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Horror en el Bosque

Los rayos iluminaban el horizonte con delgados haces blanquecinos que discurrían
de un lado para otro velozmente. Su reflejo en el agua de la piscina se asemejaba a
pequeñas culebras eléctricas buscando donde resguardarse de la tormenta. El viento, que
hasta hacía poco tiempo había permanecido callado, comenzó de nuevo a chillar, más
bien era un rugido, como el de una bestia muerta de hambre enrejada al otro lado de un
suculento manjar de carne fresca y volvió a demostrar su fuerza y su ira, disfrazadas de
fuertes sacudidas de aire que se desplazaban orgullosas entre los árboles, a la totalidad
de la naturaleza, que lo observaba. Todo esto provocaba un ritmo agresivo de
movimientos de ramas y chasquidos que sonaban desde todos los puntos del paraje. La
montaña karstica, que se había ido agujereando con el paso del tiempo, y el gran lago al
fondo, se intuían casi milagrosamente a través de la espesa cortina de agua que caía
desde el cielo y que no dejaba ver con nitidez más allá de tres palmos. Según decían los
más viejos del lugar, los más viejos del lugar siempre tenían algo que decir, la lluvia no
pararía en cinco o seis días por lo menos, y los más viejos del lugar casi nunca se
equivocaban y esta tormenta les recordaba la última inundación ocurrida en el pueblo,
hacía ya catorce años, sobretodo a los más perjudicados, que aún no podían evitar que
se les erizase el vello de la nuca cada vez que lo hacían. El alcalde, que por aquellos
tiempos era republicano declaró al pueblo como zona catastrófica, y es que el pueblo lo
merecía. Dos semanas más tarde murió como consecuencia de un aneurisma aórtico, la
arteriosclerosis que padecía logró matarlo, esto el pueblo también lo merecía.

Los pájaros, de siempre dicho, sabios meteorólogos, habían olisqueado la tormenta


mucho antes de que se acercara, y esta sería sin lugar a dudas la causa por la que en los
dos últimos días habían dejado de oírse al batir de las alas de los cuervos que todas las
mañanas atravesaban el páramo en bandadas. Solamente un somormujo denotó su
presencia con un breve sonido, en la orilla norte del lago, a unos ciento cincuenta metros.
Nadie lo escuchó. El agua corría serpenteando por las pequeñas oquedades y resquicios
entre las piedras y las ramas podridas del suelo. Un viejo tocón se había llenado hasta el
borde hacía ya varias horas y el agua de lluvia rebosaba por encima haciendo eses
surcando la pequeña autopista de grietas en la madera para al final estrellarse contra el
suelo encharcado. Una luz cegadora seguida casi instantáneamente de un tronido
aterrador iluminó de nuevo la escena dándole un aspecto quimérico. La tormenta no tenía
intención de parar, incluso se agudizaba por momentos, y la lluvia, lanzada con fuerza
desde el estómago de las espesas nubes negras seguiría salpicando y mojando durante
mucho tiempo todo lo que encontrara a su paso. También seguiría salpicando y mojando
el cadáver de la niña.

El cuerpo flotaba sobre el agua de la piscina, que se había tornado verde en el


transcurso de las tres últimas semanas, y de vez en cuando se desplazaba ligeramente
de un lado a otro movido por el viento y produciendo ondas concéntricas en torno al
cadáver que se alejaban perdiendo fuerza poco a poco hasta casi alcanzar el borde de
linóleo de la piscina. El camisón blanco que lo cubría se había transparentado a causa del
agua y la tela mojada estaba pegada al cuerpo fino y delgado dejando ver con claridad la
todavía poco tortuosa anatomía de la pequeña. Unas braguitas celeste tapaban la parte
baja ceñidas fuertemente alrededor de unas estrechas caderas casi informes pero que ya
estaban empezando a adquirir la fisionomía de las caderas que cualquier niña ansía antes
de alcanzar la pubertad. Más hacía arriba, la casi invisible tela del camisón permitía
atisbar unos pequeños pechos blancos con los pezones, que eran como dos puntitos,
dirigidos hacia arriba, probablemente a causa del frío. Eran esos típicos pechos de niña
de unos nueve o diez años que todavía no sienten la necesidad de ser tapados
pudorosamente, porque el pudor y el sentimiento pecaminoso al enseñarlos no habían
aterrizado en su cerebro aún, y ya nunca lo haría. La cara exánime de la pequeña estaba
girada levemente hacia la derecha y su mirada se perdía en algún punto distante del
horizonte. Todos los componentes del rostro estaban perfilados con una finísima línea que
le daba el aspecto de un dibujo. La piel tirante y blanca de la cara reflejaba la juventud y la
inocencia en si, aún no estaba corrompida por el paso del tiempo, solo una arruga se
vislumbraba en el rostro, en los ojos, en la parte exterior de los párpados porque los tenía
casi cerrados y solo un pequeño hilo dejaba ver el color de sus ojos, marrones. Una gota
de agua cayó violentamente en la frente de la niña y fue resbalando hacía la derecha
debido a la inclinación de la cabeza en esa dirección, bordeó la ceja y se precipitó sobre
el párpado superior del ojo de ese lado, de repente ralentizó su velocidad como si pensara
hacía donde dirigirse y optó por hundirse en la pequeña arruga recorriéndola de inicio a fin
hasta rebasarla y prosiguió su viaje sobre la fría mejilla hasta confundirse con el agua de
la piscina, donde millones de gotas como ellas le esperaban. El pelo negro azabache
flotaba por encima de la cabeza y estaba dispuesto de una manera radial, con las puntas
dirigidas hacia el borde de la piscina más cercano a la escalera de aluminio dando la
impresión de una corona, de una niña coronada. Un leve empujón del viento desplazó el
cadáver varios centímetros hasta colocarlo junto al borde de la piscina, cerca del
desagüe. Allí, el agua comenzó a hacer remolinos en torno al cuerpo remarcando su
silueta, que ahora estaba más confusa entre las hojas secas y las algas. La mano
izquierda, que se había mantenido a flote, adquirió una disposición peculiar con este
nuevo movimiento, ofreciendo de esta manera menos resistencia para hundirse y se
sumergió parcialmente bajo el agua, este gesto arrastró hacia atrás la manga del camisón
a la altura de la muñeca y dejó ver una finísima pulsera de plata con una inscripción
grabada. En la inscripción se podía leer Anne. De nuevo el viento empelló a la pequeña
provocando la colisión del cuerpo contra la pared de mosaicos azulados, lo que produjo
una leve inclinación de la cabeza hacia la izquierda mostrando lo que sin lugar a dudas
había sido la causa de su muerte. El pelo en la zona temporal ofrecía un aspecto untuoso
y enmarañado, causado en parte por el agua y en parte por la sangre ya reseca de la que
estaba cubierto, toda esta maraña de pelo se alternaba con zonas donde escaseaba
debido al fuerte golpe asestado y donde se adivinaban los huesos aplastados bajo la piel
amoratada. Una fisura delgada y profunda discurría desde la región occipital hasta casi
llegar al esfenoides, sus bordes de color rojo intenso la marcaban aún más, había dejado
de brotar sangre hacía ya bastante rato y pequeños coágulos flotaban alrededor de la
herida.

Ningún ser vivo presenció lo ocurrido, solamente fueron testigos mudos el viento y
la lluvia. Solamente ellos vieron como se llevaba mortalmente a cabo este cruel asesinato.
La madurez, que a pesar de su corta edad denotaba el cuerpo impávido de Anne, no le
había servido de nada durante el forcejeo con su agresor, ni los puñetazos, ni los gritos.
Nadie los oyó porque nadie había cerca. Tampoco nadie pudo oír el fuerte golpe dado a la
niña en la cabeza ni el ruido producido al caer el cuerpo muerto sobre el agua de la
piscina.

No muy lejos de allí el padre de la niña despertó de un profundo sueño en el que


había estado sumido y que le había parecido eterno. Se sentía muy mal, el sudor frío le
recorría la espalda por debajo de la camisa y esa humedad se mezclaba con la producida
por la lluvia que le había empapado toda la ropa. Cuando intentó ponerse en pie un
intenso mareo se apoderó de él, la vista se le nubló de repente perdiendo la visión
durante un instante y perdió el equilibrio, rápidamente se agarró a una rama del árbol bajo
el cuál había estado durmiendo para no caerse al suelo y volvió a sentarse de nuevo. Un
terrible dolor se paseaba por todos sus miembros, a veces lo notaba con tal intensidad,
como si se los estuviesen amputando, que tenía que apretar fuertemente los dientes para
soportarlo pero otras veces se hacía tan leve y peculiar que incluso parecía reconfortarle.
Tragó saliva en uno de estos arrebatos de dolor y cerró y abrió los ojos varias veces
apretando los párpados fuertemente para intentar aclarar la vista y así salir a la realidad,
evadirse de la pesadilla que creía estar viviendo tan lucidamente. Pero no volvió a la
realidad cuando cerró y abrió los ojos por última vez, seguía sentado en el suelo
embarrado con la espalda apoyada al viejo tronco de un gigantesco sauce, y entonces fue
cuando de alguna manera se autoconvenció de que lo que le estaba ocurriendo y la
situación en la que se encontraba, solo, de noche, y en un bosque tomado de norte a sur
por la fría agua de lluvia, no era una pesadilla, sino que lo estaba viviendo realmente. De
repente evocó sin querer, entre un sinfín de vagos recuerdos, algo que le heló la sangre.
Algo de lo que no estaba seguro si había visto realmente o si se trataba de una broma de
su subconsciente. Volvió a ver a aquella figura con el impermeable de plástico negro, las
botas de goma que le llegaban hasta casi las rodillas y aquella máscara que solo dejaba
ver sus rasgados ojos. Llevaba algo en su mano derecha, parecía un bate de béisbol. No,
estaba seguro, era un bate de béisbol. El hombre corría camuflado bajo la espesa manta
de agua y de vez en cuando miraba hacia atrás, hacia donde él se encontraba sentado,
pero no directamente hacia él sino que parecía enfocar en algún punto detrás suyo y un
poco más arriba. Volvió a cerrar y a abrir los ojos varias veces para intentar hacer
desaparecer a aquella figura. Lo consiguió. El hombre de negro se desvaneció entre las
sombras. Tom se puso de rodillas y avanzó un poco para asegurarse de que realmente
había desaparecido, y así era, no había ni rastro de aquel personaje y el lugar que había
ocupado dos segundos antes estaba tan desierto como el resto del bosque que lo
rodeaba. Esto le hizo comprender que se había tratado sin más de una alucinación. Había
estado durmiendo no sabía cuanto tiempo bajo una lluvia atroz y sin lugar a dudas eso
habría sentado mal a su cuerpo, y a su mente, que se había vengado de él poniendo
delante de sus ojos cosas que en realidad no existían. Apoyó una mano en el suelo para
ponerse de pie pero el mareo le sobrevino y lo acorraló de tal manera que tuvo que
tumbarse sobre el barro a la espera de que se le pasara. Miraba hacia el cielo, las densas
nubes negras apenas dejaban ver alguna estrella y la lluvia como alfileres se precipitaba
sobre él golpeando todo su cuerpo. Un trozo de luna llena se asomaba por el borde
irregular de una de las nubes. El brillante color blanco lo entretuvo durante un rato y luego
lo hipnotizó sumiéndolo de nuevo en un profundo sueño.

Volvió a ver a aquel hombre, esta vez estaba mucho más cerca. Avanzaba muy
despacio hacia él como si se recreara en cada uno de sus pasos, la mano derecha
balanceaba el bate de béisbol hacia delante y hacia atrás. Poco a poco se le iba
acercando, y ya podía oír su respiración entrecortada, como la de alguien que hubiera
hecho un gran esfuerzo pocos minutos antes. Tom se encontraba de pie, inmovilizado,
como esperando algo, pero no sabía qué. La tormenta seguía rugiendo cada vez más
fuerte y con más ira, su sonido le envolvía, pero parecían lamentos, que le llegaban de
todas partes, rebotando en los troncos de los árboles e intensificándose cada vez que lo
hacía. El eco producido se sostenía más de lo que lo haría en el mundo de la realidad,
mundo del que en ese momento Tom no tenía consciencia. El cielo se tornó rojo de
pronto. La lluvia se volvió brillante, como fluorescente y se estrellaba cada vez con más
fuerza sobre el suelo produciendo salpicaduras de un brillo intenso que se iba apagando
hasta desaparecer. El hombre de la máscara seguía avanzando. Tom seguía quieto
admirando aquel espectáculo de luz y sonido y el bate en una de las parábolas
producidas por el movimiento del brazo de su dueño le mostró su extremo roto y astillado,
como si hubiera sido utilizado para matar a un buey a golpes. No había sido utilizado para
matar a un buey, pero Tom no lo sabía, ni incluso en su propio sueño. Los lamentos
dejaron de oírse poco a poco mientras iban siendo sustituidos por el sonido del viento, el
verdadero sonido el viento, y el intenso brillo de las gotas de agua se apagó de pronto
como si se hubiera agotado toda su energía. Había terminado el espectáculo. El hombre
de la máscara ya estaba justo enfrente de Tom, y ahora no solo podía oír su respiración
sino que además podía olerla. Un hilo de vaho salió de la boca de aquella figura, estaba
diciendo algo, pero no llegaba a entenderlo. El hombre siguió avanzando mientras
hablaba, iba con pasos decididos, y tenía la cabeza dirigida hacía una de las ramas del
árbol que había detrás de él, parecía no haber visto que él se encontraba justo delante.
Tom sintió la necesidad de mirar hacia donde estaba mirando aquel hombre, giró un poco
la cabeza pero un destello metálico lo entretuvo. El destello provenía de la mano izquierda
del visitante, era un destello metálico y frío a la vez. Tom entornó un poco los ojos para
enfocar mejor aquel objeto que brillaba tanto y que parecía invitarle a que lo mirara. Era
un cuchillo grande de caza, con el filo aserrado, el mango, que sujetaba fuertemente, era
de madera. Un rayo fulgurante cayó muy cerca y el paisaje se iluminó como nunca. En
ese momento vio algo en la hoja del cuchillo que le había pasado inadvertido, estaba llena
de sangre, aún fresca, y pequeñas hojas rojas patinaban por el borde hasta caer al suelo.
La lluvia resbalaba por toda la silueta de aquel extraño mientras avanzaba poco a poco
balanceando el bate, y cuando estaba a punto de rozarle con sus botas de goma ocurrió
algo que no pudo comprender en aquel instante, pasó a través de él, como el que pasa a
través de una cortina de humo y mientras lo atravesaba comprendió entonces que
realmente aquella figura no lo había visto, para él no existía, entre ese personaje y el gran
árbol hacia el que se dirigía realmente no estaba él obstaculizando su paso lento pero
decidido. Se despertó.

Sentía frío, mucho frío, la lluvia se había calado en todos sus huesos. Empezó a
temblar, se incorporó y miró de un lado para otro buscando un lugar donde resguardarse
o algo con lo que taparse, se puso a gatas y así avanzó algunos metros hacia delante,
giró a su izquierda, aligeró el paso y con la mirada fija en el suelo giró ciento ochenta
grados, estaba nervioso y sentía miedo, no sabía realmente porqué. Se paró un instante y
de repente salió corriendo a cuatro patas para llegar de nuevo hasta el tronco del que
partió, allí se sentó y esperó. La frondosa copa del sauce le protegería de la lluvia. Estaba
inquieto y asustado, sentía miedo, pánico, como el que pudiera sentir una reunión de
muñecos de cera maniatados alrededor de una hoguera. Quería convencerse que todo lo
que le estaba pasando era producto del mal estado en el que se encontraba, que aquella
figura en realidad no existía, ni el bate de béisbol, ni el cuchillo manchado de sangre, que
todo era producto de su imaginación y que si no salía de aquella situación, si no se iba de
allí, esas alucinaciones y pesadillas acabarían volviéndolo loco y lo último que deseaba
era volverse loco. Respiró tranquilo e intentó incorporarse de nuevo. Lo consiguió.
Cuando estuvo totalmente de pie miró hacía el lugar donde había aparecido aquel hombre
y sintió un tremendo alivio al comprobar que allí solamente había lluvia. Dio un pequeño
paso con el pie derecho y perdió un poco el equilibrio, se volvió a agarrar a la rama que
poco antes le había servido de apoyo y se mantuvo erguido un instante. Consiguió dar
varios pasos seguidos sin caerse y cuando se dio cuenta de que las posibilidades de
estrellarse contra el suelo eran pocas se soltó totalmente de la rama y avanzó unos veinte
metros despacio y con la mirada fija en la hojarasca del suelo. Entonces como si algo le
forzara a evocar su pesadilla recordó algo. Recordó a aquel hombre mirando la rama del
árbol, del gran sauce blanco. Se paró y se volvió lentamente como si midiera cada grado
que giraba su cuello. Lo que descubrió le produjo miedo y asco a la vez. Vio su propio
cuerpo destripado y colgado de aquella rama. Sintió ganas de vomitar. Dio un pequeño
traspié y se precipitó contra el suelo. Cayó de lado, sobre su brazo derecho, se había
doblado la muñeca. Intentó ponerse de rodillas pero al apoyar su mano derecha en el
suelo para levantarse un terrible dolor se apoderó de todo su antebrazo, lo que le obligó a
seguir allí tumbado, entonces hizo una reflexión. Si veía su cadáver significaba que él, el
hombre que yacía en el suelo, sobre el musgo y los charcos de agua, estaba muerto,
aunque el dolor de la muñeca intentara convencerle de lo contrario. Los muertos no
sienten nada, o eso creo, pensó. Con un poco de esfuerzo consiguió sentarse, dobló las
piernas hasta que las rodillas chocaron con su barbilla y se quedó así, pensativo, durante
unos segundos. Un chasquido de ramas sonó detrás de él, no muy lejos. Volvió de entre
sus pensamientos y miró hacia atrás. No había nadie. Giró la cabeza de nuevo hacia el
frente y volvió a sonar de nuevo el chasquido, ahora más fuerte. Miró de nuevo hacia
atrás con tal brusquedad que le crujió el cuello. Entonces vio una sombra confusa entre la
espesa manta de agua, pero no conseguía distinguir que era, aunque su subconsciente si
sabía de que se trataba: es el hombre del bate y el cuchillo y viene a joderte incluso
después de muerto. No ha tenido bastante con matarte a garrotazos, colgarte de una
rama y vaciarte como si fueras un pescado. Ahora viene a hacer el numerito final, ¿lo
adivinas?

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