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Concilio

Vaticano II.
(1962-1965)
XXI concilio ecuménico. Fue convocado por el Papa Juan
XXIII en 1962 y clausurado por el Papa Paulo VI en 1965.
Orientaciones ante la situación actual de la Iglesia.
El gran acontecimiento de nuestra Era Moderna en el ámbito
de la Iglesia fue el Concilio Vaticano Segundo, convocado por
el Papa Juan XXIII y seguido y clausurado por el Papa Pablo
VI.
Se pretendió que fuera una especie de "agiornamento (una
puesta al día de la Iglesia), renovando en sí misma los
elementos que necesitaren de ello y revisando el fondo y la
forma de todas sus actividades.
Proporcionó una apertura dialogante con el mundo
moderno, incluso con nuevo lenguaje conciliatorio frente a
problemáticas actuales y antiguas.
Ha sido el concilio más representativo de todos. Constó
de cuatro etapas, con una media de asistencia de unos
dos mil Padres Conciliares procedentes de todas las
partes del mundo y de una gran diversidad de lenguas y
razas.
Papa Juan XXIII La reforma interior Paulo VI de la vida
eclesiástica y la búsqueda de un camino nuevo para tratar
de conciliar a los cristianos separados de la
unidad católica de la Iglesia. Fue convocado por el Papa
Juan XXIII en 1962 y clausurado por el Papa Paulo VI en
1965. Se propuso actualizar la vida de la Iglesia
sin definir ningún dogma. Trató de la Iglesia, la
Revelación, la Liturgia, la libertad religiosa, etc. Recordó
el Concilio la llamada universal a la santidad.
El Concilio Vaticano II es el hecho más decisivo de la
historia de la Iglesia en el siglo XX.
El Concilio se convocó con el fin principal de:
- Promover el desarrollo de la fe católica.
- Lograr una renovación moral de la vida cristiana
de los fieles.
- Adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades
y métodos de nuestro tiempo.
Tras un largo trabajo concluyó en 16 documentos,
cuyo conjunto constituye una toma de conciencia
de la situación actual de la Iglesia y define las
orientaciones que se imponen.
Las características del Concilio Vaticano II, son
Renovación y Tradición
Juan
Pablo II.
Redemptor Hominis
15) De que tiene miedo el hombre contemporáneo
El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce. Los frutos de
esta actividad son pura y simplemente arrebatados de quien los ha producido.
Parcialmente, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o
pueden ser dirigidos contra él. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo.
Teme que sus productos, precisamente, los que contienen una parte especial de su
genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo;
teme que puedan convertirse en medios e instrumentos de una autodestrucción
inimaginable.
Nace asi un interrogante: ¿Por qué ese poder, dado al hombre desde el principio, se
dirige contra si mismo, provocando un comprensible estado de inquietud, de miedo
consciente o inconsciente, de amenaza que de varios modos se comunica a toda la
familia humana contemporánea y se manifiesta bajo diversos aspectos?
Parece que somos cada vez más conscientes del hecho de que la explotación de la
tierra, del planeta sobre el cual vivimos, exige una planificación racional y honesta.
Al mismo tiempo, tal explotación para fines industriales y militares, el desarrollo
de la técnica no controlado ni encuadrado en un plan a radio universal y
auténticamente humanístico, llevan muchas veces consigo la amenaza del
ambiente natural del hombre, lo enajenan en sus relaciones con la naturaleza y lo
apartan de ella. El hombre parece, a veces, no percibir otros significados de su
ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso
inmediato y consumo. En cambio era voluntad del Creador que el hombre se
pusiera en contacto con la naturaleza como «dueño» y «custodio» inteligente y
noble, y no como «explotador» y «destructor» sin ningún reparo.
El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que
está marcado por el dominio de la técnica, exigen un desarrollo proporcional de la
moral y de la ética. Mientras tanto, éste último parece, por desgracia, haberse
quedado atrás. Por esto, este progreso, no puede menos de engendrar múltiples
inquietudes. La primera inquietud se refiere a la cuestión esencial y fundamental:
¿este progreso, cuyo autor es el hombre, hace la vida del hombre sobre la tierra,
en todos sus aspectos, «más humana»?; ¿la hace más «digna del hombre»? No
puede dudarse de que, bajos muchos aspectos, la haga así. No obstante esta
pregunta vuelve a plantearse por lo que se refiere a lo verdaderamente esencial:
si el hombre, en el contexto de este progreso, se hace mejor, es decir, más maduro
espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más
responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a
los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos.
Esta es la pregunta que deben hacerse los cristianos, precisamente porque Jesucristo les
ha sensibilizado así universalmente en torno al problema del hombre. La misma pregunta
deben formularse además todos los hombres, especialmente los que pertenecen a los
ambientes sociales que se dedican activamente al desarrollo y al progreso en nuestros
tiempos. Observando estos procesos y tomando parte en ellos, todos debemos
plantearnos, con absoluta lealtad, objetividad y sentido de responsabilidad moral, los
interrogantes esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana. Todas
las conquistas, hasta ahora logradas y las proyectadas por la técnica para el futuro ¿van de
acuerdo con el progreso moral y espiritual del hombre? En este contexto, ¿se desarrolla y
progresa, o por el contrario retrocede y se degrada en su humanidad? ¿Prevalece entre los
hombres, «en el mundo del hombre» que es en sí mismo un mundo de bien y de mal
moral, el bien sobre el mal? ¿Crecen de veras en los hombres, entre los hombres, el amor
social, el respeto de los derechos de los demás, o por el contrario crecen los egoísmos de
varias dimensiones, los nacionalismos exagerados, al puesto del auténtico amor de patria,
y también la tendencia a dominar a los otros más allá de los propios derechos y méritos
legítimos, y la tendencia a explotar todo el progreso material y técnico-productivo
exclusivamente con finalidad de dominar sobre los demás o en favor de tal o cual
imperialismo?
El tema del desarrollo y del progreso está en boca de todos y aparece
en las columnas de periódicos y publicaciones. Este tema no contiene
solamente afirmaciones o certezas, sino también preguntas e
inquietudes angustiosas. Estas responden a la naturaleza del
conocimiento humano y más aún responden a la necesidad
fundamental de la solicitud del hombre por el hombre, por la misma
humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra. La Iglesia
considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por el
futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también
por la orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un
elemento esencial de su misión, indisolublemente unido con ella. Y
encuentra el principio de esta solicitud en Jesucristo mismo, como
atestiguan los Evangelios. Y por esta razón desea acrecentarla
continuamente en él, «redescubriendo» la situación del hombre en el
mundo contemporáneo, según los más importantes signos de nuestro
tiempo.
17. Derechos del hombre: "letra" o "espíritu"
Nuestro siglo ha sido hasta ahora un siglo de grandes calamidades para el
hombre, de grandes devastaciones no sólo materiales, sino también morales,
más aún, quizá sobre todo morales. Es necesario constatar que hasta ahora
los hombres se han preparado a sí mismos muchas injusticias y sufrimientos.
¿Ha sido frenado decididamente este proceso? No se puede olvidar el
magnífico esfuerzo llevado a cabo para dar vida a la Organización de las
Naciones Unidas, que tiende a definir y establecer los derechos objetivos e
inviolables del hombre, obligando a los Estados a observarse entre ellos. Este
empeño ha sido aceptado por casi todos los Estados y esto debería constituir
una garantía para que los derechos del hombre lleguen a ser en todo el
mundo, principio fundamental del esfuerzo por el bien del hombre.
La paz se reduce al respeto de los derechos inviolables del hombre, mientras
la guerra nace de la violación de estos derechos y lleva consigo aún más
graves violaciones de los mismos. Si los derechos humanos son violados en
tiempo de paz, esto es particularmente doloroso y, desde el punto de vista del
progreso, representa un fenómeno incomprensible de la lucha contra el
hombre.
Ya desde la primera mitad de este siglo, en el período en que se estaban desarrollando
varios totalitarismos de Estado, los cuales llevaron a la horrible catástrofe bélica, la Iglesia
había delineado claramente su postura frente a estos regímenes que en apariencia actuaban
por un bien superior, como es el bien del Estado, mientras la historia demostraría en cambio
que se trataba solamente del bien de un partido, identificado con el estado. Aquellos
regímenes habían coartado los derechos de los ciudadanos, negándoles el reconocimiento
debido de los inviolables derechos del hombre. Al compartir la alegría de esta conquista con
todos los hombres de buena voluntad, con todos los hombres que aman de veras la justicia
y la paz, la Iglesia debe preguntarse continuamente junto con estos hombres de buena
voluntad si la Declaración de los derechos del hombre y la aceptación de su «letra»
significan también por todas partes la realización de su «espíritu». Surgen temores fundados
de que muchas veces estamos aún lejos de esta realización y que tal vez el espíritu de la vida
social y pública se halla en una dolorosa oposición con la declarada «letra» de los derechos
del hombre.
La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común y,
al hacer esto, ha educado también buenos ciudadanos para cada
Estado. Ella ha enseñado siempre que el deber fundamental del poder
es la solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus
derechos fundamentales. En nombre de estas premisas concernientes
al orden ético objetivo, los derechos del poder deben ser entendidos
en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre.
Sin el bien común se llega a la destrucción de la sociedad, a la
oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación
de opresión, de intimidación, de violencia, de terrorismo, de los que
nos han dado bastantes ejemplos los totalitarismos de nuestro siglo. Es
así como el principio de los derechos del hombre toca profundamente
el sector de la justicia social y se convierte en medida para su
verificación fundamental en la vida de los Organismos políticos.
Dives In Misericordia

14) Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo


recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino
que está llamado a « usar misericordia » con los
demás: « Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia » La Iglesia ve
en estas palabras una llamada a la acción y se
esfuerza por practicar la misericordia. El hombre
alcanza el amor misericordioso de Dios cuanto él
mismo interiormente se transforma en el espíritu
de tal amor hacia el prójimo.
Este proceso constituye todo un estilo de vida, una característica esencial y
continua de la vocación cristiana. El amor misericordioso, en las relaciones
recíprocas entre los hombres, nunca un acto o un proceso unilateral. Incluso en los
casos en que todo parecería indicar que sólo una parte es la que da y ofrece,
mientras la otra sólo recibe y toma (por ejemplo, en el caso del médico que cura,
del maestro que enseña) sin embargo en realidad, también aquel que da, queda
siempre beneficiado ya que obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso,
o se encuentra en estado de ser objeto de misericordia. Cristo crucificado, en este
sentido, es para nosotros el modelo, la inspiración y el impulso más grande.
Basándonos en este desconcertante modelo, podemos con toda humildad
manifestar misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como demostrada a sí
mismo. Debemos purificar continuamente todas nuestras acciones y todas
nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de
manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es
realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos
convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por
parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esta bilateralidad, esta
reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de
misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión.
Recordemos además que el amor misericordioso indica también esa cordial
ternura y sensibilidad. Por tanto, el amor misericordioso es sumamente
indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre
padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la
pastoral.
El mundo de los hombres puede hacerse « cada vez más
humano », solamente si en todas las relaciones recíprocas
que plasman su rostro moral introducimos el momento
del perdón. El perdón es además la condición
fundamental de la reconciliación en las recíprocas
relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se
eliminase el perdón, sería solamente un mundo de
justicia fría e irrespetuosa.
La Iglesia considera justamente como propio deber, como
finalidad de la propia misión, custodiar la autenticidad del
perdón, tanto en la vida y en el comportamiento como en
la educación y en la pastoral.
Laborem Excerceus

Con toda esta fatiga —y quizás, en un cierto sentido, debido a


ella— el trabajo es un bien del hombre. Si este bien comporta
el signo de un «bonum arduum», según la terminología de
Santo Tomás; esto no quita que, en cuanto tal, sea un bien del
hombre. Y es no sólo un bien «útil» o «para disfrutar», sino un
bien «digno», es decir, que corresponde a la dignidad del
hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta.
Queriendo precisar mejor el significado ético del trabajo, se
debe tener presente ante todo esta verdad. El trabajo es un
bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque
mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la
naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se
realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido
«se hace más hombre».
Si se prescinde de esta consideración no se puede comprender el
significado de la virtud de la laboriosidad y más en concreto no se puede
comprender por qué la laboriosidad debería ser una virtud: en efecto, la
virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser
bueno como hombre. Este hecho no cambia para nada nuestra justa
preocupación, a fin de que en el trabajo, mediante el cual la materia es
ennoblecida, el hombre mismo no sufra mengua en su propia dignidad.
Es sabido además, que es posible usar de diversos modos el trabajo
contra el hombre, que se puede castigar al hombre con el sistema de
trabajos forzados en los campos de concentración, que se puede hacer
del trabajo un medio de opresión del hombre, que, en fin, se puede
explotar de diversos modos el trabajo humano, es decir, al hombre del
trabajo. Todo esto da testimonio en favor de la obligación moral de unir
la laboriosidad como virtud con el orden social del trabajo, que permitirá
al hombre «hacerse más hombre» en el trabajo, y no degradarse a causa
del trabajo, perjudicando no sólo sus fuerzas físicas (lo cual, al menos
hasta un cierto punto, es inevitable), sino, sobre todo, menoscabando su
propia dignidad y subjetividad.
Socilitudo Rei Socialis
33. La afirmación de la Encíclica Populorum Progressio, de que los recursos destinados a la
producción de armas deben ser empleados en aliviar la miseria de las poblaciones
necesitadas,41 hace más urgente el llamado a superar la contraposición entre los dos
bloques.
Hoy, en la práctica, tales recursos sirven para asegurar que cada uno de los dos bloques pueda
prevalecer sobre el otro, y garantizar así la propia seguridad.
Esta distorsión, que es un vicio de origen, dificulta a aquellas Naciones que, desde un punto
de vista histórico, económico y político tienen la posibilidad de ejercer un liderazgo, al cumplir
adecuadamente su deber de solidaridad en favor de los pueblos que aspiran a su pleno
desarrollo.
Es oportuno afirmar aquí —y no debe parecer esto una exageración— que un papel de
liderazgo entre las Naciones se puede justificar solamente con la posibilidad y la voluntad de
contribuir, de manera más amplia y generosa, al bien común de todos.
Una Nación que cediese, más o menos conscientemente, a la tentación de cerrarse en sí
misma, olvidando la responsabilidad que le confiere una cierta superioridad en el concierto
de las Naciones, faltaría gravemente a un preciso deber ético. Esto es fácilmente reconocible
en la contingencia histórica, en la que los creyentes
entrevén las disposiciones de la divina Providencia que se sirve de las Naciones para la
realización de sus planes, pero que también « hace vanos los proyectos de los pueblos » (cf.
Sal 33 (32) 10).
Cuando Occidente parece inclinarse a unas formas de aislamiento creciente y egoísta, y
Oriente, a su vez, parece ignorar por motivos discutibles su deber de cooperación para aliviar
la miseria de los pueblos, uno se encuentra no sólo ante una traición de las legítimas
esperanzas de la humanidad con consecuencias imprevisibles, sino ante una defección
verdadera y propia respecto de una obligación moral.
34 CARTA DE SU SANTIDAD

Cuando se aproximaba el Año Internacional de los Sin Techo, juzgué útil que la Iglesia, fiel a su misión
y compromiso de anunciar a los pobres el Evangelio de la salvación y la liberación, profundizara su reflexión
sobre el grave problema de la casa y poder conocer mejor cómo las Comunidades eclesiales perciben hoy
este problema y procuran darle adecuada solución.
Los resultados que Vd., Señor Cardenal, ha sometido a mi consideración son, sin duda, consoladores, pero
representan sin duda tan sólo una pequeña parte frente a las necesidades inmensas de millones de
personas, que hoy viven sin un techo o una casa digna de este nombre. Estos resultados son, estímulo en
pro de un
mayor compromiso; en efecto, salir al encuentro de quien tiene necesidad de una vivienda pertenece al
espíritu de las «obras de misericordia», en función de las
cuales seremos juzgados por Cristo nuestro Señor (cf. Mt 25, 31-46).
¿Podremos nosotros, cristianos, ignorar o soslayar tal problema, cuando sabemos bien que la casa «es una
condición necesaria para que el hombre pueda venir al mundo, crecer, desarrollarse, para que pueda
trabajar, educar y educarse, para que los hombres puedan constituir esa unión más profunda y más
fundamental que se llama "familia"»? (Enseñanzas, 2 [1979], 314).
En estos últimos años, el problema de la casa se ha vuelto agudo, a causa, sea del crecimiento de la
población, sobre todo en las ciudades, sea de los traslados por motivos de trabajo, también por la búsqueda
de mejores condiciones de vida. Los efectos: creación de megalópolis, surgimiento de cinturones periféricos
con condiciones de vida sub-humanas, marginación, miseria. Pablo VI se refirió al urbanismo como a un
fenómeno de gran importancia: «trastorna los modos de vida y las estructuras habituales de la existencia: la
familia, la vecindad, el marco mismo de la comunidad cristiana», creando nuevas y degradantes miserias
donde a menudo la dignidad del hombre zozobra
Donde emergen nuevas formas de pobreza, quienes no tienen casa constituyen una categoría de pobres
todavía más pobres, que debemos ayudar ya que una casa es mucho más que un simple techo, y que allí
donde el hombre realiza y vive su propia vida, construye su identidad más profunda y sus relaciones con los
otros.
La Iglesia, participando considera grave deber suyo asociarse a cuántos operan con
dedicación y desinterés para que el problema de la casa encuentre soluciones
concretas y urgentes, y para que los que carecen de techo sean objeto de la debida
atención y preocupación por parte de la autoridad pública. En efecto,
según sea la atención que ésta conceda a este gran problema, como asimismo a la
relación entre ambiente, habitabilidad, servicios sociales y áreas destinadas al
ejercicio de la vida religiosa, se podrá juzgar si los principios de ética social son
debidamente tomados en cuenta.
La especulación sobre los terrenos que sirven al desarrollo edilicio y sobre la
construcción de ambientes domésticos, el estado de abandono de barrios enteros o
de áreas rurales privadas de calles transitables, de distribución de agua o electricidad,
de escuelas o de transportes necesarios para el movimiento de las personas,
son algunos de los males más patentes, estrechamente ligados al problema más amplio
de la casa.
los católicos que gozan de responsabilidad en la vida pública, y cuantos se interesan por
el problema de la casa,son exhortados a ofrecer su contribución a
fin de disponer políticas adecuadas que puedan hacer frente a las situaciones de más
urgente
necesidad y a remover los obstáculos que impiden encontrar las modalidades concretas,
económicas, jurídicas y sociales, para que haya condiciones más
favorables a la solución de los problemas.
Centisimus Annus
25. Los acontecimientos del Ana 1989 ofrecen un ejemplo de éxito dela voluntad de
negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido a no dejarse
condicionar por principios morales. La lucha que ha desembocado en los cambios del
1989 ha exigido lucidez, moderación, sufrimientos y sacrificios. Por otra parte, el
hombre creado para la libertad lleva dentro de la ida del pecado original que 10
empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención. Esta doctrina no
solo es parte integrante de la revelación cristiana, sino que tiene también un gran
valor en cuanto ayuda a comprender la realidad humana. El hombre tiende hacia el
bien, pero es también capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y , sin
embargo, permanece vinculado a el. El orden social será tanto mas s61ido cuanto mas
tenga en cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en su
conjunto, sino que busque mas bien los modos de su fructuosa coordinación. Gracias
al sacrificio de Cristo en la Cruz, la victoria del Reino de Dios ha conquistada de una
vez para siempre; sin embargo, la condición cristiana de la lucha contra las tentaciones
y las fuerzas del mal . Solamente al final de los tiempos, el juicio final Instaurando los
cielos nuevos y la tierra nueva pero, mientras tanto, la lucha entre el bien y el mal
continua incluso en el coraz6n del hombre
26) Los acontecimientos del año 1989 han tenido lugar
principalmente en los Países de Europa oriental y central; sin
embargo, revisten importancia universal, ya que de ellos se
desprenden consecuencias positivas y negativas que afectan a toda
la familia humana. La primera consecuencia ha sido, en algunos
Países, el encuentro entre la Iglesia y el Movimiento obrero, nacido
como una reacción de orden ético y concretamente cristiano
contra una vasta situación de injusticia. En la crisis del marxismo
brotan de nuevo las formas espontáneas de la conciencia obrera,
que ponen de manifiesto una exigencia de justicia y de
reconocimiento de la dignidad del trabajo, conforme a la doctrina
social de la Iglesia. El movimiento obrero desemboca en un
movimiento más general de los trabajadores y de los hombres de
buena voluntad, orientado a la liberación de la persona humana y a
la consolidación de sus derechos; hoy día está presente en muchos
Países y, lejos de contraponerse a la Iglesia Católica la mira con
interés
41) El marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo
colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia
histórica de los Países socialistas ha demostrado tristemente que el
colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa,
al añadirle la penuria de las cosas innecesarias y la ineficacia económica.
Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de
alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el
hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí
misma y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la
propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión
con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios. El hombre que
se preocupa sólo o prevalentemente de tener y gozar, incapaz de dominar
sus instintos y sus pasiones y de subordinarlas mediante la obediencia a la
verdad, no puede ser libre. La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el
hombre es la primera condición de la libertad, que le permite ordenar las
propias necesidades, los propios deseos y el modo de satisfacerlos según
una justa jerarquía de valores, de manera que la posesión de las cosas sea
para él un medio de crecimiento. Un obstáculo a esto puede venir de la
manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación social,
cuando imponen, con la fuerza persuasiva de insistentes campañas,
modas y corrientes de opinión, sin que sea posible someter a un examen
crítico las premisas sobre las que se fundan
42) La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el
mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente
en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana,
especialmente en los Países más avanzados; contra tales
fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes
muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria
material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos
Países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de
manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta
para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una
ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el
tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado
al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía
su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado
Evangelium Vitoe
32) La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se
dirigen sólo a quienes padecen enfermedad, sufrimiento
o diversas formas de marginación social, sino que
conciernen más profundamente al sentido mismo de la
vida de cada hombre en sus dimensiones morales y
espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está
marcada por la enfermedad del pecado, puede
redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad
y autenticidad de su existencia, según sus mismas
palabras: « No necesitan médico los que están sanos, sino
los que están mal. No he venido a llamar a conversión a
justos, sino a pecadores » (Lc 5, 31-32).
87) En el servicio de la caridad, hay una actitud
que debe animarnos y distinguirnos: hemos de
hacernos cargo del otro como persona confiada
por Dios a nuestra responsabilidad. Como
discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos
prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37),
teniendo una preferencia especial por quien es
más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente
mediante la ayuda al hambriento, al sediento, al
forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado
—como también al niño aún no nacido, al anciano
que sufre o cercano a la muerte— tenemos la
posibilidad de servir a Jesús.
Veritatis Splendor
98) Por las formas de injusticia social y económica,
de corrupción política que padece pueblo y
naciones, aumenta la indignada razón de muchas
personas oprimidas y humilladas en sus derechos
humanos, y se agudiza la necesidad de una radical
renovación personal y social capas de asegurar
justicia, solidaridad, honestidad y trasparencia.
No es difícil encontrar en el origen e estas
situaciones, causas propiamente culturales,
relacionadas con una determinada visión del
hombre, de la sociedad y del mundo
99) Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible
de la moralidad, y por tanto de los mandamientos, en particular los negativos,
que prohíben siempre y en todo caso el comportamiento y los actos
incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y el
bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la
verdad del hombre creado y redimido por él. Únicamente sobre esta verdad es
posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y
graves que la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas
de totalitarismo para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona. «El
totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe
una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena
identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones
justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen
inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa
la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de
que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los
derechos de los demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por
tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen
visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que
nadie puede violar: ni el individuo, ni el grupo, ni la clase social, ni la nación, ni el
Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose
en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso
intentando destruirla»

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