, encomiendo esta revisión de la obra del
Sr. Grant a cada lector, rogando que ayude a mostrar a cada verdadero
hijo de Dios su gran privilegio de tener acceso directo a Dios, y pidiendo
también que ponga al desnudo el perverso sistema que ha llegado a ser tan
común en la cristiandad profesante.
 
                                                                         Roger P. Daniel
 
 

NICOLAITISMO: Surgimiento y crecimiento del clero


 
 
“Pero tienes esto, que aborreces las obras de los nicolaítas, las cuales yo
también aborrezco... Y también tienes a los que retienen la doctrina de los
nicolaítas, la que yo aborrezco” (Apocalipsis 2:6,15, en las epístolas del
Señor dirigidas a las iglesias de Éfeso y de Pérgamo).
 
En las cartas proféticas dirigidas a las siete iglesias de Apocalipsis 2 y 3 (las
cuales nos dan la historia espiritual de la Iglesia desde el tiempo de los
apóstoles hasta la venida del Señor), la carta a la iglesia de Pérgamo sigue
a las cartas a la iglesia de Éfeso y a la iglesia de Esmirna. Pérgamo marca
la tercera etapa de la desviación de la verdad por parte de la Iglesia y es
históricamente fácil de reconocer. Se aplica al tiempo en el cual, luego de
haber atravesado las persecuciones paganas (Esmirna), la Iglesia fue
públicamente reconocida y establecida en el mundo. El tema principal de la
carta a Pérgamo es “la Iglesia que mora donde está el trono de Satanás”.
La palabra correcta es «trono», no «asiento». Satanás tiene su trono en el
mundo, no en el infierno, el cual será su prisión y en el cual nunca reinará.
Él es llamado “el príncipe de este mundo” en Juan 12:31, 14:30 y 16:11.
Por la tanto, morar donde está el trono de Satanás es asentarse en el
mundo, bajo el gobierno y la protección de Satanás. ¡Esto es lo que la
gente llama la institución de la Iglesia! Tuvo lugar bajo el emperador
romano Constantino, cerca del año 320 d.C. Aun cuando la tendencia de la
Iglesia a unirse con el mundo había estado aumentando por algún tiempo,
fue entonces cuando ella salió fuera del lugar que le era propio e ingresó en
los lugares de la antigua idolatría pagana. La gente llama a esto el triunfo
del cristianismo, pero el resultado fue que la Iglesia se posesionó con tal
firmeza de las cosas del mundo como nunca antes. El lugar de liderazgo en
el mundo fue de ella y los principios del mundo la invadieron rápidamente.
 
El nombre Pérgamo indica esto. Es una palabra griega que
significa casamiento. El casamiento de la Iglesia con cualquier cosa antes

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que Cristo venga a llevársela consigo (en el arrebatamiento), es infidelidad


hacia Él, con quien ella está desposada. Pero aquí está el matrimonio de la
Iglesia y del mundo, el final de un noviazgo que había comenzado mucho
tiempo antes.
 
Antes del tiempo de este «casamiento», una cosa importante se menciona
en la primera carta a la iglesia de Éfeso, aunque sólo de manera incidental,
pues ello no caracteriza la condición espiritual de la asamblea de Éfeso. El
Señor les dice: “¡Pero tienes esto, que aborreces las obras de los
nicolaítas, las cuales yo también aborrezco” (Apocalipsis 2:6)! Sin embargo,
en Pérgamo tenemos más que las obras de los nicolaítas; tenemos
una doctrina, y la Iglesia, en vez de rechazarla, la toleraba. En su tiempo,
los santos de Éfeso aborrecían las obras de los nicolaítas, pero en Pérgamo
la permitieron y no condenaron a aquellos que sostenían la doctrina.
 
¿Cómo hemos de interpretar estos versículos? Hallamos que la
palabra nicolaítas es lo único que tenemos para ayudarnos. Muchos han
realizado grandes esfuerzos para intentar demostrar que existió una secta
de los nicolaítas —un grupo religioso llamado por ese nombre— pero la
mayoría de los autores concuerdan en que esa hipótesis es muy
improbable. Aun si existió tal secta, es difícil entender por qué debería
haber en estas epístolas proféticas semejante mención repetida y enfática
de una secta oscura acerca de la cual la gente nos puede decir poco o
nada. El Señor denuncia solemne y poderosamente: “la cual
aborrezco”.  Ella debe ser especialmente importante para Él, y también
debe ser significativa en la historia de la Iglesia, por poco comprendida que
pueda ser. Además, la Escritura no nos remite a la Historia de la Iglesia ni a
ninguna historia para que interpretemos sus significados. La Palabra de
Dios es su propio intérprete a través del Espíritu Santo y no tenemos que
acudir a otras fuentes para descubrir lo que está allí. De lo contrario, la
interpretación de la Escritura dependería de hombres eruditos que buscan
respuestas para aquellos que no tienen los mismos recursos o aptitudes,
¡las cuales, forzosamente, habrían de ser aceptadas sobre la base de su
autoridad solamente!
 
A lo largo de la Escritura, el significado de los nombres es importante, y el
significado de nicolaíta es llamativo e instructivo. Por supuesto, para
aquellos que hablaban griego, el significado les habría resultado claro.
Significa sojuzgador del pueblo. La última parte de la palabra (Laos) es la
palabra griega que designa al «pueblo» y nuestro término de uso común
«laicos» deriva de ella. Así pues, los nicolaítas fueron gente que estuvieron
sometiendo o reprimiendo a los laicos —la masa del pueblo cristiano— para
enseñorearse indebidamente sobre ellos.
 
Lo que hace que esto sea más claro aún es que en Pérgamo tenemos
también a aquellos que sostenían la doctrina de Balaam; un nombre cuya
semejanza en lo tocante a significado ha sido observada con frecuencia.
Balaam es una palabra hebrea que significa destructor del pueblo, un
significado muy importante en vista de su historia. Balaam “enseñaba a
Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas
sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación” (Apocalipsis 2:14). Con

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este propósito instigó a Israel a mezclarse con las naciones, de las cuales
Dios los había separado con cuidado.
 
El desbaratamiento de esa necesitada separación significó la destrucción de
Israel, mientras prevaleciera. De igual modo, la Iglesia es llamada a salir
fuera del mundo, y es sumamente fácil aplicar el tipo divino en este caso.
Así, la estrecha relación de estos dos nombres (Balaam y nicolaíta), ayuda
a confirmar el significado anterior de nicolaíta.
 
Observemos el desarrollo del nicolaitismo. Al principio (y sólo estoy
traduciendo la palabra), sólo cierta gente adoptó una posición de
superioridad sobre el pueblo. Sus obras demostraron lo que eran. Aún no
hay doctrina en la carta a la iglesia de Éfeso, pero una doctrina, o
enseñanza, se estableció ya en Pérgamo. Ahora el lugar de liderazgo es
asumido para ser de ellos por derecho. La doctrina —la enseñanza sobre
esto— es aceptada al menos por algunos, y la Iglesia se ha vuelto
indiferente ante esta situación.
 
¿Qué ha sucedido entre las obras de los nicolaítas y la doctrina? Ha surgido
un partido al cual el Señor señala como de aquellos que decían que eran
judíos y no lo eran, pero que eran la “sinagoga de Satanás”, el esfuerzo
demasiado exitoso de Satanás de judaizar la Iglesia, de hacer que la Iglesia
fuera como el judaísmo del Antiguo Testamento.
 
El judaísmo fue un sistema probatorio; un sistema de prueba, para ver si el
hombre podía producir una justicia tal que agradara a Dios. El resultado de
la prueba fue que Dios dijo “no hay justo, ni siquiera uno” (Romanos 3:10).
Sólo entonces Dios pudo mostrar su gracia. Mientras estuviese sometiendo
a prueba al hombre, Dios no podía abrir el camino a Su propia presencia, y
justificar[1] ahí al pecador. Él tuvo que mantener alejado al hombre
entretanto perdurara aquella prueba, para que sobre aquel fundamento (las
obras de los hombres) ninguno pudiera ver a Dios y vivir. No obstante, la
naturaleza esencial del cristianismo es que todos son bienvenidos. Hay una
puerta abierta y un acceso directo a Dios. La sangre de Cristo habilita a
cada pecador a acercarse a Dios, y a encontrar justificación por Él. Ver a
Dios en Cristo es vivir, no morir. Por eso, aquellos que le han encontrado
por el camino de la sangre que habla de paz, son considerados aptos y
ordenados para tomar un lugar distinto de todos los demás, porque ahora
ellos son Suyos, son hijos del Padre y miembros de Cristo, de Su cuerpo.
Ésa es la verdadera Iglesia, un cuerpo llamado a salir fuera, separado del
mundo. Lea 1.ª Corintios 12 y Efesios 1:22-23.
 
El judaísmo, por otro lado, incluyó a todos los judíos. Ninguno podía tomar
un lugar con Dios. Por consiguiente, la separación entre judíos piadosos y
no piadosos, era imposible. El judaísmo fue una necesidad prevista por
Dios; pero instaurar nuevamente el judaísmo, después que Dios le hubo
puesto fin, no tenía sentido. Más bien era el muy exitoso trabajo de
Satanás contra el evangelio de Dios y Su Iglesia. Dios tildó a estos
judaizantes como la “sinagoga de Satanás”.
 
Ahora podemos entender cómo cuando el verdadero carácter de la Iglesia
se perdió de vista, cuando el significado de «miembro de la Iglesia» llegó a

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ser gente bautizada con agua en lugar de serlo con el Espíritu Santo;
cuando el bautismo con agua y con el Espíritu Santo fueron considerados la
misma cosa (y esto llegó a ser aceptado como doctrina muy
tempranamente en la historia de la iglesia), la sinagoga judía fue, en la
práctica, establecida nuevamente. Cada vez fue siendo más difícil hablar de
cristianos que hubiesen hecho la paz con Dios o aun que fuesen salvos.
Ellos esperaban serlo, y los sacramentos y ordenanzas llegaron a ser
medios de gracia para asegurar, en lo posible, una salvación muy distante.
 
Veamos cómo esto contribuyó a la doctrina de los nicolaítas. A medida que
la Iglesia llegó a ser una «sinagoga», los cristianos vinieron a ser, en la
práctica, lo que fueron los judíos de la antigüedad, cuando no había en
forma alguna ningún acercamiento real a Dios. Incluso el Sumo Sacerdote,
quien (como tipo de Cristo) entraba al Lugar Santísimo una vez al año,
tenía que cubrir el propiciatorio con una nube de incienso para no morir.
Los sacerdotes comunes sólo podían entrar en el Lugar Santo exterior, y la
gente ni siguiera podía entrar allí. Todo esto estaba expresamente
designado como un testimonio de su condición espiritual. Era la
consecuencia de su fracaso espiritual, por cuanto el ofrecimiento hecho por
Dios a ellos en Éxodo 19 fue éste: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y
guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los
pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de
sacerdotes, y gente santa” (v. 5, 6).
 
Así pues, a Israel se le ofreció, condicionalmente, una igual posibilidad de
acceso íntimo a Dios. Todos ellos habían de ser sacerdotes. Pero esto fue
revocado por cuanto quebrantaron el pacto. Entonces, los miembros de una
familia especial (Leví) fueron puestos como sacerdotes, y el resto del
pueblo fue colocado en un segundo plano.
 
Así, un sacerdocio separado e intermediario caracterizó al judaísmo. No
había ninguna labor misionera; ninguna salida al mundo; ninguna
provisión, ninguna orden para predicar la Ley en absoluto. En efecto, ¿qué
podían decir? Que Dios estaba en una densa oscuridad y que ninguno podía
verle y vivir. Ésas no eran buenas nuevas. Así, la ausencia del evangelista y
la presencia del sacerdocio intermediario[2] contaban la misma triste
historia.
 
Tal era el judaísmo. ¡Cuán diferente es el cristianismo! No bien la muerte
de Cristo hubo rasgado el velo (entre el lugar santo y el lugar santísimo,
indicando un acceso a Dios para todos los sacerdotes) (Mateo 27:51), y
hubo abierto el camino hacia la presencia de Dios, entonces, de inmediato,
hubo un Evangelio, y la nueva orden fue: “Id por todo el mundo y predicad
el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Dios ahora está haciéndose
conocer al mundo entero.
 
La intermediación sacerdotal terminó, dado que todos los cristianos ahora
son sacerdotes para Dios. Lo que fue ofrecido a Israel condicionalmente, es
ahora un hecho incondicional y consumado en el
cristianismo. Nosotros somos un reino de sacerdotes; y es Pedro (ordenado
por los hombres como la cabeza del ritualismo) quien anuncia las dos cosas
que destruyen por completo el ritualismo. Primero, nos dice que somos

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“nacidos de nuevo”, no por bautismo, sino “por la Palabra de Dios que vive
y permanece para siempre”. Segundo, en lugar de una casta de sacerdotes,
él dice a todos los cristianos: “Vosotros también, como piedras vivas, sed
edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios
espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1.ª Pedro 1:23;
2:5). Hoy, nuestra alabanza y acción de gracias, y aun nuestras vidas y
nuestros cuerpos, todo debe ser sacrificio espiritual para Dios (Hebreos
13:15, 16; Romanos 12:1). Ésta debe ser la verdadera obra sacerdotal de
nuestra parte, y sólo de este modo se logrará que nuestras vidas adquieran
su propio carácter. Estos sacrificios son el servicio de ofrendas de gratitud
de aquellos capacitados para acercarse a Dios.
 
En el judaísmo —permítaseme repetirlo— ninguno realmente se acercaba a
Dios. Así pues, siempre que se encuentre una casta sacerdotal, ésta
significa la misma cosa, es decir, para la masa de la gente, Dios está fuera,
que hay distancia y oscuridad.
 
 
 

EL SIGNIFICADO DE UN CLERO
 
Vamos a ver ahora qué significa un clero. Es la palabra que señala a una
clase especial de personas, distinguida de los «laicos» por haberse
entregado a cosas espirituales y por tener un lugar de privilegio en relación
con estas cosas sagradas que los laicos no tienen. Actualmente, esta clase
especial está siendo atacada por dos razones, aunque está lejos de
desaparecer. Primero, Dios está arrojando luz con respecto a este asunto.
La segunda razón es puramente humana: la época es democrática, y los
privilegios de clase están desapareciendo.
 
Pero, ¿qué significado tiene esta clase especial? Puesto que es distinta de
los laicos, y goza de privilegios que éstos no tienen, significa un abierto y
real nicolaitismo, a menos que la Escritura avale sus pretensiones, puesto
que los laicos ¡han sido sometidos a ellos! Pero la Escritura no utiliza tales
términos y distinciones de clase, ni los aplica a nuestros tiempos del Nuevo
Testamento. Estos términos, «clérigo» y «laico», son pura invención
humana, que han surgido después que el Nuevo Testamento fuera
completado, aunque en realidad el concepto que está detrás de estos
términos fue de hecho importado del judaísmo del Antiguo Testamento.
 
Debemos ver el importante principio que está en juego para entender por
qué el Señor dice que aborrece las obras de los nicolaítas. Nosotros
también, si estamos en comunión con nuestro Señor, debemos aborrecer lo
que Él aborrece.
 
Yo no estoy hablando de personas (¡Dios no lo permita!), sino de
una cosa. Hoy estamos al final de una larga serie de alejamientos de Dios.
Como consecuencia, crecemos entre muchas cosas que han llegado hasta

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nosotros como “tradiciones de los ancianos”, vinculadas con hombres a


quienes honramos y amamos, y, admitiendo su autoridad, hemos aceptado
estas tradiciones sin siquiera jamás haber analizado la cuestión por nuestra
propia cuenta a la luz de la Palabra de Dios.
 
Reconocemos sinceramente a muchos de estos hombres como verdaderos
siervos de Dios, pero ocupando una posición errónea. Yo me refiero a
la posición: a la cosa que el Señor aborrece. Dios no dice: «las personas
que yo aborrezco». Aunque en aquellos días esta clase de mal no era
hereditario como lo es ahora, y aquellos que esparcían el mal tenían su
propia responsabilidad, nosotros, no obstante, no deberíamos
avergonzarnos ni temer estar donde el Señor está. De hecho, no podemos
estar con Él en este asunto, a menos que nosotros también aborrezcamos
las obras de los nicolaítas.
 
Debemos aborrecer esta cosa porque significa una casta o clase espiritual
—un grupo de personas que oficialmente tienen un derecho a la dirección
en cosas espirituales, una cercanía a Dios derivada de una posición oficial,
y no de poder espiritual—. Esto es realmente un resurgimiento, bajo otros
nombres, y con modificaciones, del sacerdocio intermediario del judaísmo.
Éste es el significado del clero. Por lo tanto, el resto de los cristianos son
sólo los laicos, los seglares, relegados, en mayor o menor medida, a la
antigua distancia de Dios, a la cual la cruz puso fin.
 
Ahora podemos ver la razón de por qué la Iglesia tenía que ser judaizada
antes que las obras de los nicolaítas pudieran madurar en una doctrina.
Bajo el judaísmo, el Señor hasta había autorizado la obediencia a escribas y
fariseos que se sentaban en la cátedra de Moisés (Mateo 23:2-3); y para
que este texto se aplique ahora, la cátedra de Moisés tenía que ser
establecida en la Iglesia cristiana. Una vez que esto tuvo lugar, y que la
masa de cristianos fuera degradada del sacerdocio del cual habló Pedro, a
meros «miembros laicos», la doctrina de los nicolaítas fue establecida.
 
 

EL MINISTERIO CRISTIANO
 
Que no se me vaya a mal interpretar. Yo no pongo en tela de juicio la
institución divina del ministerio cristiano, puesto que el «ministerio» es
característico del cristianismo. Y si bien creo que todos los verdaderos
cristianos son ministros, yo no cuestiono un ministerio especial y distintivo
de la Palabra, como dado por Dios a algunos y no a todos, pero para el uso
de todos. Ninguno que sea verdaderamente enseñado por Dios puede
negar que algunos cristianos tengan el lugar de evangelista, pastor o
maestro. La Escritura enseña que todo verdadero ministro es un don  de
Cristo, que lo es por Su cuidado como Cabeza de la Iglesia, y que es para
Su pueblo, que es uno que tiene su lugar dado por Dios solamente y que es
responsable, en su carácter de ministro, ante Dios solamente. El miserable
sistema clérigo-laicista degrada al ministro de Dios de ese bendito lugar y

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hace de él poco más que la manufactura y el servidor de los hombres. A la


vez que otorga un lugar de señorío sobre gente que complace a la mente
carnal (la vieja naturaleza), este sistema restringe al hombre espiritual,
tanto al generar en él una conciencia artificial para los hombres (el consejo
de la iglesia, etc.), como al obstaculizar su conciencia para estar
correctamente delante de Dios.
 
Permítanme establecer brevemente cuál es la doctrina de la Escritura sobre
el «ministerio». Es muy simple. La verdadera Iglesia (Asamblea) de Dios es
el cuerpo de Cristo; todos los miembros son los miembros de Cristo. En las
Escrituras no hay más condición de miembros que ésta: la de miembros del
cuerpo de Cristo, al cual pertenecen todos los verdaderos cristianos; no
muchos cuerpos de Cristo, sino un solo cuerpo (Efesios 4:4); no muchas
iglesias, sino una sola Iglesia.
 
Hay un lugar diferente para cada miembro del cuerpo por el solo hecho de
que él o ella son un miembro. No todos pueden ser el ojo, el oído, etc.,
pero todos ellos son necesarios, y todos son ministros en alguna forma, los
unos de los otros. Así pues, cada miembro tiene su lugar, no sólo en una
determinada localidad y para el beneficio de unos pocos, sino para el
beneficio del cuerpo entero.
 
Cada miembro tiene un don “porque de la manera que en un cuerpo
tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma
función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos
miembros los unos de los otros. De manera que, teniendo diferentes dones,
según la gracia que nos es dada...” (Romanos 12:4-6). Lea también 1.ª
Corintios 12:7.11; Efesios 4:7 y 1.ª Pedro 4:10, los que también
demuestran que cada cristiano posee un don.
 
En 1 Corintios 12, Pablo habla en detalle de estos dones y los llama por un
nombre significativo en el versículo 7: “manifestaciones del Espíritu”. Ellos
son dones del Espíritu y, también, manifestaciones del Espíritu. Ellos se
manifiestan (se muestran) a sí mismos allí donde se encuentran, donde hay
discernimiento espiritual por gente que está muy cerca de Dios, en
comunión íntima con él. Por ejemplo, tomemos el Evangelio. ¿De dónde
obtiene su poder y autoridad? ¿Es de alguna aprobación del hombre, o es
de su propio poder inherente? Desafortunadamente, la tentativa común
de acreditar al mensajero, quita, en lugar de agregarle, poder a la Palabra.
La Palabra de Dios debe ser recibida simplemente por ser su Palabra. Ella
tiene la capacidad de satisfacer las necesidades del corazón y de la
conciencia sólo por ser las buenas nuevas de Dios; el Dios que conoce
perfectamente cuál es la necesidad del hombre y que, en consecuencia, ha
provisto para ello. Todo aquel que ha sentido el poder del Evangelio sabe
de Quién ha venido el poder. La obra y el testimonio del Espíritu Santo en
el alma no necesitan ningún testimonio del  hombre que los suplementen.
 
Aun la apelación del Señor en su propio caso fue a la verdad. Él expresó:
“Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis?” (Juan 8:46).
Cuando Él hablaba en la sinagoga judía o en cualquier otro lugar, era, a los
ojos de los hombres, sólo un pobre hijo de carpintero, no acreditado por
escuela o grupo de hombres alguno. Todo el peso de la autoridad humana

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estuvo contra Él. Él incluso repudió “el recibir testimonio de los hombres”.
Sólo la Palabra de Dios debe hablar por cuenta de Dios. “Mi doctrina no es
mía, sino de aquel que me envió” (Juan 7:16). Y, ¿cómo se aprobó a sí
misma? ¡Por el hecho de ser verdad! La verdad se hizo conocer a aquellos
que la buscaban; el que “quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la
doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi  propia cuenta” (Juan 7:17). En
Juan 7 y 8, el Señor les está diciendo: «Yo digo la verdad. Os la he traído
de Dios; y si ésta es la verdad, y si procuráis hacer la voluntad de Dios,
aprenderéis a reconocerla como la verdad.»
 
Dios no mantendría a la gente en la ignorancia y en la oscuridad si
procuraran hacer Su voluntad. ¿Permitiría Dios que los corazones sinceros
fuesen defraudados por los muchos engaños que hay en derredor? ¡Por
supuesto que no! Él hace conocer Su voz a todos los que le buscan. Así, el
Señor le dice a Pilato: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan
18:37). “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”, y de
nuevo: “Mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen
la voz de los extraños” (Juan 10-27, 5).
 
La verdad es de una naturaleza tal que la deshonramos si tratamos de
convalidarla para aquellos que son veraces, como si ella no fuese capaz de
evidenciarse a sí misma. Dios mismo inclusive es deshonrado, como si él no
pudiera ser suficiente para las almas, o para lo que él mismo ha dado.
 
No, el apóstol habla de “manifestación de la verdad, recomendándonos a
toda conciencia humana delante de Dios” (2. ª Corintios 4:2). El Señor dice
que el mundo está condenado porque “la luz vino al mundo, y los hombres
amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan
3:19). No había ninguna falta de  evidencia. La luz estaba allí, y los
hombres reconocieron su poder para su propia condenación, cuando
procuraron escapar de ella.
 
De la misma manera, en el don está la “manifestación del Espíritu”, y es
“dada a cada uno para provecho” (1. ª Corintios 12:7). Por el simple hecho
de que un hombre lo tenga, él es responsable de usarlo; responsable ante
Él, quien no lo ha dado en vano. La capacidad y el título para «ministrar»
están en el don, porque yo soy responsable de ayudar y de servir con lo
que tengo. Si los demás reciben ayuda, ellos no necesitan preguntar si
tengo autorización para ayudarlos.
 
Éste es el carácter sencillo del ministerio, el servicio de amor conforme a la
capacidad que Dios da; servicio mutuo de unos a otros y para todos, sin
arrebatos o la exclusión de unos a otros. Cada don es añadido al tesoro
común, y todos son hechos más ricos. La bendición de Dios y la
manifestación del Espíritu son toda la autorización requerida. No todos son
maestros, pero se aplica exactamente el mismo principio. La enseñanza es,
sin embargo, una de las muchas divisiones del servicio para Dios, servicio
que es rendido por unos a otros, de acuerdo con la esfera de su ministerio.
 
¿No había acaso ninguna clase ordenada (designada) en la Iglesia
primitiva? Eso es una cosa totalmente distinta. Había dos clases de oficiales
que eran regularmente designados u ordenados. Los diáconos o

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servidores tenían a su cargo los fondos para los pobres y otros propósitos,


y eran elegidos, primero por los santos para este puesto de confianza, y
luego nombrados por los apóstoles, ya fuese directamente o por aquellos
autorizados por los apóstoles para hacerlo. Los ancianos fueron una
segunda clase —hombres de edad, como lo indica la palabra— que fueron
nombrados en las asambleas locales únicamente por los apóstoles o sus
delegados (Hechos 14:23; Tito 1:5) como obispos o supervisores para estar
al tanto del estado espiritual de la asamblea. Los ancianos eran lo mismo
que los obispos, como deducimos claramente de las palabras de Pablo a los
ancianos de Éfeso (Hechos 20:17,28), cuando él les exhorta diciendo: “Por
tanto, mirad  por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os
ha puesto por obispos.” Aquí los traductores de la versión Reina-Valera han
dejado sin traducir la palabra griega «obispo» que significa «supervisor», y
lo mismo podemos observar en Tito 1:5, 7: “Por esta causa te dejé en
Creta, para que... y establecieses ancianos en cada ciudad, así como yo te
mandé... porque es necesario que el obispo (supervisor) sea
irreprensible...”.
 
La labor de un anciano era vigilar o supervisar, y aun cuando ser “apto para
enseñar” (1.ª Timoteo 3:2) era una cualidad muy requerida en vista de que
los errores eran ya rampantes, el hecho de enseñar  ciertamente no era
algo limitado a aquellos que eran “maridos de una sola mujer, que tenga a
sus hijos en sujeción con toda honestidad”, etc. (Tito 1:6-9; 1.ª Timoteo
3). Ésta fue una prueba necesaria para uno que sería anciano (u obispo),
“pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia
de Dios?” (1.ª Timoteo 3:1-7).                     
 
Cualesquiera hayan sido los dones que tuvieran los ancianos, ellos los
utilizaban de la misma manera que lo hacían todos. El apóstol Pablo ordena
lo siguiente: “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de
doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar” (1.ª
Timoteo 5:17). Pero se desprende claramente que ellos podían gobernar
bien sin ocuparse en trabajar en la Palabra y en la enseñanza.
 
El significado de su ordenación o nombramiento era sólo éste: aquí se
trataba de una cuestión de autoridad, no de don. Fue una cuestión de título
para examinar con frecuencia asuntos difíciles y delicados entre gente que
no estaba dispuesta a someterse a la Palabra de Dios. La ministración del
«don», no obstante, era una cuestión totalmente diferente.
 
 

MINISTERIO VS. CLERICALISMO


 
Nuestro penoso deber, ahora, es contrastar esta doctrina de la Escritura
con los sistemas en los que una clase definida está consagrada
formalmente a cosas espirituales, mientras que los laicos están excluidos
de dicha ocupación. Éste es el verdadero nicolaitismo: la sujeción del
pueblo.

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El ministerio de la Palabra de Dios es completamente legítimo y están
aquellos que poseen dones y responsabilidades especiales (pero no
exclusivamente) para ministrarla. Pero el «sacerdocio» es lo
suficientemente distinto del «ministerio» como para ser reconocido
fácilmente donde sea reclamado o exista. Los protestantes por lo general
rechazan todo poder sacerdotal en sus ministros. No tengo ningún deseo de
disputar su honestidad en este repudio. Ellos quieren decir que sus
ministros no tienen ningún poder autoritativo de absolución[3], y que ellos no
hacen de la mesa del Señor un altar en el que se renueve, día tras día
(como en la misa católica romana), la perfección del ofrecimiento único y
suficiente de Cristo, negada por innumerables repeticiones. Ellos tienen
razón con respecto a ambas cosas, pero ésta no es la historia completa. Si
miramos más profundamente, encontraremos que existe un carácter
sacerdotal de muchas otras maneras.
 
Podemos distinguir sacerdocio y ministerio como sigue: el ministerio es
para los hombres, mientras que el sacerdocio es para Dios. El que ministra
trae el mensaje de Dios al pueblo, hablando, de parte de Dios, a ellos. El
sacerdote se dirige a Dios de parte del pueblo, hablando en el sentido
inverso: de parte del pueblo, a Dios.
 
La alabanza y las acciones de gracias son sacrificios espirituales. Ellas son
parte de nuestras ofrendas como sacerdotes. Ahora, ponga una clase
especial en un lugar donde ellos solos, de forma regular y oficial, actúen
dando alabanzas y acciones de gracias, y vendrán a ser un sacerdocio
intermediario, mediadores entre Dios y aquellos que no están tan cerca de
Él.
 
La Cena del Señor es la más completa y prominente expresión pública de la
adoración y acción de gracias cristianas; pero, ¿qué ministro protestante o
pastor denominacional no lo considera como su derecho y deber oficiales de
administrarla? La mayoría de los «laicos» se abstendrían de administrarla.
Éste es uno de los terribles males del sistema, por el cual las masas de
gente cristiana son de este modo secularizadas (hechas mundanas).
Ocupadas con cosas mundanas, piensan que no pueden esperar ser
espiritualmente como los clérigos. De este modo, las masas son relevadas
de las ocupaciones espirituales, para las cuales creen no reunir las mismas
condiciones que el clero.
 
Pero esto va mucho más allá. “Porque los labios del sacerdote han de
guardar la sabiduría” (Malaquías 2:7). Pero ¿cómo puede el laico (que ha
llegado a ser tal por haber abandonado su sacerdocio voluntariamente)
tener la sabiduría perteneciente a una clase sacerdotal? La falta de
espiritualidad a la cual se han relegado a sí mismos no les permite conocer
las cosas espirituales. Así, sólo la clase ocupada en las cosas espirituales
viene a ser intérprete autorizada de la Palabra de Dios. De este modo, el
clero viene a ser los ojos, oídos y boca espirituales de los laicos.
 
De cualquier manera, esta organización conviene a la mayoría de la gente.
El «clericalismo» no ha empezado simplemente porque una clase de
hombres que quisieron dirigir asumieron el lugar de liderazgo. Esta

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miserable y antibíblica distinción entre clero y laicos nunca habría podido


ocurrir de manera tan rápida y universal si no estuviese tan bien adaptada
al gusto de aquellos a quienes desplazó y degradó. En el cristianismo, como
en Israel, la profecía ha sido cumplida, “¡los profetas profetizaron mentira,
y los sacerdotes dirigían por manos de ellos; y mi pueblo así lo
quiso!”(Jeremías 5:31). Al sobrevenir una decadencia espiritual, uno que
está volviendo al mundo cambia de buena gana, como Esaú, su
primogenitura espiritual por una mezcla del potaje del mundo. Concede con
gratitud su necesidad de cuidar de las cosas espirituales a aquellos que
acepten esta responsabilidad.
 
Una vez que la Iglesia perdió su primer amor y el mundo comenzó a
introducirse a través de las puertas pobremente protegidas, llegó a ser más
difícil para los cristianos tomar el bendito y maravilloso lugar que les
pertenecía. Cada paso descendente sólo hacía más fáciles los pasos
subsiguientes, hasta que, en menos de 300 años desde el comienzo de la
Iglesia, un sacerdocio judío y una religión ritualista fueron practicados en
casi todas partes. Sólo los nombres de las cosas preciosas del cristianismo
fueron dejados. La realidad de los privilegios especiales e cada cristiano
individual había desaparecido.
 
 

ORDENACIÓN
 
Quiero observar con mayor detalle un rasgo característico de esta clerecía o
clericalismo. He hecho notar la confusión entre el ministerio y el sacerdocio;
la arrogación de un título oficial no escriturario, para las cosas espirituales,
para administrar la Cena del Señor y para bautizar, etc. Ahora trataré el
énfasis puesto por este perverso sistema sobre la ordenación (esto es,
nombramiento o reconocimiento  oficial).
 
Quiero que veáis lo que significa ordenación. Primero, si consultamos el
Nuevo Testamento, no encontraremos nada acerca de una ordenación para
enseñar o predicar. Encontraremos a personas que lo hacen libremente,
usando un don que tengan. La Iglesia entera fue dispersada fuera de
Jerusalén (excepto los apóstoles) y estas gentes fueron por todas partes
predicando la Palabra. Las persecuciones no las ordenaron. No hay rastro
de otra cosa. Timoteo recibió un don de profecía por la imposición de las
manos de Pablo, en compañía de los ancianos (2.ª Timoteo 1:6; 1.ª
Timoteo 4:14); pero aquello era la comunicación de un don, ¡no una
autorización para usarlo! A Timoteo, entonces, se le ordena que comunique
su propio conocimiento a hombres de fe, que fueran capaces también de
enseñar a otros (2. ª Timoteo 2:2), pero no hay ninguna palabra acerca de
ordenarlos. El caso de Pablo y Bernabé en Antioquía (Hechos 13:1-4)
fracasa como sostén del propósito con que algunos lo quieren usar, porque
(de la manera como se lo pretende usar) profetas y maestros estarían
obligados a ordenar al apóstol Pablo mismo, quien rehúsa totalmente ser
un apóstol “de los hombres o por hombre” (Gálatas 1:1). Más bien el

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Espíritu Santo dice: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que


(Yo) los he llamado” (Hechos 13:2). Se trata aquí simplemente de una
misión especial que ellos cumplieron (Hechos 14:26).
 
¿Qué significa ordenación  en los círculos religiosos de la actualidad? Puede
usted estar seguro de que significa mucho; de lo contrarío, los hombres no
contenderían con tanto celo por ello. Hay dos formas de ordenación. En la
forma más extrema —como en el caso de los católicos romanos y los
ritualistas— a la ordenación se lo confiere la atribución de conceder
tanto autoridad como poder espiritual. Los líderes de la iglesia se arrogan,
con todo el poder de los apóstoles, la facultad de suministrar el Espíritu
Santo mediante la imposición de sus manos. De este modo, las masas del
pueblo de Dios son desechadas del sacerdocio que Él mismo les ha
otorgado, y una clase especial es colocada en su lugar para mediar por
ellos de una manera que anula el fruto de la obra de Cristo y los ata a la
«iglesia» como el único medio de hallar gracia.
 
Aquellos que aceptan una forma más moderada de ordenación, rechazan
recta y consistentemente esas pretensiones anticristianas. Ellos no
pretenden conferir ningún don en la ordenación, sino que sólo «reconocen»
el don que Dios ha dado. Pero este «reconocimiento» es considerado
necesario antes de que la persona pueda bautizar o administrar la cena del
Señor, ¡cosas que no requieren ningún don especial en absoluto! Entonces,
en cuanto al ministerio, el don de Dios estaría obligado a requerir la
aprobación humana, y es «reconocido» en nombre de Su pueblo por
aquellos a quienes se considera que tienen un «discernimiento» que los
cristianos laicos no tienen.
 
Ciegos o no, estos mismos hombres ordenados —el clero— vienen a ser los
“guías de los ciegos”, a la vez que sus propios corazones son quitados del
lugar de responsabilidad directa ante Dios y hechos indebidamente
responsables ante el hombre. Una conciencia artificial es hecha para ellos
de parte de aquellos que los ordenaron, y les son constantemente
impuestas condiciones a las cuales se tienen que ajustar a fin de obtener el
reconocimiento requerido. Incluso estos pastores o ministros
frecuentemente están bajo el control de sus «ordenadores» en lo que
respecta a su senda de servicio.
 
En principio, todo esto es infidelidad a Dios, porque si Dios me ha dado un
don a fin de que lo use para Él, yo sería ciertamente infiel si acudiera a
algún hombre o a un grupo de hombres con el fin de solicitar su permiso
para usarlo. El don mismo acarrea la responsabilidad de usarlo, como lo
hemos visto. Si ellos dicen que la gente puede cometer errores, yo estoy de
acuerdo, pero ¿quién ha de asumir mi responsabilidad sí estoy equivocado?
Además, los errores cometidos por un «cuerpo ordenante» (o
«presbiterio») son mucho más serios que los de un individuo que
meramente marcha sin haber sido enviado por los hombres, porque los
errores del cuerpo ordenante son declarados sagrados y se prolongan en el
tiempo por la ordenación que confirió. Si la persona «ordenada»
simplemente se sostuviera por sus propios méritos, encontraría
rápidamente su verdadero nivel; pero el cuerpo ordenante ha investido
sobre él un carácter que debe ser mantenido. Equivocación de por medio o

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no, él es ahora nada menos que un nuevo miembro del cuerpo clerical, un
ministro, aun cuando no tenga realmente nada que ministrar. Él debe ser
mantenido —debe tener su «iglesia»— por más que ésta se encuentre en
una localidad poco ilustre, donde la gente —tan amada por Dios como
cualquiera— es puesta bajo su cuidado y debe quedar sin alimentar si él no
es capaz de alimentarlas[4].
 
No se me acuse de sarcástico. Lo anterior es un fiel retrato del sistema del
cual estoy hablando, sistema que envuelve al cuerpo de Cristo con vendas
que impiden la libre circulación de la sangre vivificante del ministerio, que
debería estar fluyendo de forma irrestricta a través de todo el cuerpo.
Aquellos que ordenan en la actualidad deben probar que son o bien
apóstoles u hombres designados por los apóstoles porque, según las
Escrituras, ningún otro tenía autoridad para ordenar (Hechos 14:23; Tito
1:5). Además, deben probar que el «anciano» según las Escrituras puede
no ser anciano del todo, sino un joven, una persona soltera, apenas salida
de su adolescencia y que fuera evangelista, pastor y maestro —todos dones
de Dios envueltos en una sola persona—. Éste es el ministro según el
sistema: el todo en todos para 50 ó 500 almas confiadas a él
como su rebaño, en el cual ningún otro tiene el derecho de interferir.
¡Seguramente la marca de «nicolaitismo», está puesta sobre un sistema
como éste!
 
Aun cuando el ministro esté espiritualmente dotado (y muchos lo están,
como otros muchos no lo están), es improbable que tenga todos los dones
espirituales. Supóngase que sea un verdadero evangelista y que las almas
se salven; él puede no ser un maestro, y verse así incapacitado para
edificarlas en la verdad. O quizás tenga el verdadero don de Dios de
maestro, pero es enviado a un lugar donde hay tan sólo unos pocos
cristianos y muchos de su congregación son inconversos. No hay
conversiones, pero su sola presencia allí, a causa del sistema bajo el cual
está trabajando, mantiene alejado (en diversos grados) al evangelista que
se necesitaría allí. Agradezcamos a Dios que Él siempre esté desbaratando
estos sistemas, y que las necesidades puedan ser suplidas de algún modo
irregular. Empero, esta provisión humana no es conforme al plan de Dios y
por ello divide en vez de unir.
 
El sistema es el responsable de todo esto. El ministerio exclusivo de un solo
hombre, o de un número específico de hombres en una congregación, no
tiene Escritura que lo sustente. La ordenación es el esfuerzo para limitar
todo ministerio a una cierta clase y hace descansar a éste en la
autorización humana más bien que en el don divino. Y así se les niega a los
demás miembros del cuerpo —el rebaño de Cristo— la capacidad provista
por Dios para oír Su voz y luego comunicarla. El resultado es que se da
al hombre la atención que debería ser dada a la Palabra que él trae. La
pregunta prevaleciente es: ¿Está autorizado? La relativa a la verdad de lo
que habla, con frecuencia es secundaria si él está ordenado; o quizás, diría
yo, su ortodoxia (su rectitud doctrinal) está establecida ya de antemano
para ellos por el hecho de ser ordenado.
 
El apóstol Pablo no hubiera sido autorizado para ministrar conforme a este
plan. Hubo apóstoles antes que él, pero él ni subió a ellos ni recibió nada de

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ellos. Si hubiera habido una «sucesión», él la cortó. Pablo hizo lo que hizo,
a propósito, para mostrar que su evangelio no era según los hombres, ni
derivado de ellos (Gálatas 1:1) y que no descansaba sobre la autoridad
humana. Si él mismo o un ángel del cielo (cuya autoridad parecería
concluyente), anunciaba un evangelio diferente del que había predicado, la
sentencia solemne de Pablo es: “sea anatema” (Gálatas 1:8-9).
 
Autoridad, entonces, no es nada, a menos que sea la autoridad de la
Palabra de Dios. Ésta es la prueba: ¿Es esto conforme a las Escrituras?
“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?”
(Lucas 6:39). Decir: «Yo no pude conocer: confié en otro», no lo salvará
del pozo (el infierno para los inconversos, la pobreza espiritual y la pérdida
de la comunión para los salvos), independientemente de cuánta
«autoridad» pretendió tener el ministro que le guió al error.
 
Pero, ¿cómo puede pretender el no espiritual y no instruido «laico» tener
un conocimiento igual al del educado y acreditado ministro, dedicado a las
cosas espirituales? En general, no puede. En vez de asir por sí y para sí la
Palabra de Dios, usando el poder del Espíritu Santo que mora en él para
aprender las cosas espirituales (Juan 14:26), él se somete a aquel que,
según supone, debe saber más y mejor[5]. Así pues, en la práctica, la
enseñanza del ministro o pastor suplanta mayormente a la autoridad de la
Palabra. Sin embargo, él aun no tiene certidumbre en cuanto a la verdad
ministrada. El laico no puede ocultarse a sí mismo el hecho de que los
ministros no estén de acuerdo entre sí por más doctos, buenos y
acreditados que sean.
 
Pero aquí el diablo interviene y sugiere a la persona incauta que la
confusión es el resultado de la vaguedad de las Escrituras, cuando en
realidad es el resultado de hacer caso omiso de las Escrituras.
 
Opinión, no fe, hay en todas partes. Usted tiene derecho a su opinión, pero
debe conceder a otros el derecho a tener la propia. Usted puede decir «yo
creo» mientras no quiera decir «yo sé». Reclamar «conocimiento» sería
reclamar que usted es más sabio y mejor que las generaciones
precedentes, las que creyeron de forma diferente.
 
La infidelidad (incredulidad) logra prosperar de esta manera, y Satanás se
regocija cuando logra que los pensamientos de muchos vibrantes
comentaristas sustituyan la simple y segura voz divina. Lo que Ud. necesita
es la “espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Efesios 6:17). ¿Cree
Ud. que «así dice Juan Calvino» o «Martín Lutero» o cualquier otro hombre,
lo impactará tan acabadamente a Satanás como: “así dice el Señor”?
¿Quién puede negar que tales pensamientos y prácticas, están en todas
partes y no restringidas únicamente a los católicos romanos y ritualistas?
La tendencia constante es la de desviarse del Dios viviente, aun cuando Él
está tan cerca de los suyos hoy día como nunca antes en la historia de la
Iglesia. Él es incluso tan capaz para instruir como siempre, y todavía está
dispuesto a cumplir la palabra: “El que quiera hacer la voluntad de Dios,
conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17). Los «ojos» de la fe son los
ojos del corazón (del afecto por Dios), no ojos de la cabeza. Dios tiene
oculto de los sabios y entendidos lo que revela a las criaturas. La escuela

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de Dios es más efectiva que todos los seminarios juntos, y en esa divina
escuela, laicos y clérigos pueden ser iguales: “el espiritual juzga (discierne)
todas las cosas (1.ª Corintios 2:15), pues todo depende de la condición
espiritual individual. No hay sustituto para la espiritualidad. El hombre no
puede generar espiritualidad en otra persona mediante la ordenación ni
mediante ningún otro medio. Ordenación, en su forma más moderada, es el
esfuerzo del hombre para realizar la manifestación del Espíritu Santo. Pero,
si aquellos que ordenan cometen un error (o son ellos mismos no
espirituales y, por ello, incapaces de juzgar) y su «ministro» no tiene nada
que ver con la obra de Dios, ellos simplemente proveen guías ciegos para
los ciegos.
 
 

SUCESIÓN
 
A continuación debo hablar de sucesión. Una ordenación que pretende venir
de la ordenación por los apóstoles debe ser, si quiere tener consistencia,
sucesoria. ¿Quién puede conferir autoridad (y en las teorías más
moderadas de la ordenación la autoridad es dada al menos para bautizar y
administrar la Cena del Señor), excepto uno autorizado para este
propósito? Por lo tanto, usted debe tener una cadena de hombres
ordenados que se suceden unos a otros.
 
Ahora veamos el resultado. La ordenación, de este modo, está separada
tanto de la espiritualidad como de la verdad. Un sacerdote católico, aun
cuando fuere inconverso y esté completamente envuelto en la tradición
romana en vez de estarlo en la Palabra, puede ser ordenado así como
cualquiera, y por cierto que la mayor parte de este sistema clérigo-laicista
que tenemos alrededor de nosotros nos ha llegado a través de la cloaca de
Roma. Bajo la ordenación y la sucesión, la impiedad y la impureza no
invalidan la misión de Cristo y el maestro de falsas doctrinas puede ser Su
mensajero tanto como el maestro de la verdad. La posesión de la verdad,
junto con el don para ministrarla, combinados con la piedad, ¡no es parte
obligatoria de las credenciales del ministro, pastor o sacerdote de este
sistema! Un hombre puede tener todas las calificaciones de Dios y no ser
admitido como ministro porque no está acreditado, mientras que él puede
no tener ninguna calificación de Dios, pero ser llamado pastor o ministro.
 
¿Quién puede creer tal doctrina? ¿Puede Dios, quien es la verdad, acreditar
el error? ¿El Justo será injusto? ¡Imposible! Este sistema viola todo
principio de moralidad y endurece la conciencia de aquellos que tienen
alguna parte en él, pues —como Satanás desearía que creyésemos— ¿por
qué habríamos de tener cuidado por la verdad si Dios no lo es, y cómo
podría Él enviar mensajeros a los que no quisiera que creyésemos? Bajo
este sistema, la prueba misma del Señor respecto de un verdadero
testimonio, no es aplicable; pues “el que habla por su propia cuenta, su
propia gloria busca; pero el que busca la gloria del que le envió, éste es
verdadero, y no hay en él injusticia” (Juan 7:18). Incluso Su propia prueba

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de credibilidad fracasa, pues “si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me


creéis?” (Juan 8:46) era su propia apelación. La verdad debe estar ahí o no
es de Dios.                       
 
Dios, quien previó y predijo el fracaso de la Iglesia (la cual debió  haber
sido el brillante testimonio de Su verdad y de su gracia), no pudo ordenar
una sucesión de maestros para ella, quienes hubieran llevado Su misión,
haciendo caso omiso del fracaso. Antes que los apóstoles muriesen, la casa
de Dios se había convertido en “una casa grande”, y se hizo necesario que
los piadosos se separaran de los “vasos para deshonra” en ella (véase 2.ª
Timoteo 2:20-22). Aquel que ordenó a su apóstol que instruyera a Timoteo
en cuanto a “seguir la justicia, la fe, el amor, la paz conlos que de corazón
limpio invocan al Señor” (v. 22), bajo ningún concepto nos podría ordenar
que escuchásemos a hombres que están en contra de todo esto. Por esa
razón, en 2.ª Timoteo ya no hay, como en 1.ª Timoteo, ninguna referencia
a ancianos ni a hombres ordenados[6]. Ahora se necesitan hombres fieles, no
para ser ordenados, sino como depositarios de la verdad confiada a
Timoteo: “Lo que has oído de mi ante muchos testigos, esto encarga a
hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2.ª
Timoteo 2:2).
 

DISCUSIÓN Y SUMARIO
 
De este modo, la santa Palabra de Dios siempre se encomienda  a sí misma
al corazón y a la conciencia. El esfuerzo de querer dar Su aprobación al
sacerdocio romano o a la jerarquía protestante, fracasa en ambos casos por
estar sobre el mismo terreno del nicolaitismo. No, el nicolaitismo no es cosa
del pasado, no es doctrina oscura de épocas pasadas, sino un gigantesco y
difundido sistema de error, fructífero en resultados malignos. El error,
aunque mortal, puede perdurar por mucho tiempo. No vaya detrás de él
por causa de su antigüedad o porque todo el mundo lo siga. El Señor
aborrece este perverso sistema clerical. Si Él lo aborrece. ¿Deberíamos
sentir miedo de tener comunión con Él en este asunto? Todos debemos
reconocer que hay buenos hombres involucrados en este sistema: hombres
piadosos y verdaderos ministros, que llevan sin saber el emblema de los
hombres. ¡Que Dios los libre! ¡Que puedan echar a un lado sus ataduras y
ser libres! ¡Que puedan elevarse a la verdadera dignidad de su llamamiento
y ser responsables ante Dios, caminando delante de Él solamente!
 
Por otro lado, amados hermanos, es de gran importancia que todos los
integrantes de Su pueblo, por diferente que sea su lugar en el Cuerpo de
Cristo, estén conscientes de que todos ellos son ministros, así como
sacerdotes, sin excepción. Cada cristiano tiene deberes espirituales que
emanan de sus relaciones espirituales con todos los demás cristianos. Es el
privilegio de cada cristiano contribuir con su participación al tesoro común
de los dones espirituales con los cuales Cristo ha dotado a su Iglesia. Uno
que no contribuye con su ministerio, está reteniendo de hecho lo que es su
obligación para con toda la familia de Dios. Nadie que posea siquiera un

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aparentemente pequeño «talento», tiene derecho a ocultarlo y no invertirlo.


Tal acción es infidelidad e incredulidad.
 
“Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). Hermanos,
¿cuándo despertaremos a la realidad de estas palabras? Tenemos una
inagotable fuente de regocijo, la cual es para bendición, y si viniéramos a
ella cuando tenemos sed, ríos de agua viva correrían de nosotros. La fuente
de agua viva (la Palabra) no está limitada, para aquel que la recibe, por la
cantidad que recibe de ella. Ella es divina y, además, completamente
nuestra. ¡Oh, conocer más de esta plenitud y de toda la responsabilidad de
su posesión en un mundo espiritualmente seco y cansado! ¡Oh, conocer
mejor la infinita gracia que nos utiliza como el medio de su paso hacia los
hombres! ¿Cuándo estaremos en condiciones de entender nuestra común
posición y dulce realidad de la comunión verdadera con Él, quien “no vino
para ser servido, sino para servir”? (Mateo 20:28). ¡Oh, por un ministerio
no oficial!; que corazones llenos rebalsen dentro de los vacíos para que
muchos otros puedan también estar llenos. Cómo debería regocijarnos —en
un mundo de necesidad, miseria y pecado ― el hecho de encontrar
constantes oportunidades para mostrar la capacidad de la plenitud de Cristo
para combatir y ministrar a cada una de las necesidades del mundo.
 
Para resumir, pues, podemos afirmar que el ministerio oficial es
independencia práctica del Espíritu de Dios. Dice que un
hombre debe rebosar, aun cuando estuviere vacío; y, por otro lado, que
otro no debe rebosar, aun si estuviere lleno. Propone, ante la presencia del
Espíritu Santo —que vino en la ausencia de Cristo para ser el Guardián de
su pueblo— asegurar el orden y el fortalecimiento mediante legislación en
vez de hacerlo mediante poder espiritual. Provoca que el rebaño de Cristo
deje de escuchar Su voz, haciéndolo algo innecesario para ellos. De este
modo sanciona y perpetúa la no-espiritualidad individual, en lugar de
condenarla y de evitarla.
 
En el método de Dios para el tratamiento de la no espiritualidad, el fracaso
humano puede tornarse exteriormente más evidente, pues Dios se interesa
poco en una apariencia exterior correcta cuando el corazón no es recto para
con Él. ¡Él sabe que la habilidad para guardar una correcta apariencia, a
menudo impide el juicio honesto, delante de Él, de la verdadera condición
espiritual! Los hombres hubiesen regañado a Pedro por su tentativa de
caminar sobre aquellas olas (Mateo 14:24-33), lo cual evidenció su poca fe.
Sin embargo, el Señor sólo reprochó la pequeñez de la fe que lo hizo
fracasar. El hombre hubiera propuesto el bote para el fracaso de Pedro en
lugar del poder del sostén del Señor, sostén que le hizo probar a Pedro. De
cualquier manera, viento y olas pueden hundir el bote, pero “el Señor en
las alturas es más poderoso que el estruendo de las muchas aguas, más
que las recias ondas del mar” (Salmo 93:4). A lo largo de estos siglos de
fracaso humano, ¿ha probado alguno que Dios sea infiel? Amados, ¿es
vuestra honesta convicción que es algo completamente seguro confiar en el
Dios viviente? Si es así, entonces dejemos a Dios obrar, por más que
debamos admitir que hemos fracasado. Actuemos como si realmente
confiáramos en Él.
 

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                                        F. W. Grant
 

NOTAS
 
1
 N. del E.— Justificación significa «ser considerado como si nunca hubiera
pecado». El hombre puede perdonar y olvidar, pero sólo Dios puede justificar sobre
la base de la obra de Cristo Jesús en la cruz, donde Él pagó plenamente la culpa
por nuestros pecados. Así es cómo Dios ve a los cristianos «en Cristo».
 

N. del E.— Un sacerdote es un intermediario que se interpone entre la gente
«común» y Dios. Un sacerdote tiene acceso a Dios. Puesto que todos los cristianos
son sacerdotes, todos nosotros tenemos acceso directo a Dios. Entre los cristianos,
no existe gente «común», no existen laicos.
 

N. del E.— Absolución significa «liberar a alguno de las consecuencias de sus
pecados». En la teología católica romana significa «una remisión del pecado o de la
pena debida al pecado, la cual el sacerdote, sobre la base de la autoridad recibida
(que ellos reclaman) de Cristo, hace en el sacramento de la penitencia» (American
College Dictionary).
 

N. del E.— Por otra parte, bajo el sistema que el señor Grant está discutiendo,
muchos ministros están a merced de sus congregaciones. La congregación primero
decide si ella necesita del ministro. ¿Les satisface tal ministro a ellos? Luego, si él
es contratado (algunas veces es términos legales y comerciales), y enseña falsa
doctrina, de modo que algunos se quejen, la iglesia vota, sea para conservarlo o
no. Él puede, o no, ser conservado, lo cual dependerá de la condición espiritual de
aquellos que lo deciden mediante su voto. Pero otro ministro puede también hablar
de una manera demasiado clara, y puede ofender a personas que no quieren
escuchar nada acerca de del pecado, del juicio y del infierno ni acerca de sus
responsabilidades como creyentes. En este caso también, el ministro puede ser
votado fuera de su empleo, si así lo deciden sus empleadores. Ambos conceptos, el
de «el pastor de una iglesia», y el de la votación eclesiástica sobre asuntos
espirituales, son completamente ajenos al Nuevo Testamento.
 
5
 N. del E.— Piense en la siguiente aritmética. Una semana tiene 168 horas. En
promedio, las cosas relacionadas con el trabajo toman cerca de 55 horas. Usted
puede dormir 60 horas. Dedique 20 horas por semana a la familia para no decir
que la descuida. Esto deja aún 33 horas a la semana disponibles, las cuales usted y
yo podríamos dedicarlas a las cosas del Señor. Hay también horas de descanso, de
almuerzo, de recreo, de transporte, etc. que podríamos asimismo aprovechar de
alguna manera para el Señor. Estas 33 horas a la semana ascienden a 1716 horas
al año, y toda esa cantidad de tiempo, con oración y con la ayuda del Señor, nos
serviría para aprender muchísimo de la Escritura y ser de ayuda para el Señor. En
general, cuánto conocemos de las cosas del Señor, y cuánta ayuda somos para los
demás, no es cuestión de tiempo, sino de deseo, propósito y corazón.
 
6
 N. del E.— ¿Qué había ocurrido durante el período que trascurrió entre las dos
epístolas a Timoteo, para producir este cambio? 2.ª Timoteo 1:15 nos ofrece la
respuesta: “Ya sabes esto, que me abandonaron todos los que están en Asia
(Menor)”. Ésta es la primera gran división que tuvo lugar en el pueblo del Señor.
Ellos no se apartaron de Pablo, del hombre, sino de aquello por lo que él contendía
con firmeza: las verdades de la Iglesia, que les había entregado, y las referentes al
orden que se debía guardar en la Iglesia de Dios (1.ª Timoteo 3:15). Por lo tanto,

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inspirado por el Espíritu Santo, Pablo escribió 2.ª Timoteo a fin de dar instrucciones
a aquellos que no se apartarían de él, acerca de cómo actuar bajo la nueva
condición de «división» que ya imperaba entonces. (Léase también 2.ª Timoteo
4:10).
 

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